La política, la justicia y la
independencia de los jueces son asuntos que participan de la sustancia del mito
del eterno retorno, presentes siempre como están en cualquier singladura
histórica.
A los desmemoriados que hoy
evocan con nostalgia los años de la II República conviene recordarles lo que
decía nada menos que Azaña ocupando la cabecera del banco azul el 23 de
noviembre de 1932: “Yo no sé lo que es el Poder Judicial... ni creo en la
independencia del Poder Judicial...”. Gil Robles le interrumpe: “Pero lo dice
la Constitución”. A lo que Azaña replica: “Lo que yo digo es que ni el Poder
Judicial ni el Poder Legislativo ni el Poder Ejecutivo pueden ser
independientes del espíritu público nacional... hostiles al espíritu público
dominante en el país”. Entonces se oye la voz de Santiago Alba: “Eso ya lo dijo
Primo de Rivera”. Y Azaña, rápido, da la puntilla argumental: “Pues alguna vez
tenía que acertar Primo de Rivera”.
No eran sólo bravatas
parlamentarias: las intromisiones en la carrera judicial de los gobiernos
republicanos -de cualquiera de los bienios y no digamos del Frente Popular-
fueron constantes. Como lo fueron -obvio es decirlo- a lo largo de los decenios
franquistas.
Hoy, al hilo del debate sobre una
posible reforma constitucional, reaparecen los jueces, reaparece su
contaminación política, reaparece la sombra de Montesquieu y más de uno se
pregunta qué tiene que ver el autor Del espíritu de las leyes con una
organización como nuestro Consejo General del Poder Judicial.
Al mezclarse en la polémica
muchos ingredientes, la prudencia aconseja deslindarlos.
Para empezar preciso es recordar
que en España los jueces han ingresado en la carrera por medio de duras pruebas
públicas, ascienden de acuerdo con reglas previsibles, se especializan a base
de estudio y sometiéndose a exámenes competitivos, sus sueldos pueden ser conocidos...
Todo ello les permite ejercer su oficio con independencia. Una independencia
que no es privativa de los jueces pues de la misma forma se desempeña el
profesor universitario cuando escribe o da sus clases, el registrador de la
propiedad cuando califica un documento o el médico cuando aplica la lex artis
al diagnóstico y tratamiento de un paciente.
Siendo esto así ¿dónde está el
problema? ¿por qué se habla de la politización de la Justicia?
Porque hay determinados cargos
judiciales a los que se llega por medio de nombramientos en los que intervienen
instancias que participan de la sustancia política. Son los de magistrados del
Tribunal Supremo, presidentes de salas de ese mismo Tribunal, presidente de la
Audiencia Nacional y de sus salas, presidentes de tribunales superiores de
Justicia y asímismo de sus salas, presidentes de audiencias y magistrados de
las salas de lo civil y criminal competentes para las causas que afectan a los
aforados.
Con carácter general, en estos
casos, es el Consejo General del Poder Judicial el que efectúa los
nombramientos de forma discrecional aunque está obligado a motivar su decisión.
Advirtamos cómo se ha perdido el hilo de la regla previsible y cómo, por esta
vía, se cuelan consideraciones que ya no son estrictamente profesionales. Creo
que el juez -cubierto de canas y ahíto de trienios- que aspira a estos cargos
no se merece la sumisión a una negociación ruborosa en el seno del Consejo,
epicentro de pugnas políticas y de pactos embolismáticos entre las asociaciones
judiciales.
Pues bien, solucionar esta
anomalía, que viola el principio de “mérito y capacidad”, no exige reformar la
Constitución ni ninguna ley de altos vuelos. Exige únicamente cambiar un
humilde Reglamento, el del propio Consejo 1/2010 de 25 de febrero, y sustituirlo
por otro que establezca el concurso ordinario para la provisión de estas plazas
discrecionales. Más facilidad no cabe. Es verdad que los vocales del Consejo
perderían la oportunidad de participar en mil enredos pero sin duda ganaría la
independencia judicial. ¿No es un valor apreciable?
El lector lego se preguntará qué
es el Consejo al que tanto he citado. Se trata del órgano de gobierno de los
jueces, inventado por los constituyentes de 1978, a los que debemos ideas
felices: la de Consejo del Poder Judicial no se encuentra entre ellas. Si tal
Consejo desapareciera, el aire quedaría más diáfano y el paisaje institucional
más terso y sedeño.
Como de lo que trato es de
ofrecer soluciones sencillas recordaré que este Consejo está integrado por su
presidente y por 20 miembros nombrados por el Rey: 12 entre jueces y
magistrados de las categorías judiciales; cuatro a propuesta del Congreso y
cuatro del Senado entre abogados y juristas de reconocida competencia.
A lo largo de varios d
ecenios se
ha reformado el modo de elegir sus vocales en tantas ocasiones como cambios
políticos han desfilado ante nuestros ojos. En la actualidad. para figurar
entre los 12 miembros “judiciales”, cualquier juez puede presentar su
candidatura aportando el aval de 25 miembros de la carrera judicial o el de una
asociación judicial. Cuando se haya comprobado la regularidad de todas estas
candidaturas, se envían a los presidentes de las cámaras para que éstas elijan
por mayoría de tres quintos de sus miembros.
Éste es el momento en el que se
levanta el telón de las intrigas de suerte que puede decirse que en el seno del
Consejo, y a lo largo de su vida, se han reflejado como en un espejo bien
bruñido las imágenes de quienes han dominado la escena española los últimos 40
años: PP y PSOE más la ayuda desinteresada de CiU y PNV.
Pues bien, lo que propongo es que
la selección, una vez comprobada la regularidad de las candidaturas y
establecida una comparecencia de los candidatos en sede parlamentaria, se haga
mediante sorteo. Se rescataría así un sistema que tiene ilustres precedentes en
la historia de la democracia, que fue alabado por Montesquieu en las primeras
páginas de su obra inmortal y que es objeto de debate en Europa e incluso de
iniciativas parlamentarias porque en Italia circula por el senado una destinada
a introducirlo para designar precisamente a los miembros del órgano de gobierno
de los jueces (similar al nuestro).
Análogo sistema se podría emplear
en relación con los ocho juristas “de reconocido prestigio”.
De nuevo para este empeño
necesitamos sólo retocar unos reglamentos, los de las cámaras. La Constitución
quedaría ajena a este trasiego.
Vemos pues dos modificaciones
sencillas que cambiarían de forma sustancial las actuales reglas de juego y
entorpecería la presencia de los partidos políticos en la vida judicial: ¿no
ganaría en frescor y fragancia?
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