Soy
funcionario y enseño en una universidad pública. Me tengo, además, por defensor
de los servicios públicos y nada partidario de la privatización de los que son
esenciales para nuestros derechos primeros y la igualdad de oportunidades. Pero
no logro entender por qué no es posible gestionar las instituciones públicas
con la eficacia con que normalmente se gestionan las privadas. Sé que hay una
explicación para esto, la de que si una entidad privada se maneja de modo
ineficiente acaba quebrando y desapareciendo, mientras que con lo público todo
derroche es posible y nada cambia, ya que paga el contribuyente y paga cuanto
haga falta.
Traigo
hoy un ejemplo que me tiene perplejo y que paso a contar. Entre los
funcionarios, como en cualquier otro grupo humano y como en botica, hay de
todo. Unos son muy laboriosos y otros se escaquean cuanto pueden, unos son
honestos y a otros les encanta andar con enchufes y enjuagues, unos son sumamente
capaces y otros hacen alarde diario de torpeza. Pero lo que no asimilo es que
entre los funcionarios en general, y entre los profesores de universidad en
particular, haya siempre unos cuantos que están como maracas, chiflados perdidos,
y que no pase nada y sigan en sus puestos tan campantes y hasta que les llegue
la jubilación, impasibles e intocables, felices y haciendo el memo.
De
verdad que no exagero, y discúlpese que no me ponga a dar nombres y datos de
alguno de estos pagos, pues supongo que ni este periódico ni yo estamos para
pleitos, y siempre tendrá el loquito un pariente que lo asesore o un abogado
que le aconseje demandar y sacarnos unos cuartos por cantar verdades. Pero, sin
ir más lejos, afirmo, basándome en mis años de vida universitaria, que hay algún
que otro profesor que está como una regadera, loco de remate.
Sí,
lo sé, todos tenemos manías y a quién no le patina de vez en cuando una
neurona. No me refiero a eso. Tampoco me meto con los simplemente excéntricos.
Hablo de aquel profesor que se pasaba horas y horas explicando a sus alumnos
que él podía levitar y que, si le apetecía, era capaz de atravesar las paredes.
Así día tras día y sin dar una lección. O de aquel que de pronto tenía calor y
empezaba a desvestirse, y eso cuando no se enrollaba en el micrófono y acababa
rodando por los suelos, día sí y día también. O del que padece una tremenda
manía persecutoria y gasta las jornadas enviando a todo quisque escritos en los
que desahoga sobre ese imaginario acoso del que se siente víctima. ¿Y el
mitómano que se cree sus propias mentiras y que se pasa las horas de docencia
disfrutando a base de meter trola tras trola a los estudiantes, hoy diciéndoles
que de joven jugó en el Real Madrid y mañana narrándoles que antes de dedicarse
a la universidad fue tenor y cantó en la Scala de Milán? Y qué decir de aquel
que quizá sufra problemas de riego o malas conexiones neuronales y que se
olvida una y otra vez de que tenía clase o de que hoy había un examen, o que se
espanta cuando un estudiante le hace una pregunta y echa a correr como alma que
lleva el diablo y grita que todos le tienen ojeriza y que por favor lo defienda
el rector o alguien. Así está el percal, pero nadie hace nada y los majaras
campan a sus anchas.
No
digo que haya que vulnerar los derechos de esos pobres diablos o faltarles al
respeto, nada más que me pregunto por qué no se hace con ellos lo que en
cualquier empresa se haría, que es mandarlos a su casa por incapacidad evidente
y con una jubilación bien digna. Pero no, en la administración pública en
general, y en las universidades en particular, se les deja seguir a lo suyo y
como si tal cosa, perjudicando el servicio, degradando el buen nombre de las
instituciones, afrentando a los que intentan trabajar con seriedad.
¿Queremos
aumentar el rendimiento y la buena fama de las administraciones y los servicios
públicos, y de las universidades en especial? Muy sencillo, cada dos años
examen psiquiátrico obligatorio, con los profesionales mejores de ese gremio y
las mayores garantías. Y el que no esté bien de la cabeza, a cobrar pensión en
su casita. ¿No se controla la vista de los conductores de autobús? ¿No se pasan
exámenes físicos en muchas profesiones delicadas? ¿Por qué no van a revisarnos el
seso a los que de cara al público laboramos? ¿No decimos, además, que conviene
rejuvenecer las plantillas? Pues sería mano de santo. Seguro que si nos echan
un vistazo a más de cuatro, corre el escalafón que da gusto.
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