Por qué no desertamos, pregunto en los desfiles,
cuánto peso de patria soporta un ser humano
sin caer, sin gritar, sin desangrarse o huir,
sin desertar. El día que creemos, ingenuos,
que no hay montes más altos que estos montes nuestros
ni tierras más feraces que estas tierras yermas,
o al arrodillarnos en los fríos altares
de este dios autóctono o de un santo local
que hizo morder el polvo otrora a enemigos,
por qué no desertamos. Cuando encienden los himnos
la sangre en las gargantas y en los pechos se agita
esa atávica sed de ritos y de hogueras,
cuando a los hijos nuestros les contamos que el aire
trae aún los cantares de los antepasados
y el inmarcesible recuerdo de sus gestas,
aunque nada más fueran esos tatarabuelos
campesinos sin luces o bandoleros sucios,
por qué no desertamos.
Cuando nos dan la mano y en las manos de otros
presentimos pasquines o puñales, leyendas,
aunque nos gustaría tendernos y charlar
o cultivar la tierra o dar goce a los cuerpos,
cuando en la ventisca olemos maleficios
ajenos y en las nieves, maniobra rival
y buscamos un templo para purificarnos,
para ser bendecidos y que no nos derroten,
por qué no desertamos.
Por qué no desertamos para no ser madero
o piedra, cuerda para una horca, martillo,
calzada de carruaje, veneno o incienso,
monaguillo, escudero, verdugo o semental,
vientre para la raza, serpiente, sanguijuela.
Por qué no caminamos con fe de desertores
después de romper filas y romper los carnets,
libres de toda fe, hasta el tuétano libres.
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