11 marzo, 2018

¿Quiénes son, en la teoría jurídica, los auténticos formalistas? Sobre decisiones correctas en derecho, y sobre hechos, pruebas y sesgos cognitivos


Esto es el primer borrador de un trozo de un trabajo en pleno proceso de elaboración. Nace con ocasión de un seminario que la semana próxima se hará en la Universidad de Oviedo, en homenaje a Perfecto Andrés Ibáñez. Ya veremos lo que allí acabo contando, pero pretendo aprovechar la ocasión para escribir un artículo largo sobre decisiones judiciales, heurísticas y sesgos cognitivos. La introducción, que aquí se presenta, intenta arriesgados paralelismos entre teorías de la decisión económica racional y teorías de la decisión jurídica racional. 
Es largo, es denso, seguramente es muy pesado. Pero si alguien lo lee y tiene comentarios que hacerme, lo agradeceré mucho, especialmente si son comentarios críticos. Si a alguno le sirven estas ideas para plantearse dudas o como disculpa para que dialoguemos, estaré encantado. 
Quién sabe cuántas de estas líneas de abajo quedarán en la versión definitiva del trabajo, si este llega a puerto. Pero constituyen un buen pretexto para debates estimulantes entre colegas y amigos. Así que allá van, con disculpas anticipadas por las posibles erratas o los defectos expresivos aun no corregidos.

                1. Planteamiento del tema.
                Este escrito surge de un seminario en homenaje a Perfecto Andrés Ibáñez que se celebra en la Universidad de Oviedo en marzo de 2018. La tesis que pretendo mantener es la siguiente. Perfecto Andrés ha señalado con perspicacia e insistencia la importancia de la motivación del juicio fáctico en la sentencia, poniendo de relieve los pasos y componentes de una adecuada argumentación judicial sobre los hechos y la valoración de sus pruebas. Importante ha sido a estos efectos su inspiración en autores como Ferrajoli y Taruffo. A tal efecto, Perfecto Andrés ha subrayado con rigor y gran calidad expresiva la contraposición entre dos modelos de juez, en lo que al juicio sobre los hechos se refiere:
                a) El modelo romántico del juez iluminado o puramente intuitivo y que poco ha de argumentar sobre unos hechos cuya aprehensión se le presenta a modo de revelación operante principalmente en la dimensión emocional de su psique. Poco hay que razonar o motivar donde la verdad y el significado de los hechos se le hacen patentes al juez por esa vía más sentida que razonada.
                b) El modelo que podemos llamar de racionalidad argumentativa, en el que el juez ya no aparece como puro individuo sintiente y receptor de intuiciones que se le imponen y que habrán de anclarse en su notable experiencia profesional si han de ser certeras y fiables, sino como individuo que representa lo más cercanamente posible al sujeto racional ideal, al preferidor racional y que, desde esa ubicación ideal o idealizada, argumenta como quien habla desde y para el auditorio universal perelmaniano.
                Este trabajo dedicará su primera parte a reflejar el modo en que en Perfecto Andrés se expone esa contraposición, a la manera en que aboga por una verdadera y profunda motivación de los juicios sobre hechos y pruebas en la sentencia y al modo como se relaciona, se inspira en o debate con los representantes de lo que podríamos llamar las versiones más idealistas de la teoría de la argumentación jurídica.
                En la segunda parte exploraré si las consideraciones de Perfecto Andrés sobre hechos y pruebas y sobre la motivación de la sentencia pueden relacionarse con una nueva manera de afrontar el tema del juicio judicial y la argumentación de los jueces, ahora de la mano de las relativamente recientes aportaciones de la psicología cognitiva y la economía conductual. En el fondo de este mi esquema late la siguiente hipótesis: así como el modelo del juez como argumentador racional puede en cierto sentido equipararse al modelo del sujeto económico que manejaba la economía clásica, los últimos desarrollos de la psicología cognitiva y su eco en diversas ciencias sociales, empezando por la ciencia económica y siguiendo con su reflejo en una nueva y potente dirección de la escuela del análisis económico del derecho, permiten proponer un modelo de proceso judicial y de examen del razonamiento de los jueces que atienda destacadamente al control de los sesgos de ese razonamiento y a la toma de conciencia de los modos en que tales sesgos pueden determinar las decisiones judiciales, y muy en particular en lo concerniente a los hechos y su prueba.
 2. Prueba de los hechos y argumentación jurídica racional según Perfecto Andrés Ibáñez.
(…)
3. La idealización del que decide. Entre la economía clásica y la teoría de la argumentación jurídica.                 3.1. ¿Quiénes son los verdaderos formalistas en la teoría de la decisión judicial?
                A más de uno le puede extrañar que aquí plantee un paralelismo entre el modelo de racionalidad propio de la economía clásica, y que está en la base de las primeras hornadas del movimiento llamado de análisis económico del derecho, y la que podemos denominar teoría estándar de la argumentación jurídica. Muchas son las divergencias entre ambas corrientes del pensamiento jurídico y las grandes las distancias en muchos puntos, pero intentaré justificar la similitud o el paralelismo en el aspecto que aquí nos interesa.
                Se trata de decisiones y se trata de modelos de decisión racional, y en la base de la idea de decisión racional está la postulación de un sujeto con determinadas características y capacidades. Para la economía clásica y para los autores que fundaron y desarrollaron durante décadas el análisis económico del derecho, la economía es una ciencia con vocación de certeza y exactitud porque la praxis económica tiene su materia prima en decisiones de sujetos, decisiones económicas que son principalmente decisiones de comprar o vender. Si la ciencia económica es posible, es porque esas decisiones son previsibles. No cabría ciencia de lo económico si las decisiones de compra y venta de los individuos fueran puramente aleatorias, si, por ejemplo, cada decisión de comprar o no comprar un bien o de hacer esto o lo otro con el dinero disponible se tomase a cara o cruz o a la carta más alta.
                Hay previsibilidad de las decisiones porque hay regularidades. A idénticos estímulos, idénticas respuestas. Las excepciones caben, pero no serían estadísticamente significativas. Por poner un ejemplo, una regularidad podría ser que cuanto más frías las aguas de un mar, menos se baña la gente en esas aguas, siendo iguales el resto de las circunstancias[1]. Pueden darse excepciones y que encontremos bañistas en aguas muy frías, pero eso no sería estadísticamente significativo ni contradiría la tesis principal y su valor heurístico. De igual forma, y simplificando mucho, para la economía clásica un descenso de los precios de un bien aumentará su consumo, y una subida del precio provocará que el consumo baje. Igualmente, y si vamos a lo jurídico, una pena más alta por un delito disuadirá de la comisión de tal delito más que una pena más baja[2]. Tales regularidades, basadas en la vigencia y operatividad del modelo de sujeto económico (y jurídico) racional, hacen posibles formas importantes de ingeniería social: actuando sobre los precios se influyen en el consumo; actuando sobre las sanciones jurídicas se influye en los comportamientos sociales, y todo ello con suficiente certeza.
                También en la teoría del derecho se han dedicado ingentes esfuerzos y ríos de tinta para identificar al decididor racional de casos jurídicos. Siempre se conjugan dos elementos a este propósito: la racionalidad que se predique del derecho mismo en tanto que materia, objeto o “realidad” y el grado de esfuerzo, metodológicamente guiado, que se le pida al sujeto que en derecho decide, a fin de alcanzar la decisión jurídica correcta. Y rige prácticamente sin excepción la siguiente regla: cuanto más alta es la racionalidad que al derecho como tal (y sea cual sea la materia prima de lo jurídico, según la teoría de turno) se le atribuye, menor es el énfasis que se pone en el esfuerzo reflexivo o cognitivo del juez; y, a la inversa, cuanto mayor es el énfasis en los defectos estructurales e inevitables del derecho en tanto que medio regulador, más de destaca el papel determinante del conocimiento, la agudeza metodológica o las actitudes del juez o sujeto llamado a decidir los casos jurídicos.
                Generalmente, y en particular en la literatura anglosajona, se presenta el panorama como de muy simple contraposición entre enfoques formalistas y enfoques propios del llamado realismo jurídico (norteamericano). Formalistas serían aquellas viejas teorías que pensaban que la decisión judicial consiste en un muy elemental silogismo en el que se ponen en relación los hechos y la norma que a ellos se ajusta y surge sin esfuerzo del juez el fallo, con poco que argumentar, pues allí donde las dos realidades se ajustan perfectamente, la realidad fáctica y la normativa, poco más cabe añadir, si no es mostrar el prodigio lógico y hasta metafísico. A ese formalismo habría venido a ponerlo en serios apuros el realismo de aquellos jueces y profesores que desde las primeras décadas del siglo XX nos hicieron conscientes de que no es la lógica, sino la ideología la que mueve las decisiones judiciales, y que no es la competencia deductiva, sino la muy personal y “situada” intuición la que determina los contenidos de los fallos.
                Pero, sin que quepa invalidar por completo el anterior esquema, habría que matizar que, al menos en los ámbitos del llamado derecho continental, las cosas son un basante más complejas. No podemos comprender la mutación en el modelo de racionalidad jurídica si atendemos solo al elemento subjetivo, al modo como el juez razona o a la base subjetiva de su decisión. Hay que considerar también la idea del derecho y, al menos en el derecho continental, lo determinante fue el cambio en la idea del derecho.
                El tránsito del siglo XIX al XX fue, en la teoría jurídica, el paso del modelo del derecho perfectamente racional (o casi) al modelo del derecho no perfecto, defectuoso, por así decir. Sobre la francesa escuela de la exégesis influía el llamado mito del legislador racional y, en consecuencia, el derecho positivado en el código era contemplado como derecho perfectamente racional. El sistema jurídico tenía tres propiedades que lo hacían poco menos que perfecto: plenitud, coherencia y claridad; es decir, no había lagunas ni antinomias y los problemas interpretativos o no existían o eran desdeñables, o se podían resolver con ayuda de un método bastante sencillo, generalmente consistente en la averiguación, mediante indicios históricos patentes, de cuál había sido la voluntad del legislador. Si, además, se pensaba que los hechos hablaban por sí mismos y que poca o nula relevancia tenía la valoración de la prueba por el juez, simple fedatario de lo fácticamente acaecido, era fácil desembocar en la visión de la decisión judicial como simple silogismo o elemental subsunción, sin componentes creativos o subjetivos, pura objetividad parangonable a la científica y modo en que razón teórica y razón práctica se daban la mano en el campo de la praxis jurídica.
                Para los alemanes de la jurisprudencia de conceptos, también en el XIX, los esquemas de fondo no eran muy diferentes, pese a que, para ellos, no contaba de igual manera la idea del legislador racional y puesto que en los territorios alemanes la codificación no se había impuesto desde los inicios del siglo, como en Francia, sino que fue cristalizando con más lentitud y en medio de muy conocidos debates[3]. Lo que cambiaba era la materia prima de lo jurídico, pues donde los franceses veían en los preceptos del código la esencia racional y plenamente objetiva del derecho, los alemanes ubicaban tal racionalidad y objetividad perfectas en las ideas o “conceptos” que componían algo así como la pirámide ontológica del derecho. Baste recordar cómo, en derecho privado, la idea matriz es la autonomía de la voluntad y de ella se van deduciendo, con una especie de necesidad derivada de algo así como la lógica material, los contenidos que dan su ser y su sentido a los conceptos que hacia abajo se encadenan según su nivel de abstracción: negocio jurídico, contrato, compraventa y demás contratos, etc. Si los franceses subsumían bajo enunciados claros, precisos y coherentes del Code, los alemanes encajaban bajo los contenidos necesarios e inmutables, metafísicamente necesarios e invariables, de cada concepto jurídico. Al igual que los artículos del Código se van desplegando con arreglo a la figura de un árbol del saber jurídico, los conceptos jurídicos, para la ciencia jurídica alemana, se van esquematizando conforme a los trazos de un árbol “lógico” y en una escala que baja de la abstracción a la concreción, paso a paso y hasta llegar a los conceptos más concretos, siempre genealógicamente dependientes de los más abstractos que ocupan los peldaños superiores de la pirámide[4].
                De una manera o de la otra, o bien porque el Código encarna la autorregulación de la nación y es expresión de la sabiduría ínsita en el legislador que a la nación representa y a sí misma se regula, o bien porque los contenidos conceptuales o ideales de lo jurídico expresan un orden necesario del ser, un orden metafísico incontestable, lo jurídico es perfecto y plenamente racional y sus reglas (se deriven de las palabras del código o de los contenidos de cada concepto) permiten pensar que hay para cada caso una única solución correcta predeterminada en el sistema jurídico y que el juez puede y debe hallar en cada litigio que resuelva. Bajo tales puntos de vista, los jueces no crean derecho, no ejercen discrecionalidad y cuentan con un método plenamente operativo para extraer con acierto la solución que para cada caso yace en el subsuelo del sistema, sea ese subsuelo semántico y lógico o sea ontológico o metafísico. Tal vez los seres humanos son sumamente imperfectos y no muy sabios, y lo mismo los jueces, como humanos que son, pero poco importa si la perfección está en el derecho mismo y ese humano que juzga no tiene que hacer mayor cosa que, con ayuda de elementales consignas metodológicas, sacar del sistema jurídico la solución única correcta para cada caso, por completo predeterminada a su voluntad, independiente de su subjetividad, no condicionada en modo alguno por sus preferencias personales o sus convicciones morales o ideológicas. Al igual que las verdades científicas no dependen de lo que al físico o al químico le guste o le convenga, la verdad de las soluciones jurídicas, lo que sea para cada caso la solución jurídica verdadera, no depende de nada que esté a merced de la conciencia o la opinión del juez, sino de un orden objetivo que el juez ni manipula ni condiciona, pero que puede conocer si emplea el método debido.
                Fue esa concepción optimista y metafísica, idealista y confiada del derecho lo que sucumbió por completo con el paso del siglo XIX al XX. En Francia, la crítica destructiva de Geny no dejó de la escuela de la exégesis títere con cabeza, justo en el cambio de siglo, y luego llegó el particular sociologismo jurídico de los franceses y remató la faena. En Alemania, el Jhering de la segunda época inicia los ataques cuando faltan más de tres décadas para que el XIX termine, y con el cambio de siglo se consuma el descrédito definitivo de la jurisprudencia de conceptos, que muere bajo el fuego cruzado de Kelsen y su normativismo antimetafísico y su relativismo moral, de Ehrlich y los que bajo su ejemplo se adscriben al sociologismo jurídico, de la escuela de derecho libre (Fuchs, Kantorowicz, Isay…), de la jurisprudencia de intereses que funda Heck y desarrollan autores como Müller-Erzbach o Rümelin, etc.
                Se puede decir con bastante seguridad que en los años veinte y treinta del siglo XX no queda en Europa un solo autor informado e influyente[5] que siga anclado en la visión optimista e hiperracionalista que de lo jurídico se tenía en el XIX y que todavía sostenga que el derecho es obra perfecta de la razón, que la decisión judicial es un elemental silogismo o una subsunción muy sencilla, que los valores del juez no influyen determinantemente en sus fallos, que no hay discreción judicial o que no importan las razones de la sentencia porque si ha sido correcto el razonamiento del juez, en el fallo se plasma la razón del derecho. Y el realismo jurídico escandinavo firma la definitiva sentencia de muerte del optimismo de los juristas.
                En medio de las enormes polémicas que en la primera mitad de siglo y en la teoría jurídica europea enfrentan a normativistas con empiristas, a psicologistas con socioligistas, a neokantianos y a neohegelianos, etc., etc., hay un acuerdo de fondo en que el optimismo metafísico del siglo XIX está muerto, en que, por mucho que los legisladores se esfuercen, el derecho es incapaz de abarcar la compleja realidad social, en que los términos jurídicos tienen siempre su halo de indeterminación y en que los jueces crean o recrean el derecho y obran con muy amplios márgenes de discrecionalidad. Pero cuando los jueces de la República de Weimar, primero, y del nazismo, después, usaron todo ese poder que ahora la teoría les reconocía para derribar las estructuras del Estado de Derecho, para darle marchamo jurídico al crimen y para convertir en agua de borrajas los derechos subjetivos que las leyes y los códigos reconocían por igual a los ciudadanos, la teoría jurídica sintió la necesidad de retornar a los tranquilizadores esquemas de la fe en la razón, una fe bien contrafáctica, y el idealismo y empezó a decir de nuevo que donde no exista justicia no puede haber propiamente derecho y que allí donde en verdad el derecho existe proporciona a los jueces certezas racinales con las que resolver cada caso del modo objetivamente correcto, sin discrecionalidad y sin espacio para el abuso o la tergiversación. Esa va a ser la historia principal del pensamiento jurídico de la segunda mitad del pasado siglo, y hasta hoy o poco menos.
                Ante lo que podríamos llamar la duda sobre el elemento humano en lo jurídico, se imponía re-racionalizar el Derecho, y para eso había que alejar la teoría jurídica del positivismo, que es la doctrina que afirma que las normas son jurídicas en razón de propiedades independientes de su condición moral, de la legitimidad del sistema político en el que rijan y de la racionalidad mayor o menor de su uso. El primer y decisivo paso lo da, en Alemania, la jurisprudencia de valores, que tiene su expresión emblemática en una afirmación que en 1958 aparece tanto en el comentario de Günter Dürig publica al apartado 1 del parágrafo 1 de la Ley Fundamental de Bonn[6] como en la sentencia del Tribunal Constitucional Alemán en el caso Lüth, y que reza así: la Constitución es un orden objetivo de valores.
                La naturaleza de la Constitución es concebida como esencialmente axiológica y los valores constitucionales son los primeros y más altos del orden moral en que, en su esencia, el Derecho consiste. Y de esos supremos valores que conforman el sustrato básico de lo jurídico, el primero es el valor dignidad, recogido en aquel apartado primero del primer parágrafo de la Constitución. Hasta tal punto es todo el orden constitucional un conjunto de valores deducidos de ese valor primero o fundante y hasta tal punto los contenidos del sistema jurídico son la plasmación normativa o regulativa de esos valores, que afirma Dürig que aun cuando la Ley Fundamental no tuviera más texto expreso que ese primer apartado referido a la dignidad, el contenido real de la Constitución sería el mismo, pues todo lo que tras el parágrafo 1 está escrito en la Ley Fundamental es pura deducción o desarrollo ineludible a partir del valor dignidad.
                Es obvio en la jurisprudencia de valores, lo mismo que en cualquier otra doctrina de impronta fuertemente iusmoralista, que si el elemento primero del sistema jurídico auténtico es axiológico, esos valores no pueden ser de cualquier contenido, sino que han de ser los de la moral verdadera. De esa manera, cuando el juez decide conforme a derecho ya no importan tanto las deficiencias o insuficiencias de los preceptos positivos, de los enunciados constitucionales, legales o reglamentarios, ya que puede completarlos, precisarlos y hacerlos plenamente coherentes a base de verlos sobre el trasfondo de ese orden axiológico de contenidos verdaderos y necesarios. Por esta vía, y a partir de la jurisprudencia de valores, reaparece, pues, el sueño decimonónico de que el derecho es, en su trasfondo y más allá de la superficie, un orden perfecto (completo, coherente y claro) que contiene para cada caso una solución correcta, y de que la discrecionalidad judicial es inexistente o escasa, pues lo que al juez se le pide no es que colme lagunas, resuelva antinomias o elija interpretaciones posibles de los enunciados jurídicos, sino que realice las operaciones intelectuales o siga las pautas metodológicas debidas para dar con la solución objetivamente correcta para cada caso, que será la solución moralmente correcta y, simultáneamente, la solución jurídicamente adecuada, ya que moral y derecho se dan la mano y se aúnan en ese fondo axiológico o valorativo de lo jurídico. O, como más adelante dirá Alexy, el derecho es un caso especial de la razón práctica general.
                La jurisprudencia de valores fue el recurso doctrinal de un constitucionalismo alemán de posguerra extraordinariamente conservador y que quería poner, desde la constitución misma, cortapisas a una eventual victoria algún día de partidos de izquierdas o menos conservadores. Eso explica algunas tremendas sentencias del Bundesverfassungsgericht en este tiempo en el que supuestamente se inspiraba en los mejores contenidos de los supremos valores constitucionales[7]. Se trataba, por tanto, de hacer ver que el contenido de la Ley Fundamental es mucho más denso y preciso de lo que la Constitución dice y que cuanto en las palabras del texto constitucional queda impreciso o ni siquiera es mencionado está sin embargo perfectamente definido y regulado en ese fondo moral que también es Constitución y es la parte esencial de la Constitución[8]. Se trata, pues, de que pueda el Tribunal Constitucional declarar inconstitucional normas legales que en modo alguno contradicen los enunciados constitucionales o que son plenamente compatibles con la semántica constitucional, pero que se oponen a instituciones, tradiciones o reglas sociales que ese constitucionalismo ultraconservador considera intocables y que quiere librar de todo riesgo de reforma por vía legal. La historia del constitucionalismo del siglo XX nos enseña que el mejor recurso para evitar los cambios sociales por vía legal que más duelen a los poderes dominantes en un país consiste en “materializar” la Constitución a fin de que, digan lo que digan sus artículos, sea posible convertirla en guardiana del orden material y las prácticas establecidas que más favorezcan a tales poderes. De Weimar para acá, el gran enemigo del constitucionalismo conservador ha sido siempre el legislador y la mayor desconfianza la han tenido siempre las élites políticas y jurídicas respecto de la soberanía popular y el parlamentarismo. La forma de precaverse ante las posibles reformas impulsadas desde los partidos de la izquierda ha sido la de volver sus programas incompatibles con el orden constitucional. Así, por ejemplo, en aquella Alemania de los años sesenta, dominada en lo jurídico por constitucionalistas que, en su mayor parte, no le habían hecho ascos al nazismo en su día, importaba ante todo poner a salvo el orden tradicional de la familia y el alcance máximo de los contenidos del derecho de propiedad, y por eso había que agregar a los artículos de la Ley Fundamental que a la familia o a la propiedad se referían algo más: los valores de una moral particular y partidista que convertían en inconstitucional el ataque contra el viejo orden familiar y económico.
                Esa pátina conservadora, que está en los orígenes doctrinales de lo que más adelante se denominaría neoconstitucionalismo, se oculta a base de fundir, un par de decenios después, la jurisprudencia de valores con la teoría del derecho de Ronald Dworkin, pensador de lo jurídico que no es conservador en sus propósitos políticos. Dworkin combatía en otro frente, el norteamericano o anglosajón, estaba en otra guerra y seguramente no tenía ni la más lejana noticia del constitucionalismo alemán de la jurisprudencia de valores y muy sucinta información sobre la historia de la teoría jurídica y constitucional europea y del derecho continental. Quien sí conoce bien tanto la obra dworkiniana como el pasado del constitucionalismo alemán es Robert Alexy, y a él le correspondió elaborar la gran síntesis. Desde posturas políticas o morales también conservadoras, pero de un conservadurismo ya no autoritario como el de sus antecesores, sino más próximo a lo que se podría llamar la doctrina social de las iglesias cristianas (católica y protestantes), a partir de los años ochenta y con un lenguaje que abandona los viejos tonos de la metafísica y adopta ropajes analíticos, Alexy insiste en la idea de que ni el derecho constitucional de un estado se acaba en lo que dice su constitución o deciden sus tribunales ni es la ley democrática de ese estado constitucional acorde con la constitución solamente si no violenta los términos de esta, pues, también para Alexy, el verdadero derecho es el que está de acuerdo con la moral verdadera, razón por la que la moral verdadera es la auténtica constitución o  la parte superior de toda constitución auténtica.
                Puesto que Alexy presenta su teoría fortísimamente iusmoralista ya no en alianza con un iusnaturalismo con aromas de incienso, y bien alejado de actitudes políticas ultramontanas, dado que toma esquemas conceptuales de Dworkin, cuya filosofía política pasa por progresista, y en cuanto que actualiza la metaética iusmoralista con una síntesis del constructivismo que late en filósofos tan poco sospechosos como Habermas o Rawls, entre otros de los que llevaron a cabo la llamada “rehabilitación” de la razón práctica, Alexy logra su más relevante logro en clave de sociología constitucional, como es que se piense que es progresista, liberador de los pueblos y protector de los derechos un constitucionalismo iusmoralista que quiere poner cortapisas a la soberanía popular, limitar los poderes del poder legislativo más allá de lo que en los términos de las constituciones se establece y hacer que la última palabra (dentro de los límites constitucionalmente marcados) sobre los derechos de los ciudadanos no la tengan los legisladores legítimos mediante el instrumento constitucional de la ley general, sino las judicaturas, y en particular los tribunales constitucionales, más afines generalmente a los poderes “decentes” y más controlables con las herramientas de la política tradicional y, por qué no, más cercanos a las antiguas iglesias y los viejos cenáculos.

                Lo que eran para la teoría decimonónica el método silogístico o el de la pura subsunción, lo es ahora el método de la ponderación. Si aquellos subsumían, los dworkinianos y alexyanos de ahora ponderan, unos y otros convencidos de que el sistema jurídico es perfecto, de que la discrecionalidad judicial no existe o juega un papel marginal o excepcional y de que con ayuda del método en cuestión puede el juez dar con la única solución correcta para cada caso, solución que no depende de su conciencia, sino del recto conocimiento que ese juez alcance, caso por caso, de lo que desde su fondo moral el sistema jurídico prescribe. Los franceses de la escuela de la exégesis confiaban ciegamente en la lógica y la semántica y subsumían los hechos del caso bajo las palabras de la ley que imaginaban siempre claras y definitivas; los alemanes de la jurisprudencia de conceptos subsumían los hechos bajo los conceptos que los abarcaban, conceptos que, vistos con los anteojos del realismo conceptual, eran más que palabras, eran entidades ideales (negocio jurídico, testamento, contrato, familia, patria potestad, prenda, propiedad…) dotadas de un contenido metafísicamente necesario, inmutable y universal y sustraído a cualesquiera vaivenes sociales o políticos (en derecho “cada cosa es lo que es y no puede ser de otro modo”), conceptos que entre sí se encadenaban según su grado de abstracción y formando algo parecido a aquel árbol genealógico del que habló el primer Jhering en cierta ocasión. El constitucionalismo iusmoralista de Alexy, sobre la base de la jurisprudencia de valores y de Dworkin, cambia la materia prima del derecho, que ya no se ve en enunciados fruto de la razón jurídica imperecedera ni en conceptos jurídicos universales y necesarios, sino en valores morales constitucionalizados por sí y hasta al margen de las palabras y los propósitos mismos del poder constituyente. Porque la moral es la constitución y la constitución verdadera no puede ser más que la versión juridificada de la verdadera moral, que es la moral verdadera. Precisamente, si ya no tiene sentido hablar de derecho natural como contrapuesto al derecho positivo es porque el derecho natural se ha constitucionalizado y ahora el derecho natural no solo es ya derecho positivo, sino derecho positivo supremo, derecho constitucional. Así lo dijo ya Dürig en 1958 y así lo han repetido tantos luego, como mismamente Zagrebelsky, uno más de los que convierten el dúctil el derecho para poder someterlo al imperio de una moral rígida. Parece evidente que si el derecho natural se ha constitucionalizado no ha sido a base de modificar sus contenidos, sino de mantenerlos indemnes o adaptándolos a los tiempos, de la misma manera que el iusnaturalismo ha ido siempre acomodándose a la evolución social. No olvidemos, por ejemplo, que cualquier iusnaturalista de ahora mismo[9] afirmará sin ruborizarse que el derecho natural siempre y en todo tiempo ha estado a favor de la plena igualdad jurídica de hombres y mujeres o del divorcio o de la libertad sexual entre adultos con capacidad para consentir.

                Pero volvamos al decididor racional, pues hace unas cuantas páginas afirmé que se puede ver cierto paralelismo entre la teoría económica y la teoría jurídica. Así como para la teoría económica llamada clásica hay un orden social y económico “natural” que se mantiene gracias a que cada sujeto actúa en el mercado con arreglo a unas pautas conocidas, previsibles y calculables, así para la teoría jurídica contemporánea el orden social objetivamente debido es un orden de base moral en el que cada sujeto es capaz de conocer y aplicar, sea reflexiva o sea intuitivamente, las reglas de la moral verdadera. Y esto vale muy particularmente para los jueces. Si el derecho no es solo ni principalmente lo que dicen las constituciones, las leyes, los reglamentos o los repertorios jurisprudenciales, sino que es lo que manda la moral verdadera para cada caso y a base de concretar para cada caso los contenidos prescriptivos que se deducen de los valores morales en liza, la decisión correcta en derecho tiene que ser la de un juez que tenga recursos aprendidos o naturales para conocer lo que ese orden moral-jurídico de fondo determina y que posea un método capaz de traducir esas determinaciones de fondo a contenidos de la sentencia.
                Dicho de otra manera, si, para la escuela de la exégesis, la aplicación del derecho no es más que un simple silogismo para el que vienen dados, con independencia de las valoraciones del juez, los contenidos de la premisa normativa y de la premisa fáctica, los fallos judiciales son esencialmente previsibles y los jueces son fungibles, en el sentido de que cualesquiera jueces capaces de razonar correctamente y puestos ante el mismo caso, lo decidirán de manera idéntica. Si, para la jurisprudencia de conceptos, la decisión judicial consiste en subsumir o encajar los hechos del caso, perfectamente delimitables y averiguables, bajo los contenidos ontológicamente ciertos y patentes de las ideas o conceptos jurídicos, nada más que hace falta que los jueces tengan la debida formación para conocer en detalle tales contenidos conceptuales y para entender el modo en que entre sí se ordenan y se encadenan, pero, sentado tal conocimiento, también son intercambiables los jueces sin que varíen los contenidos de sus decisiones de los casos. Y si, para el principialismo iusmoralista de ahora, en el subsuelo moral de los ordenamientos los valores se acomodan según un orden que se manifiesta al pesar la manifestación de esos valores en principios jurídicos que concurren para cada caso, lo que importa es que el juez sepa de tales valores y principios y que, a partir de ese conocimiento y de un adecuado manejo de una balanza cuyos resortes él no manipula, jueces diferentes pesarán o ponderarán igual en el mismo caso, pues no tiene sentido pensar que, siendo objetiva la ponderación, varíe el resultado dependiendo de quién pondere. Así que cuando, en un tribunal de cinco magistrados, todos ponderan y deciden por mayoría y no por unanimidad, necesariamente alguno yerra, ya que por definición no pueden haber ponderado todos igual de bien y llegado a resultados divergentes.
                Lo que acabo de indicar es que teorías de la única respuesta correcta (o casi) en derecho, como han sido las de la escuela de la exégesis, la jurisprudencia de conceptos y el principialismo ponderador de Dworkin-Alexy, presuponen un orden objetivo externo al sujeto que decide e independiente de él, pero, a la vez, confirmado por él cada vez que decide. Parecidamente, orden económico “objetivo”, con sus reglas propias que son suprapersonales, tiene su mecánica interna que es aplicada y confirmada por cada decisión económica individual. Cada vez que yo respondo, con una decisión económica de comprar o vender, a un cambio en alguna de las condiciones del mercado, como una alteración del precio de un producto, por ejemplo, ejerzo mi libertad, sin la que el sistema económico no funciona, pero, a la vez, hago en libertad lo que el sistema prevé que voy a hacer y, con ello, ratifico la regularidad del sistema y su “objetividad”. De forma similar, un sistema jurídico cuyos contenidos regulativos y prescriptivos para cada caso van más allá de los enunciados normativos positivos y sus indeterminaciones (vaguedad, ambigüedad, antinomias, lagunas…) no abre al juez un abanico de decisiones posibles (al tiempo que le cierra otras decisiones por incompatibles con los enunciados normativos), sino que le prescribe una decisión única para cada caso. Conforme a esas teorías de la única respuesta correcta, cuando el juez hace lo que debe, decide como debe, que es como el derecho unívocamente le manda, y de esa manera tal juez ratifica ese sistema como plenamente objetivo. El mercado funciona porque los agentes económicos libremente hacen lo que de ellos se espera y como de ellos se espera, y el sistema jurídico funciona porque los jueces libremente deciden como de ellos se espera, pues el uso que hace de su aparente discrecionalidad, de esos márgenes de indeterminación que los enunciados jurídicos le dejan, no es un uso discrecional, sino el uso debido: no deciden como mejor les parece, sino como resulta de la debida ponderación.
                En la economía nos mueve la mano invisible del mercado y en el derecho nos determina la mano invisible de la moral. Cada vez que hacemos lo que nos parece, hacemos lo que debemos, y por eso la economía funciona según su inmanente racionalidad económica y por eso el derecho funciona según su inmanente racionalidad jurídica que es, en el fondo, una racionalidad moral. Somos tan libres como previsibles, y porque somos a la vez libres y previsibles funcionan el mercado y el derecho. Ahí estaría esa especie de analogía estructural entre la teoría económica clásica y la teoría jurídica “clásica”, sea en la versión del positivismo metafísico de la escuela de la exégesis y la jurisprudencia de conceptos, sea en la adaptación casi posmoderna del iusmoralismo principialista. Y siempre con un objetivo inconfeso y aglutinador: que todo siga siendo como debe ser, a base de aparentar que las cosas ya son en todo momento como deben. Cada uno ya tiene lo suyo, sea según las reglas del mercado, sea de conformidad con los principios de la constitución, y toda pretensión social o legislativa de alterar ese orden no solo es antieconómica o inconstitucional, sino que es, ante todo, inmoral. De eso es de lo que, en el fondo, se nos quiere convencer. Y por eso la teoría que mejor se opone a la crítica al derecho vigente es la teoría iusmoralista al estilo del principialismo, pues si las constituciones ya son perfectas en sus contenidos axiológicos, a ver con qué cara se pone usted a reprocharles injusticia a esas constituciones axiológicamente perfectísimas.
               
                No podemos captar bien el panorama si no tomamos conciencia de lo que el constructivismo ético representa para el constitucionalismo iusmoralista de nuestros días. Las teorías de la única decisión correcta en derecho presuponen algún tipo de sintonía entre el sujeto que en derecho decide y ese orden objetivo externo a él. Si el derecho es un sistema normativo que, sea cual sea la materia prima de sus normas (enunciados legales producidos por el legislador racional, conceptos, valores…), contiene una única solución correcta predeterminada para caso litigio (o casi), hará falta que los jueces posean algún atributo o don o cuenten con algún método que les permita dar con esa solución, que dé pie a que esa solución se les manifieste cuando deben sentenciar. En esto, podría quizá decirse que del siglo XIX a hoy hemos evolucionado de la fe a la razón teológica o de (permítaseme la broma) una teología jurídica luterana a una más católica. En el siglo XIX se venía a pensar que bastaba con la fe o que la solución correcta del caso al juez se le hacía presente algo así como por ósmosis. A un juez bien formado, usted lo coloca ante unos hechos y a él se le manifiesta la norma o el concepto sin que deba hacer más que dejarse llevar por su impulso lógico; hechos y normas se acomodan solos, se “aparean” en la conciencia pasiva del juez y el fallo se genera como fruto de esa metafísica síntesis. Como quien dice (y ahora sí ruego disculpas por la figura literaria que voy a usar), el juez pone la cama y allá se las componen la norma y el hecho.
                En cambio, el iusmoralismo actual que abraza la idea de la única decisión correcta y que rechaza o reduce a mínimos la discrecionalidad judicial, es más complejo a la hora de indicar cómo se le vuelve visible al juez esa decisión moral-jurídica que el sistema le brinda para cada caso. Ya no se apela a la evidencia inmediata y el método se torna más complejo. En eso, y en particular en Alexy, es capital la aportación del constructivismo ético. No se sostiene que una elemental operación intelectual o un mero cálculo pueda llevar al juez a descubrir en el sistema jurídico-moral lo justo, sino que el juez ha de hacer abstracción de su subjetividad y, una vez que ha delimitado cuáles son los valores y principios concurrentes, debe preguntarse cómo decidirían ese caso cualesquiera sujetos racionales que no estuvieran sometidos a condicionamientos y limitaciones de todo tipo, sino que se buscaran el acuerdo de la comunidad ideal de habla o del auditorio universal y que no dejaran de argumentar racionalmente con sus interlocutores igual de racionales hasta que se alcanzara el acuerdo sobre la solución mejor, que por ser la solución así racionalmente acordada, es la solución única objetivamente debida. Pues solución correcta para cada caso será aquella sobre la que hipotéticamente podrían estar de acuerdo cualesquiera sujetos que sobre las alternativas decisorias dialogasen en condiciones argumentativas ideales y con pleno respeto a las reglas de la argumentación racional.
                Por tanto, el sujeto de carne y hueso que, como el juez, tiene que dirimir un conflicto que es jurídico sin dejar de ser en su fondo un conflicto moral[10], ha de comenzar en sí mismo planteándose las alternativas decisorias en el caso y ha de salir luego de sí mismo para interrogarse acerca de cómo decidiría él si en lugar de ser él fuera muchos y en lugar de estar cognitivamente limitado como él está, decidiera bajo condiciones de racionalidad perfecta. Y a ese juez que por razón de sus limitaciones fácticas (falta de tiempo, insuficiencia de la información disponible….) y cognitivas (no es un sabio absoluto, tienen lagunas en su formación, prejuicios, sesgos, ideología…) no puede por definición descubrir cuál es la solución objetivamente correcta, se le pide que aplique la solución objetivamente correcta como si la hubiera podido descubrir; y por eso se dice que no tienen discrecionalidad, sino que, el decidir cada caso, está amarrado a la razón objetiva y de él independiente.
                Uno de los más interesantes enigmas de la teoría jurídica alexyana está en cómo puedan conciliarse y combinarse el modelo de racionalidad argumentativa de la decisión judicial que Alexy nos presenta en su Teoría de la argumentación jurídica, con su fuerte inspiración constructivista, y el modelo de ponderación que nos propone a partir principalmente de su obra Teoría de los derechos fundamentales, ya patentemente formalista. Pero, más allá de esa duda sobre la que no me toca extenderme aquí, en Alexy, antes en Dworkin y en todo el constitucionalismo principialista actual está de un modo u otro presente esa idea de que la decisión correcta de cada caso en derecho no solo se encuentra predeterminada en el fondo axiológico del sistema jurídico y es cognoscible a base de seguir cierto proceder metódico que es más propio del razonamiento moral que del razonamiento jurídico-formal o técnico-jurídico, sino que el juez hallará esa solución tanto más, cuanto más sea capaz de abstraerse de sí mismo y sus circunstancias y de razonar como un sujeto genérico, como un decidor perfectamente imparcial, como un ser dotado de razón que consigue pensar sin los condicionamientos de sus circunstancias y de su biografía. De ahí que, desde esos patrones teóricos, se crea que si todos los jueces fueran perfectamente racionales, todos decidirían de modo igual el mismo caso porque, a la postre, la verdad no tiene más que un camino y ese camino es el mismo para Agamenón o para su porquero.
                Para la economía clásica y la primera época análisis económico del derecho, ante estímulos iguales reaccionarán idénticamente todos los sujetos y no serán estadísticamente significativas las divergencias, que se explicarán, si acaso, por ocasionales impurezas o alteraciones muy ocasionales del razonar de los individuos. Para el iusmoralismo de la única respuesta correcta, ante casos jurídicos iguales tendrán igual motivo todos los sujetos para dar con la misma respuesta, que es la que en el fondo del sistema jurídico late y aguarda a ser aplicada, y si los decididores a veces divergen será debido a que existen impurezas en el razonar que ocluyen el camino hacia la verdad objetiva y el orden debido. Porque, a la hora de la verdad, todo el que mentalmente visita el auditorio universal vuelve de allá poseído por la solución justa del caso, que es la que aceptan imparcialmente todos esos individuos ideales que en tal auditorio imaginario argumentan y acuerdan.
                Frente a tan magno optimismo de la razón económica y de la razón jurídica se han elevado voces escépticas. Tal vez la puntilla al modelo de homo oeconomicus de los economistas y de los juristas del primer análisis económico del derecho la ha dado la llamada economía conductual o behavioural economics. En la teoría económica el debate venía de mucho antes y comenzó precisamente a primeros del siglo XX. Por eso, como indicaba al principio, la gran contraposición al hablar de racionalidad de la práctica jurídica y de la decisión judicial se suele presentar entre doctrinas formalistas y realismo jurídico.
                Insisto en que para el derecho continental está mal planteada esa antítesis y en que la contienda es entre racionalismo e irracionalismo jurídico. Así, por ejemplo, Kelsen, que en tantas cosas discrepaba del realismo jurídico empirista de Alf Ross, en su teoría de la decisión judicial se alinea con los irracionalistas, mientras que, sin embargo, autores de hoy como Dworkin o Alexy tendrían que incluirse sin duda entre los racionalistas. Y, por otro lado, aunque sea de pasada hay que recordar que poco o nada tienen que ver las teorías formalistas de la decisión judicial con las teorías formalistas de la validez jurídica. La doctrina kelseniana es formalista en cuanto a la validez del derecho, pero indudablemente antiformalista en su concepción de la decisión judicial y de la praxis jurídica. Su teoría es “pura” en cuanto teoría de la ciencia jurídica, pero radicalmente “impura” al explicar la decisión judicial y cuantas decisiones en el mundo del derecho acontecen. Y bastantes de los iusmoralistas que combaten a conciencia las teorías formalistas de la validez jurídica podrían seguramente ser incluidos entre los que se acercan a una teoría formalista de la decisión judicial. Pues, recordemos, si el contenido de la decisión correcta está de alguna manera predeterminado y es independiente por completo de la voluntad o discrecionalidad del que decide, y si hay un método “formal”, como la ponderación, que vale para extraer con toda o mucha objetividad esa decisión correcta para cada caso, algo o mucho de formalista hay en tal teoría de la decisión judicial[11]. Lo contrario a decisión formalista sería decisión discrecional y si no llamamos formalistas a los iusmoralistas que en su teoría de la decisión judicial niegan la discrecionalidad o la convierten en marginal, habría que buscar un término similar que los describiera.

                El formalismo de la decisión judicial, por tanto, es una dirección de la teoría jurídica que se opone a la afirmación de la discrecionalidad como propiedad insoslayable de la decisión de los jueces, tal como afirman las principales corrientes iuspositivistas del siglo XX, empezando por Kelsen y Hart y siguiendo con Bobbio o Ferrajoli, por no hablar del irracionalismo extremo del positivismo empirista propio de los realistas jurídicos, antiformalistas radicales. El formalismo de la decisión judicial[12] es característica definitoria de las teorías de la única respuesta correcta en derecho. Si en el sistema jurídico está de algún modo predeterminada o prediseñada la solución para cualquier caso, se necesita algún razonamiento “formal” para que quien en derecho decide los casos pueda hacer llegar a su conciencia, a su conocimiento, esa solución externa a él y que él de ninguna manera determina o reconfigura. Podrá ser, por tanto, un cálculo lógico o “aritmético”, un pesaje, una intuición objetiva, o cualquier proceder que afiance la correspondencia objetiva entre el fallo que el juez emite y lo que el sistema jurídico manda que el juez falle, al margen por completo de las preferencias de tal juez.
                Así puestas las cosas, el mayor riesgo se encuentra en la desfiguración de la solución única objetivamente correcta, de resultas de la interferencia de algún factor subjetivo del juez, sea su ideología, sus prejuicios, su interés, su moral personal, etc. El juez será tanto más fiel al resultado objetivo que para cada caso el sistema jurídico le señala cuanto más salga de sí mismo, cuanto menos sea él mismo, como individuo “situado” y condicionado, y cuanto más se comporte como individuo genérico, como sujeto sin atributos individualizadores, como observador radicalmente imparcial, cuanto menos personal y más “mecánica” sea su mantera de ubicarse ente el caso; cuanto más, en suma, consiga el juez colocarse mentalmente en la rawlsiana posición originaria y bajo el velo de ignorancia, o cuanto más sea capaz de imaginarse como uno más de los argumentantes perfectamente racionales del perelmaniano auditorio universal o de la habermasiana situación ideal de diálogo.
                Aquí es donde la teoría de la argumentación jurídica al estilo de Alexy se da la mano con el constructivismo ético. El sistema jurídico, concebido en clave iusmoralista como la de Alexy, prescribe que la decisión judicial sea ante todo justa, y en caso de que haya una tensión fuerte entre las demandas de la justicia y las del derecho “formal”, vencerá la justicia y la decisión plenamente jurídica será, curiosamente, la decisión contra legem, porque como tantas veces resalta Alexy, la decisión jurídica es un caso especial de la decisión práctica general y, por tanto, lo que a la postre busca siempre es la decisión moralmente correcta de cada caso, y gana la moral cuando es fuerte la tensión entre lo que la justicia prescribe y lo que la norma jurídico-positiva manda. Para eso sirven los principios, con su anclaje en valores morales, para justificar como plenamente jurídica la decisión contra legem, la decisión opuesta a la regla legal, presentada como decisión que no nace de una preferencia moral personal del juez o tribunal, sino como objetivo resultado de un pesaje llevado a cabo conforme a los pasos del método ponderativo. Pesar o ponderar principios es una manera de sentar caso a caso cuál es la solución moralmente mejor para el caso jurídico, si la que prescribe la norma positiva que venga al caso o la que mande el principio de raigambre moral que a esa norma positiva en ese caso se opone. Pues no debemos perder de vista que la ponderación es una operación de cotejo moral de opciones decisorias, es un esquema de razonamiento moral, como corresponde a la radicalidad con que, para Alexy, el derecho está al servicio de la moral, y a la rotundidad con la que pretende demostrar que jamás hay que hacer caso al legislador, ni siquiera al más democrático, cuando su solución para un caso choque con las demandas claras de la moral verdadera.
                ¿Cómo puede el juez saber cuál es la solución moral y justa para el caso, a fin de ver si esa solución moralmente correcta cuadra o no con la solución legalmente prevista? Aquí, repito, Alexy ofrece dos opciones que no me parecen muy fácilmente conciliables. La primera y más obvia es la de la ponderación. La otra, la de la racionalidad argumentativa. La ponderación consiste en pesar y aplicar la fórmula del peso, según aquel esquema aritmético que es distinto del esquema lógico de la mera subsunción, pero igualmente formal y formalista.
                La racionalidad argumentativa consiste en exigir que los argumentos en pro de cada solución se manejen no cotejándolos con las preferencias y creencias del juez o individuo llamado a decidir el caso, sino del modo como los considerarían cualesquiera miembros de una comunidad de argumentadores perfectamente racionales e imparciales. Lo que ellos decidirían, en su caso, es lo que debe decidir el juez, que en realidad no es ni puede ser uno de ellos, aunque lo desee y se le pida que lo intente. Ese es el paso que va de Dworkin a Alexy. Mientras que el Hércules dworkiniano es un ideal puramente postulado pero que no se desempeña en ningún sitio, el argumentador racional de Alexy es un humano genérico que vive en la teoría de una sociedad perfecta de argumentadores sin tacha. Hércules es un genio imaginado, pero el argumentador racional de Alexy es cualquiera de nosotros al que postulamos colocado en un contexto que asegure la imparcialidad de su razonamiento; cualquiera de nosotros tal como somos, pero sin biografía, sin ideología, sin prejuicios, sin creencias definidas… Cualquiera de nosotros, como seres con biografía, ideología, prejuicios, creencias, debe decidir los casos, en tanto que juez, como si estuviera “allá” y no aquí, como si fuera perfectamente racional e imparcial en lugar de ser como es. Hay que empezar por intentarlo, luego conviene creérselo y a continuación se decide diciendo que ya está y que así fue.
                Por su parte, las corrientes teóricas de estilo positivista que proclaman la discrecionalidad judicial como elemento ineludible en la decisión, ya sea en medida mayor o menor según los casos, y que, por tanto, se oponen al formalismo de las teorías de la única decisión correcta en derecho (o casi), ponen por delante lo que los otros niegan: la insoslayable influencia de los elementos subjetivos en las decisión judicial. Lo que para los formalistas es un riesgo que no logran ignorar, pero que tratan de desterrar, para iuspositivistas o antiformalistas es una certeza y, todo lo más, se pueden buscar recursos para que esa inevitable discrecionalidad judicial no degenere en incontrolable y fatídica arbitrariedad. En esto es donde podemos apreciar una escala de radicalidad, con su polo más optimista en quienes creen que caben instrumentos que en alguna medida controlen el alcance y los efectos de la discrecionalidad judicial, y con su polo opuesto en los más extremos irracionalistas, para los que ningún modo existe de controlar la libérrima voluntad de los jueces y su poder para decidir cada caso como les dicte su preferencia o como determinen sus vísceras morales, si así se puede decir. Para estos escépticos completos, la única vía que las sociedades tienen para evitar los desastres derivados del supremo poder de los jueces para decidir como quieran y presentar sus decisiones como resultado de lo más objetivo del derecho y sus más recónditos principios consiste en procurar que esos jueces tengan una buena formación, sean socialmente responsables y cultiven una ética personal bien estricta, que los lleve a ser decentes y, en la medida de lo posible, considerados con los intereses del prójimo y no preocupados tan solo con el cultivo esmerado de los suyos propios[13].
                Los que no son tan irracionalistas o escépticos pueden llegar a cierto acuerdo sobre la utilidad de las reglas argumentativas o del modelo de racionalidad argumentativa como herramienta para un cierto control del uso que de sus márgenes de discrecionalidad el juez haga. Tres grupos podríamos mencionar aquí sintéticamente. Los “formalistas” de la única decisión correcta y que se inspiran en Alexy y el constructivismo ético piensan que la racionalidad argumentativa, en cuanto racionalidad imaginada en su ejercicio en una comunidad ideal de hablantes, sirve para mostrar el camino hacia la única respuesta jurídicamente correcta, que es la única respuesta moralmente correcta, a la postre. Que no quede muy claro cuánto de esa decisión jurídica perfectamente objetiva y racional se consigue mediante tal expediente constructivo-argumentativo y cuánto se alcanza a base de ponderar siguiendo los tres pasos por Alexy marcados (tests de idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto), es algo que, repito, no me toca analizar en esta sede; y tampoco podría ir mi análisis mucho más allá de señalar que en Alexy hay dos épocas y que la segunda, la de la ponderación, implica un énfasis formalista que no aparecía en sus primeros tiempos, los de su libro Teoría de la argumentación jurídica.
                Como segundo grupo, habría un positivismo jurídico no radical en su irracionalismo y no necesariamente vinculado al relativismo ético o a posturas antiobjetivistas en metaética. Ese iuspositivismo moderado vería utilidad al modelo de racionalidad argumentativa, no como vía para el hallazgo de la única respuesta correcta, sino como instrumento para detectar decisiones judiciales deficientemente racionales por falaz o insuficientemente argumentadas. Y en el tercer grupo estarían lo que, más próximos a un iuspositivismo empirista de corte realista que a uno normativista, piensan que para nada sirve tampoco la teoría de la argumentación, con su énfasis en ciertos modelos de racionalidad argumentativa, al tiempo de acotar o controlar la total libertad del juez cuando decide como mejor le parece y de justificar su decisión como mejor nos convenza.
                Para los primeros, los iusmoralistas como Alexy, la racionalidad argumentativa es instrumento privilegiado de la razón práctica que manda sobre el derecho y la decisión judicial. Para los segundos, los iuspositivistas no completamente escépticos, la racionalidad argumentativa es un útil práctico para detectar posibles decisiones arbitrarias, aunque no sirva para encontrar o fundar la única decisión correcta en cada caso. Para los terceros, la racionalidad argumentativa es una revitalización de la simple retórica, con la que puede cualquiera que decida presentar seductoramente su decisión, si es hábil en el manejo de los recursos argumentativos.
               
                A mi modo de ver, es indudable que la teoría de la argumentación, tal como la iniciaran precursores como Viehweg, Perelman o Recaséns y tal como se plasma en el “primer” Alexy ha rendido frutos importantes a la teoría de la decisión judicial, al margen de que se esté de acuerdo o no con la tesis del caso especial de Alexy y con su iusmoralismo. Quiero decir que hay un modelo básico de racionalidad argumentativa que es asumible por cierto iuspositivismo o por cualquier teoría no iusmoralista del derecho. Son las bases de esa teoría que compartieron autores en algunos sentidos tan diferentes como Aarnio, Peczenick, Wróblewski, MacCormick, Alexy o Atienza, entre muchos otros. Esa que podríamos llamar teoría básica de la argumentación jurídica ha servido para rehabilitar la lógica formal como instrumento útil para el análisis de la racionalidad de las decisiones judiciales, dentro de su dimensión de justificación interna, según la archiconocida distinción introducida por Wróblewski. También ha impulsado el estudio de las condiciones de uso racional de muy distintos argumentos, interpretativos y no interpretativos, frecuentes en la motivación de las sentencias. Y, por mencionar una tercera utilidad difícilmente negable, la teoría “básica” de la argumentación ha incentivado el estudio en la teoría jurídica de las falacias y su uso y su papel en el razonamiento jurídico.
                Muy en particular, desde los patrones de la teoría de la argumentación se ha motivado una importantísima evolución en lo referente a los hechos y su prueba, poniendo un énfasis muy conveniente en la relación entre la selección de los hechos del caso, la prueba de los hechos del caso, la valoración de tal prueba y la argumentación de dicha valoración. Creo que se puede afirmar que ha sido el modelo de racionalidad argumentativa básica el que ha ayudado de modo decisivo a superar aquel viejo mito de que la libre valoración de la prueba equivalía a valoración no argumentada de la prueba. La crítica a aquellos esquemas superados y la teorización mejor de lo que, en el contexto del debido proceso, implica argumentar sobre hechos y pruebas, las ha hecho de modo ejemplar Perfecto Andrés Ibáñez, de la mano de sus autores inspiradores, Luigi Ferrajoli y Michele Taruffo.
               
¿Basta argumentar y motivar correctamente o hay que preocuparse también de los sesgos cognitivos del juez que valora las pruebas?
                En lo que sigue voy a asumir que sí existe discrecionalidad judicial y que tal discrecionalidad tiene uno de sus campos de acción inevitables en lo referido a la valoración de las pruebas, entre otras cosas atinentes a los hechos, como la selección de los que cuentan como relevantes para el caso, en la aprobación o rechazo de las pruebas propuestas por las partes, en la decisión de ordenar o no más pruebas, cuando el juez tiene esa potestad en el respectivo proceso, etc. Me voy a ocupar solamente del problema de la decisión judicial referida a valoración de la prueba y a las condiciones para su racionalidad. En concreto, trataré del lugar que en la teoría sobre tales temas debe tener el estudio y tratamiento de las heurísticas y los sesgos cognitivos del juez.
                Pero antes voy a referirme a una cuestión teórica que nos devuelve al tema de la única respuesta correcta en derecho. Fijémonos en que cuando hablamos de la única repuesta correcta, solemos aludir a la solución final que para el caso dicta el sistema jurídico, desde su fondo normativo. Pero un caso se compone normalmente de una relación entre hechos y normas que califican esos hechos o deciden sobre el conflicto que respecto de ellos se plantea. Por lo que la decisión de un caso resulta de dos decisiones previas, la atinente a la verdad de los hechos y la referida a la correcta solución normativa para el problema que con esos hechos o a partir de ellos se suscita. En otras palabras y con un ejemplo muy sencillo, en un caso penal de homicidio, lo primero que se debe decidir para poder decidir a fin de cuentas el caso, es si de hecho hubo o no homicidio y si lo cometió el acusado y en qué circunstancias fácticas, y todo eso se decide sobre la base de pruebas y su valoración por el juez o jurado.
                Pues bien, podríamos preguntarnos si respecto de la predecisión o decisión parcial referida a la prueba de los hechos hay o no una única decisión correcta. Y la hipótesis más evidente consiste en decir que sí: decisión judicial objetivamente correcta sobre los hechos, y la única materialmente correcta, es la que coincida con la verdad de los hechos. Cuando en un proceso judicial se discute si aconteció en verdad el hecho H y el juez valora las pruebas al respecto y concluye que H sí aconteció, por ser suficientes y suficientemente concluyentes (según el estándar probatorio que rija en el respectivo proceso) las pruebas al respecto, esa decisión del juez solo será materialmente correcta si en verdad, de hecho, H aconteció. E, inversamente, si el juez decide, sobre la base de su valoración de las pruebas presentadas, que H no aconteció, su decisión solo será materialmente verdadera si H no aconteció.
                En otras palabras, el enunciado que en la sentencia se pueda contener significando “es verdad H” solo será materialmente correcto si es verdad H; y el enunciado de la sentencia “no es verdad H” solo será materialmente correcto si no es verdad H. En el lugar de H póngase, por ejemplo, “Juan mató a Antonio”. 
                Ahora bien, no solemos leer en las sentencias enunciados del tipo “es verdad H”, al menos cuando H es un hecho en el proceso relevante y en el proceso discutido. Más bien lo que vemos son enunciados del tipo “está probado H” (o “ha quedado probado H”) o “no está probado H” (o “no ha quedado probado H”). Y la cuestión de relieve es esta: ¿puede considerarse correcto, en una sentencia, el enunciado “está probado H” si resulta que materialmente no es verdad H? ¿Y puede tenerse por correcto, en una sentencia, el enunciado “no está probado H” si materialmente sí es verdad H?
                Creo que la respuesta a las anteriores preguntas es afirmativa y que no puede ser de otra manera. Lo cual se debe al juego ineludible de la discrecionalidad judicial al valorar las pruebas, sin que eso nos permita sostener que esa discrecionalidad es ejercicio de un juicio arbitrario o en ninguna medida controlable. Y tampoco se trata de negar que en el proceso judicial se persiga como objetivo fundamentalísimo la verdad sobre los hechos y decidir en consonancia con la verdad de los hechos. Lo único que estoy indicando es que no siempre que una decisión judicial no se corresponde con la verdad de los hechos estamos ante una decisión judicial incorrecta, al menos jurídicamente incorrecta.
                Materialmente incorrecto no es sinónimo de normativamente incorrecto. Imaginemos que un sujeto quiere salvar a diez sujetos que están a punto de perecer violentamente. Ese ciudadano está ante dos cables, uno azul y uno rojo, y tiene un minuto para decidir cuál corta. Si acierta y corta el que está unido a un explosivo que matará a aquellas personas si estalla, dichas personas se salvan; si yerra, esas personas mueren. Él tiene un propósito de carácter normativo, pues quiere salvarlas porque estima que eso es lo moral o jurídicamente debido. Pero el éxito de su objetivo depende de que acierte o no sobre una cuestión puramente empírica, la de cuál es el cable conectado al explosivo. Ese será el que sea, no el que a él le parezca, con mejores o peores opiniones.
                Supóngase que quien se encuentra en esa tesitura de nuestro ejemplo tiene toda una serie de indicios razonables que le hacen pensar, con una probabilidad del noventa por ciento, que el cable unido al explosivo es al azul y que, por tanto, ese es el que tiene que cortar. Cualquier persona en su lugar decidiría cortar el azul en tal caso. Así lo hace, y falla. Su decisión materialmente fue incorrecta, ya que resultó falso el enunciado de base, el de que “el cable ligado al explosivo es el azul”. Sin embargo, creo que a ninguno se nos ocurriría mantener que su decisión fue incorrecta desde el punto de vista normativo. Hizo lo normativamente correcto aunque materialmente no fuera su decisión la correcta.
                De parecida manera, el juez que valora las pruebas busca que su juicio sobre los hechos sea verdadero, pero cuando los hechos son en el juicio discutidos con algún fundamento, ese juez va a tener que decidir sobre ellos bajo una incertidumbre similar a la del personaje de nuestro ejemplo de los cables y el explosivo. El sistema jurídico pone abundantes medios para que las más de las veces coincida el juicio judicial sobre los hechos con la verdad de los hechos, pero ni puede garantizar ciento por ciento esa coincidencia ni es tal coincidencia el objetivo único del sistema o el que más valora. Por eso hay ciertas reglas probatorias para resolver las dudas del juez sobre los hechos y por eso los sistemas jurídicos sientan reglas para que excepcionalmente se decida de modo contrario a la verdad sabida sobre los hechos.
                Lo primero se relaciona con los estándares de prueba que operan en cada rama de lo jurídico. En el ámbito penal, el estándar de más allá de toda duda razonable supone que basta la falta de certeza subjetiva del juez sobre la autoría o culpabilidad del reo para que haya de optar por su absolución. Viene a ser como si al individuo de nuestro ejemplo de antes se le dijera que siempre que no esté seguro por completo de cuál es el cable corte el rojo. En virtud de tal regla probatoria, que es la consecuencia de la vigencia de la presunción probatorio y que se manifiesta también en la idea del in dubio pro reo, la duda exonera al juez de tener propiamente que decidir sobre el fondo de los hechos, pues su absolución no significa “decido que no lo hizo”, sino simplemente “absuelvo porque no estoy completamente seguro de que sí lo hizo”. Tal decisión será plenamente correcta si al juez le restaba una duda y si esa duda era mínimamente razonable, y en este caso apreciamos que la decisión “no queda suficientemente probado H” no es sinónima ni pretende serlo de “no es verdadero H”; y, sobre todo, vemos que la decisión “no queda probado H” puede ser completamente correcta, desde el punto de vista normativo, aunque materialmente sea verdadero “H”.
                En segundo lugar, hay que recordar sucintamente que también puede ser normativamente correcta la decisión absolutoria de un acusado penal, como si no fuera verdadero “H”, cuando el juez sabe con total y absoluta certeza que sí es verdadero “H”. Así ocurre cuando todas las pruebas relevantes de H son absolutamente demostrativas y totalmente ilícitas, en cuyo caso el juez tiene que absolver de la acusación por H a quien sabe que es el autor culpable de H.
                Con similar claridad se ve en otros ámbitos del derecho que, aunque el proceso judicial persiga la verdad, importa más decidir los casos que decidirlos siempre y solamente con arreglo a la verdad. Así, cuando en la mayor parte de los campos del derecho privado rige la regla probatoria de la opción más probable se está admitiendo una mayor distancia posible entre la corrección normativa de la decisión y la verdad material de la decisión.
                ¿Qué nos indica todo esto? Pues que postular la única decisión judicial correcta, en este caso sobre los hechos, invita a la melancolía o es un bonito ejercicio de idealismo iusfilosófico, pero poco ayuda en la práctica, donde las decisiones las toman los jueces bajo incertidumbre, sea incertidumbre sobre el acaecimiento de hechos o estados de cosas, sea incertidumbre sobre lo normativamente preferible dentro de lo normativamente posible. Respecto de los contenidos de la norma aplicable al caso, podrán los expertos en ética glosar las ventajas del realismo moral o el objetivismo moral, pero el juez no es un decididor moral bajo condiciones ideales, sino un agente del estado que sentencia casos en contextos decisorios no ideales (por ejemplo por falta de tiempo o deficiencias de la información disponible) y bajo límites normativos que no afectan al razonador puramente moral, empezando por el principio de vinculación del juez a la ley (en el sentido de su vinculación a la semántica y la sintaxis de los enunciados de  derecho positivo), sacrosanto en un stado que merezca llamarse estado de derecho.
                Y en lo que concierne a la decisión sobre los hechos del caso y su prueba, podrá el físico o el historiador decir que fue lo que materialmente fue, pero el juez a veces no puede llegar a saber con certeza incontestable o plenamente científica lo que materialmente fue, pero tiene que decidir de todos modos y poco sentido tendrá que digan que no fue la única decisión correcta la suya aquellos que tampoco están en condiciones de saber lo que materialmente pasó. El creyente dirá que Dios sí sabe cuál es la solución que el caso merece y qué fue lo que en verdad pasó. Pero que siga habiendo iusfilósofos que se sienten como Dios y pretenden que el juez les haga caso a ellos parece más bien un ejercicio de reprochable soberbia o la manifestación de algún simpático desarreglo de la personalidad. Al ciudadano corriente le da a veces por pensar que él es la reencarnación de Napoleón, pero a más de cuatro filósofos del derecho eso les parece poco y se sienten el mismísimo Dios y, como Dios, omniscientes y omnipotentes: ellos conocen qué pasó y saben qué es lo justo, y porque lo saben lo mandan y por ser ellos quienes son.
               
                Pasemos ahora a lo más serio y enfrentémonos con el problema de los defectos cognitivos que pueden afectar a la decisión judicial referida a los hechos y su prueba. El juez valora las pruebas y se le pide que en la motivación de la sentencia no solo exprese el resultado de esa valoración, sino que la fundamente. Más allá de cuál sea la medida en que esa exigencia de valoración pueda contribuir a aumentar el grado de racionalidad del razonamiento judicial sobre los hechos y su prueba o de en qué grado las deficiencias de la argumentación judicial ayuden a fundar sospechas de falta de objetividad o errores en el proceso intelectual del juez al apreciar los hechos y las pruebas, hay un problema anterior referido a cómo se forman esas convicciones en la mente del juez y en qué medida pueden estar influidas o determinadas por prejuicios o sesgos inconscientes.
                Sabido es que el realismo jurídico forjó aquel lema de que el juez primero decide y después motiva. Existen en algunos países abundantes estudios empíricos que acreditan que, en efecto, es muy importante el componente intuitivo o de corazonada en la labor judicial, sin perjuicio de que ese elemento intuitivo tan influyente sea luego racionalizado mediante la argumentación de la sentencia. Durante mucho tiempo se vio en esto una seria objeción para la racionalidad de la decisión, si bien desde las filas de la teoría de la argumentación se ha hecho ver a veces que no es tan relevante el origen de la decisión como la calidad de los argumentos que la sostienen, de manera que poco importa que la primera iluminación en la conciencia del juez provenga de una corazonada o una especie de aprehensión espontánea, con tal de que luego los argumentos sean válidos, sólidos, coherentes y convincentes. También un médico experto puede hacerse una idea muy rápida o intuitiva de la dolencia que aqueja al paciente, pero no por eso deja de ser válido y racional el diagnóstico si luego se confirma con ulteriores análisis.
                El gran reto actual para la teoría de la decisión judicial lo plantea la psicología cognitiva, y concretamente los avances en materia de heurísticas y sesgos. Aquí es donde podemos una vez más emparentar la teoría económica y la teoría jurídica en razón del modelo de decididor que manejen. Decíamos que la teoría económica clásica se apoyaba en el presupuesto de seres humanos racionales que responden de modo objetivo y previsible a estímulos como las alteraciones del precio de los productos, siempre con el propósito de maximizar su utilidad individual y nunca dispuestos a provocarse un perjuicio en tal utilidad si pueden evitarlo. En paralelo, la teoría jurídica supone un juez que aplica el derecho a base de observar con objetividad los hechos o de valorar de modo igualmente objetivo, imparcial y desinteresado las pruebas de los hechos, así como de sopesar las alternativas normativas para esos hechos haciendo gala de las virtudes que la ética judicial predica para el buen juez, empezando por una exquisita imparcialidad. Pero los avances en la psicología cognitiva aplicada a la economía, a partir de los estudios pioneros de Herbert Simon, primero, y, más tarde, de autores tan decisivos como Kahneman, Tverski, Thaler o, entre los juristas, Sunstein, han provocado una verdadera revolución que dio lugar al paso de la economía clásica a la llamada economía conductual y que, en el campo jurídico, marca la transición del análisis económico del derecho de corte clásico al llamado bahavioural law and economics. Expliquemos muy resumidamente las claves de esa mutación.
               
               
               
               
               
               
               
               
               





* Este texto es la base de mi aportación el seminario que sobre la obra teórica y práctica de Perfecto Andrés Ibáñez se celebró en la Universidad de Oviedo el 15 de marzo de 2018. Agradezco la invitación al impulsor del seminario, Benjamín Rivaya, y a las entidades organizadoras.
[1] Habría una diferencia significativa si, por ejemplo, existiera la creencia de que son medicinales las aguas de un mar más frío.
[2] Multiplicada la pena por el índice de probabilidad de su imposición final. Ese es el planteamiento “clásico” del análisis económico del derecho penal.
[3] No se olvide que el BGB entra en vigor el 1 de enero de 1900.
[4] Pero no según las pautas de lo que llamaría Kelsen un sistema dinámico, sino de una especie de sistema estático en el cual cada concepto inferior deriva sus contenidos de un concepto superior y en cuanto concreción o adecuación del mismo para un ámbito más concreto.
[5] Cosa diferente es lo que siguió (¿y sigue?) sucediendo en las facultades de derecho, en las que la gran mayoría de los profesores ni suelen ser influyentes ni destacan por estar muy informados, y donde la idiosincrasia jurídica decimonónica perduró mediante una organización de la enseñanza a medida de la vieja concepción de lo jurídico, como síntesis de la razón u objeto de un aprendizaje acrítico, memorístico y cuasireligioso, con la bien conocida aproximación de la dogmática jurídica a la dogmática teológica y un inevitable descrédito de toda pretensión de cientificidad, racionalidad o mera utilidad de unas disciplinas jurídicas cultivadas con celo de sacristán más que con maneras de científico social. De hecho, la mayor parte de los profesores de derecho, aun hoy, nada saben de ciencias o disciplinas que no sean esa tan pedestre que enseñan, y aun de esta, poco, desenfocado y bastante inútil.
[6] Recordemos que ese precepto dice que “La dignidad humana es intocable (unantatsbar)”.
[7] Un buen ejemplo lo puede ofrecer la famosa sentencia en el caso conocido como Berufsverbot, de 1975.
[8] Creo que todavía no se hablaba de principios constitucionales implícitos; eso llegó más tarde.
[9] Aunque quedan pocos porque, para sus propósitos, ya no les hace falta ser iusnaturalistas, les basta hacerse principialistas y marcar los tiempos de la ponderación.
[10] Esto significa la llamada “tesis del caso especial” de Alexy.
[11] Oigamos a Alexy sobre el peculiar formalismo de la ponderación: “Comenzamos con la pregunta de si existe una estructura formal de la ponderación que sea en algún sentido similar al esquema general de la subsunción. La respuesta que podemos dar ahora es positiva. A pesar de algunas diferencias importantes, la semejanza es sorprendente. En ambos casos se puede identificar un conjunto de premisas de las cuales es posible inferir el resultado. Ni la fórmula de la subsunción ni la fórmula del peso contribuyen de manera directa a la justificación del contenido de esas premisas. En esa medida, ambas son completamente formales. Pero esto no tiene por qué aminorar el valor que hay en identificar la clase y la forma de las premisas que son necesarias para justificar el resultado. No obstante, la relación entre las premisas y el resultado es diferente. La fórmula de la subsunción representa un esquema que funciona de acuerdo con las reglas de la lógica; la fórmula del peso representa un esquema que funciona de acuerdo con las reglas de la aritmética” (Alexy, R., “Sobre la ponderación y la subsunción. Una comparación estructural”, trad. de Johanna Córdoba, Pensamiento jurídico, 16, 2006, p. 109). Ese peculiar formalismo de Alexy lo destaca por ejemplo Moreso: “Mientras la subsunción es un esquema que trabaja con arreglo a las reglas de la lógica, la ponderación trabaja de acuerdo a las reglas de la aritmética”. (Moreso, J.J, “Alexy y la aritmética de la ponderación”, en García Manrique, R. -ed.- Derechos sociales y ponderación, Madrid, Fundación Coloquio Jurídico Europeo, 2ª ed., 2009, p. 230).
[12] No de la teoría de la validez jurídica, repito.
[13] Sirva como ejemplo de este enfoque lo mucho que sobre la selección de los jueces de entre los juristas más expertos y mejor formados y de entre los más decentes de ellos escribieron, los autores de la llamada escuela de derecho libre, con Ernst Fuchs a la cabeza, en Alemania en los comienzos del siglo XX.

1 comentario:

  1. Interesante, pero hssta aqui no logré establecer quienes son los más formalistas, imagino en el conjunto del trabajo será claro.
    Si bien las normas disuaden pero en ciertos casos llegan a tener efecto disuorio cero, por ejemplo en sistemas juridicos donde no hay acumulacion de penas matar a uno o mas se aplica la misma pena.
    Muy acertado en relacion a la unica respuesta correcta y la indeterminación del derecho. Sobre el mismo Dunca Kennedy escribio bastante. El trabajo en general buena un analisis poco común entre los juristas poco amigables con la interdisciplinariedad.

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