I. Aquel antiguo nazi[1]
ferviente que fuera Theodor Maunz, convertido con más o menos sinceridad a la
doctrina del Estado de Derecho y de los derechos fundamentales después de 1945,
escribía en 1951, en su libro Deutsches
Staatsrecht, que los más importantes de los derechos fundamentales
recogidos en la Ley Fundamental de Bonn tenían carácter supraestatal o
preestatal, eran reconocidos en la Constitución como inmanentes al individuo como
anteriores a e independientes del Estado. Se trataría de derechos absolutos y
que ni por el texto constitucional mismo podrían ser relativizados. El más
significativo e importante de tales derechos absolutos sería el de la libertad
personal (art. 2 de la Ley Fundamental de Bonn). Frente a esos, otros derechos
fundamentales tendrían naturalmente determinado su contenido por la regulación
estatal. De esto último sería ejemplo el derecho de propiedad[2].
En
el constitucionalismo del siglo XX la doctrina jurídica alemana de postguerra
desempeñó un papel crucial para el desarrollo de esa idea que después, vía
Alexy, tendrá enorme influencia en el llamado neoconstitucioanalismo, la idea
de que el sustrato moral al que la Constitución remite es la base de la unión
inescindible entre Derecho y moral en nuestros sistemas jurídicos,
contrariamente al postulado positivista de separación conceptual entre Derecho
y moral[3].
Esa
idea básica podemos desgranarla o descomponerla en varios apartados:
a)
Constituciones como la Ley Fundamental de Bonn asumen como válidos y
objetivamente verdaderos ciertos contenidos morales.
b)
Esos contenidos morales constitucionalmente asumidos y positivados bajo la
forma de normas de derechos fundamentales o de principios constitucionales
expresos tienen un contenido material objetivo y verdadero. No se trata de
pautas interpretativas que remitan a un debate moral en el seno de las
correspondientes sociedades, éticamente plurales, sino de normas
moral-jurídicas con contenido preciso y tangible y que, precisamente, desde tal
contenido preciso sirven para limitar los resultados posibles del debate ético
en la sociedad, así como de su reflejo político bajo la forma de leyes
mayoritariamente aprobadas en esa sociedad.
c)
Esas verdades morales, objetivas y nada contingentes ni social o culturalmente
relativas, existen en sí, en sus contenidos, preexisten a todo conocimiento
humano y a toda humana voluntad y, por tanto, no son por la Constitución
establecidas, sino meramente reconocidas.
d)
En consecuencia, la juridificación formal o positivación jurídica de tales
contenidos no es en modo alguno constitutiva de dichas realidades, salvo, si
acaso, en un sentido formal. Quiere decirse que si la Constitución hace
referencia a un derecho fundamental y preestatal D, dicho derecho D existe y
preexiste a tal mención constitucional, y dicha preexistencia es tal en dos
dimensiones: en cuanto derecho ya plenamente jurídico y en cuanto al contenido
verdadero y necesario de D. En lo primero hay una clara herencia del
pensamiento iusnaturalista. En lo segundo se hacen patentes restos del tipo de
ontología jurídica u ontologismo jurídico que era propio y característico de la
alemana Jurisprudencia de Conceptos, si
bien aquí bajo la forma de Jurisprudencia de Valores y en una versión que
podríamos llamar “moralizada” o re-moralizada. Allí donde para la decimonónica
Jurisprudencia de Conceptos los conceptos jurídicos (matrimonio, propiedad,
contrato, testamento, negocio jurídico, autonomía de la voluntad…) tenían un
contenido necesario y, con tal necesidad ontológica o metafísica, preestablecido
a cualquier voluntad legislativa y apto hasta para controlar la validez o
juridicidad real de las decisiones legislativas, ahora, a partir de la década
de los cincuenta del siglo XX y en Alemania, ciertas nociones jurídicas (ante
todo derechos y principios) mantienen este tipo de ontología, esa fuerte carga
metafísica, pero de la mano de cierta forma “densa” de objetivismo moral o
realismo moral. Es la idea que alcanzó fuerza a partir de la afirmación del Bundesverfassungsgericht en 1958, en el
caso Lüth, cuando dijo que la
Constitución es “un orden objetivo de valores”, palabras idénticas a las que el
mismo año pronunción Günter Dürig al comentar el parágrafo primero de la Ley
Fundamental de Bonn.
II. Lo que aquí brevemente me propongo
analizar es un detalle o aspecto parcial de una idea adicional que surge en el
marco de esa iusfilosofía de fondo y de ese tipo de constitucionalismo, que,
repito, es el que inspira en gran parte el que actualmente el llamado
neoconstitucionalismo, aun con sus variantes y matices según autores y países.
Se trata de una idea que podemos esquematizar o resumir en las siguientes partes:
(i)
Puesto que las constituciones remiten a derechos y principios de carácter moral
y contenido objetivo, preestatal y prejurídico, existen esos derechos y
principios con un contenido así, objetivo, preestatal y prejurídico, no
dependiente de ningún género de decisiones de sujeto alguno.
(ii)
Dichos contenidos no son meramente morales, sino que, en virtud de tal remisión
constitucional, son también contenidos plenamente jurídicos y de suprema
jerarquía dentro del sistema jurídico.
(iii)
Tales contenidos, a la vez morales y prejurídicos y plenamente jurídicos por
constitucionales, tienen que ser y son cognoscibles para las sociedades y los
operadores jurídicos, y muy en particular para los jueces y las cortes
constitucionales. En su función de garantes o custodios de la
constitucionalidad de las normas y decisiones jurídicas, estos, los tribunales
ordinarios y/o constitucionales, deben aplicar aquellos contenidos como pauta
esencial del control de constitucionalidad, pero (y aquí está lo esencial) no como
cláusulas abiertas o conceptos con algo de “zona de penumbra” o algún margen de
indeterminación que remita a la discrecionalidad de la interpretación y, con
ello a la responsabilidad del “aplicador” o que, incluso, lo invite a un cierto
self-restraint, a fin de que el uso
desmedido de la discrecionalidad judicial no acabe anulando la legítima
discrecionalidad política del legislador que representa la soberanía popular.
Esa negación en todo lo posible de la discrecionalidad judicial, a base de
insistir en que el contenido necesario de la “única decisión judicial correcta”
está plenamente (o casi) prefigurado en la materia prima del Derecho, es la
misma que estaba presente en el siglo XIX, tanto en la francesa Escuela de la
Exégesis como en la Jurisprudencia de Conceptos alemana. Lo único que entre estas
dos cambiaba era la manera de caracterizar o identificar esa materia prima de
lo jurídico. Mientras que para la Escuela de la Exégesis las decisiones
judiciales se deducían con necesidad lógica de los enunciados legales (en
particular de los del Código Civil), para la Jurisprudencia de Conceptos esa
deducción necesaria se hacía de los conceptos mismos (matrimonio, propiedad,
contrato, compraventa…), en cuanto entidades con contenido necesario y
supratemporal, y tal como los habían descubierto y sistematizado ya los
juristas romanos. En el llamado en nuestros días neoconstitucionalismo se da
una síntesis casi perfecta de esos dos antecedentes: la decisión necesaria del
juez constitucional arranca del texto de la Constitución, pero halla su fuente
de conocimiento en la carga sustantiva del respectivo concepto moral
constitucionalmente acogido.
(iv)
En esa mediación entre el Derecho objetivo que está “ahí afuera” (sea en un
soporte o en otro -texto o sustrato metafísico- o en la síntesis de los dos) y
el “aplicador” que plasma en su sentencia contenidos necesarios y no opciones
discrecionales más o menos acotadas por el texto o el “contexto, lo
imprescindible es el método apropiado. Es el método correcto el que permite al
juez dar con el contenido objetivamente verdadero y necesario para el caso, con
la única solución correcta, contenido encontrado en y extraído de esa materia
prima de lo jurídico, plenamente precisa, coherente en su fondo y, también en
su fondo, carente de lagunas. Tal método era, para aquellas doctrinas
decimonónicas, el llamado método silogístico o subsuntivo; para el neoconstitucionalismo,
es el método de la ponderación.
En
verdad, el neoconstitucionalismo es la síntesis teórica de Dworkin y
Jurisprudencia de Valores, pasada por el tamiz aparentemente “analítico” de
Alexy. Dworkin “libera” a sus seguidores “continentales” de la molesta atadura
a los textos normativos y, a la vez, Alexy, perfectamente ubicado en la densa
tradición metafísica de la iusfilosofía alemana que va de la Jurisprudencia de
Conceptos a la Jurisprudencia de Valores (la cual, repito, simplemente moraliza
aquellos conceptos anteriores y añade conceptos de raigambre moral a aquellos
conceptos “técnicos” del siglo XIX) retoma el antipositivismo de casi todo el
constitucionalismo alemán de todo el siglo XX, si bien camuflando un tanto el
objetivismo moral “conservador” bajo los ropajes y fórmulas del denominado constructivismo
ético.
III. Paso al fin a enunciar y defender
mi tesis. Puede resumirse así: el hecho
de que un texto jurídico, incluso constitucional, mencione o remita un cierto
ente ni es prueba en modo alguno de que ese ente exista objetivamente o “ahí afuera”
(más allá de su representación mental diversa por los sujetos) ni, menos aún, implica que la noción en
cuestión tenga un contenido discernible y apto para aplicar un control por los
jueces. En ese sentido, el Derecho no constituye la realidad, sino que es
tributario de ella, en lo que en la realidad exista (y cómo exista) o no
exista. Las llamadas norma jurídicas constitutivas, que dan carta de naturaleza
o “constituyen” en cuanto realidades jurídicas ciertos entes (ejemplo, el
matrimonio, el contrato, el testamento…) no tienen nada que ver con estas otras
normas que asignan un papel jurídico a nociones externas al Derecho, como pueda
ser la buena fe contractual, el dolo o, yendo al ámbito constitucional,
principios o derechos como, por ejemplo, la dignidad humana o el libre
desarrollo de la personalidad, entre tantos.
El
esquema genérico de este tipo de normas, en su funcionalidad jurídica,
podríamos representarlo así[4]:
“Un x es jurídicamente válido si es
compatible con α”
Ahora
bien, por el mero hecho de que α sea mencionada por la norma en cuestión, y
aunque sea una norma constitucional, α no existe. La mención de α no es
acreditación ni indicio siquiera de que α exista, o de que exista con un
contenido objetivo “sustantivo” predeterminado, verdadero y cognoscible. Así, del
hecho de que una norma jurídica o una norma constitucional mencionen a Dios, se
sigue como cierta o probable la creencia del autor de la norma en la existencia
de Dios, pero de ninguna manera hay ahí una prueba de que Dios exista, y menos
de que exista con las propiedades que le asigna la confesión religiosa o la
teología con la que en particular comulga el autor de dicha norma. Por las
mismas, que una constitución erija la dignidad humana en supremo valor o
principio jurídico, como hace la Constitución alemana en su parágrafo 1, no
quiere decir ni que podamos saber con objetividad y precisión los alemanes o
nosotros, de hoy o de hace setenta años, qué es la dignidad humana, cuál es su
contenido concreto y qué se desprende de dicho contenido para, por ejemplo, la
constitucionalidad o inconstitucionalidad de una norma legal que se ubique en
la zona de penumbra o los amplísimos márgenes de indeterminación de dicho
concepto en cada época. Recordemos, a título de muestra, que en el primer gran
tratado sistemático sobre la Ley Fundamental de Bonn, el de Maunz y Dürig, este
último, al comentar el mentado parágrafo primero, que dice que “La dignidad
humana es inatacable” (unantatsbar)
puso el siguiente ejemplo de comportamiento que jamás una ley alemana podría
autorizar, por ser radicalmente incompatible con la dignidad del ser humano: la
inseminación de una mujer con semen que no sea de su marido.
Juguemos
un momento con algunos ejemplos diversos. Imaginemos en primer lugar cuatro
normas constitucionales que dijeran algo similar a esto:
N1:
No será constitucionalmente válido ningún cálculo que no respete las reglas de
la aritmética.
N2:
No será constitucionalmente válida ninguna norma que no respete el derecho de
propiedad.
N3:
No será constitucionalmente válida ninguna norma que no respete a los seres
extraterrestres.
N4:
No será constitucionalmente válida ninguna norma que no respete a los “sinforíndulos”.
La
mención en esas normas de reglas de la aritmética, derecho de propiedad, seres
extraterrestres y sinforíndulos no implica que objetiva y externamente, “ahí
afuera” exista ninguna de esas cuatro cosas. Por eso sería completamente absurdo
sostener que los marcianos existen y que tienen tales y cuales características
porque N3 se refiere a ellos y a la obligación de respetarlos. Pero,
indudablemente, esas entidades diversas a las que se refieren estas normas no
están en el mismo plano ni, en consecuencia, es igual el tipo de aplicación que
se puede hacer de las normas en cuestión, en su función de parámetro de validez
jurídica.
Las
reglas de la aritmética constan y son cognoscibles sin mayor problema. No son
constituidas por esa norma jurídica o cualquier otra, sino que existen con
independencia plena del Derecho. El control de constitucionalidad con base en N1
sería perfectamente objetivo y daría lugar a enunciados plenamente calificables
de verdaderos o falsos. Cosa distinta es que resultaría bastante ocioso y hasta
absurdo introducir en una norma jurídica un contenido como ese.
El
derecho de propiedad es un constructo cultural y jurídico, pero como tal existe
sin duda. Hay un acuerdo básico, al menos en cada cultura y cada época, sobre cuál
es el contenido esencial o definitorio del derecho de propiedad, igual que
tiene la noción unos márgenes de indefinición o zona penumbrosa. Esto es lo que
hace que no haya ni sea posible acuerdo respecto a si determinadas acciones o
normas son o no acordes con el derecho de propiedad. Ahí es donde el mismo
sistema jurídico se ve abocado a una constante labor de precisión y
re-constitución del concepto mismo de propiedad, por la vía de ir aclarando
nuevos supuestos de los que caen en esa zona de penumbra, sea por vía
constitucional, legislativa o jurisprudencial. Y sea la vía la que sea, siempre
la respectiva actividad normativa tendrá un insoslayable componente de
discrecionalidad.
En
cuanto a los seres extraterrestres a los que se refiere N3, hay
personas que creen que existen y personas que no. Todos tenemos una
representación mental elemental de los extraterrestres o marcianos, de resultas
de ciertas actividades culturales (películas, novelas, leyendas urbanas…),
pero, fuera de esa dimensión intelectual o mental, nada se puede probar sobre
su existencia en otra forma o “ahí afuera” y, además, cada uno de los que en
marcianos creen se los figura como le da la gana o les da unos u otros
atributos específicos. Un control de constitucionalidad basado en N3
sería total y absolutamente dependiente de las gratuitas y personales
representaciones mentales y preferencias del controlador.
Y
qué decir de los sinforíndulos. Me los acabo de inventar y ni siquiera los he
definido, no tenemos más que el nombre por mí creado ahora mismo. Cualquier control
de constitucionalidad apoyado en N4 sería total y absolutamente
arbitrario, ya lo hiciera yo mismo o cualquier otra persona.
Podríamos
finalmente preguntarnos a cuál de esas cuatro normas se parecen en el fondo más
las normas constitucionales que establecen derechos fundamentales o estipulan
principios como el de dignidad o el de igualdad. Un positivista normativista se
movería entre el parecido con N2 o N3, según los casos. Por
eso siempre el positivista ve discrecionalidad en la decisión del operador
jurídico que aplica dichas normas en los casos litigiosos. Un realista jurídico
a la escandinava o la genovesa oscilaría entre N3 y N4,
según lo radical que se despertara ese día, y no hallaría gran diferencia entre
las ideas de discrecionalidad y arbitrariedad. En cambio, un iusnaturalista o
un iusmoralista en general, y también un neoconstitucionalista “duro”, tendrá
que resaltar más bien el parecido o la gran coincidencia con N1.
Porque de no ser así todo el edificio teórico se le cae y tendrá que admitir
que cuando la constitución (o la legislación infraconstitucional, por qué no) cita
principios o derechos no está haciendo referencia a entedades ontológicamente
predefinidas de modo cierto y cognoscibles en sus consecuencias para cada caso
litigioso con ayuda del método de conocimiento que haga totalmente o muy
extensamente evitable la discrecionalidad.
La
consecuencia teórica de todo esto se puede formular de la siguiente manera: no es la mención por la Constitución de un
cierto ente lo que determina la realidad constitucional de ese ente y su
contenido a efectos de control. Al revés, es la previa concepción ontológica y epistemológica (y, de resultas,
ética) de cada intérprete o analista constitucional lo que determina el tipo de
contenido y función que se asigna a cada norma constitucional de ese tipo. En
consecuencia, no son los cambios en los enunciados constitucionales los que llevan
a la alteración de los modelos de constitución (más allá de lo puramente
externo o de estilo), no es la mayor o menor frecuencia de enunciados
constitucionales que hagan uso de nociones morales, de valores, de principios o
de derechos lo que determina el papel de las constituciones, sino que es el cambio de filosofías dominantes entre
constitucionalistas (ontología, epistemología y ética) lo que condiciona el
entendimiento de la constitución y de su papel, así como la práctica
constitucional dominante en cada tiempo.
La
doctrina constitucional actualmente imperante en el ámbito de los denominados
sistemas continentales deriva, lo meditemos o no, de aquellas concepciones
político-morales y jurídicas producidas por constitucionalistas alemanes queelaboraron
bajo la República de Weimar profesores a menudo escasamente partidarios del
Estado de Derecho democrático y que a partir de 1945 pergeñaron
constitucionalistas alemanes que eran antiguos nazis más o menos sinceramente
arrepentidos. Como Theodor Maunz, por cierto, de quien a la postre se supo que
se había arrepentido bien poco.
[1] Y conste
que si un enunciado es verdadero o falso con independencia de que lo diga
Agamenón o su porquero. En este caso era el porquero.
[2]
Cito por la tercera edición, de 1954. Theodor Maunz, Deutsches
Staatsrecht. Ein Studienbuch, München, Berlin, Beck, 1954, pp. 70-71.
[3] Y
también hay algo, o bastante, de tal idea en el llamado positivismo jurídico
inclusivo o incluyente.
[4]
Expliquemos lo de la funcionalidad jurídica. Cuando una Constitución garantiza
un derecho fundamental D, por ejemplo, está estableciendo que no serán
jurídicamente válidas o lícitas las acciones opuestas a D. De ahí que la suma
de la norma que recoge D y de las normas de garantía de D da lugar a un esquema
normativo como el citado: para todo (x), siendo x cosas tales como una acción
de los poderes públicos o de un sujeto privado, en su caso, o una acción de
producción normativa, x es jurídicamente válido si es compatible con (el
contenido de) D.
No hay comentarios:
Publicar un comentario