I. Consideraciones previas (y un tanto prescindibles)
(Al lector impaciente
o por necesidad apresurado le aconsejo que prescinda de este apartado y vaya
directamente al II. En este se ponen las bases teóricas para mi tesis sobre la
inutilidad de invocar la noción de imputación objetiva en la mayor parte de los
casos en que de ella se echa mano, pero mi tesis de fondo, en lo que de
acertada o errónea tenga, puede entenderse cabalmente con la sola lectura del
apartado II, al hilo del análisis de sentencia que en él se hace).
No
voy a negar que la noción de imputación objetiva en Derecho penal carezca de
utilidad, tal como, sobre la base de unos pocos precedentes (entre ellos el de
Enrique Gimbernat), fue forjada por Claus Roxin y desarrollada después, con
variantes no desdeñables, por otros importantísimos penalistas alemanes, como
Gunther Jakobs o Wolfgang Frisch, entre otros muchos. Al menos en el diseño
inicial de Roxin, con esa figura se pretendía solucionar el grave problema que,
para los delitos comisivos de resultado, se plantean en casos en los que la
acción de un sujeto es causalmente determinante de atentado contra el bien
jurídico-penal respectivo y es, además, dolosa, pese a lo cual resulta
contraintuitivo condenarlo como autor del delito en cuestión. Ejemplo repetido
en la manualística al uso es el de aquel hijo o nieto heredero que manda a su
abuelo al bosque al buscar alguna cosa y con la esperanza de que se desencadene
una tormenta y lo parta un rayo; y resulta que, pese a lo altísimamente
probable de que el deseo se consumara, así sucede y un rayo mata al abuelo
odiado cuya fortuna se ansiaba. La solución de Roxin consiste en decir que hay
que hacer un examen “objetivo” no sólo para comprobar si hay nexo causal entre
la acción del acusado y el resultado final lesivo, sino también para ver si la
acción del acusado realiza la conducta típica, realiza el tipo presente en la
norma penal en cuestión. Pues, en el ejemplo anterior, hay causalidad y dolo,
pero también cabría sostener que no forma parte del tipo del homicidio el
enviar a una persona a un bosque para que un rayo la mate, si no se sabe ni por
asomo que dicha cosa va a ocurrir y, además, es tan desmesuradamente improbable
que ocurra.
Repito
que no voy a hacer un cuestionamiento de esa figura de fondo, al menos por el
momento, y que voy a conceder que pueda tener su utilidad grande en ciertos
casos “atípicos” en los que se dan los otros elementos del delito pero parece
dudoso que la acción enjuiciada sea la acción típica de dicho delito. Lo que
intentaré poner en solfa es el uso que nuestra jurisprudencia penal hace a
menudo de la idea de imputación objetiva.
¿En
qué consiste ese uso? En un desdoblamiento de la argumentación justificadora
del fallo, de tal manera que, primero y como siempre, el caso se resuelve por
vía del ineludible razonamiento subsuntivo-interpretativo, pero, luego y en un
segundo y muy postizo paso, se (simula que se) pasan los hechos por el tamiz de
los elementos propios de ese análisis en clave de imputación objetiva, en
particular estos tres: a) que el acusado haya creado un riesgo penalmente
relevante, riesgo que se haya consumado en daño para el bien
jurídico-penalmente así protegido; b) que
dicho riesgo no sea un riesgo permitido; y c) que la norma penal en
cuestión, la que define el correspondiente tipo penal, tenga ese tipo de riesgo
creado (y el consiguiente daño) dentro del “alcance de protección de la norma”;
es decir, que esa norma penal se proponga precisamente castigar las conductas
por provocar esa clase de riesgos y no otros[1].
Mi
tesis está ligada a una concepción general del Derecho. Defiendo que la materia
prima del Derecho o de las normas jurídicas consiste en enunciados.
Naturalmente, esos enunciados pueden tener diversos sentidos o significados, y
por eso la interpretación es ineludible. Y obvio es también que tales
enunciados responden a intenciones de quien los formula (igual que la
interpretación de los mismos se corresponderá grandemente con intenciones de
quien la realiza) y que tanto los significados posibles como esas mismas
intenciones se insertan en el correspondiente entramado social: la moral social
o positiva, los patrones de la vida política del momento, la cosmovisión
imperante, las ideologías dominantes, el estado de las ciencias y los saberes,
etc., etc., etc. Pero nada de eso es por sí Derecho, aun cuando el Derecho sea
reflejo y fruto de todo eso y aunque todo eso pueda y deba tomarse en
consideración a la hora de interpretar los enunciados jurídicos para su
aplicación o, simplemente, para entenderlos cabalmente en su función y en su
contexto respectivo.
En
lugar de complicarnos más y para no meternos ahora en los entresijos de la idea
de validez y la Teoría del Derecho, veámoslo con un ejemplo sencillo y que es
relevante para los ejemplos jurisprudenciales que veremos. El art. 248.1 del
Código Penal dice que “Cometen estafa los que, con ánimo de lucro, utilizaren
engaño bastante para producir error en otro, induciéndolo a realizar un acto de
disposición en perjuicio propio o ajeno”. Sin este enunciado (u otro similar,
obviamente, y prescindiendo ahora de que el art. 248 CP enumera otras dos
modalidades de estafa) no habría delito de estafa en el Derecho español. Esta
afirmación parece trivial, pero no lo es, en modo alguno.
Sucede
que está en nuestro tiempo y ámbito cultural generalísimamente aceptado el
llamado principio de legalidad penal estricta, a tenor del cual, en lo que a la
tipificación de delitos y penas se refiere, no puede haber Derecho penal fuera
de los enunciados presentes en la ley penal. Pero no olvidemos que ya es casi
lugar común sostener, en otros ámbitos de lo jurídico, que hay no solamente
normas jurídicas derivadas, sino normas jurídicas inexpresadas: normas que son
plenamente Derecho aun cuando: a) no se correspondan con ningún enunciado ni
con el significado posible de ningún enunciado; b) no sean concreción lógica o
de sentido del contenido de un enunciado más general, ese sí presente en el
ordenamiento como enunciado jurídico.
Expliquemos
esas dos cosas. Pongamos la norma constitucional que dice que los ciudadanos
tenemos derecho a no ser torturados. Sea el art. 15 de la Constitución
Española, según el cual ningún ciudadano puede ser sometido a tortura. Nos
toparemos en primer lugar con el inevitable problema interpretativo de qué
podemos entender por “tortura”, qué significa ese término, y ello en dos
frentes interdependientes: cuáles son las propiedades definitorias o caracteres
delimitadores de las acciones que sean torturas (intensión de “tortura”) y
cuáles son las acciones que podemos enumerar o señalar como torturas, cuáles
forman el conjunto total de las torturas (extensión de “tortura”).
Según
cómo se interprete “tortura” en el art. 15 CE, estará incluida o no la tortura
psicológica, además de la física, y dentro de una u otra modalidad entrarán más
acciones que impliquen infligirle deliberadamente dolor o sufrimiento al
alguien. Esos son los problemas interpretativos que hay que resolver cuando en
un caso se plantea, por ejemplo, si la policía incurrió en la práctica inconstitucional
de la tortura al decirle a un detenido que si no decía de inmediato dónde había
escondido el arma del crimen saldría una patrulla a matar a sus hijos o a
violar a su pareja.
Por
otra parte, la norma dice “tortura”, pero no hace una clasificación de qué
prácticas sean tortura y cuáles no. No obstante, y por muy restrictiva que
fuera la interpretación elegida de “tortura”, nadie dudará de que introducirle
a alguien alfileres bajo las uñas o quemarle la planta de los pies con
cigarrillos es torturar. En ese sentido decimos que considerar prohibidas esas
dos prácticas por el art. 15 CE, aunque no las enumere expresamente, es una
consecuencia lógica o incuestionable concreción de sentido del enunciado que
usa el término abarcador “tortura” y dice que la tortura está prohibida. Igual
que si yo le invito a usted a comer en mi casa y le pongo un plato de carne con
patatas, no puedo decirle a usted, cuando se dispone a ingerir una patata, que
cuidado, que yo lo invité a comer, pero no a comer patatas, y que puesto que
nada dije de las patatas no puede considerarse autorizado a comerlas por el
hecho de que le haya dicho que puede comer. De ser así las cosas, decir “te
invito a comer” o “prohibido torturar” sería perfectamente inútil, pues los enunciados
generales no servirían y habría que emplear solo enunciados particulares
(prohibida la picana, prohibidas las alfileres bajo las uñas…; permitido comer
patatas, permitido comer carne, permitido comer tomates…).
Los
que opinan que el Derecho no se reduce a ciertos enunciados provenientes de
determinadas fuentes reconocidas y/o presentes en determinados documentos o
reconocidos en ellos consideran que hay conductas o estados de cosas que el
Derecho prohíbe, manda o permite y que ni forman parte de las interpretaciones
posibles de un enunciado jurídico positivo ni de las concreciones lógicamente
posibles de un enunciado jurídico positivo, interpretado, en su caso. Quiere
ello decir que si, por ejemplo, un sistema jurídico prohíbe un conjunto N de
conductas, también podemos entender prohibida en ese sistema jurídico la
conducta N+1. Están prohibidas en (enunciados de) ese sistema las conductas x,
y y z, pero también estimamos prohibida la conducta w, aunque
no sea ni concreción interpretativa de las anteriores ni concreción “lógica” de
las anteriores[2].
El
Derecho penal (o tal vez en Derecho sancionador en general) es, en parte y si
acaso, el último reducto de esa noción “lingüística” del Derecho, dado que el
principio de legalidad se interpreta entendiendo que no puede haber más delitos
que los expresamente puestos como tales en enunciados legales, positivos (y de
cierto rango). Pero bastará con alterar la interpretación de “legalidad” en
“principio de legalidad” para que esa barrera caiga, igual que ya se entiende
muchas veces que de la Constitución forman parte más derechos fundamentales que
los que en ella se enumeran o que la “vinculación del juez a la ley” supone
también vinculación a lo que no sea “ley”, derecho positivo (moral no
positivada en Derecho, religión…), vinculación superior, incluso, a la de la
ley y con capacidad para justificar su no aplicación en ciertos casos
perfectamente subsumibles bajo ella y con todo el sentido de ella.
La
importancia metodológica de todo esto la vemos a la hora de contestar a la
siguiente pregunta: qué tenemos que ver y qué hemos de hacer cuando resolvemos
en Derecho un caso, por ejemplo como jueces. Cuatro visiones principales del
Derecho se nos van a ofrecer para brindar respuesta diferente a dichas cuestiones
decisivas: iusmoralismo, iusontologismo, iusintencionalismo y iuspositivismo.
(i)
La nota distintiva del iusmoralismo está en considerar que hay normas morales
que, por sí, forman parte del sistema jurídico. Puede tratarse de las normas de
una moral universal e inmutable y que, por tanto, se integre en todo sistema
jurídico posible, como sucede con el iusnaturalismo, o puede tratarse de una
moral histórica que constituya el sustrato o base ética que completa y da
sentido a un determinado ordenamiento jurídico o a los de una cierta cultura o
época, como sucedería, por ejemplo, con el derecho supralegal de Radbruch o con
los principios de Dworkin y de una buena parte del actualmente llamado
neoconstitucionalismo.
Para
los iusmoralismos la sustancia primera o básica del Derecho, su esencia, es
moral. Por tanto, la interpretación posible o la aplicación de los enunciados
jurídicos-positivos a la resolución de casos está mediada y mediatizada por la
compatibilidad de los resultados con esas pautas morales constitutivas de lo
jurídico. Si el contenido o sentido de un enunciado jurídico-positivo choca con
esa moral jurídica necesaria o de fondo o bien se tiene dicho enunciado, dicha
norma jurídico-positiva por inválida con carácter general (no es ley, sino
corrupción de ley) o bien por inaplicable al caso concreto para el que la
aplicación provocaría injusticia, entendiendo la injusticia como
incompatibilidad con dichos requerimientos morales.
(ii)
El iusontologismo está formado por aquellas doctrinas que ven la sustancia o
materia primera del Derecho en ciertos conceptos que designan entes
institucionales, instituciones con contenido necesario y predeterminado a
cualquier voluntad humana o a cualquier designio legislativo. Así, la relación
entre el concepto y el contenido de la institución en cuestión no será
contingente, sino necesaria, pues la forma y la sustancia de las instituciones
básicas del Derecho está prefigurada en algún orden necesario del ser. De esa
manera, los conceptos jurídicos se asemejan a las figuras geométricas. De la
misma forma que un círculo no puede ser cuadrado o que en todo triángulo
rectángulo, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de
los catetos, así instituciones jurídicas como el matrimonio, el testamento, la
compraventa o la prenda tienen elementos y contenidos necesarios y no
modificables a discreción, poseen una “naturaleza jurídica” insoslayable.
Para
el iusontologismo, del que tal vez la manifestación más acabada e influyente
fue la decimonónica Jurisprudencia de Conceptos alemana, para solucionar un
caso en Derecho procede siempre dar a los hechos el tratamiento compatible con
esa “naturaleza jurídica” de los entes o categorías bajo las que son
subsumibles. En tal sentido, la sustancia ontológica complementa y hasta
corrige el sentido o los significados posibles de los enunciados jurídicos.
Diríamos que para tales ontologistas lo que no puede ser no puede ser, aunque
el legislador diga que sí, y lo que puede ser puede ser, aunque el legislador
diga que no. La diferencia con los iusmoralistas estriba en que mientras éstos
contraponen al deber jurídico-positivo un deber superior, que es un deber
moral, los iusontologistas oponen al deber jurídico-positivo una especie de
leyes del ser o de la naturaleza de las cosas. De la misma manera que, por
razones obvias y atinentes a la naturaleza de las cosas, no tiene sentido que
el legislador prescriba la obligación de todo ser humano de ir por la calle
corriendo a pie a una velocidad superior a cien kilómetros por hora, ya que no
es empíricamente posible, tampoco podría, por ejemplo, el legislador, permitir
el matrimonio de dos personas del mismo sexo o de una persona consigo misma, o
una sociedad unipersonal o un testamento bilateral, pongamos por caso, pues
igualmente ahí se estarían vulnerando las leyes del ser, aunque en este caso no
sean leyes empíricas sino de otro tipo de ontología ideal pero igualmente
necesaria e ineludible.
(iii)
Para el iusintencionalismo la esencia de lo jurídico se encuentra la voluntad
de la autoridad legitimada para imponer sus mandatos bajo la forma de Derecho.
Esos mandatos se expresan en enunciados, pero la voluntad del autor prevalece
sobre lo enunciado por dos vías. Por una, porque si hay discrepancia entre lo
dicho y lo querido ha de primar lo querido, la autoridad sobre la letra. Por
otra, porque si del enunciado en cuestión caben varias interpretaciones
posibles la preferencia hay que darla a la que se corresponda con lo querido
por la autoridad.
(iv)
Para el iuspositivismo, en la versión que aquí manejaré del mismo y
prescindiendo, como en los casos anteriores, de variantes, el Derecho se
compone de enunciados que, ciertamente, son Derecho porque tienen o reciben
socialmente un valor autoritativo, pero cuyo contenido se determina, en su
aplicación a los casos, por vía de interpretación, siendo dicha interpretación
fuertemente discrecional. Es la semántica del uso, junto con la sintaxis y la
pragmática, lo que acota los significados posibles de los enunciados jurídicos,
y todos aquellos otros elementos que también concurren en la producción de esos
enunciados y en su juego social (intenciones, valores morales, funciones
sociales, fines...) proporcionan argumentos con los que justificar
interpretaciones, con los que argumentar el uso de la discrecionalidad a fin de
que las soluciones de los casos sean vistas como razonables y no como
arbitrarias.
En
el iuspositivismo la discrecionalidad ocupa el lugar que en el iusmoralismo y
el iusontologismo corresponde a la necesidad; para el iuspositivismo las normas
jurídicas son enunciados que, por su indeterminación y contingencia, son
esencialmente maleables y adaptables, mientras que iusmoralismo y
iusontologismo revisten lo jurídico con la rigidez de su pertenencia al reino
de la necesidad. Para el iuspositivismo, y fuera de la mecánica interna de los
sistemas jurídicos y de la funcionalidad interna de conceptos como los de
validez o vigencia, entre otros muchos, la naturaleza del Derecho es política,
el Derecho no forma parte del orden del ser, sino del querer. Su diferencia con
el iusintencionalismo es, pues, de matiz, ya que el positivismo pone la clave
de lo jurídico en lo dicho por la autoridad jurídica en lugar de en la mera
intención de la autoridad discente, aun cuando conceda que no existiría Derecho
sin ese elemento de autoridad.
El
Derecho contemporáneo se halla sometido a una doble presión o a estímulos
históricos contrapuestos. Por una parte, la modernidad ha significado la
desmitificación de lo jurídico. Como mínimo desde fines del siglo XIX y con la
crisis de las dos últimas grandes concepciones metafísicas e idealizadoras del
Derecho, la de la Escuela de la Exégesis en Francia y la de la Jurisprudencia
de Conceptos en Alemania, y a partir de las críticas seminales de Gény y del
segundo Jhering, el Derecho deja de ser visto como obra de los dioses, producto
inmarcesible de la razón, resultado de las entrañas telúricas de un pueblo o
construcción de un legislador omnisciente y plenamente representativo del
interés general de la nación y pasa a contemplarse como falible y contingente
instrumento mediante el que se realizan labores más prosaicas, sea la solución
de conflictos que ponen en riesgo la pervivencia de las sociedades, sea la
realización de los objetivos políticos o económicos de los grupos políticos
mayoritarios, sea la perpetuación del dominio de unas clases sociales sobre
otras, sea la defensa de las concepciones morales de determinados grupos, etc.,
etc. En ese sentido, y como digo, el Derecho primero se desacraliza y luego se
desmitifica.
Pero
un Derecho así desacralizado y desmitificado se topa con varios problemas. Uno,
el de la dificultad para explicar sus operaciones y justificar las decisiones
que dentro del sistema ocurren, una vez que se rompe con esa tradición
justificadora de índole metafísica, “ideológica”. Así, una decisión del
legislativo o de un juez ya no podrá presentarse como plasmación de la razón o
expresión de la naturaleza de las cosas, sino como discrecional opción entre
alternativas en el momento y la circunstancia disponibles. Dejan lo jurídico de
estar cubierto por ese manto ideológico de lo inevitable, de lo necesario, de
lo que no puede ser de otro modo porque el mundo es así o este pueblo es así o
así son las cosas sin vuelta de hoja.
Otro
problema, fuertemente ligado al anterior, es el de la pérdida de poder de los
operadores jurídicos. Si las decisiones son suyas, por ser en buena parte
discrecionales, tiene que justificarlas y debe responder por ellas. No es lo
mismos que yo, juez, decida que el inmueble pertenece a Ticio y no a Cayo
porque así es la naturaleza jurídica de la compraventa o de la sucesión
intestada que porque yo haya elegido una de las interpretaciones igualmente
posibles de la norma N. Igual que no es lo mismo que yo inaplique la norma N
porque me parezca a mí insoportablemente injusta la solución que propone para
el caso bajo ella subsumible o que diga que inaplico N porque es objetivamente
injusta y, en consecuencia, contraviene la esencia valorativa del Derecho o de
este sistema constitucional.
Con
ello llegamos a esa otra dinámica interna del Derecho contemporáneo que está en
contravía de esa señalada desacralización y desmitificación del Derecho: la
re-mitificación del Derecho. Retorna la metafísica y retorna la idealización
del Derecho, pero bajo nuevos ropajes. Vuelven los sistemas jurídicos a ser
presentados con aquellos tres atributos ideales que de ellos predicaba el
positivismo metafísico del XIX, el de la Escuela de la Exégesis y el de la
Jurisprudencia de Conceptos: los sistemas jurídicos son completos (sin
lagunas), sin coherentes (sin antinomias) y son claros (sin graves problemas
interpretativos o constituyendo la interpretación un problema secundario en la
práctica del Derecho, pues la clave no está en interpretar, sino o bien en
ponderar o bien, otra vez, en subsumir bajo entes no lingüísticos o
prelingüísticos). De esa manera renace el ideal de la única respuesta correcta
para cada caso, se pone en solfa que las decisiones judiciales (y hasta las
legislativas) tengan un componente de discrecionalidad y, en consecuencia, se
vuelve a exonerar a los operadores jurídicos de la responsabilidad por sus
operaciones, por sus decisiones: cuando se decide como el Derecho determina para
el caso, ya que siempre (o casi) hay predeteminada en el sistema una única
solución correcta para cada caso, la responsabilidad es del Derecho, no del que
decide. El juez, por ejemplo, responderá por equivocarse si no da con esa
solución necesaria porque no aplicó o aplicó mal el método para su conocimiento
(por ejemplo, por ponderar mal o por no pasar revista a los pasos de la
imputación objetiva), pero nunca será responsable de la decisión correcta, que
no es dictada por él, sino simplemente por él averiguada al al sumergirse en
los arcanos morales o metafísicos del sistema jurídico. La diferencia está en
que donde antes se ponía el Derecho natural ahora se pone la Constitución
material o el trasfondo axiológico de la Constitución o del respectivo sistema jurídico,
que el papel que en el XIX y en Francia desempeñaba el Código Civil lo juega
ahora la Constitución y que el lugar que ocupaban el espíritu del pueblo o la
esencia de la nación como fuente última e indubitada del Derecho verdadero
ahora lo ocupan los derechos humanos como fruto de la nación universal o de la
verdad moral en que los tiempos hegelianamente se consuman.
La
larga introducción anterior pretendía tener una utilidad propedéutica para mi
tesis. Ahora corresponde desgranar mejor los apartados de esa tesis. Así:
a)
Puesto que está cultural y socialmente asumido en esta era moderna que el
Derecho está “en los textos”, que la materia prima del Derecho se halla
principalmente, como se diría vulgarmente, en los artículos de los códigos, de las
leyes y reglamentos, los tribunales tienen que resolver y resuelven sus casos
mediante un razonamiento interpretativo-subsuntivo. Subsunción e interpretación
están presentes en la jurisprudencia, se hallen o no bien explicitados sus
pasos y justificadas sus correspondientes opciones. El dato determinante de la
decisión va a ser siempre (o al menos siempre que no haya una laguna y que la
laguna no sea resultante de una previa interpretación restrictiva) una
interpretación determinante de una operación subsuntiva positiva o negativa. Al
menos concurriendo norma aplicable, no hay decisión judicial sin interpretación
y sin subsunción.
b)
Puesto que pesa todavía mucho la tradición metafísica anterior y dado que obra
en interés de ciertos operadores jurídicos principalísimos el presentar las
decisiones no como resultado de interpretaciones con un componente de
discrecionalidad, sino como producto de una sustancia jurídica indiscutible, ya
sea de un orden moral necesario ya sea de una naturaleza de las cosas insoslayable,
se tiende cada vez más a ocultar aquellas operaciones de corte discrecional,
ante todo la interpretación dirimente en cada caso, bajo un manto de
operaciones de comprobación de cualidades objetivas de lo jurídico y de su
concurrencia para el caso a resolver. Así pasa cuando (se dice que) se ponderan
derechos o cuando (se dice que) se repasa la concurrencia de los elementos
objetivos del tipo, los de la llamada imputación objetiva. Si la naturaleza de
una u otra interpretación se reconoce como interpretativa y simplemente se
ofrece un esquema para argumentar la correspondiente interpretación, sea de los
enunciados que recogen los derechos en disputa, en el caso de la ponderación,
sea del enunciado en el que se tipifica el delito respectivo, en el caso de la
imputación objetiva, no habrá nada que objetar por nuestra parte y, todo lo
más, podremos debatir sobre si tal esquema de justificación de las
interpretaciones es o no el más conveniente en términos de claridad y plenitud
de la referida argumentación. Pero basta leer la correspondiente doctrina y
hojear las sentencias que aplican esos patrones “objetivos” para darse cuenta
de que no es esa la pretensión, sino la de estar operando con parámetros
objetivos por ontológicos, prelingüísticos, no interpretables con
discrecionalidad, sino que deben ser conocidos y plasmados con objetiva
necesidad.
II. Defensa de tesis y análisis de caso.
Llega el momento de trabajar con ejemplos y,
como ya anticipé, lo haré con alguna sentencia penal en materia de estafa.
Comenzaré con la de la Sala Penal del Tribunal Supremo, Sección 1ª, 495/2011,
de 1 de junio.
Recojamos
antes de nada los hechos declarados probados:
“Ha
quedado probado y así se declara por la Sala que el acusado, Justiniano, mayor
de edad y sin antecedentes penales, ostentaba en el año 2007 el cargo de
apoderado de la empresa Cinerplast S.L., con domicilio social en la C/ Fusters
de Valls, con una participación social de un 10%, siendo Tamara administradora
única de la misma, con una participación social del 89%. En fecha de 22 de
septiembre de 2003, la referida sociedad Cinerplast, representada por Justiniano,
en ejercicio de la actividad comercial ordinaria de la empresa, constituyó una
póliza de apertura de crédito para negociar letras de cambio y otros efectos en
la oficina 4018 de la entidad "La Caixa" (Caixa d'Estalvis i Pensions
de Barcelona), abierta en la localidad de L'Albi, con un límite de 240.000
euros, resultando fiador el Sr. Justiniano. El 27 de febrero de 2007,
Justiniano presentó para su descuento bancario en la sucursal de La Caixa en
L'Albi dos recibos de la mercantil División Plásticos Transfrecuens S.L., por
importes de 69.682,92 euros y 40.000 euros, con fecha de vencimiento de 21 de
junio de 2007. Ante la presentación de los recibos mencionados, "La
Caixa" procedió a descontar el mismo día 27 de febrero los recibos y a
abonar las cantidades. En fecha 24 de abril de 2007 Cinerplast S.L. presentó
concurso de acreedores, poniendo Justiniano de inmediato este hecho en
conocimiento de la entidad bancaria, en la persona del delegado en la sucursal
de Valls, quien a su vez, lo comunicó a los responsables de la oficina de
L'Albi. El día 27 de abril "La Caixa" procedió a analizar la factura
descontada y los recibos ya abonados, y tras recibir información de la empresa
Transfrecuens de que los recibos no respondían a relación comercial con Cinerplast,
la entidad bancaria instó la recuperación de los importes, pudiendo todavía
retroceder el segundo de los recibos, de importe 40.000 €, si bien no pudo
recuperar el importe del primero de los recibos. Ante esta situación, y dada la
iliquidez de la empresa Cinerplast, la Sra. Tamara , ofreció la constitución de
una garantía hipotecaria a favor de "La Caixa" que la entidad
bancaria no aceptó”.
La
Audiencia de instancia absolvió a Justiniano y a Tamara de los dos delitos de
los que eran acusados, el de falsedad en documento mercantil y el de estafa. El
Tribunal Supremo revocará dicha sentencia y condenará por ambos delitos a
Justiniano. Nos importan los argumentos, y a eso vamos ahora, a su análisis.
Para
lo que nos interesa, hay un primer dato curioso. Siendo dos los delitos y de
similar naturaleza, falsedad y estafa, sólo en el caso del segundo, el de
estafa, apela el Tribunal a un razonamiento en clave de imputación objetiva.
¿Por qué?
Aquí
haré referencia únicamente al delito de estafa. Y recordemos qué dice el art.
248.1 del Código Penal: “Cometen estafa los que, con ánimo de lucro, utilizaren
engaño bastante para producir error en otro, induciéndolo a realizar un acto de
disposición en perjuicio propio o ajeno”.
Si
se nos pidiera que enumeráramos los problemas interpretativos y los
correspondientes problemas de prueba que puede suscitar ese artículo,
tendríamos que hacer mención de los siguientes, en elemental desglose:
(i)
Qué significa ánimo de lucro (problema interpretativo) y si tal ánimo, así
entendido, concurrió en el acusado (problema de prueba).
(ii)
Qué significa “engaño” (problema interpretativo) y si tal hubo en el caso
(problema de prueba).
(iii)
Qué significa que el engaño sea “bastante” (problema interpretativo) y si lo fue
en el caso (problema de prueba).
(iv)
Qué significa “producir error en otro” (problema interpretativo) y si en el
caso hubo en el otro -la víctima- tal error (problema de prueba).
(v)
Qué significa “inducir”, cuando se dice “induciéndolo a realizar un acto de
disposición...” (problema interpretativo) y si hubo en el caso tal inducción
(problema de prueba).
(vi)
Qué significa “acto de disposición” (problema interpretativo) y si hubo tal en
el caso (problema de prueba).
(vii)
Qué significa “perjuicio”, cuando se dice “en perjuicio propio o ajeno”
(problema interpretativo) y si hubo tal perjuicio propio o ajeno en el caso de
autos (problema de prueba).
Como
se ve, la valoración de la prueba está condicionada por la previa
interpretación de los enunciados normativos que vengan al caso. Pero ese no es
nuestro tema en este momento.
La
Audiencia había absuelto del delito de estafa aduciendo que no estaba claro el
dolo, el ánimo de lucro, y que había habido engaño bastante, dado que la
víctima, el banco, no había tomado las debidas medidas de autoprotección. En
otras palabras, había sido la conducta imprudente del banco al adelantar el
dinero sin las preceptivas comprobaciones la que habría sido causa principal de
su propio perjuicio[3].
Para el Tribunal Supremo, en esta sentencia, sí concurren plenamente los
elementos de la estafa y, en consecuencia, casa la sentencia de la Audiencia y
por estafa condena. “Por lo que hace al delito de estafa, ninguna duda cabe que
tanto objetiva como subjetivamente el acusado realizó consciente y
voluntariamente la conducta típica” (FD 3º). Veamos por qué al Tribunal no le
caben dudas.
Se
nos dice que hubo por parte del acusado “engaño anterior o coetáneo”, que dicho
engaño “produjo el error” y, en consecuencia, “el acto de disposición
patrimonial”.
¿En
qué consistió el engaño? El engaño “consistió en la presentación de los
documentos falsos que aparentaban el derecho de crédito contra la sociedad División
Plásticos Transfrecuens, S.L., que era realmente inexistente, derivado de un
negocio jurídico subyacente entre los supuestos acreedor y deudor, que no
respondía a la realidad” (FD 3º).
Si
hubo tal engaño, hubo ánimo de lucro, según la sentencia y contra el parecer de
la Audiencia. No puede ser de otra manera si resulta que se presentan
documentos falsos que recoge una operación comercial inexistente, para obtener
del banco un dinero, ocultando la situación financiera real de la empresa y
tratando de obstaculizar el reintegro al banco del dinero indebidamente
percibido. Negar que la conducta fuera dolosa “se contradice con la simple
actividad del acusado, al presentar y obtener el descuento de unos recibos
mendaces elaborados por él mismo que no respondían a ninguna realidad comercial
con el supuesto deudor. Actuación que no cabe calificar sino de consciente,
voluntaria e intencionada, obteniendo de esa manera el importe descontado el 27
de febrero de 2.001 haciéndolos propios a sabiendas de su ilícito proceder. Las
subsiguientes actuaciones, cuando el acusado informa al Banco que la entidad
que representaba presentó concurso de acreedores en 27 de abril de 2.007, es
una conducta post delictiva que tiene lugar cuando el delito ya se había
consumado dos meses antes y sin que esa información comprendiera la esencia de
los hechos, esto es, la mendacidad de los documentos mercantiles mediante los
cuales se consiguió el botín” (FD 3º).
Sentado ya en la sentencia que hubo delito de falsedad en documento
mercantil, se da por descontado que no hay problema de prueba de que concurre
el dolo requerido por la estafa, el ánimo de lucro en el engaño. El problema
interpretativo y probatorio se halla en si, dados el engaño y la intención de
engañar para obtener lucro, fue “bastante” ese engaño.
Se
concluye que sí hubo “engaño bastante”. Ese problema interpretativo y su
resolución son el eje de la sentencia en este apartado referido a la
concurrencia o no del delito de estafa. De lo que entendamos por “engaño
bastante” dependerá la solución de este caso en cuanto al delito de estafa. El
art. 248 CP, recordemos, habla de “engaño bastante para producir error en
otro”. Aunque un poco oscuramente, la misma sentencia nos recuerda las dos
interpretaciones aquí posibles. Una, la que toma como engaño bastante aquel
engaño que por sí se considera idóneo para provocar el error y la consiguiente
conducta de disposición de otro, prescindiendo de si éste en concreto se
hallaba en tales o cuales circunstancias que le hubieran podido o debido
permitir sustraerse al engaño y sus efectos. Otra, la que sí toma en cuenta
tales circunstancia subjetivas concretas de la víctima, de manera que se
considera que el engaño no es bastante cuando esa concreta víctima podía o
hasta debía haber tomado medidas de prudencia o comprobación que la exoneraran
del error que en ella se quería inducir.
Es
completamente dirimente para el caso esa opción interpretativa, pues si se
escoge la primera alternativa interpretativa, hay estafa porque en sí la
argucia era idónea para constituir engaño bastante, mas si se elige la segunda
de esas interpretaciones posibles, resulta que el banco se hallaba en situación
de poder y deber comprobar la realidad de la operación mercantil por cuyo
importe se le solicitaba el anticipo.
La
sentencia se inclina por la opción interpretativa primera, según la cual y tal
como el propio Tribunal concluye, “el engaño que produjo el error siempre será
bastante para determinarlo”. En otras palabras, que, según esta interpretación,
si hubo engaño y hubo error causado por el engaño, hubo, sí o sí, “engaño
bastante”. Esa es la elección interpretativa del Tribunal en esta sentencia y
esa es la razón capital para que se concluya que se dio el delito de estafa en
el caso, una vez que otros problemas interpretativos o probatorios no se
plantean o, como el de la concurrencia del dolo, se resuelven expeditivamente.
Se argumente mejor o peor la opción interpretativa, en ella está la clave de la
resolución del caso en lo concerniente a la existencia o no de estafa. Veamos
ahora sucintamente cómo aparece argumentada esa opción que en la sentencia se
toma.
-
Primero hay un poco desarrollado o deficiente argumento doctrinal. Se dice que
“en general se considera”, en la doctrina, que el engaño es bastante cuando es
idóneo en sí o en su diseño para producir el error que desencadena el acto de
disposición. Esto es, que nos cuenta la sentencia que la mayoría de la doctrina
penal estaría o está de acuerdo con esta interpretación elegida. Según esa
opinión doctrinal, al parecer mayoritaria, “lo decisivo es la aptitud
generadora del error, independientemente de las características del sujeto
pasivo”.
-
Seguidamente se citan precedentes del propio Tribunal Supremo en los que se
pronuncia a favor de esa misma interpretación, si bien el argumento es muy
deficiente por contradictorio con su propósito y puesto que da alas también a
la interpretación rival. Así lo vemos al final del siguiente párrafo con el que
se recoge la pauta marcada por la STS 714/2012, de 20 de julio: “Como decíamos
en nuestra reciente STS nº 714/2010, de 20 de julio, el tipo objetivo del
delito de estafa requiere la existencia de un engaño por parte del sujeto
activo que provoque en otro un error esencial que le induzca a realizar un acto
de disposición patrimonial que produzca un perjuicio, propio o de un tercero.
El artículo 248 del Código Penal califica el engaño como bastante, haciendo
referencia a que ha de ser precisamente esa maquinación del autor la que ha de
provocar el error origen del acto de disposición. El engaño ha de ser idóneo,
de forma que ha de tenerse en cuenta, de un lado, su potencialidad,
objetivamente considerada, para hacer que el sujeto pasivo del mismo,
considerado como hombre medio, incurra en un error; y de otro lado, las
circunstancias de la víctima, o dicho de otra forma, su capacidad concreta
según el caso para resistirse al artificio organizado por el autor”[4]
(El subrayado es nuestro).
- Se extiende la sentencia un poco más sobre la
posibilidad de que medidas de autoprotección de la víctima hubieran evitado que
el engaño fuera “bastante” para provocar en ella el error y el consiguiente
acto de disposición en su perjuicio o en perjuicio ajeno. Se explica que si no
hay error “bastante” no hay tipicidad, y aquí tenemos el elemento fundamental.
¿Por qué no hay tipicidad? Porque el engaño no fue engaño “bastante”, como el
tipo penal de estafa requiere. ¿Y por qué lo requiere así? Porque esa es la expresión
que se usa en el art. 248 CP donde el tipo penal se enuncia o describe. El
asunto es, pues, interpretativo. Concurrirán o no los elementos del tipo según
cuáles sean las palabras o expresiones de la norma tipificadora y según cómo
esas palabras y expresiones se interpreten, dentro de los márgenes que la
semántica, la sintaxis y la pragmática nos dejen. Se trata de interpretar
palabras, no de cotejar con ningún ente, idea platónica, valor moral o cosa por
el estilo que constituya la esencia o núcleo ontológico del delito de estafa.
El
límite sobre la posibilidad de medidas de autoprotección como excluyentes del
“engaño bastante” y, con ello, de la tipicidad, es colocado por la sentencia en
dos elementos interrelacionados: lo “burdo” del engaño o la “desidia” o extrema
imprudencia del engañado[5].
Son dos puntos de vista sobre un mismo fenómeno: con un engaño burdo sólo se
puede engañar al muy descuidado y hay que ser muy descuidado para sucumbir a un
engaño burdo. Pero se nos insiste en que lo decisivo de la interpretación
preferida está en que el engaño sea objetivamente idóneo para provocar el error
en una persona normal o en el “hombre medio”, aun cuando la víctima hubiera podido
sustraerse a dicho error si hubiera utilizado todos los procedimientos de
comprobación y cuidado que tenía a su alcance. Con una especie de argumento al
absurdo, concluye hábilmente el tribunal a este propósito que “es claro que la
exacerbación de las medidas de control provocaría generalmente el fracaso de
cualquier acción engañosa, lo que, de entenderlas atípicas, conduciría a
sancionar únicamente las acciones exitosas que sólo tendrían lugar en casos de maquinaciones muy complejas
e irresistibles, suprimiendo de hecho la tentativa de estafa”. Apenas habría
estafas y desaparecería la tentativa de tal.
Un
segundo subargumento a este fin se vale del principio de confianza negocial.
Así vemos la afirmación de que “no puede introducirse en la actividad económica
un principio de desconfianza que obligue a comprobar la realidad de todas y
cada una de las manifestaciones que realicen los contratantes” y la de que
“"el principio de confianza que rige como armazón en nuestro ordenamiento
jurídico, o de la buena fe negocial, no se encuentra ausente cuando se enjuicia
un delito de estafa. La ley no hace excepciones a este respecto, obligando al
perjudicado a estar más precavido en este delito que en otros, de forma que la
tutela de la víctima tenga diversos niveles de protección"[6].
El banco pudo desarmar el engaño mediante comprobaciones que estaban a su
alcance[7],
pero aplicó el principio de confianza con un cliente con el que, además, no
había precedentes de este tipo de maniobras indebidas.
Y
todavía se agrega en este punto una razón adicional: “el engaño a las personas
jurídicas se efectúa mediante la acción dirigida contra las personas físicas
que actúan en su nombre o por su cuenta. Por lo tanto, en relación a los
aspectos que se acaban de examinar, es preciso distinguir entre la posibilidad
de provocar, mediante la acción engañosa, un error en el empleado con quien se
trata y la posible negligencia de la persona jurídica, como organización, en la
puesta en marcha de los mecanismos de control, lo que podría dar lugar a la
asunción de responsabilidades de índole civil”.
Y de pronto aparece la imputación objetiva.
Sin transición, en el mismo fundamento de Derecho tercero, sin explicación
adicional e inmediatamente después del largo razonamiento interpretativo con el que el caso ha quedado plenamente
resuelto, se pasa a hablar de imputación objetiva y de sus elementos
constitutivos, a fin de ver si concurren en el caso. El párrafo con el que
empieza esa parte reza así:
“Con
respecto al ámbito concreto de la imputación objetiva, en la sentencia
900/2006, de 22 de septiembre, en un caso de estafa por descuento de efectos
mercantiles, se argumenta que en el delito de estafa no basta para realizar el
tipo objetivo con la concurrencia de un engaño que causalmente produzca un
perjuicio patrimonial al titular del patrimonio perjudicado, sino que es
necesario todavía, en una plano normativo y no meramente ontológico, que el
perjuicio patrimonial sea imputable objetivamente a la acción engañosa, de
acuerdo con el fin de protección de la norma, requiriéndose, a tal efecto, en
el art. 248 CP que ello tenga lugar mediante un engaño "bastante".
Por tanto, el contexto teórico adecuado para resolver los problemas a que da
lugar esta exigencia típica es el de la imputación objetiva del resultado. Como
es sabido, la teoría de la imputación objetiva -prosigue la sentencia- parte de
la idea de que la mera verificación de la causalidad natural no es suficiente
para la atribución del resultado, en cuanto que, comprobada la causalidad
natural, se requiere además verificar que la acción ha creado un peligro
jurídicamente desaprobado para la producción del resultado, que éste sea la
realización del mismo peligro creado por la acción y, en cualquier caso, que se
trate de uno de los resultados que quiere evitar la norma penal”.
¿Se
va a hablar de algo diferente o se va a reiterar por otra vía o con otras
palabras el resultado de la interpretación de “engaño bastante” anteriormente
expuesta? ¿Cabe y en alguna ocasión ha ocurrido que la interpretación de
expresiones normativas en cada ocasión determinantes, como “engaño bastante”
aquí, en la estafa, conduzca a un resultado y, sin embargo, por vía de análisis
de imputación objetiva se llegue a un resultado distinto? La contestación que
avanzo, como hipótesis merecedora de contrastación rigurosa, es que no, que
nunca vamos a ver esa discrepancia, que nunca vamos a ver, por ejemplo, que se
diga que con arreglo a la mejor interpretación posible “engaño bastante” es el
que reúna las características a, b y c, pero que, no obstante, ese engaño
bastante no será engaño bastante en el caso porque no concurre alguno de los
elementos de la imputación objetiva (no se creó un riesgo o peligro
jurídicamente desaprobado, ese riesgo no causó el resultado dañoso o ese
resultado no es el que la norma quería evitar, a tenor de su finalidad
protectora.
Los
paralelismos con lo que en otros ámbitos metodológicos y temáticos ocurre con
la superposición de razonamiento interpretativo-subsuntivo y razonamiento
ponderativo son llamativos y sorprendentes. Cuando en materia de conflicto
entre derechos fundamentales se dice que se han de ponderar los derechos en
contienda y se procede a tal ponderación, acabamos viendo que, más o menos
claramente y con mejor o peor argumentación, siempre ha tenido lugar una
interpretación previa de los correspondientes enunciados normativos en los que
tales derechos se tipifican constitucionalmente[8],
interpretación que es totalmente determinante del resultado del caso. Y, sin
embargo, hay un momento en que se deja de lado la justificación argumentativa de esa interpretación elegida y, por tanto,
dirimente y se pasa a aparentar que el fallo no proviene de dicha elección
interpretativa sino de una comprobación mucho más objetiva y que excluye, o
casi, ese componente de discrecionalidad: el pesaje o ponderación de los
derechos en liza a tenor de su importancia en abstracto y, sobre todo, de las
circunstancias del caso concreto. De eso modo, allí donde ese fallo ya había
aparecido o estaba predeterminado como conclusión a partir de un razonamiento
interpretativo-subsuntivo, se pasa a aparentar que dicho fallo resulta de un
razonamiento de otro tipo, de tipo constatativo:
ha ganado el derecho que objetivamente tiene más peso en estas circunstancias.
Pero, repito, esa victoria ha quedado plenamente predecidida por las opciones
interpretativas que antes se habían tomado: qué significa, cuál es la
interpretación preferible de “intimidad”, “propia imagen”, “libertad de
expresión”, “domicilio”, “derecho a la vida”, “tortura”, etc., etc., etc.
Mutatis mutandis, en casos como este que
observamos en la sentencia que es objeto ahora de nuestro análisis estamos en
las mismas: qué aporta de nuevo o de distinto la apelación a la imputación
objetiva y sus elementos, cuando nos va a llevar al mismo fallo que ya teníamos
perfectamente acotado y preestablecido con el modo en que se habían
interpretado las expresiones del art. 248 CP, y en particular la expresión
“engaño bastante”. Pareciera que, de pronto, la apelación a un elemento
objetivo del tipo, a un dato “objetivo” independiente de las palabras y
perteneciente a la esencia prelingüística del correspondiente delito nos va a
dar las claves últimas, objetivas y constatadas, que por vía de interpretación
parecían inseguras y demasiado expuestas a los vaivenes de la discrecionalidad.
Pero veámoslo en el caso y en las palabras de esta sentencia y dejemos en la
duda y a espera de estudio más amplio si siempre es así o si ocurrirá que tiene
mucho sentido la imputación objetiva pero a veces algunos magistrados la
convierten inadecuadamente en simple cláusula de estilo.
En
el párrafo de la sentencia últimamente citado se introduce la imputación
objetiva para el delito de estafa con estas palabras que vuelvo a citar: “en el delito de estafa no basta para realizar el tipo objetivo
con la concurrencia de un engaño que causalmente produzca un perjuicio
patrimonial al titular del patrimonio perjudicado, sino que es necesario
todavía, en una plano normativo y no meramente ontológico, que el perjuicio
patrimonial sea imputable objetivamente a la acción engañosa, de acuerdo con el
fin de protección de la norma, requiriéndose, a tal efecto, en el art. 248 CP
que ello tenga lugar mediante un engaño "bastante". Ahora analicemos
un poco.
Hay algo casi perogrullesco en
el resaltar que no basta un engaño que causalmente cause el error que lleva al
acto perjudicial de disposición, sino que ese engaño ha de ser engaño bastante.
No sé si, al señalar tal cosa, estamos en un plano de imputación objetiva y en
uno que sea normativo u ontológico, pero sí hay una cosa de la que no me cabe
duda: es así porque así lo dice la norma, el art. 248 CP. Esto es, que el
engaño que causa no deba ser engaño meramente causal, sino que tenga que ser,
además de causal, engaño bastante, es exigencia del enunciado con el que el
delito se tipifica. Y punto. Si en lugar de “engaño bastante” la norma dijera
“engaño” a secas, tendríamos un problema que ahora no tenemos: el de saber si
basta cualquier engaño con tal de que sea causal del error. Pero resulta que
nuestro problema no es ese que con la imputación objetiva nos aprestábamos a
resolver, sino este otro: qué significa, cómo se interpreta el “bastante” de
“engaño bastante”.
De otra manera dicho: a qué
ponernos, con ayuda de la imputación objetiva, a solucionar un problema que no
teníamos. Porque nuestro problema, dada la dicción del art. 248 CP, no es el de
limitar los efectos de la causalidad que pueden llevarnos a una exacerbación en
el alcance del delito de estafa. Eso ya nos lo resolvió el legislador al añadirle
al engaño el “bastante”, aunque debamos interpretar qué quiere decir
“bastante”. Mas algo ya nos quedó claro: no basta cualquier engaño causalmente
provocador del error y la consecuente disposición. Si, como siempre se insiste
en la doctrina, mediante el expediente de la imputación objetiva ponemos freno
a las desmesuras de la causalidad como criterio de imputación, de la causalidad
entendida en sentido empírico o según la teoría de la equivalencia de
condiciones, lo que aquí estoy afirmando no es que no pueda la imputación
objetiva cumplir esa loable y necesaria función en algún caso, sino algo más
elemental: que en este caso no la cumple, puesto que no teníamos el problema
que con ella se quiere solucionar. Es como si ante un picor en los pies nos
ponemos a discernir sobre la cirugía maxilofacial; está bien, si acaso, pero no
viene a cuento ni nos arregla nada de lo de los pies, que en realidad era mucho
más sencillo de solucionar, aunque siempre tendremos que decidir si nos los
rascamos con las uñas propias, con las ajenas y previo ruego de ayuda, o con el
auxilio de algún artilugio ad hoc. De la discrecionalidad no nos libramos tan
fácilmente por el hecho de que nuestro problema no tenga una gran talla
ontológica; o precisamente por eso.
Desgranados aquellos tres
elementos de la imputación objetiva del resultado (creación de un peligro
jurídicamente desaprobado, resultado como consecuencia de la creación de ese
peligro y resultado que la norma quería evitar según su fin protector), la sentencia
les va pasando revista de uno en uno y para el caso.
a) Sobre la creación
de un riesgo o peligro jurídicamente desaprobado se dice lo que sigue: “el
primer nivel de la imputación objetiva es la creación de un riesgo típicamente
relevante. El comportamiento ha de ser, pues, peligroso, esto es, debe crear un
determinado grado de probabilidad de lesión o puesta en peligro del bien
jurídico protegido. El juicio de probabilidad (prognosis posterior objetiva)
requiere incluir las circunstancias conocidas o reconocibles que un hombre
prudente en el momento de la acción más todas las circunstancias conocidas o
reconocibles por el autor sobre la base de sus conocimientos excepcionales o
por el azar.
Por ello modernamente
-añade la STS 900/2006 - se tiende a admitir la utilización de cierto contenido
de "subjetividad" en la valoración objetiva del comportamiento con la
idea de que no es posible extraer el significado objetivo del comportamiento
sin conocer la representación de quien actúa. En el tipo de la estafa esos
conocimientos del autor tienen un papel fundamental. Si el sujeto activo conoce
la debilidad de la víctima y su escaso nivel de instrucción, engaños que en
términos de normalidad social aparecen como objetivamente inidóneos, sin
embargo, en atención a la situación del caso particular, aprovechada por el
autor, el tipo de la estafa no puede ser excluido. Cuando el autor busca de
propósito la debilidad de la víctima y su credibilidad por encima de la media,
en su caso, es insuficiente el criterio de la inadecuación del engaño según su
juicio de prognosis basado en la normalidad del suceder social, pues el juicio
de adecuación depende de los conocimientos especiales del autor. Por ello ha
terminado por imponerse lo que se ha llamado módulo objetivo-subjetivo, que en
realidad es preponderantemente subjetivo”.
Dos cuestiones quisiera tocar en este punto y sobre tal
razonamiento.
Primera. Donde veamos el humo, allí estará el fuego. Así
parece el razonamiento. Si hay delito comisivo de resultado es porque alguien
puso en peligro el bien protegido por ese tipo penal. No parece un gran
hallazgo. Si el error que provoca el acto de disposición hubiera sido
consecuencia de que el acusado simplemente le dijo al empleado del banco
“buenos días” y éste, con tan flojo motivo y sin más, ya se animó a entregarle
unos miles de euros, no diríamos que hay estafa. ¿Porque el acusado no creó un
riesgo típicamente relevante o jurídico-penalmente desaprobado? Bueno, podemos
decirlo así si queremos empezar la casa por el tejado, pero, con ser eso
cierto, la razón de fondo es más clara y más sencilla: porque el art. 248 exige
que haya engaño, y engaño bastante, para que pueda condenarse por estafa. El
requisito no está en algún esotérico plano del ser o en algún excéntrico campo
de la normatividad o en el limbo de la tipicidad metafísica, sino mucho más
cerca: en las palabras de la ley. Si la ley dijera que se considerará estafa, o
un supuesto de estafa, el acto de disposición en perjuicio propio o de tercero
que sea desencadenado por el saludo consistente en que alguien diga a la
víctima “buenos días” u “olé tus cuerpo serrano”, ahí tendríamos estafa, aunque
lo viéramos como un delito bien bobo desde el sentido común o desde
consideraciones político-criminales. Pero lo que mucho más razonablemente dice
la norma es que tiene que haber engaño bastante. Y ya está.
Todo el que realiza la acción subsumible en los términos
de la norma que tipifica el delito, y una vez interpretados dichos términos, en
su caso, crea el peligro “jurídicamente desaprobado” y “típicamente relevante”;
y el que no, no. Y lo que hace que la creación del peligro se tome en cuenta es
su consumación en daño para el bien protegido, salvo en lo referido a la
problemática específica de la tentativa, asunto en el que aquí no nos toca
entrar, aunque sea bien pertinente.
Decir que el responsable del daño para el bien protegido
por la norma penal es el que creó el peligro que se consumó en tal daño suena
nuevamente redundante y perogrullesco en supuestos normales, como este caso
normal de estafa y fuera de aquellos casos muy especiales en los que hay
problemas desconcertantes de causalidad, como sucede cuando concurre la llamada
prohibición de regreso, por ejemplo, o cuando hay causalidades alternativas,
etc. Que los esquemas de la imputación objetiva puedan ser de utilidad en esos
especialísimos casos no es asunto que vaya yo a poner en duda aquí. Lo que sí
dudo es que sirva para algo más que para oscurecer los razonamientos
aplicativos y la argumentación el echar mano de la imputación objetiva en casos
como el de autos, donde no hay más problema que un problema interpretativo,
aunque sea un buen problema interpretativo.
Segunda cuestión sobre la creación de un peligro
jurídicamente desaprobado o típicamente relevante. Si, según la doctrina que da
sentido a esta construcción, el análisis desde la imputación objetiva es un
análisis en el plano objetivo, como contrapuesto al plano subjetivo o de la
culpabilidad, análisis objetivo que tiene que acontecer en el campo del tipo
precisamente[9],
pero si acto seguido añadimos que dicho análisis ha de tomar en consideración
muy esencial elementos subjetivos atinentes a las representaciones mentales,
representaciones y planes del acusado, estamos poniendo patas arriba todo el
entramado teórico de la imputación objetiva y metiendo de tapadillo lo
subjetivo en lo objetivo y la culpabilidad en la tipicidad. O sea, nos hallamos
debatiendo sobre si en el caso concurrió o no concurrió el dolo requerido por
este delito de estafa; cosa que, dicho sea de paso, la sentencia ya había
zanjado en su mismo arranque, como antes expliqué. Por mucho que la sentencia
emborrone las expresiones, las cosas son como son y no hay más cera que la que
arde. Así de claro queda, a pesar de todo, cuando se nos dice, en conclusión,
que “ha terminado por imponerse lo que se ha llamado módulo objetivo-subjetivo,
que en realidad es preponderantemente subjetivo”[10].
b) En aquella enumeración del párrafo inicial alusivo a la
imputación objetiva nos decía la sentencia que el segundo dato a considerar era
que el daño producido “sea la realización del mismo peligro creado por la
acción”. Sin embargo, el segundo dato que la sentencia analiza no es ése, sino
el de que “el riesgo creado no debe ser un riesgo permitido”. Sea lo uno o sea
lo otro, vuelven a parecernos asuntos completamente extemporáneos y
consideraciones gratuitas en un caso como el presente, en el que no hay
problemas de causalidad y en el que los problemas de tipicidad dependen en
exclusiva de opciones interpretativas. Va de suyo que si el riesgo relevante es
un riesgo “jurídicamente desaprobado” no puede ser un riesgo permitido, pues si
es jurídicamente permitido no puede ser jurídicamente desaprobado, salvo que el
sistema penal sea perfectamente bipolar. Los riesgos que como excepción se
permiten, entre otros que se prohíben, no son riesgos no permitidos, sino
permitidos. Si yo le digo a mi hijo que, ante el riesgo de resfriado, le
prohíbo mojarse las manos, salvo cuando se las lava antes de las comidas, le
planteo una prohibición y un permiso que restringe el alcance de la prohibición
cuando concurren las circunstancias habilitadoras del permiso. El tema no tiene
más secreto, salvo que me guste enredarme y jugar a la teoría del riesgo o
cuando mi hijo se acatarre por mojarse. Si se mojó por lavarse las manos para
la comida y por eso se acatarró, no tengo reproche que hacerle; si se mojó las
manos en otro momento y por otros motivos, sí. Y ya está. Los padres y los
hijos lo vemos claro, aunque no sepamos de imputaciones objetivas.
Así traducido el tema al sentido común y al sentido
ordinario de nuestras aserciones lingüísticas y de nuestro empleo de la lógica
elemental, pierde su secreto y su capacidad de sugerencia el siguiente párrafo
de la sentencia, en el que se glosa lo del riesgo permitido: “Ahora bien,
destaca la doctrina, y así se recuerda en la STS 900/2006, que el riesgo creado
no debe ser un riesgo permitido. En la medida en que el engaño se contenga
dentro de los límites del riesgo permitido es indiferente que la víctima
resulte en el supuesto particular engañada por su excesiva credibilidad aunque ello
sea conocido por el autor. La adecuación social del engaño excluye ya la
necesidad de valoraciones ulteriores sobre la evitabilidad o inevitabilidad del
error. En consecuencia, el juicio de idoneidad del engaño en orden a la
producción del error e imputación a la disposición patrimonial perjudicial
comienza a partir de la constatación de que el engaño no es de los socialmente
adecuados o permitidos”.
En nuestros términos de andar por casa: si es engaño
bastante y produce el error que lleva al acto de disposición, no estamos ante
un riesgo permitido; y si decimos que esa concreta acción estaba permitido, no
es, a efectos de la norma, engaño bastante. El problema, repito por enésima
vez, es interpretativo. Y de resultas de la interpretación tendremos que hay
riesgo permitido cuando nos hallamos ante un engaño que, según la
interpretación seleccionada, no es engaño bastante. Si esta sentencia,
interpretando como la de la Audiencia, hubiera establecido que no hay acción
típica porque el banco debió ser más prudente y comprobar la autenticidad de
las facturas que se le presentaron, diríamos que el riesgo que produjo el
acusado no era un riesgo no permitido, sino uno permitido. En suma, que es la
interpretación la que en estos casos determina que sea o no permitido el
riesgo, y no al revés, como a veces parece que se sugiera cuando se habla así
de ese elemento de la imputación objetiva.
¿Y lo de que el resultado debe ser realización del mismo
peligro (jurídicamente desaprobado) creado por la acción? Pues bien está, pero
tampoco se aprecia aquí una gran utilidad del criterio. Una vez más se trata de
un criterio que puede ser de alguna ayuda, si acaso, cuando nos hallamos ante
cursos causales irregulares. Así, un sujeto conduce a velocidad sumamente imprudente
y provoca por eso un accidente de coche que causa a otro conductor heridas
leves, pero en el hospital donde es atendido se contagia de una infección que
lo lleva a la muerte. Así que mi cuestión es de este jaez: para qué vale
preguntarse esto de si el riesgo que se consuma es el riesgo que el acusado
creó allí donde, por no hallarnos en tales supuestos especiales, no hay
problema causal ni duda de la respuesta. Porque si resultara que no fue la
artimaña del acusado lo que llevó a la víctima al error y al acto de
disposición, simplemente concluiríamos, aquí, que no es subsumible la acción
bajo el tipo penal, ya que no se da lo que la norma, en sus palabras en esto
bien claras, requiere: que el engaño doloso hubiera bastado para “producir” en
otro el error y el consiguiente acto de disposición. Si no lo “produjo” el
acusado, sino que lo produjo otro, si no lo produjo su acción, sino que es
fruto de cualquier otra circunstancia (por ejemplo, de una alucinación de la
víctima o de la amenaza de un tercero que nada tiene que ver con el acusado) no
hay consumación de la estafa. ¿Por qué no se consumó el riesgo no permitido?
Vale, digámoslo así si nos place. Pero se entiende mejor de esta otra forma:
porque la norma, en sus términos, exige que sea la acción del acusado la que
produzca ese resultado y aquí el resultado no lo produjo esa acción.
c) El último dato para que la imputación objetiva apruebe
el examen es el siguiente, según ya se ha visto: que el resultado lesivo sea
“uno de los resultados que quiere evitar la norma penal”. ¿Cuál norma penal? La
que se pretendía aplicar al caso; en esta ocasión, la del art. 248 CP que
tipifica el supuesto ordinario de estafa.
Veamos algún caso que se compadezca con lo es el sentido
de este requisito del fin o alcance de protección de la norma dentro de la
teoría de la imputación objetiva. Supóngase que un sujeto conduce completamente
borracho su coche por una autopista y que hay una norma penal que tipifica esa
conducta como delito. Su coche, además, lleva roto el tubo de escape, por lo
cual produce un ruido endemoniado. Un jinete va en su caballo por un camino
cercano a la autopista y por causa de ese ruido tremendo del coche el caballo
se asusta, se encabrita y el jinete cae y muere. Pongamos que no se duda de que
el ruido ha sido causalmente determinante de la reacción del caballo y, con
ello, de la caída del jinete y, consiguientemente, de su muerte. Así que
acusamos por esa muerte al conductor borracho aduciendo precisamente su
infracción de la norma que prohíbe y sanciona penalmente la conducción en ese
estado. Muchos dirían, hoy, que no cabe tal imputación porque no encaja en el
fin de protección de la norma: la norma que veta y castiga la conducción con
cierta tasa de alcohol en sangre no tiene como una de sus finalidades evitar
que los coches hagan mucho ruido y puedan asustar animales o a personas. La
norma trata de proteger de otros riesgos y sólo si se consuman esos riesgos
cabe imputar por violación de la norma[11].
Intentémoslo con un supuesto que pueda relacionarse con la
estafa. Un sujeto urde una estafa de libro, típica del todo, pretende ejecutar
el timo del tocomocho con una persona que le parece particularmente ingenua y
vulnerable a ese tipo de incitaciones. Obra en consecuencia y despliega todas
sus mendaces maniobras, pero resulta que la víctima se da cuenta de que el otro
pretende engañarla, mas, movida por la compasión al pensar, erróneamente, que
el timador debe de ser alguien muy necesitado, puesto que recurre a tan
degradantes artimañas para conseguir dinero, le da los seis mil euros que eran
de su hijo y que éste le había entregado para que los depositara en su cuenta
en el banco, en la cuenta del hijo. Podemos ver la situación desde el punto de
vista de la teoría de la imputación objetiva y razonar de esta guisa: la norma
que tipifica la estafa, la del 248 CP, no tiene como finalidad la de evitar las
perjudiciales entregas de dinero por compasión. O, mucho más sencillamente,
cabe que digamos esto otro: no se da el supuesto típico descrito por el art.
248 porque esta norma requiere engaño y engaño bastante para que haya estafa, y
aquí la víctima no fue engañada por el acusado, sino que se equivocó o erró a
su manera y por su cuenta. Habríamos hecho, así, una interpretación teleológica
del término “producir” dentro de la expresión “utilizaren engaño bastante para
producir error en el otro, induciéndolo…”; una interpretación teleológica de
las de toda la vida.
Sea como sea, ¿pasa alguna de esas cosas raras o
“atípicas” en nuestro caso? No. Pues, entonces, no hace falta dar más vueltas a
esto del fin de la norma. Y quizá porque no caben más vueltas la sentencia no
se las da en este punto y, tras indicar que se examinará si los hechos caen
dentro del alcance de protección de la norma, lo único que se hace es reiterar
casi todos los argumentos interpretativos que ya habían sido expuestos antes,
en ese mismo fundamento tercero: que el engaño es suficiente aun cuando la
víctima no haya empleado toda la diligencia disponible para evitarlo; que lo
que cuenta es la aptitud objetiva de la acción para engañar a una persona
media; que el principio de confianza y buena fe negocial es incompatible con la
exigencia de desconfianza máxima en cada operación comercial o financiera; que
en los hechos del caso no se constata un nivel de descuido de los empleados
bancarios que podamos calificar como “absoluta falta de perspicacia”, “estúpida
credulidad” o “extraordinaria indolencia”. En suma, lo que se reitera es una
normal interpretación de “engaño bastante”, la expresión del art. 248 CP
decisiva para el caso.
Así que termino con la pregunta con la que empezaba esta
parte: ¿para qué hablar, al menos en casos así, de si concurren los elementos objetivos
del tipo, cuando de lo que se trata es de ver cómo conviene más o resulta más
razonable interpretar la norma que describe los elementos objetivos del tipo?
Si una cosa y otra son lo mismo, para qué duplicar el análisis, como en esta
sentencia se hace o se aparenta que se hace; y si se tratara de cosas distintas
habría que empezar por explicar dónde se halla esa objetividad del tipo penal
que no depende de (el sentido de) las palabras de la norma que “tipifica” el
delito.
Repito, habrá casos en lo que, por los particulares
problemas de causalidad que se presenten, cobre sentido el análisis desde los
puntos de vista de la teoría de la imputación objetiva. Pero lo que no parece
demasiado conveniente, ni siquiera para tal teoría, es que la referencia a la
imputación objetiva se torne una cláusula de estilo que nada agrega a la
fundamentación del fallo y no conduce a nada distinto de los resultados de una
interpretación bien normal de los términos y expresiones de la norma.
[1] Los elementos
o pasos analíticos de la imputación objetiva varían en muy diversas
enumeraciones. Los tres que acabo de mencionar, los más comunes, son los que
están presentes en la primera sentencia que examinaré, la 495/2011 de la Sala
Penal del Tribunal Supremo, de 1 de junio (f. tercero).
[2] Esto nos
suscita una cuestión interesante en relación con los llamados principios
generales del Derecho. En realidad, los principios generales del Derecho como
tales, los que no están expresamente enunciados, no son normas jurídicas
preestablecidas a la decisión que los aplica. Son normas creadas para resolver
casos de laguna, creación que tiene lugar mediante una interpretación
teleológica de otras normas para casos similares. Su parentesco con la analogía
típica es claro, y de ahí que la doctrina tradicional hablara ya de analogía legis y analogía iuris, esta última atinente a tales principios. Por otro lado, que
los códigos civiles los reconozcan entre las fuentes del Derecho no tiene por
qué entenderse en el sentido de que como normas (pre)existan antes de su
creación para el caso. No (pre)existen puesto que no están enunciados y
mientras no estén normativamente enunciados. Lo que se está haciendo con su
mención es autorizar su creación para el caso de laguna (por eso en el Título
Preliminar del Código Civil nuestro se dice, con todo sentido, que rigen en
defecto de norma legal y consuetudinaria aplicable). Prueba de que la mención
de la noción no tiene por qué ir asociada a la existencia real del objeto o ser
en cuestión es que también ha habido y puede haber sistemas jurídicos que
mencionen entre sus fuentes el derecho natural, y no por eso estamos obligados
a asumir que el derecho natural exista. Exactamente igual que si uno de esos
ordenamientos citara entre las fuentes productoras de normas válidas la
voluntad de los marcianos no estaríamos obligados a creer que existen los
marcianos o que las normas que algún avispado nos proponga como fruto de la
voluntad de ellos realmente vengan de ahí.
[3] “Respecto del imputado delito de estafa, la Audiencia fundamenta
la atipicidad de los hechos probados al reconocer las dudas existentes respecto
de que la actuación del acusado tuviere como finalidad y fuere suficiente para
engañar a la entidad bancaria y cometer de esta forma la estafa por la que
acusan el Ministerio Fiscal y la Acusación Particular. Y es que, expone el
Tribunal a quo, en primer término, en el presente caso, no puede afirmarse que
la entidad bancaria agotara las medidas de autoprotección que le eran
exigibles. "Así, cabe señalar, en primer lugar, que el abono automático de
los recibos presentados al descuento obviaba el contenido de la cláusula quinta
del contrato de cesión de crédito que dispone que "La parte cedente no
podrá disponer del importe de la operación concedida hasta que esté en poder de
"La Caixa" el documento de "Toma de razón"", suscrito
por la entidad otorgante o libradora (Folio 28). Es decir, el propio contrato
de cesión obligaba a esperar a la aceptación de Plásticos Transfrecuens antes
de proceder al abono de las cantidades. Sin embargo ello no se hizo así, y
prueba de ello es que los recibos presentados a descuento fueron satisfechos el
propio día 27 de febrero, esto es, el mismo día de su presentación en la
sucursal de "la Caixa" en el Albi. Esta falta de diligencia en la
autoprotección que hubiera exigido una mínima gestión de comprobación deviene
más palmaria teniendo en cuenta que los documentos que el acusado presentó al
descuento el 27 de febrero de 2007 no eran cambiales ni otros efectos
mercantiles similares, sino meros recibos, sin firma de aceptación de la
empresa a la que iban dirigidos, División Plásticos Transfrecuens. El propio
tráfico comercial no confiere al recibo el valor o función de acreditar un
crédito a favor de quien lo ha emitido en los términos en los que lo reconoce,
por ejemplo, a la letra de cambio. Esta especial circunstancia del recibo en el
tráfico mercantil, hacía exigible una actitud particularmente diligente de la
entidad bancaria en relación con los recibos presentados, al efecto de
comprobar que aquéllos respondían a efectivos negocios jurídicos de la empresa
Cinerplast con la empresa Plásticos Transfrecuens. Sin embargo, los
responsables de la entidad en la sucursal del Albi no efectuaron comprobación
alguna respecto de los recibos entregados en descuento antes de proceder a su
abono, descuidando de esta forma su deber de autoprotección” (FD 1º de la
sentencia que comentamos).
[4] Un poco más
adelante, dentro del mismo fundamento tercero, se reiteran esas ideas y su
interna contradicción, ahora al exponer la doctrina de la STS 278/2010, “que
constituye un compendio de las resoluciones más actuales sobre la materia y en
la que se sostiene que para que el engaño empleado por el autor del delito
pueda reputarse bastante, debe ser suficiente para inducir a error a una
persona medianamente perspicaz y avisada. Y a la hora de efectuar la anterior
valoración, debe atenderse a las circunstancias del caso concreto, teniendo en
cuenta parámetros tanto objetivos como subjetivos, de manera que la idoneidad
en abstracto de una determinada maquinación sea completada con la suficiencia
en el caso concreto en atención a las características personales de la víctima
y del autor, y a las circunstancias que rodean al hecho. Es preciso, por lo
tanto, valorar la idoneidad objetiva de la maniobra engañosa y relacionarla en
el caso concreto con la estructura mental de la víctima y con las
circunstancias en las que el hecho se desarrolla. El engaño, según la jurisprudencia,
no puede considerarse bastante cuando la persona que ha sido engañada podía
haber evitado fácilmente el error cumpliendo con las obligaciones que su
profesión le imponía. Cuando el sujeto de la disposición patrimonial tiene la
posibilidad de despejar su error de una manera simple y normal en los usos
mercantiles, no será de apreciar un engaño bastante en el sentido del tipo del
art. 248 CP, pues en esos casos, al no haber adoptado las medidas de diligencia
y autoprotección a las que venía obligado por su profesión o por su situación
previa al negocio jurídico, no puede establecerse con claridad si el
desplazamiento patrimonial se debió exclusivamente al error generado por el
engaño o a la negligencia de quien, en función de las circunstancias del caso, debió
efectuar determinadas comprobaciones, de acuerdo con las reglas normales de
actuación para casos similares, y omitió hacerlo”.
Como
fácilmente se aprecia, la contradicción está en exponer, por un lado y de modo
principal, que es la capacidad en sí del engaño para inducir el error a una
persona ordinaria o de perspicacia mediana lo que hace que el engaño sea
bastante para que haya estafa, pero en añadir, por otro lado, que no hay
meramente que usar ese estándar abstracto de sujeto víctima posible del engaño,
sino que se ha de tener en cuenta la aptitud de la añagaza para engañar el
sujeto concreto de que se trate, con sus peculiares capacidades personales y
profesionales.
[5] Y luego se
reitera la misma idea al hilo de la STS 928/2005, si bien ahora los términos
usados son “indolencia” y “un sentido de la credulidad no merecedor de tutela
penal: “La STS 928/2005,
de 11 de julio, subraya que esta misma Sala, en
diversas sentencias, ha delimitado la nota del engaño bastante que aparece como
elemento normativo del tipo de estafa tratando de reconducir la capacidad de
idoneidad del engaño desenvuelto por el agente y causante del error en la
víctima que realiza el acto de disposición patrimonial en adecuado nexo de
causalidad y en su propio perjuicio a la exigencia de su adecuación en cada
caso concreto, y en ese juicio de idoneidad tiene indudablemente importancia el
juego que pueda tener el principio de autorresponsabilidad, como delimitador de
la idoneidad típica del engaño. Y en la sentencia 1024/2007, de 30 de noviembre, se
afirma que es comprensible que la jurisprudencia de esta Sala, en aquellos
casos en los que la propia indolencia y un sentido de la credulidad no
merecedor de tutela penal hayan estado en el origen del acto dispositivo,
niegue el juicio de tipicidad que define el delito de estafa
[6] Esta es cita
de la sentencia de la misma Sala de 28 de junio de 2008.
[7] “Cuando el
engaño se dirige contra organizaciones complejas, como ocurre con personas
jurídicas del tipo de las entidades bancarias, es del todo evidente que el
sujeto pasivo dispone de un potente arsenal defensivo, que correctamente
utilizado podría llegar a evitar la eficacia del engaño en numerosos casos.
Pero, como se acaba de decir, estas consideraciones no pueden conducir a
afirmar que las conductas engañosas objetivamente idóneas que resultan luego
fracasadas por la reacción de aquel a quien se pretende engañar son siempre
impunes”.
[8] Por ejemplo,
aclarando qué significa “honor” o qué significa “intimidad” o qué significa
“domicilio”, etc., etc.
[9] Y si no somos
finalistas welzelianos y, por tanto, no entendemos que el dolo está en el tipo
y que el análisis del tipo encierra, pues, una parte de análisis de elementos
subjetivos.
[10] Resulta bien
ilustrativo tomar en consideración los tres aspectos o elementos con los que
juega la sentencia. Uno es la aptitud objetiva de la acción para provocar el
engaño o inducir al error a tenor del estándar del “hombre medio”; otro, la
situación subjetiva de la víctima, que hace que en ese campo concreto en que la
acción tienen lugar resultara más fácil o más difícil el engaño, dada la
profesión de la víctima, sus conocimientos técnicos, el grado de diligencia o
cuidado ordinariamente exigible de quien está en su posición, etc.; y, en
tercer lugar, tenemos las actitudes subjetivas del acusado, sus propósitos y la
manera como aprovecha sus conocimientos de la víctima, del contexto y de la
concreta situación de unos y otros. Esto último, en mi opinión, no puede
incluirse en el campo de análisis de la imputación objetiva (si es que dicho
campo tiene utilidad y sentido), sino que es atinente a la culpabilidad. Si
acaso, componentes de la imputación objetiva referidos a la creación del riesgo
no permitido serían nada más que los dos primeros.
[11] Asumo que tal
vez el ejemplo no es del todo adecuado, ya que el tipo de delito que dicha
norma tipificaría sería de peligro, no de resultado.
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