(Este es el primer borrador de la primera parte de un trabajo que, como el título indica, quiero que tenga dos partes. En la segunda, pendiente, trataré de explicar qué hizo y que decía la penalística de la República de Weimar y en qué medida participaban aquellos penalistas académicos de la afición general de tildar de autoritaria y falsa la República y de quejarse por todo, abonando así el camino a los nazis; y qué dijeron después del 33 aquellos penalistas que de la República de Weimar echaban tantas pestes y que tan impura veían su democracia. Sin olvidar, por supuesto, las opiniones de la época sobre el intento de golpe de Estado de Hitler en 1923 y para comprobar cuántos afirmaron que Hitler iba a ser encarcelado por sus ideas. Todo ello por si aun podemos aprender algo nosotros aquí y por si acaso.
El tono, como se ve, es por el momento más propio de blog que de revista sesuda. Por eso es probable que más adelante se me pasen las ganas de publicarlo en revistas en las que se suda y no se divierte uno. Toca ir dejando ese tipo de publicaciones para los profesores de agencia).
SOBRE DERECHO PENAL AUTORITARIO Y
SOBRE PUNITIVISMO. BASES ANALÍTICAS Y UNA PEQUEÑA CALA HISTÓRICA.
Juan Antonio García Amado
No
son pocos los penalistas de hoy que muestran su preocupación por la ola de
punitivismo y por los ribetes de exceso que cada tanto el Derecho penal
adquiere en algunos países. Comparto esas preocupaciones en alta medida, pero a
veces dudo de la hondura o de la congruencia de algún que otro tratadista. Por
eso en esta exposición querría empezar por algunas propuestas conceptuales y
analíticas, para después pasar a como se ve el problema de fondo si echamos
mano de la historia, y en particular de algunos elementos de la historia de la
doctrina penal no demasiado conocidos entre nosotros.
1. Algunas propuestas sobre definiciones y
conceptos.
Voy
a intentar dar un sentido algo preciso a unos cuantos términos de los que
usamos a menudo en nuestros debates político-penales, y lo haré con la
intención, además, de que alcancemos cierta precisión, para que así sea posible
que expresemos cualesquiera posturas, pero lo hagamos sin incurrir en falacias
más que notables o en llamativas incongruencias valorativas; o, dicho de un
modo más coloquial, para que se nos vea de una vez por todas el plumero cuando
lo andamos exhibiendo por ahí con excesiva alegría.
1.1. Autoritarismo.
Si
vamos al diccionario de la RAE y buscamos “autoritarismo”, damos con dos
acepciones. Según la primera, se trata de la “Actitud de quien ejerce con
exceso su autoridad o abusa de ella”. De acuerdo con la segunda, el
autoritarismo se predica de un “Régimen o sistema autoritario”.
Ya
que aquí no parece que nos interese hablar de rasgos de la personalidad
individual, sino de condiciones objetivas de ciertos sistemas penales, diríase
que nos concierne antes que nada la acepción segunda. Así que buscamos
“autoritario” y leemos cinco acepciones, de las que creo que nos importan
especialmente tres: una, la que dice que autoritario es lo que “se funda en el
principio de autoridad”; en la acepción segunda, “autoritario” se dice del
“partidario del autoritarismo político”; en tercer lugar, autoritario se dice
“de un régimen o de una organización política: que ejerce el poder sin
limitaciones”.
Si
introducimos “autoritarismo” en el buscador de Google, nos surgen estos dos
significados: uno, “Régimen político que se basa en el sometimiento absoluto a
la autoridad”; dos, “Abuso que hace una persona de su autoridad”.
No
es momento para dar muchas vueltas a todo esto, pero sí convendrá recordar que
todo Derecho penal se apoya en y presupone una autoridad, que en nuestro tiempo
es una autoridad estatal básicamente[1].
Y cuando no fue la forma jurídico-política del Estado moderno, fueron otras
maneras de organización social y jurídico-política. Más allá de leyendas sobre
paraísos originarios y arcadias idílicas, no ha habido sociedades humanas sin
normas que respaldaran ciertos elementos básicos de la convivencia o la
vivencia de determinadas reglas de organización y reparto sin apoyo en castigos
que más o menos se aproximan a lo que hoy se conoce como penas, como castigos
penales. Que a alguno prefiera que lo azoten a que lo encarcelen o que lo
expulsen del territorio de la comunidad antes que encerrarlo en una celda ya
será cuestión de gustos, pero penas o formas primarias de las penas lo son
todas esas reacciones sociales a ciertos ilícitos comunitariamente tenidos por
graves. Y tampoco cambia la esencia de la que hablamos por el hecho de que
tales castigos se apliquen por un tipo de juez o autoridad u otro, o con base
en normas escritas, en la tradición o en el sentido de la medida de algún
anciano o jefe tribal.
Así
que, en conclusión y de manera poco menos que trivial, decir Derecho penal
autoritario tiene algo de tautológico o de redundante. Pero cuando usamos tal
expresión en nuestros debates o en la doctrina penal estamos incluyendo un
elemento adicional que nos “destautologiza”: la legitimación política del
Estado de turno y, con ello, de los contenidos del Derecho penal de ese Estado.
Al menos formalmente o en teoría, reconocemos hoy casi todos que el sistema de
legitimación política aceptado y compartido es el de legitimación democrática,
que pone su primer pilar en el concepto filosófico-político y constitucional de
soberanía popular y que desarrolla esa idea mediante una serie de reglas
procedimentales que configuran lo que llamamos deliberación democrática y
legislación democrática. Sobre esa base y en la medida en que conjuntamente
asumimos esos presupuestos filosófico-políticos y constitucionales, al decir
Derecho penal autoritario estamos aludiendo a que todo o parte relevante de las
normas del sistema penal del Estado de referencia adolece de una deficiencia
importante en su legitimación, en tanto que legitimación democrática. Son
normas penales autoritarias, pues, porque no son normas penales democráticas.
¿Qué
puede hacer que no sean debida o suficientemente democráticas las normas
penales? Se me ocurren dos posibles razones; o dos y media, si queremos decirlo
así:
a)
Las normas penales en cuestión no han sido elaboradas en el seno de un régimen
democrático y con respeto a los presupuestos y procedimientos habituales en lo
que hoy llamamos un Estado constitucional y democrático de derecho. Por
ejemplo, si decimos que el Derecho penal chino es autoritario, a lo mejor es
por eso. Si decimos que lo son el Derecho penal español o el alemán, o no es
por eso o es que hemos emprendido una tenaz campaña de legitimación de las
democracias actualmente en ejercicio, ya se deba la campaña a convicción, a
precio (en una de estas, hasta nos pagan los chinos; o los saudíes) o a algún
otro interés íntimo o grupal.
b)
Las normas penales del Estado de que se trate castigan conductas que son
imprescindibles para que pueda ejercitarse sustantiva y realmente la democracia,
de modo que la represión de esas conductas merma el carácter democrático de ese
Estado y, en idéntica proporción, lo acerca a un Estado autoritario.
No
es nada imposible encontrar hoy estados que mantienen formalmente en vigor
impolutas constituciones democráticas, normalmente copiadas de Alemania y
cuatro sitios más, pero que se las saltan a la torera a base de convertir en
delictivos comportamientos que con las constituciones de ese tipo en la mano
solo pueden calificarse de ejercicio básico de derechos fundamentales. Por
ejemplo, informar sobre sucesos de la vida política o sobre aspectos relevantes
del obrar de los políticos, viajar por distintas partes del Estado o salir de
él, acudir a los tribunales para presentar demandas sobre intereses propios,
expresar opiniones políticas…
Si
vamos a la España de ahora mismo, ahí tendríamos el debate sobre cuánto de
autoritario, por esa razón, hay en la normativa penal que castiga ciertas
expresiones a base de meterlas dentro de una extensivamente interpretada noción
de “apología del terrorismo”, o que pena como delitos de odio algunas
manifestaciones que son pura exposición de opiniones, por mucho que estas
puedan parecer políticamente incorrectas o francamente deleznables y propias de
cabezas de chorlito más necesitados de vuelta a la escuela elemental que de
billete para la cárcel. Eso sí, permítaseme una puntualización ínfima: si
abogamos por la despenalización de expresiones del tipo “muerte a los galgos”,
despenalicemos también la de “muerte a los podencos”, y si no queremos que se
castigue al que vaya por ahí escribiendo que no existió el Gulag, que
igualmente se deje impune al que niega el holocausto y los campos de
exterminio. El derecho penal es un juego muy serio, para adultos, y para
cultivarlo conviene haber rebasado lo que un freudiano clásico llamaría a la
fase anal del desarrollo moral. Con perdón por lo de anal, pero pídansele las
cuentas a Freud, si acaso.
c)
En un Estado constitucional y democrático de Derecho que lo sea y quiera serlo,
hay control de constitucionalidad de las leyes, y ese control, sea con las
variantes que sea (el mismo poder judicial o un órgano constitucional
específico, control difuso o control concentrado…) lo ejercen jueces o
magistrados independientes del poder político, del mismo legislativo que
controlan y muy especialmente del ejecutivo; y de los partidos. Recordar tales
evidencias se antoja relevante porque al controlar la constitucionalidad de la
legislación (y de la normativa infralegal, por supuesto), ese “guardián” por
definición ha de velar por estos dos aspectos: que no se desnaturalicen las
reglas del juego democrático que la Constitución establece y que no se vulneren
los derechos fundamentales en la Constitución recogidos y protegidos, y muy en
especial aquellos que pragmáticamente son condición de posibilidad de una
democracia deliberativa y de un sistema electoral libre.
Quedará,
en los márgenes del asunto, la cuestión tan importante de hasta qué punto debe
el Estado constitucional y democrático permitir el ejercicio pleno y radical de
ciertos derechos, empezando por los de expresión y por los políticos, a los
individuos y grupos que patentemente quieren acabar con el orden constitucional
democrático mismo. Baste jugar a los viajes en el tiempo y pensar si, con lo
que hoy sabemos, tendría sentido que retroactivamente nos planteemos si no
habría tenido la República de Weimar que poner más de cuatro cortapisas a
Hitler y sus infames bastardos (ya puestos a ejercer derechos fundamentales,
aquí tienen los míos; y tengo más).
Pero,
fuera de esos problemas extremos, queda de sobra claro que hay derechos
constitucionalmente establecidos que no se pueden negar desde la legislación, y
que para protegerlos están los magistrados y jueces a los que corresponde el
control de constitucionalidad. Sin pasarse, claro, porque como confundan las
constituciones con sus gustos, nos hacen una constitución a medida de sus
intereses y al gusto de sus psicopatologías.
Y
eso, con órganos de control y constitucionalidad en su sitio, independientes y
decentes, tiene también su margen de discrecionalidad, pero se acepta en buena
lid, porque alguien tiene que arrimar las puertas cuando quedaron abiertas y
entra el frío. Menciono de pasada un ejemplo bien simple. En España se está
ahora en pleno debate sobre si será o no constitucional la pena, recientemente
introducida (estos días se acaba de dictar la segunda condena a una pena tal),
de prisión permanente revisable, y la duda viene de que el artículo 25 de la
Constitución dice que las penas privativas de libertad tienen que orientarse a
la reinserción social del preso[2].
Parece obvio que la cadena perpetua sería en España inconstitucional y que las
penas temporalmente limitadas son constitucionales, pero respecto del truquillo
de lo ilimitado que se puede limitar no podemos estar seguros y hay que esperar
a que esa vía de agua la cierre el TC; que ya tarda, por cierto, porque se ve
que anda en otras averías o le cayó el caso en vacaciones.
Concluyamos
sobre el concepto de autoritarismo. En caso de que el anterior panorama
analítico no esté desencaminado, si yo afirmo ahora que el Derecho penal del
Estado E es autoritario, estaré sosteniendo que o bien en E la democracia no existe
por no ser E en verdad un Estado democrático, o bien en E la democracia no
funciona porque, aunque E se configure formal e institucionalmente como un
Estado democrático, en la práctica no se respetan en E aquellos derechos
fundamentalísimos sin los que no es posible un auténtico ejercicio social de la
democracia, en libertad y con los insoslayables presupuestos deliberativos. Lo
cual, además, habrá que entender que ocurre porque los órganos
constitucionalmente habilitados para defender los derechos fundamentales y
velar por la integridad de la Constitución no desempeñan su papel, bien sea
porque no son independientes de los otros poderes, bien porque van a lo suyo y
aprovechan su poder como guardianes para dar un golpe de estrado y hacer pasar
por contenido constitucional lo que a ellos les da la gana, echándose al monte
y al grito de ancha es la Constitución e insondables sus principios y valores.
Pues
ahora apliquemos todo esto con unos ejemplos. ¿Era autoritario el Derecho penal
nacionalsocialista? Hombre, pues sí y no hace mucha falta demorarse en el
encaje en las distinciones de hace un momento. ¿Y el de la Rusia soviética?
Pues igual. ¿Y el de la España de Franco? También. ¿Y el de la Venezuela de
ahora mismo? Yo diría que otro tanto, pero a lo mejor ya se nos tuerce algún
bigote en este caso. ¿Y el Derecho penal español de este momento es
autoritario?
Yo
sostendría que no, pero vendrán jóvenes (algunos solo de espíritu, pero de
espíritu muy jóvenes) populistas de tres en fondo a decirme que estoy muy
equivocado. Les preguntaré, con el poso y reposo que dan los años bien asumidos,
en qué apartado de los anteriores se encuadraría al caso español y me dirán que
no están los tiempos para zarandajas. Los jóvenes populistas son personas de
acción; de acción retórica, pero mucha. Así que voy a seguir sin ellos como si
fuéramos todos mayores y medianamente serios; y que me disculpen. Pero que no
se me olvide luego hablar alguna cosa sobre el populismo penal.
En
el fondo, usted, amigo lector, y yo mismo, y porque somos del gremio académico
o ahí le andamos, sabemos que hay otra manera más sutil y frecuente de
calificar de autoritario un Derecho penal como el español de estos tiempos (o
el alemán, o el italiano, o el francés, o el chileno, o el colombiano, o el
peruano…). Se trata de admitir que la democracia funciona, pero que la gente
falla mucho cuando vota. Como dirían muchos de mis queridos estudiantes, esto
es por ejemplo cuando uno insiste en que las normas y las instituciones
democráticas funcionan, sí, pero que eso que decidió el parlamento con todas
las de la ley y hasta con las de la Constitución es puro fascismo. Esa forma de
ser y de pensar se llama elitismo intelectual y no es vicio poco común entre
los profesores de Derecho; cabe que hasta algún que otro penalista esté
aquejado.
De
vez en cuando damos con penalistas que dicen que esas normas penales, aprobadas
según los cánones constitucionales y controladas por cortes constitucionales
que no están del todo mal, son autoritarias (o fascistas) aunque la mayoría las
respalde con su voto o el de sus representantes y aunque no choquen con la
dicción constitucional. Y que los votantes mismos de los partidos mayoritarios
son autoritarios (o fascistas) también; ellos son autoritarios porque votan
normas de esas, y las normas así son autoritarias porque gustan a los electores
autoritarios que las votan. En suma, autoritarios penales son los que votan
normas penales autoritarias y normas penales autoritarias son las votadas por
el electorado autoritarios. Una sustancia única, dos manifestaciones.
Autoritarismo penal es el régimen penal hecho a medida de ciudadanos
autoritarios, que son mayoría, y compuesto en consecuencia de normas penales
autoritarias. Y luego estamos, en minoría siempre doliente, los selectos
incomprendidos.
Esa
noción de derecho penal autoritario ni es seria ni lo pretende. Es una
herramienta para el combate político y como tal hay que entenderla y
disculparla. O una forma de venirse arriba el académico bajito. Kelsen soñó con una dogmática jurídica pura y
supongo que en su sueño encuadraba también a los penalistas teóricos, los
profesores. Los de su tiempo no lo eran mucho (y de eso contaremos más
adelante), pero ni se imaginaba a muchos de los de ahora. Hay penalistas tan
impuros, que asumen el encargo de redactar la nueva reforma penal que toque, la
redactan, cobran, y luego dicen que son unos autoritarios todos los que la
votan. Si no è vero…, poco le
faltará.
Tampoco
es muy serio cuando contenidos idénticos de la normativa penal son
alternativamente tildados de autoritarios o de ejemplarmente democráticos en
razón del partido que gobierne o del régimen político que se haya establecido
en el Estado en cuestión. A veces a los profesores nos pasa como a los falsos
expertos en vino, que nos enseñan el producto y nos equivocamos por completo si
no le vemos la marca. A más de uno me conozco yo que si le presenta una norma
venezolana con la denominación de origen bien visible le explica que es Derecho
penal progresista, pero si le tapa el letrero y le hace creer que es de aquí,
brama que eso es fascio punitivo y represión paleocapitalista. Pero no hemos de demorarnos más en tales resabios
más propios de gañanes y buscavidas que de sesudos expertos con doctorados
alemanes.
El
problema es que tendemos a confundir el autoritarismo con el punitivismo. Así
que vamos con este.
1.
2. Punitivismo.
Creo
que se recoge adecuadamente el uso habitual de esta expresión si entendemos que
designa a la doctrina, opinión o actitud que defiende de modo sistemático y
habitual el endurecimiento de las penas, sea para todos los delitos, sea para
una parte considerable de ellos, sea para el grupo de delitos de cierto tipo o
referidos a determinado bien jurídico (vr., la libertad sexual, la propiedad,
la vida o la integridad física…). Complementariamente, puede incluirse en el
concepto la inclinación a que se incrementen los tipos penales, a que sean
delito más conductas cada vez. El punitivismo vendría a ser, pues, la doctrina
penal que aboga por la mano dura en general.
Aquí
chocan las ansias sociales y los frenos académicos, porque para ciertos grupos
de delitos, bastante fáciles de identificar en cada época, suele haber un
fuerte sentimiento social punitivista, y eso se da de bruces con una actitud dominante
entre los penalistas académicos, al menos entre los europeos, que es de fuerte
aversión a las penas y, lógicamente, mayor aversión cuanto más duras. Para el
ciudadano común y sin doctorados jurídicos, las penas son una herramienta que
sirve para dar a los más malvados su merecido y quitarles a base de bien las
ganas de repetir sus malas andanzas, pero para el penalista de cátedra y de
saga teutona las penas son algo que no merece nadie y que a veces no nos queda
más remedio que aplicar, porque la vida es así, pero lo menos posible y
mientras no haya más remedio. Esa es la historia de un desencuentro sin
solución, tenga la razón que la tenga y si es que al completo la tiene alguna
de las partes; que seguramente no.
No
es lugar para andarse en honduras filosóficas y metapenales (permítaseme la
arriesgada expresión), pero sospecho que lo que sucede es que el ciudadano del
común propende al retribucionismo, mientras que el penalista titulado es más
partidario de la función preventiva de la pena y del tratamiento individual,
aunque sea con palo, y la ingeniería social, pues considera que dar al
delincuente su merecido es andar vengándose de él y que no hay por qué vengarse
si puedes encerrarlo el mismo tiempo, pero para que se reforme o los demás
aprendan.
Si
le preguntaran a un servidor, modesto iusfilósofo con ocasionales veleidades
penalísticas, amén de ocasional infractor de normas no muy cruciales, les diría
que me tengo por moderado retribucionista y nada punitivista, pues creo que al criminal
hay que aplicarle el castigo que merece y nada más que ese, por mucho que fuera
para él mismo o para los otros lección más eficaz escarmentarlo más fuerte.
Considero que ninguna conveniencia de tratamiento individual o social justifica
la imposición de penas desmesuradas y que no cuadren con cierto merecimiento
personal, pero que tampoco tiene sentido castigar por castigar y cuando
socialmente nada se juega. Pero de algunas de estas cosas he escrito en otros
lados y allá me remito. Aquí y ahora interesa más la claridad de los conceptos
que la neblina de los fundamentos. Así que experimentemos con la analítica.
Si
podemos algunos declararnos no punitivistas o contrarios al punitivismo, es
porque presumimos o damos por sentado algo que por lo común no explicitamos, la
justa (dentro de unos márgenes, de un cierto umbral) medida de la pena. O sea,
que el antipunitivista coherente es, en el plano lógico, de razonamiento
entimemético; y por el lado de los fundamentos, algo retribucionista, por lo
que a veces podría decirse también inconsciente o no muy congruente con lo que
escribe en el primer capítulo de su manual de parte general. Y si no es un poco
retribucionista (amén de entimemático) entonces no deberíamos compartir ni
comparar nuestro antipunitivismo con el suyo, pues el suyo no es de ley. Voy a
explicar todo esto que se sospecha difícil, pero que no lo es.
Imaginemos
un Estado E de ahora mismo en el que la pena más alta que se aplicara a
cualquier delito fuera de un año de prisión, y que penas pecuniarias no hubiera
por encima de los doscientos euros (supóngase un nivel económico o un poder
adquisitivo en ese país similar a los que tenemos por aquí). El asesinato se
castiga con diez meses y ciento cincuenta euros, por ejemplo; la violación, un
poco menos; el cohecho más grave, un mes. Y así. La población es un clamor,
pero ningún partido se ofrece a subir las penas si gana las próximas
elecciones. Así que los ciudadanos se echan a las calles y piden que tales
castigos se incrementen por lo menos en un quinientos por ciento. ¿Diríamos que
son punitivistas esos ciudadanos? Según mi definición inicial de punitivismo,
habríamos de concluir que sí, y que mucho.
Sigamos
en E. ¿Qué esperaríamos de los penalistas, si son del buen estilo de bastantes
de los muy capaces que por aquí conocemos? ¿Estarían de acuerdo con el
incremento de los castigos que la ciudadanía de E solicita o lo rechazarían
para no ser punitivistas? Entretengámonos un poquillo con las alternativas.
Si
esos penalistas rechazan tales subidas de penas y las rechazan en nombre del
combate contra el punitivismo, esos penalistas son en verdad abolicionistas, caballos
de Troya (o de Saarbrücken o de donde sea) del abolicionismo puro y duro (o
puro y blando). Porque su razonamiento lleva obviamente a que, en una escala de
penas de 0 a 10, 9 haya de verse preferible siempre a 10, 8 preferible a 9…, 2
preferible a 3, 1 preferible a 2 y… 0 preferible a 1. Entonces, concluirá
nuestro amigo que la mejor pena es la que no existe (pero no porque no se tenga
que aplicar porque delito no haya, sino porque hay delito -la conducta
reprochable de base, se entiende- y no se aplique pena).
Por
consiguiente, lo primero que sobre el antipunitivismo nos queda claro es que antipunitivistas
hay necesariamente de dos clases, abolicionistas y no abolicionistas. Y digo
necesariamente porque el abolicionista es por definición antipunitivista (o eso
supongo), y para él nada hay de inconveniente ni de incoherente en el
razonamiento que hace un instante ilustrábamos con esa escala de 0 a 10. Y la
necesidad de las dos clases de antipunitivistas se debe también a que algunos
no son (no somos, si se me permite) abolicionistas y sí nos tenemos por
antipunitivistas y no nos queremos ver como irreflexivos e inconsecuentes.
Pero, entonces, el punitivismo congruente solo podemos salvarlo y defenderlo si
asumimos y explicitamos el presupuesto no confeso, ese que, para molestar más
que nada, me gusta llamar el elemento retribucionista. Me disculparán si son
tan amables los penalistas de ínfulas germánicas, pero la tesis que voy a
mantener ahora mismo es que no hay antipunitivista congruente que no se apoye
en el retribucionismo, aunque sea uno mínimo, pequeñito, pero sólido.
Quedamos
en que el antipunitivista está en contra de la mano dura por la mano dura,
contra una concepción abruptamente vengativa y desmedida de la pena y contras
las bien conocidas demagogias consistentes en echarles todas las culpas a unos
pocos malos y prometernos que nuestras desgracias se acaban en cuanto los
encerremos para siempre a todos, y eso si no nos dejan mejor matarlos, previa
castración y un buen rato de tortura. Pero también hemos visto ya que ese
antipunitivista, con el que plenamente me identifico y que creo que es el
retrato de la mayoría de mis amigos dedicados al Derecho penal, tampoco cree
que porque no nos gusten las penas grandes por ser grandes nos deben parecer
siempre mejor las pequeñas por ser pequeñas. Pues en ese caso, repito, nuestro
colega será un abolicionista.
Va
quedando claro, en mi opinión, que el antipunitivista no abolicionista rechaza
que las penas se eleven por encima de un cierto nivel, pero no propone (o no
admite, más bien) que desciendan por debajo de cierto nivel. Es un umbral, un
margen; pero es. Quiere con ello decirse que si inapropiada parece la pena que está
más arriba de tal umbral, inapropiada será también la que se halle más abajo.
Cuarenta años de pena privativa de libertad por robar sin violencia un millón
de euros es una desmesura; Por idéntico delito y en sus mismas circunstancias
(pongan que no concurre atenuante ninguna), un mes de reclusión vigilada en el
propio hogar también es pena desmesurada, desmesuradamente baja para ese
delito. Y apuesto a que, si se juntan veinte expertos penalistas (no
abolicionistas; estos estarían en misa o en sus cosas funcionalmente
equivalentes) y unos cuantos diletantes como un servidor y vamos evaluando
penas para un delito así, no acordamos exactamente una, pero sí estaríamos de
acuerdo en unas fronteras. ¿Por qué? Porque compartimos una cierta idea de
proporción debida. Ahí está haciendo su juego el llamado principio de
proporcionalidad penal.
Dotar
de fundamento al principio de proporcionalidad penal es labor dificilísima,
pues nos conecta ineludiblemente con los más difíciles problemas metaéticos.
Así que quedémonos en una idea puramente intuitiva y nada elaborada, pero
suficiente aquí. En cada sociedad y en función, como mínimo, de la moral
positiva de esa sociedad, hay una clara idea dominante de los márgenes de la
proporción entre ilícito y castigo que no se deben rebasar ni por arriba ni por
abajo. Es por lo mismo por lo que a nuestro hijo pequeño no lo encerramos tres
días a oscuras en la carbonera por romper un plato o que no le castigamos con
una simple reconvención amable si prendió fuego a la casa. Diríamos que tales
castigos serían desproporcionados porque el niño no merece tanto, en el primer
caso, o merece más, en el segundo. Y con el ladrón de nuestro ejemplo de antes,
idénticamente.
Podemos,
pues, decir que lo que el antipinitivismo no abolicionista y congruente (no
digo que no pueda ser congruente el abolicionismo, sino que puede haber
antipunitivismo no abolicionista incongruente) presupone vendría a ser algo
como esto: que cualquier ciudadano con una mínima capacidad o elemental
formación que razone sobre delitos y penas sin estar manipulado por sofistas o
cegado por sus propias pasiones, acabará admitiendo que las penas tiene un límite
por arriba y por abajo y que, cuando ese límite o esa proporción se desborda,
el derecho penal o bien desaparece y deja paso a la anarquía, y allá se las
componga cada cual, o bien se torna cruel instrumento de pura opresión y más
dedicado al exterminio de los que odiamos que al orden entre los que
convivimos.
Si
hasta aquí estamos de acuerdo, dígame el amable lector si no es pura expresión
de una idea elemental del retribucionismo “civilizado” esa idea de que no se
debe castigar como delito más conducta que la que tenga cierta gravedad, pues
en lo otro habría la desproporción de usar las sanciones más graves para las
conductas que no las justifican; y de que no se debe penar ningún delito en
medida mayor que la del merecimiento subjetivo y la gravedad objetiva del mal
causado. Hubo alguna vez retribucionismos “salvajes” (en esto piensan los
alemanes cuando equiparan retribución y venganza) y hubo y hay utilitarismo
penal o prevencionismo “salvaje”, ingeniería social que cuando se aparea con
las inclinaciones tiránicas pare monstruos jurídicos. Y los retribucionistas
razonables y los “preventivos” razonables se encuentran muy a menudo en una
parecida calibración de la debida proporción penal (ordinal y cardinal) y en un
similar rechazo del punitivismo y del abolicionismo. Pero llamémonos como
queramos y no discutamos por las etiquetas si estamos de acuerdo en las ideas y
si podemos y debemos caminar de la mano.
A
la postre, lo que más importa resaltar es esto: un antipunitivista congruente
puede en alguna ocasión estar a favor de un aumento de penas para delitos.
¿Cuándo? Cuando con buenas razones estime que las penas para esos delitos son
desmesuradamente bajas. Y téngase en cuenta que las razones para tal
consideración de penas como demasiado bajas puede perfectamente deberse también
a razones de prevención. Y si nos damos de bruces con uno que se dice
antipunitivista y que jamás de los jamases va a dar su aquiescencia a la subida
de una pena, sepamos que ese o es un abolicionista no confeso (sigue en el
vientre del caballo de madera) o bien no es congruente (y ni caballo tiene).
1.3. Relaciones entre autoritarismo penal y
punitivismo.
A
lo que voy ahora es a esto otro: ¿qué relación conceptual existe entre
autoritarismo penal y punitivismo? Y la contestación será así: ninguna. Puede
haber autoritarismo penal no punitivista y punitivismo penal no autoritario.
Veamos cómo.
Es
perfectamente concebible, al menos sobre el papel, un régimen nada o muy
escasamente democrático que tenga un catálogo de penas que no sea fácil tildar
de excesivo o desmesurado. Puede darse alguna especie de despotismo ilustrado
en el que las penas se contengan con mesura. Por ejemplo, puedo malévolamente
imaginar en Argentina un retorno al populismo peronista más rancio y coactivo,
pero con un ministro de Justicia que supiera mucho Derecho penal y no simpatizara
nada con los excesos punitivos. Porque esa es otra y no conviene que la
olvidemos: ha habido y hay antipunitivistas de talante muy autoritario, y
autoritarios poco punitivistas. Que se sepa que si alguien es lo uno,
antiautoritario o antipunitivista, no va de suyo lo otro. Sería muy entretenido
dedicarse a recopilar ejemplos y hacer clasificaciones de profesores de Derecho
penal de acá o de acullá, pero ni tengo tiempo aquí ni podría sin ayuda; y
seguro que nadie me la presta si la pido.
En
esto del autoritarismo y el punitivismo los españoles lo tenemos fácil para
encontrar la muestra. Del carácter apestosamente autoritario del régimen
franquista no serán muchos los que duden, y yo el que menos, pero una somera
comparación al Código penal de 1973 y al vigente nos puede deparar más de una
sorpresa. Comprobemos ahí las penas más altas, el promedio de penas, las cosas que
son delito y que no, los sistemas de redención de penas, el tiempo máximo de
cumplimiento, la proporción de delitos de peligro abstracto y hasta los delitos
relacionados con la libertad de expresión. Me temo que será inevitable concluir
que, más allá de ciertos delitos muy concretos, pocos, con los que el régimen
de antes protegía algunas de sus señas de identidad, el punitivismo es mayor en
la sociedad actual y los castigos han engordado en los Códigos de ahora. Lo
cual no convierte nuestro régimen constitucional y democrático en una dictadura
ni nada por el estilo, sino que es simple demostración de que autoritarismo
penal y punitivismo son cosas distintas y que pueden coincidir o no. En épocas
autoritarias hubo, a ratos, menos punitivismo; hoy, en democracia homologada y
homologable, el punitivismo es fuerte.
1.4. Populismo penal.
Como
puede que esta noción esté menos desarrollada, voy a tratar de ser algo más
creativo y me esforzaré menos en buscar un sentido consolidado en el uso que en
postular una especie de definición estipulativa, pero que capte abundantes
indicios que en el ambiente flotan.
El
populismo penal es, para empezar, aquella doctrina o ideología que no trata de
formular una teoría consistente sobre el sentido de las penas y su fundamento,
sino que usa retóricamente e instrumentaliza la idea de pena para jugar con las
emociones de la opinión pública y para obtener rentabilidad política. Esa falta
de congruencia teórica interna o de solidez doctrinal da pie a una de las
características que mejor delatan el populismo penal: el hecho de que combina
indiscriminadamente (pero no arbitrariamente) elementos punitivistas y
antipunitivistas. Es decir, el populismo penal se identifica con cierta
facilidad porque los mismos que con gran énfasis solicitan un gran aumento de
las penas para unos delitos exigen su drástico acortamiento o la total
despenalización para otros. Por ejemplo, están los que claman para que
cualquier amenaza, ofensa o vejación a ciertos cargos del Estado sea
considerada expresión de ideas y ejercicio de la libertad de expresión, pero
propugnan que se penalice la palabra grosera o hasta el piropo a una mujer. Y
tantísimos ejemplos más con los que podríamos entretenernos un buen rato.
Otra
marcada característica del populismo penal es la inclinación a dividir la
sociedad en pocos grupos antagónicos, a ser posible en dos, y en tratarlos con
esquema maniqueo, de manera que unos son los buenos e inocentes por definición,
a para que la pena es injusticia siempre y sea cual sea su conducta, mientras
que los otros apenas podrán hacer nada que no merezca castigo contundente. De
esa manera, y como si dijéramos, el populismo penal altera el viejo principio
dogmático de tipicidad y lo dota de un elemento social y, así, la conducta
penal típica ya no lo será meramente en razón de que se den ciertos elementos
del tipo, sino que se necesita también que el autor forme parte de determinado
grupo o no forme parte del otro. Por ejemplo, la violencia política no puede
ser nunca delito si la ejercen los capuletos y habrá de serlo en todo caso en que
sea ejercida por los montescos.
También
el principio de culpabilidad experimenta alteraciones sustanciales por obra del
populismo penal. Los miembros de ciertos grupos sociales son culpables por
definición y con anterioridad a toda conducta positiva suya, son peligrosos por
razones ontológicas y en cierto modo han empezado a delinquir mucho antes de
hacer la primera cosa formalmente ilícita, mientras que, al otro lado, hay todo
un sector de la población que ni del crimen más atroz será nunca plenamente
culpable, pues de la culpa propiamente dicha, el monopolio en verdad lo tienen
los del otro grupo.
El
populismo penal juega a discreción con los diversos grupos en que
artificiosamente divide la sociedad para sus fines, y los cruza y entrecruza
según le convenga. Por ejemplo, el homicida puede ser un blanco o un negro, una
mujer o un hombre, y en función de todo ello el merecimiento penal será
distinto, sin que deba importar mayormente ni la generalidad de la norma ni el
veto constitucional a la discriminación por razón de sexo o raza. Y en esto los
populismos se tocan, se refuerzan y se retroalimentan. Para los de un lado, una
homicida negra siempre será la máxima expresión de la maldad y la que merezca
castigo más severo, mientras que para su contraparte al otro lado del espejo el
castigo más serio lo merecerá el varón blanco que mate. Y a la inversa.
Acabamos de ver el caso exactamente en España hace unos días, cuando el crimen
ciertamente horrendo cometido por una mujer negra de origen dominicano excitó
hasta el paroxismo a los dos populismos aquí en pugna y mientras que uno la
presentaron como supremo ejemplar de las fuerzas demoniacas encarnadas en la
síntesis de mujer, negra y extranjera, otros, no menos simples, sectarios y
populistas, insistieron en que siendo mujer extranjera y negra solo podía ser
víctima ella misma, antes que asesina, y que algún hombre blanco tendría que,
con su congénita maldad, haber movido ocultamente los hilos de ese crimen.
Con
los conceptos de autoritarismo penal y de punitivismo y antipunitivismo podemos
hacer algo de teoría medianamente seria. Con el populismo penal solo podemos
hacer sociología política trista y deprimirnos. Decía Luhmann que había riesgo
para el sistema social en su conjunto, para el progreso y la reducción de
complejidad que hacía posible el progreso gracias al funcionamiento autónomo de
cada subsistema (el científico, el económico, el jurídico, el político…),
cuando un subsistema social colonizaba otro le impedía funcionar según sus
claves propias. Tal era cuando el sistema económico invadía el jurídico y el
criterio para la resolución de los pleitos ya no era el de jurídico/antijurídico,
sino el de rentable/no rentable; o cuando el sistema científico era colonizado
por el religioso y el código interno de la ciencia dejaba de ser empíricamente
verdadero/empíricamente falso y pasaba a posible según el libro sagrado/no
posible según el libro sagrado. El populismo, y dentro de él el populismo penal,
es el enésimo intento para que el sistema político colonice los otro
subsistemas, como el económico, el jurídico, el académico, el científico, etc.,
de manera que, a fin de cuentas, en todos se aplique como único patrón de
medida y decisión el de amigo enemigo. Pues, volviendo a lo penal, el populismo
penal viene a ser eso, una técnica poco sofisticada para dividir a la sociedad
en amigos y enemigos, a fin de obrar luego según el viejo dicho, tan
carpetovetónico, de que al enemigo ni agua, etc.
Que
haya populismos de toda laya no tiene por qué sorprendernos; que haya populismo
penal tampoco, y su historia no es de ahora, como veremos cuando toque hablar
de los antecedentes weimarianos y hitlerianos de todas estas cosas. Lo en
verdad desopilantes es que en las redes del populismo más mediocre terminen
atrapados penalistas académicos que tuvieron ocasión y estancias de
investigación y que pudieron haber acabado mejor si los libros les hubieran
gustado más. Mas eso tampoco nos sorprenderá cuando vayamos a la Alemania de
las primeras cuatro décadas y del siglo XX y comprobemos que ninguna melodía
hechiza tanto al profesor de derecho como el canto de sirena, incluso cuando la
entonan tipejos bajitos, bigotudos, con voz de pito y pistola al cinto.
2. Las lecciones
de Weimar; y de después.
….
[1]
Dejo de lado los pormenores del Derecho penal internacional, en los que a este
respecto los tenga.
[2]
Esto último, lo del preso, no lo dice la norma constitucional, pero habrá que
suponerlo. Aunque si nos ponemos muy en plan prevención general, a lo mejor no
hay que presuponerlo tanto. Las teorías preventivas generales son las que toman
al reo como cabeza de turco (ignoro si es legal seguir usando esta expresión) y
quieren que cada uno de los demás escarmiente en cabeza ajena.
Yo sí creo que el abolicionismo es incongruente por definición; a menos que se admita su consecuencia natural, que no es otra que la reprivatización de la venganza. Si X viola a Y sin ser castigado, nada impide que Y por sí mismo, por tercera persona o por precio, asesine a toda la familia de X, sin ser tampoco castigado —la experiencia demuestra que los acreedores de este tipo de deudas siempre buscan su saldo con cierta usura—. Esa es la función primaria del Derecho Penal, la expropiación de la venganza, que se integra en un todo con la misma esencia del Estado, la reivindicación exitosa del monopolio de la violencia sobre un determinado territorio. Por no recordar que todo el Derecho descansa en último término sobre hechos, a los que se llega mediante el ejercicio de cierta violencia: ¿qué juez decretaría un embargo de cuenta bancaria sabiendo que el embargado podría volarle la cabeza si le saliera del cimbel e irse de rositas?
ResponderEliminarEs más, podría llegarse a un resultado bien paradójico, habida cuenta de que no todas las personas tenemos acceso a las mismas posibilidades coercitivas. Pongo un ejemplo caricaturesco. En el Concejo X se tramita un expediente de declaración de interés público de un inmueble con vistas a su expropiación. Dicho expediente topa con la resistencia de su propietario, que se opone en el trámite de información pública, pleitea el justiprecio, se manifiesta ante la sede del Ayuntamiento y recurre a todo lo que se le pasa por el magín para defender sus intereses. Ningún Estado democrático admitiría que la voluntad de ese particular fuese doblegada por la pura amenaza física. Sin embargo, en la Arcadia del buen rollito sin leyes penales, el alcalde podría asesinarlo y seguir en el cargo tan campante, sin temer castigo alguno y sin preocuparse mucho por la venganza de los familiares del muerto; al fin y al cabo, ¿qué le impide convertir a la policía en su guardia de corps? Habríamos llegado por la vía de la laxitud a la más furiosa tiranía.
Una duda. En el segundo párrafo del punto 1.3. “Relaciones entre autoritarismo y punitivismo”, dice usted: “[…] Porque esa es otra y no conviene que la olvidemos: ha habido y hay antipunitivistas de talante muy autoritario, y autoritarios poco punitivistas…”. Es posible que no haya entendido; pero no alcanzo a ver dónde está la diferencia entre lo que se presenta como par dialéctico. “autoritario” es el singular de “autoritarios”; y “antipunitivista” viene a ser lo mismo que “poco punitivista”. Supongo que es un gazapo.
Me ha gustado mucho el último punto; espero la continuación. Un saludo.