No hay nada como recurrir a la historia para ordenar
nuestro presente. Esa ilustre matrona que nos acompaña como una sombra tiene
respuestas para todo porque es buena verdad que, si bien muchos desearíamos un
mundo pletórico de mudanzas, lo cierto es que nada hay nuevo bajo el sol, según
nos enseña el Eclesiastés.
Por eso es oportuno recordar ahora el tiempo que
llevamos dándole vueltas a este lío de las autonomías, de los nacionalismos y
los soberanismos, en fin, de las regiones que quieren separarse de España y
montar su tenderete aparte con sus ministros y sus asesores, sus repúblicas,
sus pelucas, sus desfiles y sus fanfarrias.
Buscamos y buscamos modelos en los países de aquí y
de allá, en los escritos de sesudos ensayistas dedicados a desvelar los arcanos
de la Ciencia política, se escriben incluso tesis doctorales y, sin embargo, no
se nos ha ocurrido echar mano de nuestro pasado, una alcancía que, engastada en
peligros, esfuerzos y peleas, guarda los mejores tesoros y los más granados
hallazgos.
A quien tal empresa acometa, le espera la
satisfacción de encontrar una institución medieval que se llamaba el
“privilegio de villazgo” consistente en otorgar plena jurisdicción y una amplia
autonomía a los lugares o aldeas sujetos a la disciplina de una ciudad. ¿Suena
el asunto, no es cierto? Pues bien, llegar a esa situación “privilegiada” se
lograba solicitándolo al superior y se conseguía, solo que pagando, pagando a
la Real Hacienda que manejó tal privilegio como una fuente de ingresos (igual
que la venta de oficios).
El nuevo lugar podía ostentar poderes
jurisdiccionales lo que llevaba aparejado disponer de horca y picota, de
cuchillo, cárcel y cepo como si fueran municipios con la mayoría de edad
alcanzada. Todo esto lo ha explicado muy bien la historiadora Carmen Pescador a
quien ya es hora de que se solicite un dictamen para ordenar el endiablado
Estado de las autonomías.
De manera que el asunto es sencillo. Si, usted,
autonomía, provincia o lo que quiera que sea o quiera ser, desea independencia
para tener, como las ciudades realengas, regidores, mayordomos, fieles y
alguaciles propios, más el cepo y la cárcel (en la que no entren los míos sino
los tuyos) pues no hay problema: entre nosotros hacemos el arreglo y usted
adquiere la libertad pero, previamente, pasa usted por Caja a pagar.
¿Cómo es posible que al ministro de Hacienda no se
le haya ocurrido leer a la citada profesora o a don Antonio Domínguez Ortiz
para solucionar los problemas angustiosos de nuestra Hacienda? Una Hacienda
-nos duele- escuálida e indigente, vigilada de forma pegajosa por esos
amenazantes acrónimos de la vida contemporánea que tanta inquietud causan a las
personas temerosas de Dios (BCE, FMI, MUS, MUR, MEDE...).
“Os hago villa” decían los documentos con que
acababa el expediente del privilegio de villazgo. “Os hago autónomos,
independientes y soberanos” rezaría el actual que bien podría llamarse
“privilegio de soberanía”. Que se extendería con todos los sellos, firmas y
protocolos pertinentes, una vez ingresada en el Tesoro la cantidad requerida.
A partir de ahí, a beber a sorbos la libertad y
barra libre para los lugareños que podrán defenderse del expolio que, en la
época de las cadenas, se han visto obligados a sufrir y también libertad para
adiestrar a la infancia en un odio crujiente al vecino, a los símbolos del
vecino, a su bandera, a su lengua, a su forma de preparar el cocido y a su
santo patrón.
La Historia -por fin- se habrá abierto en anchas avenidas,
libres de angustias y estremecimientos dolorosos. Se vivirá un mundo en
plenitud imantado por la brújula de la felicidad. Habrá costado dinero pera
habrá merecido la pena.
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