14 febrero, 2017

Funcionarios chiflados



               Soy funcionario y enseño en una universidad pública. Me tengo, además, por defensor de los servicios públicos y nada partidario de la privatización de los que son esenciales para nuestros derechos primeros y la igualdad de oportunidades. Pero no logro entender por qué no es posible gestionar las instituciones públicas con la eficacia con que normalmente se gestionan las privadas. Sé que hay una explicación para esto, la de que si una entidad privada se maneja de modo ineficiente acaba quebrando y desapareciendo, mientras que con lo público todo derroche es posible y nada cambia, ya que paga el contribuyente y paga cuanto haga falta.
                Traigo hoy un ejemplo que me tiene perplejo y que paso a contar. Entre los funcionarios, como en cualquier otro grupo humano y como en botica, hay de todo. Unos son muy laboriosos y otros se escaquean cuanto pueden, unos son honestos y a otros les encanta andar con enchufes y enjuagues, unos son sumamente capaces y otros hacen alarde diario de torpeza. Pero lo que no asimilo es que entre los funcionarios en general, y entre los profesores de universidad en particular, haya siempre unos cuantos que están como maracas, chiflados perdidos, y que no pase nada y sigan en sus puestos tan campantes y hasta que les llegue la jubilación, impasibles e intocables, felices y haciendo el memo.
                De verdad que no exagero, y discúlpese que no me ponga a dar nombres y datos de alguno de estos pagos, pues supongo que ni este periódico ni yo estamos para pleitos, y siempre tendrá el loquito un pariente que lo asesore o un abogado que le aconseje demandar y sacarnos unos cuartos por cantar verdades. Pero, sin ir más lejos, afirmo, basándome en mis años de vida universitaria, que hay algún que otro profesor que está como una regadera, loco de remate.
                Sí, lo sé, todos tenemos manías y a quién no le patina de vez en cuando una neurona. No me refiero a eso. Tampoco me meto con los simplemente excéntricos. Hablo de aquel profesor que se pasaba horas y horas explicando a sus alumnos que él podía levitar y que, si le apetecía, era capaz de atravesar las paredes. Así día tras día y sin dar una lección. O de aquel que de pronto tenía calor y empezaba a desvestirse, y eso cuando no se enrollaba en el micrófono y acababa rodando por los suelos, día sí y día también. O del que padece una tremenda manía persecutoria y gasta las jornadas enviando a todo quisque escritos en los que desahoga sobre ese imaginario acoso del que se siente víctima. ¿Y el mitómano que se cree sus propias mentiras y que se pasa las horas de docencia disfrutando a base de meter trola tras trola a los estudiantes, hoy diciéndoles que de joven jugó en el Real Madrid y mañana narrándoles que antes de dedicarse a la universidad fue tenor y cantó en la Scala de Milán? Y qué decir de aquel que quizá sufra problemas de riego o malas conexiones neuronales y que se olvida una y otra vez de que tenía clase o de que hoy había un examen, o que se espanta cuando un estudiante le hace una pregunta y echa a correr como alma que lleva el diablo y grita que todos le tienen ojeriza y que por favor lo defienda el rector o alguien. Así está el percal, pero nadie hace nada y los majaras campan a sus anchas.
                No digo que haya que vulnerar los derechos de esos pobres diablos o faltarles al respeto, nada más que me pregunto por qué no se hace con ellos lo que en cualquier empresa se haría, que es mandarlos a su casa por incapacidad evidente y con una jubilación bien digna. Pero no, en la administración pública en general, y en las universidades en particular, se les deja seguir a lo suyo y como si tal cosa, perjudicando el servicio, degradando el buen nombre de las instituciones, afrentando a los que intentan trabajar con seriedad.
                ¿Queremos aumentar el rendimiento y la buena fama de las administraciones y los servicios públicos, y de las universidades en especial? Muy sencillo, cada dos años examen psiquiátrico obligatorio, con los profesionales mejores de ese gremio y las mayores garantías. Y el que no esté bien de la cabeza, a cobrar pensión en su casita. ¿No se controla la vista de los conductores de autobús? ¿No se pasan exámenes físicos en muchas profesiones delicadas? ¿Por qué no van a revisarnos el seso a los que de cara al público laboramos? ¿No decimos, además, que conviene rejuvenecer las plantillas? Pues sería mano de santo. Seguro que si nos echan un vistazo a más de cuatro, corre el escalafón que da gusto.

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