En
su
reciente texto en almacendederecho.org,
Gabriel Doménech platea con profundidad y sutileza un tema de enorme interés,
nada menos que el de si cabría insertar en sistemas jurídicos como el nuestro
un derecho genérico a objetar al cumplimiento de las obligaciones jurídicas
cuando tal cumplimiento choque fuertemente con exigencias de la conciencia
moral[1]
del ciudadano obligado. No estamos, pues, hablando en particular de la objeción
de conciencia a tal o cual obligación legal, sino de si se podría y convendría
reconocer a cada individuo[2]
el derecho a objetar a cualquier obligación legal, de maneara que no tendría
que cumplir con la misma ni podría ser propiamente sancionado por esa falta de
cumplimiento.
De
esa manera, el derecho de objeción de conciencia no aparecería como excepción
constitucional o legalmente prevista al cumplimiento de tales o cuales
obligaciones jurídicas, sino como excepción posible al cumplimiento de
cualquier deber jurídico. Podríamos
representarnos así tal situación:
“Siempre que un ciudadano C esté por una
norma jurídica obligado, podrá dicho ciudadano quedar exento del cumplimiento
de la respectiva obligación si se da la condición de que tal cumplimiento
vulneraría seriamente un mandato contrario de su conciencia moral”.
Lo
peculiar del trabajo de Gabriel Doménech es que la problemática de ese derecho
genérico a la objeción de conciencia no la plantea desde el punto de vista de
su base moral, sino en clave de sus posibles costes económicos. Un análisis
moral llevaría antes que nada a preguntarse tres cosas: a) qué tipo de razones
morales, o de qué clase de moral, pueden servir como justificación para que
entre en juego válidamente este derecho; b) qué intensidad de esas razones
morales, en cuanto parte de lo que podemos llamar el sentimiento moral del
sujeto, se habrá de requerir para el ejercicio válido de ese derecho; c) de qué
manera, con qué procedimiento y por quién o quiénes y bajo qué condiciones se
podrá comprobar que concurren de modo válido y suficiente las razones morales
pertinentes y con intensidad o autenticidad bastante. Llamemos a todo esto la
cuestión del control moral.
Un
enfoque económico, en cambio, atiende prioritariamente a los costes sociales,
de manera que dicho derecho genérico a la objeción de conciencia resultará
admisible si sus costes económicos globales no son negativos, es decir, si no
es más lo que la sociedad pierde que lo que el conjunto social gana al admitir
ese derecho. Ese es, repito, el tipo de análisis que quiere hacer Gabriel
Doménech.
Ahora
bien, sin resolver la cuestión del control moral muy difícilmente podrá operar
el enfoque económico. ¿Por qué? Por dos motivos:
-
En primer lugar, porque los costes variarán grandemente según cómo se pueda y
se quiera hacer aquel control sobre las razones morales y su intensidad. Cuanto
más estricto o “serio” ese control, mayores serán normalmente sus costes.
-
En segundo lugar, porque es muy previsible que el número de ocasiones en que el
derecho se invoque y se quiera ejercer esté en proporción inversa a la
intensidad de aquellos controles de las razones morales y de su autenticidad.
Cuanto más fácil sea hacer pasar un deseo de no cumplir la obligación jurídica
por objeción “de conciencia”, tantos más serán los ciudadanos que objeten para
justificar su incumplimiento de cualesquiera obligaciones jurídicas; invocarán
su conciencia para disfrazar su deseo y salirse con la suya.
Combinados
esos dos factores, resultará que si son intensos los controles, serán altos los
costes económicos, por el coste de los controles mismos; y que si los controles
son livianos o nulos, serán altos los costes por la facilidad para incumplir
obligaciones jurídicas y por ese que podríamos llamar “efecto llamada” del
derecho a objetar.
Es
consciente de Gabriel Doménech de esos costes y por eso pasa revista a posibles
compensaciones que al objetor se puedan imponer por el incumplimiento de la
obligación a la que objeta. Ve serias y bien fundadas objeciones al
establecimiento de sanciones a modo de compensación[3]
por el ejercicio de ese derecho de objetar o a que se siente la obligación de
realizar prestaciones alternativas a la eludida por razón de conciencia. En su
línea de análisis económico, ve Gabriel Doménech un gran inconveniente en lo
difícil que resulta graduar correctamente las sanciones o las prestaciones
alternativas, a fin de que la diferencia de costes para el sujeto no opere ni
como incentivo para la objeción no sincera ni como freno para el ejercicio de
la sincera.
Se
me ocurre que tales inconvenientes pueden ser más o más fuertes. Así, en el
caso de las sanciones se da pie a una paradoja insalvable, como es la de
castigar jurídicamente a quien se reconoce que está ejerciendo un derecho, y
como precio por tal ejercicio. Si hay sanción (en el sentido de castigo), no puede
haber derecho, y si hay derecho, no puede haber sanción, pues la
sanción-castigo lo niega en su misma base. En cuanto a la prestación
sustitutoria, un problema conceptual está ya en su distinción de la sanción
(¿acaso no es para muchos preferible pagar una multa de mil euros que pasar
seis meses haciendo ciertos trabajos comunitarios, por ejemplo?), pero, sobre
todo, nos topamos con el problema de la posible progresión al infinito: qué
pasa si alguien objeta a la obligación primaria y a la obligación de hacer la
prestación sustitutoria y, eventualmente, a la obligación de la prestación
sustitutoria de la sustitutoria, etc. Bástenos recordar el caso de los llamados
insumisos en España, hace unas décadas.
La tercera vía, según Doménech, sería la de
escrutar la conciencia del objetor, a fin de comprobar la autenticidad de las
razones morales con las que justifica su acto de objeción. La “pega”, según
nuestro autor, está en que es muy complicado dicho escrutinio de la conciencia
y es muy fácil cometer errores (falsos positivos y falsos negativos). Cabría
añadir, puesto que el planteamiento quiere ser económico, que, como ya se ha
dicho, a más estricto el sistema de control, más altos sus costes.
La
tesis fuerte de Gabriel Doménech aparece en la última parte de su texto. Lo que
a la postre defiende es la conveniencia de un derecho genérico a la objeción de
conciencia. Quiere decirse, de un derecho de todos los ciudadanos a objetar a
cualquier obligación jurídica, por razones de conciencia. Parece que las
alternativas que el autor maneja son dos. Una, que el legislador tipifique
supuestos concretos de objeción posible (a la obligación O1, a la
obligación 02… a la obligación On). Esto tendría la
ventaja de una mayor certeza o control del alcance del derecho, pero, en
opinión de G. Donénech, se toparía con el inconveniente de que el legislador
suele ir por detrás del cambio social y, además, acostumbra a ser conservador y
poco sensible ante el sentimiento moral de los grupos minoritarios. Por tanto,
si fiamos el derecho a la objeción a la capacidad y aptitud del legislador para
ir reconociendo nuevos supuestos, nos frustraremos al ver que no los admite
como debiera o que los incorpora con demasiada lentitud.
¿Nos
frustraremos? En realidad puede haber aquí una cierta petición de principio, pues
Gabriel Doménech está dando por presupuesto o tomando como axioma que es bueno
y conveniente que, en los más casos posibles, los ciudadanos pueden verse liberados
de cumplir los deberes jurídicos que choquen con sus imperativos de conciencia,
con sus imperativos morales personales.
Sea
como sea, se defiende la pertinencia un derecho genérico a la objeción de
conciencia, cuyos aplicadores y guardianes tendrían que ser los jueces. ¿Acaso
tal derecho genérico no podría establecerlo el legislador? Me parece que es
obvio que sí, por lo que no es exacta esa alternativa que parece que G.
Doménech traza entre legislador que solamente va tipificando supuestos
concretos de objeción y jueces que operan con un derecho genérico a la
objeción. Por un lado, repito, no es conceptualmente descartable que un
legislador ordinario (o constituyente) pudiera sentar una norma que dijera
“Todo ciudadano obligado por una norma jurídica podrá válidamente objetar, por
motivos de conciencia, al cumplimiento de dicha obligación”. Por otro lado, si
rige efectivamente o judicialmente se asume un derecho así, genérico, a la
objeción y son los jueces los que en cada caso determinan si sí o si no, en
función de sus análisis de costes, de autenticidad del sentimiento moral del
respectivo sujeto, etc., es la judicatura la que irá tipificando supuestos,
como si se legislara. A no ser que nos acomodemos a un radical casuismo sin
pautas preestablecidas a cada caso.
Ese
riesgo de casuismo desbocado cree Gabriel Doménech que no existe, ya que los
jueces tienden a ser muy deferentes con el legislador democrático y el status quo y, en consecuencia, poco
dados a exonerar a los ciudadanos de las obligaciones legalmente impuestas. Pero
si esto es así, tendríamos que los jueces son tan conservadores o más que el
legislador mismo y que no será esperable que vayan mucho más lejos que él a la
hora de admitir supuestos de objeción de conciencia. Con esos jueces así
descritos, parte de la ventaja de la judicatura como impulsora del derecho a la
objeción se desvanece.
Recapitulemos.
Nos indica Gabriel Doménech en su muy sugerente y rico escrito que un derecho
genérico a la objeción de conciencia frente a cualquier obligación jurídica es
deseable y, además, puede ser implementado de manera que sus costes sociales no
sean altos o, incluso, sean positivos, favorables. Es, pues, preferible ese
derecho genérico, en vez de una enumeración legislativa de supuestos de
admisibilidad de la objeción.
Lo
primero que ahora toca preguntarse es por qué es deseable ese derecho genérico
a la objeción de conciencia. Normalmente aquí habría que dar razones morales alusivas
al valor de la libertad individual y a su preeminencia debida frente a los
designios normativos del grupo. Serán razones que normalmente agradarán a los
liberales políticos. Pero Gabriel Doménech no entra en esas razones morales,
sino que, con su punto de vista de análisis económico, parece que da por
sentado que son más altos los costes socio-económicos de obligar a los
ciudadanos a cumplir normas que moralmente les desagradan mucho, que los costes
de permitirles que objeten al cumplimiento de dichas normas, con algún tipo de
control de esa objeción para que no se desmande y siendo preferible un control
judicial no vinculado a parámetros legislativos de ningún tipo.
Esto
me suscita varias dudas de diferente naturaleza. Por un lado, no veo nada claro
ese resultado de la comparación de costes sociales de la obediencia
coactivamente respaldada y de la admisión de la no obediencia por razones
morales. La hipótesis que al respecto quiere sustentar la enuncia Gabriel
Doménech así: “Podemos convenir en que el
cumplimiento de una obligación por parte de una persona sólo es socialmente
deseable –eficiente– cuando los beneficios que del mismo se derivan para el
conjunto de los individuos que integran la comunidad superan a la suma de sus
costes para todos ellos. Pues bien, es perfectamente posible que ese balance
beneficio-coste resulte positivo respecto de la mayor parte de los obligados,
pero no en relación con unos pocos, como consecuencia de los extraordinarios
costes «psicológicos» –o «éticos» o «morales»– que para estos últimos entraña
hacer lo que se les exige. Cabe afirmar así que hay algunos cumplimientos
eficientes y otros ineficientes. El Derecho, obviamente, debería promover los
primeros y prevenir los segundos”.
Bajo
el prisma del análisis económico del Derecho me parece que los costes que se
manejan y comparan han de ser conmensurables. Es decir, no pueden ser de
naturaleza tan heterogénea como para que no admitan la comparación y, sobre
todo, han de ser todos traducibles o reconducibles a costes económicos para el
conjunto social. Por consiguiente, un coste de otro tipo y estrictamente
personal, como pueda ser un coste meramente psicológico y consistente en
sensaciones como tristeza, remordimiento, angustia, etc. solamente podrá
tomarse en consideración aquí por sus efectos económicos globales. Por ejemplo,
por lo que de riqueza supone para el conjunto social el tratamiento médico o
psicológico de tales angustias o tristezas, en su caso. Si en esto tengo algo
de razón, lo que mi amigo Gabriel Doménech estaría defendiendo no es que haya
que instaurar un derecho genérico a la objeción de conciencia para evitar
sensaciones subjetivas desagradables o dañinas para el obligado a hacer lo que
en conciencia le repugna, sino que el fundamento de tal derecho genérico se
encuentra en que, en ciertos casos, es socialmente disfuncional, por costoso,
obligar a hacer lo legalmente previsto al que por motivos morales no quiere
hacerlo. Y el complemento de su tesis es que son los jueces los que, caso por
caso, tienen que ponderar “los intereses implicados en cada caso”. Pero, me
pregunto qué intereses son esos que tienen que ponderarse y cómo se ponderarán.
Pues, entre otras cosas, si el parámetro dirimente no es moral, sino de
eficiencia económica (como corresponde al enfoque adoptado aquí por Gabriel
Doménech), no se trata de ponderar el interés del objetor contra el interés
colectivo a que la norma se cumpla, sino de algo bien distinto: se trata de
evaluar consecuencias económicas de, por un lado, el incumplimiento de la norma
en el caso particular y en otros similares, y, por otro, las consecuencias
económicas de forzar al cumplimiento, rechazando la pertinencia del ejercicio
del derecho a la objeción. En otras palabras, las razones para aceptar o
rechazar el ejercicio del derecho en cada caso solamente podrán ser razones de
eficiencia económica, si ese es el patrón de análisis que se adopta.
Si
estoy en lo cierto, lo anterior tendría efectos llamativos en el sistema
jurídico y, en especial, en el sistema de derechos. Supongamos que rige una
norma jurídica N, norma general y abstracta, que obliga a todos sus
destinatarios genéricos a una conducta C. E imaginemos que son mil los sujetos
concernidos por esa norma, los que se encuentran en la situación descrita en su
supuesto de hecho y, en consecuencia, llamados por N a hacer C. De esos mil,
hay diez que por idénticos motivos morales serios y sinceros no quieren hacer C
y, por tanto, cumplir N. Si hay en ese sistema jurídico una norma legislada o
su equivalente en forma de pauta jurisprudencial asentada y vinculante (al modo
como vinculan ciertos precedentes jurisprudenciales) a tenor de la que los
jurídicamente obligados a hacer C están exonerados de dicho deber si en ellos
concurren motivos de conciencia incompatibles con C, esas diez personas podrán
igualmente ejercer su derecho de objeción (supuesto que todas rebasen los
controles que pueda haber en cuanto a la modalidad e intensidad de esas razones
de conciencia). En cambio, si no existe esa norma que con carácter general
exonera así de hacer C en tales situaciones y si deben caso a caso los tribunales
ponderar intereses que son intereses económicos globales o, dicho de otro modo,
analizar dirimentemente y en términos de eficiencia económica la opción de
permitir o no permitir la objeción a C, se instaura la desigualdad de trato
entre aquellos diez ciudadanos que por igual desean objetar al mismo deber de
hacer C. Pues ya no será lo decisivo ni el tipo de creencia moral ni la
intensidad de la misma, y tampoco el contenido de la obligación jurídica en
cuestión, sino que en cada caso dependerá el veredicto de si socialmente conviene
o no reconocer a tal o cual sujeto el (ejercicio del) derecho a objetar.
No
es difícil imaginar ejemplos. Comparemos dos sujetos, S1 y S2,
que por igual quieren objetar a N no haciendo C. S1 es un ciudadano
corriente y nada conocido, del que nadie se ocupa. Que S1 objete y
que su objeción sea admitida no tendrá más efecto que ese: S1 no
hizo C. En cambio, S2 es un personaje público cuyo estilo y
comportamiento siguen o imitan miles de conciudadanos. Si S2 objeta,
serán muchísimos los que tampoco querrán cumplir N haciendo C. Así que las
consecuencias para la economía de la objeción de S1 serán nulas o
nimias, mientras que las de la objeción de S2 pueden ser notables,
tanto si la pretensión de objetar de muchos se admite (habrá muchos expedientes
o procesos y serán altos esos costes procesales), como si se valoran
propiamente los costes de los incumplimientos finales de C. Si yo no pago
cierto impuesto porque objeto, y se me admite tal derecho, no será grande el
daño para el erario público. Si el derecho a objetar al mismo impuesto se le
reconoce a un famoso futbolista, a un destacado político o a un reconocido
actor porno, serán muchos más los que se enteren de que esa objeción es posible
y miles y miles los que lo imiten de inmediato alegando razones morales idénticas
a las suyas.
A
lo anterior se puede replicar que eso es precisamente lo que los jueces tienen
que filtrar, la naturaleza y sinceridad de las razones morales que unos u otros
aduzcan para hacer valer su derecho a la objeción, en el entendimiento de que
presupuesto de ese derecho es la concurrencia en el sujeto de una razón moral
válida, congruente y sincera. Pero si eso es lo que los jueces van a controlar,
tenemos tres consecuencias para nuestro debate: a) los jueces ya no estarían
ponderando intereses, sino analizando la concurrencia de presupuestos
normativos, sin nada que ponderar; b) más valdrá que a base de utilizar
criterios muy restrictivos los jueces disuadan de que sean muchos los que
pretendan objetar a cualesquiera normas que los obliguen, pues esa abundancia
de pretensiones disparará los costes y hará que el único criterio
económicamente eficiente sea la negación del derecho mismo a la objeción, de
ese derecho genérico a la objeción. Si cuanto más generoso el reconocimiento más
aumentan los costes globales, y si cuanto más generoso el reconocimiento más
aumentan las pretensiones de reconocimiento, con un criterio de eficiencia
económica la salida está clara: cerrar el grifo de ese derecho.
Cuando
la pauta de análisis de la objeción de conciencia es meramente económica, a
base de cotejar costes y establecer qué es económicamente eficiente para el
conjunto social, sin tomar en cuenta razones morales y de legitimidad política,
la cuestión de transfigura completamente. Porque ya no importa debatir sobre cuándo
un sujeto tiene razones morales que justifican que se le exima del cumplimiento
de una norma que con carácter general obliga y que obliga de manera legítima,
sino que lo que cuenta es ver cuándo un incumplimiento de una norma que con
carácter general obliga es tolerable por razones de eficiencia económica y sea
cual sea la índole de las razones del incumplidor. Y al revés, si las razones
morales tienen que contar más allá de los efectos económicos del
incumplimiento, la pauta de admisibilidad de la norma que permite objetar a tal
o cual obligación o de la admisibilidad de este o aquel concreto ejercicio del
derecho a objetar ya no puede ser meramente económica. Si lo que dirime es ver
si el incumplimiento por un sujeto tiene consecuencias ventajosas para el
sistema económico global, no debe importar cuál es la razón subjetiva de la
desobediencia, dará lo mismo que sea por convicciones morales que por puros intereses
personales egoístas. Pero si no queremos romper el igual estatuto jurídico de
los ciudadanos, las conductas de cada uno deben juzgarse con parámetros normativos
derivados de una norma general mínimamente precisa y el resultado de ese juicio
no puede hacerse depender, caso por caso, de razones de conveniencia colectiva.
En
el texto de Gabriel intuyo un trasfondo liberal (en el mejor sentido del
liberalismo político) con el que ciertamente simpatizo. Frente a leviatanes
afanosos por regular y dirigir, no está de más que pongamos a salvo los
reductos primeros de la libertad y que busquemos maneras de que cada uno pueda
en lo más básico guiar su conducta por los dictados de su conciencia, salvar
algo de autonomía frente a tanta heteronomía. De lo que dudo es de que ese
noble objetivo se pueda alcanzar a base de establecer un derecho genérico a la
objeción de conciencia, y más si el ejercicio de ese derecho se hace depender
de criterios de eficiencia económica manejados caso por caso por jueces que
discrecionalmente ponderan. Porque es la misma eficiencia la que puede
justificar el trato desigual de sujetos moralmente iguales y porque también la
eficiencia económica puede servir para fundar vulneraciones de la libertad. Creo
que, en lo que importa, la libertad se defiende mejor oponiéndose al vicio de
legislar sobre cualquier cosa y sin parar, que sentando derechos genéricos a
objetar en conciencia frente a cualquier norma de tan enloquecida legislación.
En
todo caso, vaya mi reconocimiento al excelente jurista que es Gabriel Doménech
y a lo mucho que de sugerente y retador hay en este texto suyo sobre el que
debatimos.
[1]
Remito a la categoría común de razones morales las que Gabriel Doménech llama “convicciones
religiosas, ideológicas o de conciencia”. Como razones para la acción aptas
para justificar la exención de una obligación jurídica general, parece que sólo
pueden contar como razones en conciencia y propias de lo que habitualmente
llamamos conciencia moral.
[2]
En verdad, bien se puede también plantear la objeción de conciencia de ciertas
personas jurídicas, las que tienen un perfil ideológico definido y
constitutivo, como las llamadas “empresas ideológicas”.
[3]
Bien mirado, todas las sanciones jurídicas, hasta las penales, tienen algo (o
mucho) de compensación por el incumplimiento de un deber jurídico de hacer o de
no hacer. Ciertamente, cuando el Código Penal prevé sanción para el que comete
el ilícito tipificado como homicidio, no está diciendo sino que matar a otro
con dolo o culpa sí es posible y que quien mate de esa manera deberá pagar ese
precio, la pena. La diferencia sería que quien “paga” por matar no ha ejercido
un derecho a matar, mientras que el que pagara sanción por ejercer un derecho
estaría en una situación jurídica bien paradójica, la de ser sancionado por
hacer algo jurídicamente lícito, algo a lo que tiene derecho.
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