(Fragmento de publicación en prensa)
(...)
X. La teoría de la ponderación, tal
como se expresa en autores como Alexy y tantos otros, está indisolublemente
unida a la concepción del derecho que niega la separación entre derecho y moral,
porque entiende que la naturaleza esencial o última del derecho es moral, que
el razonamiento jurídico es un caso especial del razonamiento práctico general
y que siempre pueden y deben las razones para la decisión resultantes de la
norma jurídico-positiva cotejarse o ponderase con las razones morales en
general. Caiga quien caiga. Unas veces servirá ese expediente para ampliar
algún derecho del ciudadano o para exonerarlo de alguna obligación frente al
Estado, pero en otras oportunidades el resultado podrá ser el inverso, el de
que al ciudadano se le inaplique alguna garantía legal o constitucionalmente
establecida o el de que al ciudadano se le imponga, frente al Estado, alguna
obligación no jurídico-positivamente sentada. Un día, del ponderar con razones
morales saldrá que bien está que yo no pague el impuesto al que legalmente se
me obligaba, ya que en mi caso es una injusticia ese pago y así resulta al
pesar mi obligación tributaria contra mi derecho a educar a mis hijos o a darles
la mejor atención sanitaria; pero otro día me encontraré con que la suma de los
pesos del principio de solidaridad, del principio de Estado social y del
principio de justa distribución de la riqueza vence al principio de legalidad
en materia impositiva y resulta que debo yo tributar en mayor medida de la que
la ley me reclama o por conceptos que la ley no me reclama. Ejemplos de este
estilo hay ya a cientos en la actual jurisprudencia de los países y tribunales
más dados a la ponderación y el ordeño de principios en detrimento de eso que
se dice fría legalidad o estéril formalismo.
XI. En la teoría jurídica y
constitucional actualmente dominante, el principialismo y la ponderación van de
la mano con la insistencia en que son las propias constituciones las que
imponen esa deriva del razonamiento jurídico como razonamiento moral. Ya no es
que haya fuertes razones morales para justificar los contenidos de las normas
constitucionales. Eso es difícilmente discutible, igual que difícil será poner
en duda que hay fuertes razones morales detrás o por debajo de las normas del
Código Civil o del Código Penal. Esas razones morales de fondo, que siempre en
mayor o menor medida están presentes debido a que las normas jurídicas ni caen
del cielo ni las hace un legislador sin convicciones morales o ajeno a las de
su medio, han sido normalmente vistas como base importante para la atribución
de sentido a los enunciados jurídicos y como guía relevante para su
interpretación, en primer lugar como interpretación teleológica.
No es eso.
Lo que sostiene el actual constitucionalismo antipositivista, a menudo denominado neoconstitucionalismo, son tres
cosas. Una, que, en su esencia o núcleo sustantivo, la Constitución es un orden
objetivo de valores[1] o un
catálogo de objetivos morales, de modo que hasta las reglas constitucionales
más elementales o precisas (pensemos en la norma constitucional que fija la
mayoría de edad o la capitalidad del Estado) han de verse como enteramente
subordinadas a y condicionadas por esos objetivos morales supremos, y hasta
derrotables por ellos.
La segunda,
que ese catálogo de supremos objetivos morales en que la Constitución en su
esencia consiste proviene o es reflejo de la moral objetivamente verdadera, no
de la histórica o coyuntural moral de esa sociedad o del poder constituyente o
de la clase económica o políticamente dominante, etc. Es más, este nuevo
constitucionalismo ha conseguido liberar a los sistemas jurídicos de toda
sospecha de clasismo o de ser herramientas de las clases dominantes para
asegurar su poder económico y político. Al contrario, si las constituciones son
esencialmente morales y expresión de la moral objetivamente correcta, el
derecho consuma el viejo sueño racionalista y se libra de las garras de Marx y
los suyos. Los anhelos que el movimiento codificador puso en los códigos
civiles, que se querían suma expresión de la razón jurídica y que fueron
ridiculizados y desenmascarados por Marx, entre otros, son las ensoñaciones del
constitucionalismo actual, que ve en las constituciones de hoy la expresión de
una razón indeleble, pero que ya no se quiere mera razón jurídica, sino sublime
razón moral. A quién se le va a ocurrir hacer la revolución contra unos
sistemas jurídico-políticos y económicos que tienen en su cúspide nada menos
que la moral objetivamente verdadera y que, como guardianes de esas esencias
moral-constitucionales, disfrutan de unos tribunales que manejan el certero
instrumento de la ponderación, sin el riesgo ínsito en la malhadada y
felizmente superada discrecionalidad a la que los positivistas del siglo XX,
tan descreídos, se resignaban.
La tercera
tesis o asunción del nuevo constitucionalismo es la de la armonía. Esos valores
constitucionales, que son valores morales y que por igual inspiran los
principios y las reglas presentes en la Constitución, están en el fondo en
armonía, no en dialéctica tensión o en una contradicción que nos aboque a la
decisión política por obra de las mayorías democráticas. Toda antítesis entre
tan variopintos valores y principios constitucionales es solamente superficial,
pues, en su fondo, el sistema se articula con plena coherencia y del cimiento
moral congruente nace para cada caso y cada conflicto de derechos, obligaciones
o principios una decisión correcta que es decisión correcta única y que nos
libra de la dichosa discrecionalidad de los jueces. Esa decisión correcta
única, de raigambre moral, a simple vista no se capta y el legislador suele
desconocerla, pero ni se le escaparía el dworkiniano juez Hércules ni deja de
aparecérsele al alexyano tribunal que pondera como Dios manda. La decisión
correcta, porque la suponemos, la hay; porque la hay, la hallaría siempre un
juez plenamente sabio; y porque los jueces de carne y hueso tan perfectamente
sabios no son, tienen que ayudarse de un buen método que haga su decisión tan
objetiva como una medición o un pesaje: la ponderación. Mano de santo.
(…)
XII. Para los principialistas al estilo
de Alexy, un sistema jurídico se compone de reglas, que son mandatos taxativos
que o se cumplen o no se cumplen, y principios, que son mandatos de
optimización que ordenan que algo se haga (o no se haga) en la mayor medida
posible, teniendo en cuenta que la medida de lo posible viene marcada en cada
tiempo y ocasión por las posibilidades fácticas y por la colisión con otras
normas del sistema. Las colisiones con principios se resuelven ponderando a la
luz tanto del peso abstracto de las normas, como de su peso en razón de las
circunstancias peculiares de cada caso. Importa mucho también destacar que lo
mismo se pondera principios contra principios que principios contra reglas. Lo
que quiere decir que cualquier principio o cualquier regla puede en algún caso
perder en la ponderación ante un principio opuesto, que en esa oportunidad haya
tenido más peso. No hay, pues, norma que no pueda ser derrotada por otra norma
alguna vez. Si a esto añadimos que los principios constitucionales tanto pueden
ser expresos como implícitos y que la cualidad última de los principios es
moral, la conclusión es aplastante: siempre habrá una norma moral que,
traducida a principio constitucional a efectos de que sea con todas las de la
ley derecho, puede derrotar a cualquier otra norma, constitucional o infraconstitucional,
en algún caso.
¿Ciertamente
el derecho funciona así? Funciona así si se quiere que así funcione. Cuando así
se plantea, el razonamiento jurídico pierde casi toda su especificidad y tiene
la estructura y caracteres del razonamiento moral ordinario. Si acaso, queda
solamente el detalle diferenciador de que las normas legisladas, que
generalmente van a ser vistas como reglas y no como principios, tienen una
preferencia prima facie frente a los
puros principios, sean expresos o implícitos. Esa preferencia prima facie significa que se les supone
inicialmente más peso, y así se explica que las más de las veces deban ser
aplicadas y no derrotadas en el caso; pero eso no impide que en ciertas
ocasiones pueda asignarse mayor peso al principio en su contra concurrente y,
de esa manera, la decisión contra legem
es presentada como decisión perfectamente acorde con el ius y con la Constitución misma.
Así vista
con su esencia moral, la norma suprema de la Constitución vendría a prescribir
que no haya decisiones de casos que sean injustas, o marcadamente injustas. Lo
que, a su vez, es tanto como mantener que las decisiones jurídicas y
constitucionales de casos serían las mismas aunque la Constitución no tuviera
más que una sola norma que dijera “Ninguna decisión judicial de un caso debe
ser inmoral, injusta”. Pues si lo que caracteriza a las normas constitucionales
es el ser transcripción de los preceptos de la moral objetivamente correcta, va
de suyo que ni siquiera hace falta el articulado de la constitución para que
podamos suponer existentes las normas fundamentales que deben regir la solución
de los casos. Serian sencillamente las normas de la moral objetivamente
correcta. La constitución no lo es por ser decisión del poder constituyente,
sino por ser decisión del poder constituyente que recoge los mandamientos de la
moral objetivamente verdadera. Pero, ya que se niega la separación conceptual
entre derecho y moral y puesto que, en consecuencia, la moral verdadera es
parte constitutiva de cualquier autentico derecho, las supremas normas del
sistema jurídico son tales por ser supremas normas morales, no por ser normas
de la constitución; y la constitución merece su respeto no por razones de
jerarquía formal ni de legitimidad de la decisión constituyente, sino porque su
contenido es el que debe ser para que la constitución sea jurídica. En otras
palabras, un sistema jurídico que formal o positivamente no tuviera
constitución tendría materialmente la misma constitución, compuesta por las
supremas normas morales objetivas y verdaderas. Lo mismo que el iusnaturalismo
de toda la vida pretendía, con la única diferencia importante de que lo que el
iusnaturalismo llamaba derecho natural ahora se llama constitución, y que las
que eran denominadas normas de derecho natural ahora se denominan principios
constitucionales. Habrán cambiado más de cuatro contenidos y se ha modificado
la terminología, pero estructuralmente hay identidad entre aquel iusnaturalismo
de antes y este constitucionalismo antipositivista de ahora.
(…)
XV. No hay caso judicial que no pueda
recomponerse como de conflicto entre principios o, las más de las veces, como
de conflicto entre derechos. Si eso es así, y lo es, resultará que las normas
que son principios y las que, como normas de principio protegen derechos, más
que para resolver conflictos sirven para provocarlos a un nuevo nivel o en una
nueva escala. La norma penal que castiga el homicidio sienta que el que mate
debe ser penado, si no concurre una de las excepciones tasadas, una eximente.
Pero resulta que quien mato realizó su libertad al matar y, sobre todo, la pena
con que se le amenaza limita un bien tan básico y un derecho tan
fundamentalísimo como la libertad misma. Hay por ahí unas buenas razones para
no castigarlo, contra lo que la norma estipula. Pero por el otro lado están el
derecho a la vida que a la víctima se le vulneró, más los derechos a la vida y
a la seguridad de los ciudadanos en general, víctimas potenciales del mismo
homicida que ya mató una vez. Se nos insiste desde la teoría jurídica
principialista en que debemos huir de los fríos formalismos y las ciegas
subsunciones. Entonces, ¿ponderamos en cada caso de homicidio para ver si, en
razón de las circunstancias y de su calificación moral y por encima de lo que
diga la ley, debemos condenar al homicida o no debemos condenar al homicida, según
que en el caso pesen más sus derechos o los principios que respaldan a la
víctima, al ciudadano en general o al Estado[2]?
No
se me ocurre cómo puede el principialista sugerir que ahí no ponderemos, sin
contradecir sus tesis más básicas. Pero si a ponderar nos disponemos, el
Derecho penal se nos disuelve como vía para solucionar conflictos y fijar con
carácter general consecuencias jurídicas, penas, para ciertas (clases de)
acciones. No, cada homicidio ya no sería un caso típico al que hay que dar la
solución típica legalmente tasada, sino un conflicto moral en el que a cada
homicida se le debe brindar el trato que moralmente merezca, siendo el juez el
que averigua cuál es ese trato merecido, con ayuda de la ponderación.
Pero
las cosas ni deben funcionar así, ni funcionan así de hecho, ni quiere hasta el
mismísimo principialista que así funcionen. Y recuérdese que no vale decir que
la clave está en que la norma que castiga el homicidio o cualquier otro delito
es una regla y no un principio, ya que insisten Alexy y sus compañeros de
doctrina en que también contra las reglas es posible ponderar principios y que
los principios pueden derrotar a cualquier regla. Así que la regla que tipifica
cualquier delito y su pena puede alguna vez ser derrotada por algún principio.
Igual que, según esa misma teoría, por algún principio opuesto puede en alguna
ocasión ser derrotada la norma que estipula el principio de legalidad penal y
prohíbe castigar como delito lo que no esté tipificado en ley anterior. Sea ese
que llamamos “principio” de legalidad una regla o sea un principio genuino, es
por definición derrotable por principios que con intención opuesta puedan venir
al caso.
Las
cosas no suceden así, por suerte. El juez no está autorizado por el sistema
jurídico a absolver, sin concurrencia de eximente, al delincuente que se ha
probado tal, por mucho que condenarlo parezca inmoral o pueda presentarse como
fuertemente afrentoso para un principio constitucional expreso o tácito. Y el
juez no está autorizado a condenar al que no haya cometido delito típico y establecido
en norma anterior a la acción reprochable, por mucho que mil y un principios se
confabulen a favor de esa condena y pesen más que el de legalidad penal. El
juez que haga lo uno o lo otro prevarica. Y esto que raramente se discutirá
cuando de Derecho penal hablamos, es así para cualquier otro ámbito jurídico.
La diferencia es que en el Derecho penal se ve más claro el juego del sistema
jurídico de un Estado de Derecho que en verdad lo sea, y que respecto del
Derecho penal se captan mejor los riesgos generales del principialismo y la
ponderación, tanto como riesgos para la función misma que justifica el Derecho
como para las garantías y los más básicos derechos de los ciudadanos.
XVI. Tomemos una vez más uno de esos
ejemplos trillados, un caso en que supuestamente compiten la libertad de
expresión y el derecho al honor. Alguien ha dicho públicamente que yo soy un X,
siendo ese un calificativo fuertemente peyorativo. Ante mi demanda de
compensación porque se ha dañado mi derecho al honor, la otra parte alegará su
derecho a la libertad de expresión. Pero ese no es propiamente un conflicto
entre derecho al honor y libertad de expresión, salvo en el sentido de que cada
una de las partes invoca a su favor uno de esos derechos. Es un conflicto entre
partes que invocan derechos distintos, no es estructuralmente y según el diseño
del sistema jurídico, un conflicto entre esos dos derechos. Explicaré a
continuación por qué.
La
Constitución dice que todos tenemos derecho al honor, no que todos tenemos
derecho a la mayor protección posible de nuestro honor. Es un precepto normal y
corriente, con la peculiaridad de que su consecuencia jurídica tendrá que ser
concretada o bien en otra norma, o bien jurisprudencialmente. Por ejemplo, en
España la LO 1/1982 concreta la consecuencia jurídica de la vulneración del
derecho al honor al decir que toda intromisión ilegítima en el mismo da lugar a
indemnización. Y en la vía penal otro tanto hacen aquellas normas que tipifican
los delitos contra el honor y sus penas, como sucede con los delitos de
calumnia e injuria. De que una norma que establece la licitud o ilicitud de una
conducta no fije una consecuencia jurídica precisa para su vulneración para
nada se sigue que dicha norma haya de aplicarse ponderando y no subsumiendo,
generalmente previa interpretación. Si está prohibido dañarme el honor a mí, la
norma que tal prohíbe se viola cuando a mí se me daña el honor. Cuestión
diferente, que en alguna otra parte o de alguna otra manera habrá que
solucionar, es la de qué consecuencia jurídica se impone al vulnerador una vez
que se ha probado y establecido que existió esa conducta suya ilícita.
Cuando un
ciudadano ha dicho públicamente que yo soy un X y yo demando a ese ciudadano
porque me ha dañado el honor, o me querello porque me ha injuriado o
calumniado, lo único que corresponde es ver si en la acción que se juzga se dan
los elementos de la calumnia o la injuria o si se da la intromisión ilegítima
en mi honor que fundamenta la indemnización civil por daño. Ni más ni menos.
Por supuesto
que el otro se ha expresado al decir que soy un X y que al expresarse
libremente ejerció su libertad de expresión. Eso es poco menos que una trivialidad.
Si no hubiera actuado libremente al expresarse, no habría caso contra él, ni
penal ni, tal vez, civil. Pero que él haya ejercido su libertad de expresión ni
cuenta ni se pondera ni nada de nada. Es obvio que solo expresándose de alguna
forma (oralmente, por escrito, mediante dibujos o algún tipo de imágenes…) se
puede dañar mi honor. Si resulta absuelto del delito no es porque, concurriendo
los elementos de la calumnia o la injuria, su libertad de expresión haya pesado
más a la luz de las circunstancias del caso. En modo alguno es así. Si se le
absuelve será porque estima el juez que no concurren los elementos del delito,
que falta la acción típica, que falta el dolo o animus requerido, que concurre una causa de justificación, etc.
Nunca he visto (y espero que no veamos) una sentencia en la que el juez diga
que habiendo sido dañado el honor de la víctima del modo que corresponde al
delito de injuria o calumnia y dándose todos los requisitos para la condena, se
absuelve al acusado porque en sus circunstancias pesa más un principio
contrario a la condena.
Y otro tanto
en el plano del juicio no penal. Si el juez condena a indemnizar es porque considera
acreditado que ha habido atentado contra el derecho al honor, daño al honor,
una vez definido e interpretado lo que por honor se pueda o se deba entender,
etc., no porque le parezca que el honor pesó ahí más que la libertad de
expresión. Y si el juez absuelve no es porque estime que la libertad de
expresión fue el derecho que venció en la contienda de los pesajes, sino porque
no hubo daño al honor. Siempre que el juez siente que hubo daño al honor (y no
concurriendo una causa tasada de justificación o de exoneración de la
responsabilidad) va a condenar, trátese de un juicio penal o de responsabilidad
civil por daño. Y siempre que no condena (y si no se trata de que concurra una
causa de justificación o de exoneración de responsabilidad) va a ser porque no
hubo daño al honor, no porque sea mayor en esa oportunidad el peso de la
libertad de expresión. La libertad de expresión, que es un derecho de esos que
podríamos llamar por defecto[3],
justifica y hace jurídicamente permisible toda expresión que no dañe ciertos
derechos, como el derecho al honor en primer lugar. Cuando los daña, cede.
Cuando no los daña, no tiene por qué ceder. Y si se trata de lo uno o de lo
otro no se decide ponderando cuál derecho (o su principio) pesa más en el caso,
sino qué significa honor y si bajo la norma que lo ampara y veda su merma se
subsume o no la expresión que se enjuicia.
Pues bien,
igual que este caso, todos. A no ser que queramos que ningún derecho tengamos
firmemente protegido, ninguno de esos que operan como garantías del ciudadano
(por ejemplo, que no se dañe su honor, su intimidad, su derecho a la propia
imagen…) o como expectativas del ciudadano jurídicamente respaldadas, como la
de que el Estado le deba hacer o no hacer algo. Pues, por seguir con el ejemplo
del honor, si el que lo tengamos protegido no depende de que se sobrepase o no
cierto límite, sino de que pese más o pese menos el principio que justifica que
ese límite se traspase, aviados estamos y nuestros derechos quedan a merced de
la báscula y de la pericia y sana intención del que la maneje. Ya no se trata
sin más de que se haga dúctil el derecho o que se licue un poquito; es que se
vuelve gaseoso, se nos evapora.
[1]
La caracterización de la Constitución como “orden objetivo de valores” apareció
en 1958 en el comentario de Günter Dürig al parágrafo 1 de la Ley Fundamental
de Bonn y fue inmediatamente reproducida por el Tribunal Constitucional Alemán
en la sentencia del caso Lüth. Véase la “Sonderdruck” que la editorial Beck ha
realizado del comentario de Dürig a los artículos 1 y 2 de la Ley Fundamental
de Bonn en el tratado Maunz-Dürig (Günter Dürig, Kommentierung der Artikel 1 und 2 Grundgesetz, München, Beck, s.a.
-2003-. Dice Uwe Wesel que Dürig es el “inventor del <> (Wertsystem) de los derechos fundamentales, noción de la que en
adelante se sirvió el Tribunal Constitucional, a partir del caso Lüth (Cfr. U.
Wesel, Der Gang nach Karlsruhe. Das Bundesverfassungsgericht in der Geschichte der Bundesrepublik, München, Karl Blessing, 2004, p.
131). En la doctrina en castellano se encuentra una excelente exposición
a este respecto en el libro de Luis M. Cruz de Landázuri, La Constitución como orden de valores, Granada, Comares, 2005.
Véase también mi artículo “Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores”,
en Juan A. García Amado, El Derecho y sus
circunstancias. Nuevos ensayos de filosofía jurídica, Bogotá, Universidad
Externado de Colombia, 2010, especialmente pp. 144ss.
[2]
No anda muy alejada de ahí la propuesta de Heiner Chrstian Schmidt, que plantea
que en todo juicio penal se aplique la ponderación que atienda al principio de
proporcionalidad y que se constituya así una causa autónoma de exclusión de la
antijuridicidad cuando un derecho del acusado pese más que el interés o bien
con la pena defendido. Véase Heiner
Christian Schmidt, Grundrechte als
verfassungsunmittelbare Strafbefreiungsgründe, Baden-Baden: Nomos, 2008.
[3]
Para la clasificación de los derechos y la tipología de sus relaciones véase mi
estudio “Sobre los derechos fundamentales y sus conflictos y sobre
ponderaciones en la resolución de sus casos”, en C. Hermida, J.A. Santos
(coords.), Una filosofía del derecho en
acción. Homenaje al profesor Andrés Ollero, Madrid, Congreso de los
Diputados, 2015, pp. 1355-1378.
Muy interesante su texto, una vez más demuestra que la ponderación es una instrumento de interpretación que conduce ´necesariamente a la inseguridad jurídica y la arbitrariedad judicial.
ResponderEliminarA raíz de la lectura de este texto me surgió la siguiente reflexión, si en una futura reforma del CP el artículo 20 fuese derogado, es decir, si desaparecieran de nuestras normas escritas las eximentes, o si están no hubiesen sido nunca recopiladas en normas escritas, ¿se podría justificar una conducta típica?,¿ se podría exculpar a un sujeto que ha cometido una conducta típica y antijurídica?.
Espero su respuesta.