21 agosto, 2016

Generaciones



                Si comparamos las vidas de los que andamos hoy entre los cuarenta y cinco y los sesenta y tantos años y las de nuestros hijos entre veinte y treinta y pocos, vemos algo así como figuras invertidas, un orden inverso o una paradoja sorprendente e inquietante. Toda la suerte que a nosotros nos acompañó falta a los de ahora; todo el esfuerzo que nosotros hicimos, pues también lo hubo, es agotamiento de esta juventud; cuantas ilusiones tuvimos, y hasta cumplimos, es desilusión juvenil en estos tiempos.
                Me crie en un pueblo pequeño y no sé de nadie de allí que no estuviera trabajando al cumplir los veinticinco años. En realidad, en aquella tierra no conocí a ninguno que no trabajara desde crío. Yo mismo me recuerdo, desde bien pequeño, aplicado a las faenas del campo que estaban al alcance de mis pocos años. Mis veranos adolescentes los pasaba recogiendo el heno y ayudando a cosechar alubias, patatas, maíz… Y pastoreando las vacas, días enteros por los prados, sin más compañía que las vacas y mi perro. En las vacaciones escolares me tenía que levantar a las seis o las siete de la mañana, día tras día. Todavía no había oído hablar de que existía algo llamado ocio. Mis padres no gastaban de eso.
                Después de la universidad, no hubo ningún compañero que no encontrara trabajo enseguida. Durante la carrera estudiábamos mucho, mucho. Lo primero que hice en cuanto tuve algo de dinerillo fue irme por el mundo a aprender idiomas. Luego logré una beca para ampliar estudios en Alemania. Me acuerdo de que, a la vuelta, daba los últimos toques a mi tesis doctoral con mi hijo David en brazos. Me acostaba tarde porque leía mucho, soñaba con los enigmas de mis investigaciones, madrugaba y no me cansaba. Mis compañeros eran del mismo estilo.
                Un propósito nos era común a todos, queríamos ser rápidamente dueños de nuestras vidas, independientes, libres, autónomos. A los treinta todos lo habían conseguido, unos quemándose las cejas para hacerse jueces o notarios, otros laborando de sol a sol en la industria o la labranza. Ahora, empezamos a avistar la jubilación en lontananza y sabemos que las pensiones serán escasas, si es que algo queda y no se completó la ruina en pocos años.
                Nuestros hijos fueron llegando cuando ya habíamos conquistado un buen nivel y mientras rebosábamos optimismo. Desde que nacieron, no les faltó de nada. Si nosotros nos montamos en avión por primera vez a los treinta, nuestra prole ya veraneaba en playas lejanas antes de dejar los pañales. Si para nosotros la alternativa al estudio era la fábrica o el andamio, ellos siempre han podido elegir entre el trabajo y la holganza, entre el esfuerzo y el relax. Disfrutaron bien pronto lo que nosotros todavía ni soñábamos de bien adultos. Y, ahora, ya crecidos ellos, se les va cerrando el futuro. Muchos vivirán a nuestra costa mientras a nosotros nos alcance. Luego, quién sabe. Entre nosotros los habrá que hasta el último aliento se esfuercen para que sus niños, ya cuarentones, no tengan que esmerarse nada. Los más capaces emigrarán, los más laboriosos se harán camareros y trabajarán en los veranos de Mallorca. Muchos se irán haciendo viejos en las casas nuestras que heredaron y porfiarán por los quinientos euros de una pensión no contributiva, si es que existen todavía.
                Un par de días a la semana salgo a trotar un rato por el monte cercano a la urbanización en la que vivo. Me cruzo con unos cuantos vecinos de mi generación o de las cercanas. No me topo con jóvenes, salvo alguno que pasea tranquilo con su perro. Caigo en la cuenta de que hace siglos que no veo a un chaval sudar. En mi vecindario juegan a veces partidillos de fútbol y yo los observo. Nunca sudan, jamás oí que alguno se haya lesionado, su estilo es pausado, descansado, amable. Los mayores comentamos cada poco que las perspectivas son oscuras y que se avecinan tiempos aun más grises. Ellos sonríen y se van un rato a reposar en el sofá o cazan unos pokemones con su móvil de última generación.
                En algo hemos metido la pata sus mayores. Algo están haciendo muy mal los de ahora. Nosotros arrancamos en la escasez y acabamos en la comodidad o en cierta holgura, aunque cabe temer que no sea brillante nuestro tiempo de pensionistas, si a él llegamos. Los hijos nuestros disfrutan una juventud dorada, placentera. Pero empiezan a intuir lo que duelen las privaciones. Quién sabe qué les esperará cuando se hagan viejos. Razones para el optimismo apenas quedan.

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