(Publicado ayer en El día de León)
Más
de treinta años llevo enseñando en la Universidad, y casi veintidós en León, en
Derecho. Así, a ojo de buen cubero, habrán pasado por mis clases ordinarias
unos cinco mil alumnos. Además, he impartido muy variados cursos en la mayoría
de las universidades españolas y en universidades e instituciones de diez o
doce países más. Cuento todo esto no (solo) para presumir, sino para hacer ver
que experiencia no me falta al afirmar lo que a continuación viene. Déjenme
decirles también que en la Facultad en la que normalmente enseño no funciona
una nota de corte y hay alumnos que entran con un cinco raspado. Seguro que eso
influye bastante.
Miren
qué cosas curiosas están pasando. En cada nuevo curso aparecen dos o tres
estudiantes que podemos considerar mayores, por comparación con los demás, que
andan por los dieciocho años. Esos poquitos estudiantes mayores están entre los
treinta y cinco y los cincuenta y muchos. Pues bien, mientras los jovenzuelos
suspenden a mansalva, menos en las asignaturas en que profesores con escasa
ética profesional y nula vergüenza reparten aprobados generales para trabajar
menos y dárselas de simpáticos, esos alumnos de más edad aprueban siempre. Y no
solo eso, sino que, curso tras curso, dan el mejor rendimiento y sacan las
mejores notas. ¿Por qué será?
Desde
hace un tiempo, en mi primera clase con los estudiantes recién llegados a la
Universidad, me permito darles algunos consejos sobre la carrera. Siempre les cuento
que la superará con éxito hasta el alumno más normalito que dedique al estudio
real (no a estar sentado en las aulas o a dar vueltas por las cafeterías del
campus), en su casa o en una biblioteca, un promedio de cuatro horas diarias,
de lunes a viernes. La reacción siempre es la misma, un murmullo intenso, casi
un abucheo. Les parece una atrocidad, un esfuerzo desmedido y escasamente
justificable, un atentado contra sus más sacrosantos derechos. Mi réplica,
luego, les hace quedarse callados y bajar la mirada: vamos a ver, compañeros,
¿cuántas horas al día trabajan vuestra madre y vuestro padre, sea en la empresa
o institución en que ejerzan el oficio que tengan, sea en las labores caseras?
Con
absoluta rotundidad afirmo que ni el cinco por ciento de estos estudiantes de
hoy aprobarían con el nivel que se nos exigía cuando yo estudié mi carrera,
pero tampoco con el que yo mismo y mis colegas del profesorado pedíamos aquí,
en León, hace veinte años. A quien ponga esto en duda, lo reto a que hagamos
juntos un buen estudio empírico, materiales en mano. Porque lo que es verdad es
verdad, aunque no suene políticamente correcto o no sirva para quedar de guay
entre la progresía pedagógica más pija.
De
todo esto, lo interesante está en los porqués. ¿Qué les ha pasado a estos
jovenzuelos y cuál es la razón de que anden así, hechos polvo? Vaya por delante
que son buena gente, extraordinarias personas, seres nobles y con buen corazón.
¿Entonces? Pues que son flojos. Terriblemente flojos, nada avezados al
esfuerzo, completamente desentrenados a la hora de poner manos a la obra con
alguna tarea que requiera concentración y fuerza de voluntad para vencer
cansancios y tentaciones. Se evaden con suma facilidad y se agotan enseguida,
no soportan la soledad del estudio personal, tienen sus cabezas muy llenas de
trivialidades, empezando por el fútbol y la farándula, y les parece extenuante
cualquier trabajo en el que no los esté ayudando el papá o la mamá, esos padres
que desde primaria hacían los deberes con ellos y se compadecían porque los
maestros obligaban a sus chiquitines a laborar demasiado.
Los
veo y los oigo cada día en los pasillos, hablando de Messi y de Cristiano,
quejándose de la amplitud de temarios breves, lamentando la fiereza de algún
docente que les manda estudiar cincuenta páginas, comentando que sus viejos se
están poniendo pesados con tanto preguntarles cuándo terminarán su carrera. Y
me repito mil veces que algo hemos hecho mal los de mi generación y las
colindantes, que algún gravísimo error nos ha llevado a producir estos seres
indefensos y desorientados a los que tanto amamos. Tal vez los hemos condenado
por haberlos querido en exceso, porque su cansancio nos hería a nosotros y su
fatiga a nosotros nos angustiaba. Antes nos pegaban porque nos querían, o eso
nos contaban; ahora, por quererlos, dejamos que la vida los atropelle y no los
adiestramos para que sean independientes de nosotros y del sofá. Pequeñitos
perpetuos.
No creo que el problema sea el fútbol. Hay crónicas y artículos de opinión deportivos maravillosamente escritos que confirman cómo lo de menos muchas veces es a qué dedique uno su ocio e incluso su negocio (un examen comparativo de la calidad futbolística de Messi o Ronaldo puede exigir un rigor analítico importante y, sin duda, puede resultar mucho más interesante y menos autista que muchas discusiones de la dogmática jurídica y no digamos ya de la teoría jurídica), como el modo en que uno lo hace. Valgan como muestra la versatilidad de John Carlin para escribir una columna sobre el Brexit y, al día siguiente, otra sobre Guardiola y Mouriño y no sé cuál de las dos es más interesante, reflexiva y profunda. Parte del problema es la superficialidad y la banalidad en la que, progresivamente, se ha instalado la gente joven como resultado, sobre todo, del uso de los móviles y las redes sociales. Otra parte, la incapacidad del sistema para filtrar la llegada a la universidad de muchos de ellos. Y quizá algo tenga también que ver en ello lo que se estudia en las clases o en los amenísimos manuales de las divertidísimas asignaturas jurídicas y la sensación de que muchas cosas que los profesores explican sólo les parece interesante a ellos y algunos frikis o pelotas. Pero reconocer esto último puede provocar alguna crisis existencial, quizás reconocer, como la canción de Calamaro o el relato de Toltoi sobre la muerte de Ivan Ilyich, que todo fue un error.
ResponderEliminarExcelente artículo de refexion, y felicidades al administrador de este blog.
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