08 mayo, 2017

Alma y nacionalismos. Por Francisco Sosa Wagner



Ha vuelto ahora el debate eterno sobre el alma y pensadores hay que nos proponen despedirnos de ella y considerarla una antigualla como ha ocurrido con el Infierno de nuestra niñez que era el cuarto oscuro donde vivía el coco pero para toda la eternidad y ahora resulta que no existe: “todo ha sido una broma” nos dicen  eclesiásticos de muchas liturgias y latines y se quedan tan tranquilos después de habernos amargado durante siglos.

Creo que hay que andar con mucho cuidado cuando se hacen determinadas afirmaciones. Porque el caso es que el alma ha sido un gran negocio desde tiempos inmemoriales y ahí están las Iglesias como testimonios inapelables. El cuerpo es una cárcel dura pero tenemos la ventaja de que se descompone mientras que el alma es eterna y duradera como el plexiglás y por ello puede vagar por los siglos de los siglos amén. Con apoyo en nuestros primeros padres, Platón y Aristóteles, hasta los sentidos poemas de los místicos y no digamos don Manuel Kant, toda una caravana de lumbreras han enarbolabado el alma como un trofeo victorioso frente a la derrota que siempre supone la muerte. Y sobre ella se han construido iglesias, se han justificado los diezmos y, de paso, las prebendas, las canonjías, las capellanías y los cardenalatos. ¿Podemos jugar de verdad con estas conquistas?

La Historia misma es un cuerpo lleno de las cicatrices de las cifras, que cuentan muertos, vivos, cabezas de ganado ..., cicatrices que siguen abiertas por más que, pasado el tiempo, el archivero les aplique la tirita de un número y las clasifique como un documento a disposición de un doctorando. Cuando la historia gana, sin embargo, es cuando se descubre su alma que es la letra de los poemas medievales, de los cantares de gesta, de los grandes amores adulterinos de los reyes y los papas, es decir, cuando la historia se convierte en historieta. Por ello la anécdota es el alma de ese cuerpo pesado y perecedero representado por los muchos volúmenes de que consta la historia de España de don Ramón Menéndez Pidal. Vuelve la misma pregunta: ¿estamos seguros de querer desalojar el alma del pensamiento, histórico, filosófico y teológico?


Pues ¿y qué sería de nuestros nacionalistas, esos compatriotas incansables que siguen vigilantes, con su progresismo intacto, para que no se apague nunca el soplo de la tradición? Para ellos el Estado es el cuerpo que se descompone en gusanos como se ve en esos cadáveres de los cuadros tenebrosos de Valdés Leal, el Estado es “la cárcel y los hierros”, tal como cantó Santa Teresa, donde está “el alma metida”. Y el alma es justamente la Nación. Esta sí que es inmortal, limpia, adornada por seráficos jardines, por ello el nacionalista sueña, como la santa de Ávila, con la “salida [que] me causa un dolor tan fiero”. La salida del Estado, la despedida de la cárcel y los hierros para vivir, ya libres, en el gozo eterno y en la contemplación venturosa de la Nación.

Creo que no se ha dicho nunca pero nuestros nacionalistas son místicos que se han limitado a modernizar y llevar al mundo secular los dolores y las convulsiones de los poetas del siglo XVI.
                                                          
La felicidad espiritual es ya completa cuando en el interior del alma se encuentran acurrucados los “derechos históricos” que participan del encanto de lo misterioso, de la inasible sustancia de la eternidad al no tener principio ni fin, unos derechos que tienen a las “deudas históricas” como a una de sus hijas bien amadas. Y así Nación, Derecho histórico y Deuda histórica logran componer la Santísima Trinidad del moderno pensamiento en muchos pueblos de España.

Por tanto, un poco de respeto al alma y a su circunstancia imperecedera. 

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