Esos intelectuales, poetas, pintores, músicos etc
que pontifican sobre intimidades
políticas, sobre la Unión Europea, la OTAN, el Tratado de Libre Comercio o la
compra de deuda pública me recuerdan a estas personas que, de visita en una
feria, se sacan una foto por detrás de un cartón para salir de torero o de
Napoleón.
Estos privilegiados de la fortuna hacen lo más
excelso que cabe en la producción humana porque ¿hay algo más creativo y
satisfactorio que ultimar una novela, pintar un cuadro o componer una sinfonía?
A mí me parece que no, que el cultivo del arte es un valor superior a todo lo
demás porque contiene ingredientes de la realidad y de la irrealidad, de lo
fabuloso, de lo imaginado y de lo soñado. El resultado es belleza, equilibrio,
naturalidad, encanto, gracia y una porción más de elementos positivos que
esponjan nuestros sentidos y nos permiten concluir que merece la pena vivir
para seguir de cerca a estos seres tocados por el dedo generoso de la
providencia. Y es que las creaciones envueltas en la vaga transparencia del
arte, en su atractivo infinito, tienen la facultad de transportarnos sin
necesidad de comprar el billete del AVE ni tomar el coche, de transportarnos, digo,
al punto donde nacen los torrentes de la inteligencia y de la ironía y donde
nos esperan agazapados unos fantasmas simpáticos, juguetones y acogedores, los
fantasmas del alborozo, de las sensaciones plenas, de la ingenuidad.
Si esto es así, y yo así lo creo ¿a qué viene que
nos déis la paliza hablando de asuntos muy enrevesados que no entendéis? ¿a qué
viene que nos contéis vuestras preferencias sobre combinaciones políticas?
Benditos vosotros que podéis vivir sin comprender esos arcanos que se os escapan
porque, si los conociérais, es probable que vuestro estro se apagaría, anegado
en mil prosas opacas, sórdidas y gárrulas, en tablas de números y, lo que es
peor, en un modelo econométrico, pleno de curvas y ayuno de colores. ¡Qué
horror!
Recuerdo a aquel torero que fue invitado a dar una
conferencia en París sobre la tauromaquia. Alguien le preguntó: “pero usted,
maestro, ¿sabe francés?”. No, contestó el diestro, “ni Dios lo quiera” añadió.
Pues eso es lo que os digo: Dios no quiera, en su
infinita bondad, que os veáis obligados a entender de política monetaria o a
interpretar los preceptos del Reglamento de las Cortes para trenzar tal o cual
pacto político. ¿Se os ocurriría pronunciaros sobre el funcionamiento del
aparato digestivo o sobre el tratamiento de esta o aquella dolencia de las
articulaciones?
No estoy diciendo que el artista deba vivir al
margen de los asuntos de su tiempo, lo que sostengo es que, si se pronuncia
sobre ellos porque lo cree su obligación ciudadana o se lo imponen los pliegues
de su conciencia, la obligación de quienes les admiramos es no hacerles ni
puñetero caso.
Mi ruego humilde, artistas, poetas, músicos, es pues
que no permitáis que vuestra visión opulenta de la realidad, vuestra capacidad
para sobrevolar tanta vulgaridad como nos rodea, vuestra hambre de emociones
estéticas, sea interceptada por prejuicios huecos y esquemas tan simples como
enclenques.
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