En
muchísimas cosas vamos percibiendo, generación tras generación, cómo avanza el
mundo, cómo progresamos y cómo se nos vuelve la vida más fácil. Pero en alguna
que otra retrocedemos. De estas últimas, me llama mucho la atención el que hoy
en día le vendan a uno cualquier cosa a medio hacer y tenga que acabarla uno
mismo. Compra usted un armario que no tenga un precio disparatado, y con su
mejor sonrisa el vendedor le comunica que supone que será usted mismo el que lo
monte, son cien piezas de nada y viene con una llave allen. Si osa usted
preguntar si no lo dejan listo quienes se lo llevan a casa, le van a lanzar una
mirada de hondo desprecio, por torpón, por incapaz, y le aclararán que sí, pero
que son cincuenta euros más por esa labor que le acaban de decir que es muy
sencilla con la llavecita de marras. Y, ya puestos, aprovechan para contarle
que si consigue usted un remolque, un camión o vehículo de buen tonelaje, le
descuentan diez euros por el transporte.
Y
así todo. Hace poco caí medio de casualidad en unos almacenes de bricolaje y,
contra lo que es mi costumbre, pues me tengo por persona más dada a los goces
intelectuales que a los alardes manuales, me puse a echar un vistazo. Mal
hecho, porque enseguida descubrí un arcón a precio tentador y que me pareció
útil para mi trastero. Lo compré, aunque ya sabía que era de armar en casa.
Pensé que serían cuatro laterales, una base, una tapa y seguro que unas
bisagras bien simples. Craso error. Una tarde puse manos a la obra y al
desembalar el engendro descubrí que había sido diseñado por algún sádico de
esos que se especializan en dar placer doloroso a los manitas más apasionados.
Un rompecabezas, trozos de todos los calibres, muelles, engranajes, una galería
de artefactos de tortura. ¿Y las instrucciones? Como siempre, no son en verdad
instrucciones, sino jeroglíficos mal impresos, y, de propina, la letra requiere
que las gafas tengan una graduación generosa. Eso sí, en un folio grande
aparecen esas someras indicaciones en veinte idiomas y en braille. Como era de
esperar, desistí, intenté recolocar tantos trozos en su caja y siguen varios, a
día de hoy, durmiendo fuera de ella, en el sótano.
Y
para qué hablar de cuando compramos aparatos de alta tecnología. Ingenieros
todos por la gracia de Dios, el que no sepa con gran soltura insertar memorias,
disponer aplicaciones, sintonizar canales, revivir baterías o piratear de todo
es tratado con desdén por amigos, compañeros y cuñados, víctima de rechifla general.
A este paso, no andará lejano en día en que vaya uno a comprar un coche y, por
el precio habitual, le entreguen las piezas en un tráiler y con las
instrucciones en japonés; o le den un cerdo vivo al que quiera mercar un jamón
por Navidad, junto con un cuchillo y la dirección de una ONG por si sobran unas
costillas. Pronto habrá restaurantes en que tendremos que cocinar antes de
comer.
No
seré yo quien añore los viejos tiempos, pero creo que, en esto, tenía más
sentido lo de antes. Un ciudadano iba, se compraba un artilugio, pagaba y se lo
dejaban en casa listo para usar. No solo había ahí más señorío, sino que hasta
se favorecía la creación de puestos de trabajo. Ahora no, ahora piensan muchos
que se es de más nivel si se lo hace uno todo y gasta la vida entre
destornilladores, alicates y tuercas. Incluso hay ya quien no bebe cerveza si
no la fabrica él mismo o no quiere más pan que el amasado en persona. Déjenme
que comparta una sospecha: todo empezó cuando los varones consentimos que, por
ahorrar telas o costuras las empresas, empezaran a vendernos camisas sin
bolsillo y calzoncillos sin bragueta. Fue el comienzo de una cuesta abajo que
no sé dónde va a acabar, posiblemente con un modelo de pareja en el que se
alabará al que se fabrique su propia compañía con algún novedoso material, bien
similar, al tacto, a la piel humana y resistente a los lavados.
Pero
si nos dejamos de lamentos y abandonamos la nostalgia, quizá podamos sacar algo
útil de la situación. Pues, al fin y al cabo, si no necesitamos ya apenas ni a
montadores ni a electricistas, a carpinteros o fontaneros, ¿por qué han de
hacernos falta estos politicastros que, para colmo, ni siquiera dominan su
oficio y se dan un pote propio del que sí tiene una alta utilidad? Hágaselo
usted mismo y deje de votar y de pagar tan caro lo que tal vez no le hace
falta. O que nos los vendan despiezados y vamos pensando si montamos alguno
para Halloween.
Detecto cierta contradicción en el texto al comparar el "do it yourself" con los calzoncillos sin bragueta. Al contrario: los segundos dificultan en cierta medida lo primero.
ResponderEliminarUn abrazo