En
su amable comentario (vid. anexo más
abajo) a mi
entrada en almacendederecho.org (también aquí)
sobre la objeción de conciencia como posible derecho genérico a incumplir la
norma por razones de conciencia, Julia Ortega plantea algunas cuestiones de
extraordinario interés, cuestiones que uso como pretexto para alguna
consideración adicional y para tratar de explicar algo mejor mi punto de vista.
1. Sobre
la idea de “control moral”. Mientras la objeción de conciencia se tome en
serio como objeción “de conciencia”, es ineludible que el ejercicio de ese
derecho se vincule a algún tipo de control sobre la conciencia del sujeto que
quiera ejercerlo. Ciertamente, esta forma de expresar la idea es equívoca e
importa mucho aclararla.
La
objeción de conciencia, planteada en serio, presupone analítica o
conceptualmente dos cosas: a) que el sujeto está bajo una obligación jurídica
de realizar determinada conducta (podríamos plantearnos si necesariamente ha de
ser una obligación de hacer o si puede tratarse también de una obligación de no
hacer, de omitir; pero esto es mejor dejarlo para otro día); b) que el
incumplimiento de esa obligación jurídica por el sujeto se admite como
jurídicamente lícito (exceptuándose, por tanto, aquella obligación primaria) si
es por razones morales, por razones atinentes a su conciencia moral, en la que
concurren imperativos (morales) opuestos a aquella conducta a la que obliga
primariamente la norma jurídica.
Ese
esquema regla-excepción no es nada extraño. Con arreglo al Código Penal estamos
todos obligados, por ejemplo, a abstenernos de matar a otro (delito de
homicidio), a no ser que concurra una eximente, como pueda ser la de legítima
defensa. Sentado que A mató a B y realizó la conducta típica del homicidio, si
A invoca la eximente de legítima defensa hay que ver si concurren los
requisitos de la legítima defensa. No basta invocar la eximente en cuestión,
hace falta acreditar la efectiva concurrencia de las circunstancias que la
configuran.
En
el caso de la objeción de conciencia el esquema es similar, en lo que aquí
importa. Un sujeto se halla en una situación típica, en cuanto que su acción o
su situación caen bajo el supuesto de hecho de una norma y le resulta, por
tanto, aplicable la consecuencia jurídica de esa norma, consecuencia jurídica
consistente en una obligación de conducta que normalmente estará respaldada por
alguna forma de sanción. Por ejemplo, una persona cumple los requisitos de
edad, aptitud física, etc. que la norma (en realidad, un conjunto de normas)
asocia a la obligación de realizar el servicio militar, previéndose una sanción
para quien, estando bajo esa obligación, se niegue a cumplirla. Si hay otra
norma que permite la objeción de conciencia a esa obligación, tendrá que
señalar o que presuponer las condiciones que deben concurrir para que ese
derecho a objetar pueda válidamente ejercerse.
Tal
esquema regla-excepción puede exponerse con la siguiente fórmula:
Todo el que se halle en la situación T está
obligado a O, a no ser que concurra la circunstancia X.
Lo
miremos como lo miremos, si existe alguna forma de control judicial de la aplicación
de ese esquema regla-excepción, ha de establecerse, mediante el examen de los
correspondiente criterios normativos y de las circunstancias fácticas del caso,
si para el sujeto en cuestión concurre O y se da la circunstancia X.
X
tiene que estar definida de alguna manera. En el caso de la objeción de
conciencia, X consiste en ciertos contenidos de la conciencia moral del sujeto,
contenidos que tienen que ver con lo que a estos efectos, a efectos de la
aplicación de la norma, se puedan considerar razones morales válidas y con el
grado de convicción, sinceridad y congruencia con que el sujeto aplica esas
razones morales válidas que invoca.
Si
no existe ese contenido de X y la posibilidad regulada de su control, la
naturaleza de la objeción de conciencia se altera por completo. Pues, entonces,
el esquema que opera no es ese que acabamos de ver, sino este otro:
Todo el que se halle en la situación T está
obligado a O, a no ser que no quiera hacer O.
Ese
es en la práctica el resultado si para ejercer la objeción de conciencia basta
que el sujeto invoque formalmente que a su conciencia le repugna el
cumplimiento de la obligación de marras y si no hay ningún dato alusivo a los
contenidos de esa conciencia subjetiva o de su plasmación externa que pueda ser
controlado por el órgano pertinente y, en última instancia, por los tribunales.
Pues, con tal panorama, la condición válida de objetor y el correspondiente
derecho a objetar no los tendrá el que satisfaga determinadas condiciones
materiales, sino quien realice el acto formal sentado por una norma constitutiva:
objetor de conciencia es el que formalmente (por ejemplo en cierto documento o
en declaración ante determinado órgano, etc.) se declara objetor de conciencia,
independientemente de cuáles sean los contenidos reales de su conciencia. Por
ejemplo, un asesino en serie que ni se ha arrepentido ni ha dejado su oficio
podría declararse objetor al servicio con armas porque le repugna la violencia
y odia la sangre. Si basta invocar la conciencia y no hay ni quién ni cómo
pueda controlar que esas convicciones traídas a colación existen y son
mínimamente sinceras, la objeción de conciencia se convierte en autoexoneración
voluntaria del cumplimiento de la norma.
Eso
fue lo que en España sucedió hace algunas décadas con la objeción de conciencia
al servicio militar. En cuanto se asumió que no cabía control ninguno de la
concurrencia de razones morales ciertas en los que se pretendían objetores, el
sistema colapsó, pues se proclamaron objetores todos los que no querían hacer
el servicio militar, sea por auténticos motivos de conciencia moral, sea por motivos
de pura conveniencia personal totalmente ajenas a lo moral. Si pensamos en un
sistema jurídico en el que hipotéticamente rija una norma genérica de admisión
de la objeción de conciencia a cualquier obligación jurídica y si añadimos que
no puede o no debe haber controles de la concurrencia cierta de las razones
morales válidas que formalmente se invocan, la conclusión sería que en dicho
sistema jurídico se haría verdad lo siguiente
Todo el que esté bajo cualquier obligación
jurídica podrá lícitamente exonerarse del cumplimiento de la misma siempre y
cuando que formalmente declare que su conciencia se lo impide.
O
sea, el caos y el final de lo jurídico y de su función social de orden.
Pero
eso no lo ha propuesto nadie, que yo sepa. Siempre la objeción se liga a alguna
forma de control. La diferencia está en que generalmente ese control es el que
he denominado un control moral, control de la concurrencia efectiva en el
sujeto de razones morales válidas y sinceras en algún grado, mientras que lo
que Gabriel Doménech propone es que ese control sea de carácter económico,
reconociendo o no el ejercicio del derecho a la objeción en cada oportunidad
según que ello resulte o no económicamente eficiente.
Digamos
incidentalmente que quedan al margen los casos en que el número de veces en que
es previsible que el derecho a objetar se ejerza es marginal, muy pequeño. Tal
ocurre, por ejemplo, con la objeción de los médicos a practicar abortos
voluntarios. El sistema sanitario no va en este punto a bloquearse ni va a ser
impedido el ejercicio del derecho al aborto, porque se sabe que son muy pocos
los médicos objetores, que es previsible que sean sinceros esos objetores y que
no van a apuntarse miles a esa objeción para librarse de una obligación laboral
fatigosa.
Queda
claro, espero, que cuando digo control moral me refiero a alguna forma de
comprobación (aunque sea ligera y por indicios) de que en el sujeto objetor
efectivamente concurren las circunstancias a las que la norma asocia el derecho
a la objeción: ciertas condiciones atinentes a las convicciones morales de ese
sujeto. Cuando un órgano del Estado hace ese necesario control, trátese de un
órgano administrativo, trátese del juez competente, no practica el Estado una
forma de censura moral ni trata de imponer una “moral del Estado” frente a la
moral personal del ciudadano. Nada de eso. Se hace lo mismo que cuando el juez
penal analiza si dan o no en la conducta del sujeto los presupuestos de la
legítima defensa o del estado de necesidad, por ejemplo, o de si concurre en el
sujeto el requisito subjetivo constitutivo del dolo, cuando un delito doloso se
juzga. No hay, a esos efectos, una “moral del Estado” y no es una “moral del
Estado” la que a la moral del individuo se contrapone cuando se analiza si el
objetor de conciencia es en verdad objetor en conciencia u objetor por
conveniencia pedestre o hasta por motivos perfectamente inmorales (ese sicario
con tantos crímenes a su espalda y que no desea hacer el servicio militar
porque le quitará tiempo para nuevos “trabajos”).
2. Discrepo de la contraposición entre razones de moralidad pública y razones
de seguridad. Esto vale incluso para la seguridad jurídica. Una razón de
seguridad jurídica es una razón moral también y, además, una razón
paradigmática de moralidad pública. Todos
los llamados valores jurídicos son a la postre valores morales. O, dicho de
otra manera, cuando los valores jurídicos se invocan como “valores”, se invocan
por razones morales. Si pensamos, por ejemplo, en la seguridad jurídica como
certeza o previsibilidad de las consecuencias jurídicas de nuestras acciones y
tenemos una consideración positiva de eso (de ahí que lo consideremos un
“valor”), es porque nos parece inmoral o injusto que a alguien desde el Derecho
se le impongan por su conducta consecuencias negativas que no podía
razonablemente prever cuando ejecutó tal conducta.
Lo
que acabo de decir no es opuesto al positivismo jurídico. Los positivistas no
niegan que los valores morales sean valores morales, obviamente, ni niegan que
valores morales puedan aplicarse también para juzgar el derecho, apareciendo
entonces bajo la etiqueta equívoca de valores jurídicos. Lo que el positivista
dice es, sencillamente, que aun cuando un sistema jurídico sea fuertemente
inmoral (hay mucha injusticia o “maldad” moral en sus normas, hay mucha
inseguridad jurídica…) no deja por eso de ser un sistema jurídico. Será,
sencillamente, un sistema jurídico inmoral o moralmente defectuoso.
Cita
Julia Ortega el caso del burka y dice que en Francia no se impuso democráticamente
la prohibición del burka en la vía pública por razones de moralidad pública,
sino por razones de seguridad pública,
lo cual es “mucho más neutro”. La idea es muy interesante, pero discrepo. A mi
modo de ver, las razones de seguridad pública son como mínimo de naturaleza tan
moral como las razones de igualdad entre hombres y mujeres, que menciona como
ejemplo de razones de moralidad pública que pueden comparecer en el caso del
burka. Cuando por motivos de seguridad pública se prohíbe el burka en lugares
públicos es porque se quiere impedir que alguien pueda usar el burka para
perpetrar impunemente un homicidio o un atraco, por ejemplo. Si son estas de
seguridad y no las otras de igualdad las razones que predominaron, significa
que a los franceses acabó importándoles más la seguridad de la vida, la
integridad o la propiedad de cualquier ciudadano que la igualdad de género de
la mujer islámica. Quiere decirse que el burka no se prohibiría si fuera
“dañino” nada más que para las mujeres y no peligroso, por motivos de
seguridad, para todos, especialmente para quienes no lo usan.
3. Siempre acabamos en la ponderación. Es nuestro sino; o el
signo de los tiempos. No toca en este momento entrar en ponderaciones generales
de la ponderación como método jurídico o pauta para la decisión judicial. Pero
sí decir algo en relación con la objeción de conciencia.
Julia
Ortega sostiene que en el caso de la objeción de conciencia “lo que se pondera
es, por un lado, el derecho a la libertad de conciencia (art. 16.1 CE) y, por
otro, el principio de legalidad (pues se reacciona frente a un mandato legal)
junto el principio jurídico-constitucional que optimiza la norma que se objeta
(la seguridad vial, en el caso de la objeción a llevar casco de los sikhs, la
salud física y psíquica de la mujer, en el caso de la objeción al aborto, la
protección de la salud, en caso de objetar contra la dispensación de ciertos
medicamentos que pueden parcialmente considerarse contraceptivos)”. De este
modo se ciñe bastante Julia Ortega al esquema de Alexy, según el cual un
principio constitucional (sea o no un principio iusfundamental) se puede
ponderar contra una regla legal, pero teniendo en cuenta que lo que de esta se
pone en la balanza contra aquel otro principio son dos cosas: el principio
constitucional que avala a dicha regla y el principio de deferencia hacia el
legislador democrático, como legislador legítimo. Esto último, creo, es lo que
Julia Ortega llama “el principio de legalidad”.
Analicemos.
Para empezar, me parece que Julia Ortega se está refiriendo a la vigencia de un
derecho a la objeción de conciencia con alcance general, frente a cualquier
obligación legalmente impuesta. Pero distingamos las dos situaciones posibles,
la de que estén constitucional o legalmente tasados los supuestos posibles de
objeción de conciencia y la de que apliquemos un derecho genérico a la objeción
de conciencia, lo saquemos de donde lo saquemos.
a)
Imagínese que rige una norma N que estipula el derecho de objetar en conciencia
a la obligación jurídica O (obviamente, por quienes estén bajo tal obligación
por concurrir en ellos las circunstancias pertinentes). Por ejemplo, N
establece el derecho a objetar en conciencia a la obligación de hacer el
servicio militar o el derecho a objetar a la obligación de los farmacéuticos de
disponer en su farmacia de cierto producto (preservativos, píldoras
anticonceptivas, píldora “del día después”…)
para su venta al público.
Ahora
pongamos que en el sujeto S concurren tanto las circunstancias que lo hacen
estar obligado a hacer O (hacer el servicio militar, tener tal producto en su
farmacia…), como las que, de acuerdo con N, le permiten exonerarse lícitamente
de hacer O. Puesto que es la objeción de conciencia lo que N dispone como
motivo válido para tal exoneración de O, lo que han de darse son ciertas
circunstancias o datos relativos a la conciencia moral de S. El juez competente
comprueba ambas cosas: que O concurre como obligación primaria para S y que S
está bajo las circunstancias que, con arreglo a N, le permiten ejercer
válidamente su derecho a objetar y, por consiguiente, ser exonerado de O.
Mi
pregunta es: ¿qué hay que ponderar ahí? Y mi respuesta, esta: no hay nada que
ponderar. La legalidad establecida y preexistente dispone tanto que por regla
general los sujetos en las circunstancias de S están obligados a O, como que
del cumplimiento de O puede y debe ser exonerado todo el que cumpla la
condición puesta por N. ¿Ponderar la libertad de conciencia contra el principio
de legalidad? Imposible, ya que es la legalidad precisamente la que, a través
de N, salvaguarda la libertad de conciencia. N no está enfrentada a la libertad
de conciencia, sino que en la libertad de conciencia tiene su fundamento o
justificación.
¿Y
qué pasa si nos empeñamos en que en un caso así se puede o se debe ponderar?
Pasa, para empezar, que, por lo ya dicho, no se podrá ponderar N contra la
libertad de conciencia. Y pasa que si se quiere ponderar N, tendrá que ser
contra otro principio constitucional. Entonces tendríamos esta situación: (i)
asumido que N sea una norma con rango de ley y que funcione como regla (según el
esquema normativo de Alexy; aunque no cambiaría mucho el resultado si la
quisiéramos ver como un principio), al ponderarla había que sumar los pesos del
principio a N subyacente (el de libertad de conciencia) y el principio de
legalidad. De acuerdo, pero ¿contra qué ponderamos N? Contra otro principio
constitucional, sea constitucional o no. ¿Y puede perder N si la ponderamos
contra otro principio? Sí. ¿Y eso qué implica? Pues implica que por mucho que N
taxativamente determine que yo tengo derecho a la objeción de conciencia frente
a O, por mucho que mi caso sea absolutamente subsumible en el núcleo de
significado o conjunto de casos evidentes de N, puede resultar que a mí se me
priva de ese derecho que clara y taxativamente me concede N, el derecho a objetar
a O. ¿Por qué? Porque el otro principio, traído al caso para ganar a N,
efectivamente ganó a N. Y ya está. Un ejemplo: yo cumplo las condiciones para
estar obligado al prestar servicio militar y cumplo las condiciones para
aplicar válidamente la excepción, para que se me reconozca y se haga efectivo
mi derecho a la objeción de conciencia al servicio militar. Sin embargo, en mi
caso el tribunal trajo a colación un principio de seguridad nacional y,
alegando que la patria está en estos momentos sometida a muchos peligros,
decide que pesa más la seguridad nacional que el derecho mío.
Así
de sencillo. El de ponderación es un instrumento que se suele presentar como
ampliatorio de derechos y maximizador de su eficacia, pero que tiene su
utilidad mayor en que ofrece la posibilidad de privarnos de derechos
constitucional o legalmente establecidos y aparentando que se nos priva por lealtad
a la Constitución y a la más alta justicia. La erección de la ponderación como
pauta decisoria significa que, para cualquier derecho D que un sujeto tenga, incluso
un derecho fundamentalísimo, el esquema aplicativo es este:
Todos los titulares de D podrán ejercer
dicho derecho a no ser que en su caso concurra en contra un principio que en
ese caso pese más.
O
sea, la posibilidad de excepcionar se convierte en regla.
b)
Ahora juguemos con la hipótesis de que en el sistema jurídico está vigente y
rige un derecho genérico a la objeción de conciencia frente a cualquier
obligación jurídica. Esa norma genérica de objeción (Ng) puede
representarse así:
Ng:
Todo sujeto sometido a cualquier
obligación jurídica (O1… On) y que objete en conciencia a
su cumplimiento podrá ser válidamente exonerado de dicho cumplimiento.
Creo
que Julia Ortega, en su comentario, está refiriéndose a esta tesitura. Por eso,
tal como nos explica, habría que ponderar la norma legal (L), que sienta la
respectiva obligación (O) en ese caso, contra el derecho a la libertad de
conciencia del art. 16.1 CE, en el entendimiento de que esa norma del 16.1 es
un principio, un principio constitucional de carácter iusfundamental, un
principio que se refiere a un derecho fundamental y lo configura como mandato
de optimización. En la ponderación, lo que de L se pesa es el principio de
legalidad más el principio constitucional subyacente a L.
¿Qué
sucede ahí si ponderamos? Pues que desaparece el derecho genérico a la objeción
de conciencia. Pues la norma que constituye ese derecho ya no será aquella que
hace un momento se dijo (Ng: Todo
sujeto sometido a cualquier obligación jurídica (O1… On)
y que objete en conciencia a su cumplimiento podrá ser válidamente exonerado de
dicho cumplimiento), sino esta otra, Ng´
Ng´:
Todo sujeto sometido a cualquier
obligación jurídica (O1… On) y que objete en conciencia a
su cumplimiento podrá ser válidamente exonerado de dicho cumplimiento a
condición de que en el respectivo caso no pesen más los principios que
justifican el cumplimiento de la obligación en juego (O1… On).
O
sea, a mí Ng me reconoce un derecho genérico a objetar en conciencia
al cumplimiento de cualquier norma, el sistema jurídico no recoge excepciones
expresas a mi derecho (casos en los que no me está permitido objetar) y, sin
embargo… será el juez el que en cada oportunidad decida si puedo objetar o no,
en función de que en cada caso pese más mi libertad de conciencia (y el
principio de legalidad o de deferencia con el legislador) o pese más un
principio contrapuesto a mi libertad de conciencia.
Así
pues, yo no tengo un derecho genérico a la objeción de conciencia, sino
meramente el derecho a preguntar a los jueces, caso por caso, si puedo objetar
o no en esa ocasión. Es a los jueces a los que se les ha reconocido de esa
manera la potestad para exonerar o no a los ciudadanos de sus obligaciones
jurídicas cuando les parezca oportuno y digan que así resulta del pesaje o
ponderación de los principios en el caso concurrente. Una nueva y
revolucionaria síntesis de autoritarismo y arbitrariedad, una sutil inversión
de la relación entre poderes en el Estado de Derecho y una vía expedita para
relativizar o hacer perfectamente dúctiles o maleables los derechos legales y
constitucionales de los ciudadanos.
Concluye
Julia Ortega su amable y sustancioso comentario diciendo que “para eso están
los derechos fundamentales, para defenderse frente al legislador, y es normal
que en algún caso, las minorías (sean cuales sean) puedan seguir ejerciéndolos,
incluso frente a un legislador democrático”. Yo diría que lo que permite a las
minorías ejercer sus derechos frente al legislador democrático no es la
objeción de conciencia (que, cuando está reconocida, es un derecho más), sino
los mecanismos de control de constitucionalidad de la ley y de las actuaciones
de los poderes públicos en general (y hasta privados, pensemos en el efecto
horizontal de los derechos fundamentales). El tema crucial en relación con la
ponderación no está en qué pasa cuando a un individuo la ley no le reconoce un
derecho, sino en qué puede ocurrir cuando la ley o la constitución sí se lo
reconocen y a los jueces, a base de ponderar, se les permite negárselo, aunque
se trate de un caso claro y evidente de tal derecho constitucional o legalmente
reconocido. Porque, repito, la ponderación es el mejor y más práctico
expediente que jamás se ha inventado para que los jueces nieguen derechos en
casos particulares y sin que parezca que son ellos los que los niegan, pues se
aparenta que la decisión nace de la Constitución misma y de su sistema de pesos
y medidas.
Me
he propasado, en cuanto que he tomado pie en las atentas observaciones de Julia
para sacar punta a unos pocos temas. Me ha servido su texto como arranque para
exponer ideas que no necesariamente se oponen a lo que ella indicaba. Me
disculpo por ello y le manifiesto ante todo mi gratitud por su interés y por lo
sugerente de sus planteamientos.
ANEXO. Este es el comentario de Julia
Ortega:
Muy interesante y sugerente
también este post. Pero me cuesta mucho entender cómo se puede elogiar a
Gabriel Doménech por su talante liberal y al mismo tiempo plantear un posible análisis
de la cuestión desde la perspectiva de un “control moral” de los poderes
públicos sobre la objeción de conciencia, aunque esto sea sólo una forma de
hablar. Esto sí que no tiene cabida en el marco de nuestro Estado plural y
democrático de derecho. Por supuesto que hay un sistema de valores en nuestro
sistema jurídico-constitucional, y que esos valores pueden servir, sirven en
todos los casos, para controlar los derechos de los individuos, conforman un
orden público (con todas sus variantes penal, civil, administrativa, laboral,
etc..), pero no considero que esto equivalga a sostener que hay una moral de
Estado. Ni la sociedad francesa, de la que no cuestionaríamos en absoluto la
tenencia de unos valores estatales-republicanos muy sólidos, se atrevió a
imponer democráticamente la prohibición de llevar burka en la vía pública por
motivos de moralidad pública (para garantizar la igualdad de hombres y mujeres)
sino por razones de seguridad pública (mucho más neutro). Creo que en el caso
de la objeción de conciencia no se puede realizar un control moral y sí
realizar una ponderación. Lo que se pondera es, por un lado, el derecho a la
libertad de conciencia (art. 16.1 CE) y, por otro, el principio de legalidad
(pues se reacciona frente a un mandato legal) junto el principio
jurídico-constitucional que optimiza la norma que se objeta (la seguridad vial,
en el caso de la objeción a llevar casco de los sikhs, la salud física y
psíquica de la mujer, en el caso de la objeción al aborto, la protección de la
salud, en caso de objetar contra la dispensación de ciertos medicamentos que
pueden parcialmente considerarse contraceptivos). Y creo que para eso están los
derechos fundamentales para defenderse frente al legislador, y es normal que en
algún caso, las minorías (sean cuales sean) puedan seguir ejerciéndolos,
incluso frente a un legislador democrático. Faltaría más…
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