Solemos
ser muy considerados y comprensivos con ciertos defectos ajenos o con
comportamientos de los demás que nos desagradan. Sí, comentamos entre nosotros
que Fulano no obra como debiera o que Mengano se ha vuelto muy desagradable,
pero enseguida nos ponemos a buscar alguna explicación a modo de excusa o
atenuante. Sobre aquel amigo de años que ha empezado a hacernos perrerías a
mansalva declaramos que seguramente estará deprimido y por eso ha perdido el
Norte; de ese compañero de trabajo que nos pone zancadillas con saña decimos
que tal vez está tenso porque su pareja lo ha abandonado o porque sus hijos han
dejado la carrera. Del estudiante que no da ni golpe presumimos que será porque
no logró entrar en Medicina y no le gusta la carrera que estudia. Y así
siempre. Maneras de negar la cruda realidad. Nos cuesta demasiado asimilar que
los defectos de muchos son nada más que eso, defectos, que la mala uva con que
se conducen responde a que son unos bichos, sin reservas ni atenuantes, que si
hay alguien que gruñe como un cerdo, se ensucia como un cerdo, come como un
cerdo y actúa todo el rato como un cerdo, seguramente es un cerdo y no un gato
disfrazado o un leopardo sumido en pasajera crisis existencial. No deberíamos
olvidar, por ejemplo, que un cochino envuelto en una pancarta sigue siendo un
cochino, aunque ahora vaya disfrazado de manifestante. Las ideologías no curan
las taras personales ni disculpan los defectos ni convierten en amables
conciudadanos a los psicópatas.
Una
de las lacras más comunes en esta época es la vagancia. Estamos rodeados de
zánganos y perezosos que se comportan como se comportan por esa sencilla razón,
porque aplican por principio el mínimo esfuerzo y no quieren dar palo al agua,
pues todo les parece agotador. Pero suelen fingir que obran por convicciones o
que tienen un móvil respetable. Ese compañero que enlaza bajas falsas y que alega
que es su manera de plantar cara a los abusos del jefe o a la inhumanidad de la
empresa no es un luchador laboral, es un caradura a secas. Esa señora o ese
señor que han convertido su casa en una pocilga se inventarán que se resisten a
la esclavitud doméstica que padecieron sus abuelas, pero no cuela, simplemente
les pesa una barbaridad el culo y por eso ni barren ni recogen los cacharros
sucios ni colocan un solo objeto dentro de su armario. Las creencias son asunto
demasiado serio y vivir según creencias también supone esfuerzo. Por eso los
vagos no se mueven por convicciones, sino que solo dejan de moverse para no cansarse.
Cuando
estamos en un restaurante y padecemos a un niño que, ante la mirada indiferente
de sus padres, con sus carreras o gritos por el comedor amarga a los comensales,
imaginamos que tales progenitores cultivan una idea muy liberal de la educación
infantil o quizá han leído un puñado de libros sobre lo inadecuado de la
represión de los pequeños. No es verdad. Esos padres no educan porque educar es
una labor cansada, una misión que exige esmero y perseverancia. Tolerar es
mucho más descansado, con los niños y en general. Vemos a alguien que comete un
abuso contra otro y nos planteamos si intervenir o no para auxiliar al débil.
La pereza y la pura comodidad nos incitan a no meternos, pero en lugar de
confesarnos luego que somos debiluchos y acomodaticios, cantamos una loa a la
tolerancia y al vive y deja vivir. Mentira. En tales casos, la única tolerancia
auténtica es la que nos aplicamos a nosotros mismos para camuflar nuestra
impotencia y nuestra flojera.
Todos
los que tenemos o hemos criado niños sabemos bien cuánto cuesta encauzarlos,
enseñarles unas cuantas reglas básicas del convivir, inclinarlos a que sean respetuosos,
inculcarles poco a poco el valor del trabajo y adiestrarlos para que sepan
luchar por su propio futuro. Para el perezoso consumado todo eso acarrea un
sacrificio insoportable. Es mucho más fácil dejar a los enanos campar a sus
anchas y fingir que nos afiliamos a la educación no represiva. Mentira. Solo
hay que fijarse en otros detalle de la vida de esos mismos padres, en cómo cumplen
en su trabajo, en cuáles son sus hábitos en general y en si su casa se parece
más a un hogar o a un corral, en si alguna vez llevan sus ropas planchadas o
hacen como que esas arrugas añejas son uniforme de progre. Veremos que casi
siempre encaja todo y que la pereza es ley de vida de esos que no se molestan ni
en educar a sus hijos. Solo se aman a sí mismos.
Hace falta, en la región de Madrid, sangre del tipo B-. Por favor, donen en los próximos días. Un abrazo, profesor.
ResponderEliminarDonen sangre.
David.