07 diciembre, 2016

La rebelión de los ecos. Por Francisco Sosa Wagner



Ortega podría hacer hoy una edición renovada de su rebelión de las masas si contemplara el guirigay de las redes sociales diciendo banalidades preñadas de acometidas a la ortografía y de exabruptos aplebeyados propios de alcornoques. Y sufriría una lipotimia si tuviera acceso a tanto blog donde un prójimo nos cuenta que se ha levantado, ha desayunado, ha evacuado con soltura y ha llamado por teléfono a una prima que está viviendo la menopausia como si todo ello fuera prosa derretida en imágenes próvidas y hallazgos de la imaginación, literatura mágica o algo parecido, cualquiera sabe ... Si añadimos que hay quien incluso se atreve a llevar a los periódicos sus “soserías”, habremos ya pintado el pavoroso panorama al completo.

Por eso hoy el libro a escribir llevaría por título “la rebelión de los ecos”. Fue don Antonio Machado quien en su famoso retrato dejó escrito aquello de “a distinguir me paro las voces de los ecos...”. Pues lo que oímos no son voces tersas que exhiben un pensar propio, tan meditado en la intimidad como humilde en su expresión externa, tan fundado como serenamente expuesto. Lo que oímos y lo que padecemos son ecos, es decir, repeticiones serviles de “aquello que otro dice o que se dice en otra parte” (DRAE). De aquello que cogemos al vuelo en el coche en una tertulia mientras esperamos que el semáforo se ponga en verde, de lo que leemos en un titular de periódico que hemos visto en la tableta precipitadamente, de una alarma que nos suena en el móvil o de cualquier otra manifestación de la prisa informativa y comunicativa que nos aflige y todo lo emborrona.

El eco siempre nos llega con alarmas de vulgaridad, de trivialidad, en el mejor de los casos con visos de impertinencia. Y encima lo recibimos impostado como si procediera de una convicción firme trabada en la reflexión y no supiéramos que es fruto crecido en el suelo de la ignorancia. 

El eco es a la voz bien labrada lo que la bombilla pintada de rojo en una chimenea al juego infinito de colores que desprende la llama de un leño.

Lo que un chascarrillo al humor.

El eco es superfluo, una forma de malbaratar el tiempo, es hablar “por boca de ganso”, expresión bien castiza que ya no usamos y, si la usamos, lo hacemos en  inglés, de trabajador portuario, pero en inglés.

El eco es además inundación, un arroyo incontenible y peligroso de lugares comunes, una exaltación del tópico al que se le erige estatua. Pienso que debería haber cordilleras que acogieran estos ecos y los repitieran sin descanso y nos aturdieran para que nos diéramos cabal cuenta de su carácter mostrenco.

El eco representa, en fin, las ruinas del palacio donde un día habitó la voz. Y, como ruinas que son, muestran el desmoronamiento de las piedras en las que se apoyó el discurso bien armado siendo su misión complementaria la de esparcir las malas hierbas.

Lo inquietante es que sobre el eco, sobre los ecos se construye la volonte générale de aquel bendito Juan Jacobo Rousseau.    

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