31 diciembre, 2005
Más (con acento) sobre "patriotismo social"
Vaya, uno, modestamente, se enorgullece un poco de lo rápido que pilló y trajo al blog la jerigonza grouchomarxista del Presi, cuando hace un par de días definía el patriotismo como "compromoterse con los demás". Chachi. Mola. De cabeza a los tratados de filosofia política. Un hallazgo.
Un buen amigo, inspirador y ejemplo de tantas cosas, me remitía ayer su adaptación de conocidísimo poema:
Oigo, patria, tu afición
y escucho el desconcierto
que forman, tocando a entuerto,
el Estatuto y la Nación.
Sobre tu invicto pendón
miro flotantes calzones
y oigo las felaciones
o derechos de la Historia,
a Cataluña las victorias
al resto las raciones.
Pues lo de la "patria social" lo glosan hoy mismo las plumas de Martín Ferrand y De Prada. Contundencia y cabreo no le falta a ninguno, desde luego. Le toman bien la medida a la frivolité zapateril.
Esto de las patrias no es asunto con el que quiera yo enturbiarme la nochevieja. Seguro que los dos columnistas mentados se lo toman mucho más a pecho que servidor y se duelen de que nuestro grouchomarxista amenace de palabra y obra nuestra vivencia nacional-patriótica. Yo, respetando eso, más bien me admiro de la inconsecuencia en que va a parar el "pensamiento" (las comillas son intencionadas) político gobernante. Pues si la patria que cuenta es el compromiso solidario con todos, la cosa tiene dos consecuencias que parecen ineludibles para que que quiera cultivar esa forma primigenia de decencia que consiste en ser coherente.
La primera es que un tal patriota social debería abominar grandemente de particularismos exclusivistas y nacionalismos emergentes. Porque, si no, tiene mucha guasa que frente a los españolistas se invoque la solidaridad universal y la igualación entre humanos, y frente a catalanistas o vasquistas, v. gr., se manifeste arrobamiento y genuflexión. Es como si uno se expresa contra las fronteras y al tiempo pone una empresa de mojones y aduanas. Pues estamos listos. Por cierto, e incidentalmente, consúltese en el Diccionario de la Academia la cuarta acepción de "mojón", que tiene coña la cosa.
La segunda consecuencia de un supuesto "patriotismo social" que pudiera tener algún sentido es que abocaría a un cosmopolitismo intenso. Si no hay más patria que el solidario amor al prójimo, decae toda justificación para tratar distinto al nacional y al extranjero, cosa que tampoco parece que esté en el programa ni la intención de nuestro pulcro leonino.
A mí las patrias me gustan poco, lo he escrito ya más veces. Pero justo por eso me indigna el efecto multiplicador que provocan los antipatriotas de pacotilla que abundan en la grey grouchoprogresista. Pues porque están contra la idea de España como patria se estremecen de gusto al ver nacer un puñado de nuevas patrias, bien apelmazadas, compactas, autoritarias y descaradas, en el solar donde antes sólo había una. Es como si fueran gritando su amor al paisaje y las zonas verdes y, al tiempo, ejercieran de promotores inmobiliarios en la costa mediterránea. Confunden su enemiga con España y su oposición a las patrias. Andan buscando patrias nuevas, porque detestan la que les tocó, no porque descrean en ellas o rechacen el concepto. No son cosmopolitas, sino parroquialistas. Allá se las compongan, pero eso no es estar en contra de las patrias ni querer remplazarlas por la solidaridad universal.
Si bien se mira, su problema parece más edípico que político.
30 diciembre, 2005
Canción del Carod pirata
Por José de Loquequeda
Ocho escaños una banda
que a Estado entero desvela
y al terruño de su abuela
señalan nuevo confín
y hasta nación lo reclaman
con verbo bien aguerrido;
llaman país oprimido
lo que sueña su magín.
Es su oratoria candela
que hace nuevo Movimiento
de lo que un día llevó el viento
y hoy regresa cual gandul
o molesta garrapata
vistiendo otra vez la ropa
que es ridícula en Europa
pero aún gusta en Estambul.
Háblese el idioma mío
por temor,
pues no admitimos desvío
ni dejamos esperanza;
es nuestra lengua la lanza
que te hincamos con amor.
Están presas
por Derecho
a despecho
de interés
las naciones
y regiones
a mis pies.
Que yo me llevo el tesoro
e hipoteco libertad,
la ley yo mismo la invento,
no me importan los demás.
Amenazo a Bono y Guerra,
pobres bueyes,
con el pendón de mi tierra;
sólo me importa lo mío
y tengo por desvarío
que se me apliquen las leyes.
Y no hay playa
ni ribera
ni bandera
ni señor
que no acate
mi derecho
ni dé pecho
a mi rigor
Que yo me llevo el tesoro
e hipoteco libertad,
la ley yo mismo la invento,
no me importan los demás.
A la voz ¡zetapé viene!
es de ver
cómo negocia y se aviene
a la hora de votar.
Mi mano no ha de soltar
pues yo le doy su poder.
En las mesas
yo divido,
me convido
sin igual.
Yo me agencio
la riqueza;
la belleza
p´al rival.
Que yo me llevo el tesoro
e hipoteco libertad,
la ley yo mismo la invento,
no me importan los demás.
Echada ya está la suerte.
Yo me río.
A zetapé exprimo a muerte,
no me da ninguna pena:
él me limpia la patena
y yo me voy con lo mío.
¿Y si pido
otra partida?
Por servida
ya la di,
busca el yugo
mi esclavo
ya sus ubres
sacudí.
Que yo me llevo el tesoro
e hipoteco libertad,
la ley yo mismo la invento,
no me importan los demás.
De mis bazas la mejor
los cojones
que le faltan al señor
que los tiene persuadidos
para quedarse rendidos
y aceptar mis condiciones.
Él es bueno,
no es violento,
algo lento
el razonar.
Yo me duermo
sosegado,
arrullado
por su hablar.
Que yo me llevo el tesoro
e hipoteco libertad,
la ley yo mismo la invento,
no me importan los demás.
Ocho escaños una banda
que a Estado entero desvela
y al terruño de su abuela
señalan nuevo confín
y hasta nación lo reclaman
con verbo bien aguerrido;
llaman país oprimido
lo que sueña su magín.
Es su oratoria candela
que hace nuevo Movimiento
de lo que un día llevó el viento
y hoy regresa cual gandul
o molesta garrapata
vistiendo otra vez la ropa
que es ridícula en Europa
pero aún gusta en Estambul.
Háblese el idioma mío
por temor,
pues no admitimos desvío
ni dejamos esperanza;
es nuestra lengua la lanza
que te hincamos con amor.
Están presas
por Derecho
a despecho
de interés
las naciones
y regiones
a mis pies.
Que yo me llevo el tesoro
e hipoteco libertad,
la ley yo mismo la invento,
no me importan los demás.
Amenazo a Bono y Guerra,
pobres bueyes,
con el pendón de mi tierra;
sólo me importa lo mío
y tengo por desvarío
que se me apliquen las leyes.
Y no hay playa
ni ribera
ni bandera
ni señor
que no acate
mi derecho
ni dé pecho
a mi rigor
Que yo me llevo el tesoro
e hipoteco libertad,
la ley yo mismo la invento,
no me importan los demás.
A la voz ¡zetapé viene!
es de ver
cómo negocia y se aviene
a la hora de votar.
Mi mano no ha de soltar
pues yo le doy su poder.
En las mesas
yo divido,
me convido
sin igual.
Yo me agencio
la riqueza;
la belleza
p´al rival.
Que yo me llevo el tesoro
e hipoteco libertad,
la ley yo mismo la invento,
no me importan los demás.
Echada ya está la suerte.
Yo me río.
A zetapé exprimo a muerte,
no me da ninguna pena:
él me limpia la patena
y yo me voy con lo mío.
¿Y si pido
otra partida?
Por servida
ya la di,
busca el yugo
mi esclavo
ya sus ubres
sacudí.
Que yo me llevo el tesoro
e hipoteco libertad,
la ley yo mismo la invento,
no me importan los demás.
De mis bazas la mejor
los cojones
que le faltan al señor
que los tiene persuadidos
para quedarse rendidos
y aceptar mis condiciones.
Él es bueno,
no es violento,
algo lento
el razonar.
Yo me duermo
sosegado,
arrullado
por su hablar.
Que yo me llevo el tesoro
e hipoteco libertad,
la ley yo mismo la invento,
no me importan los demás.
29 diciembre, 2005
¿Debe un Estado ayudar a los que lo odian y se van?
Una pregunta de este tenor se plantea Bernd Ulrich en Die Zeit a propósito del caso Susanne Osthoff. Es una pregunta interesante sobre la que se debería meditar un rato.
Recordemos brevemente el caso. Sussanne Osthoff es una arqueóloga de nacionalidad alemana que estuvo unas semanas secuestrada en Irak y que hace unos días fue liberada, al parecer después de intensas gestiones de la diplomacia alemana y probablemente gracias a que el Estado alemán pagó una elevada suma de dinero, como viene siendo habitual últimamente en tales casos.
Pero lo peculiar del asunto es que Susanne Osthoff se convirtió al Islam hace tiempo, abandonó Alemania y cortó todo contacto con su familia bávara y con cualquier otra institución alemana, salvo con la que le financia sus investigaciones arqueológicas. Se proclama defensora de la causa del islamismo y desprecia el Estado alemán, su Constitución y los valores en que se asienta en ese país la convivencia ciudadana. Tras su liberación no quiso hacer declaraciones a los medios de comunicación alemanes y dio su primera entrevista a la cadena árabe Al-Yasira. Manifestó que sus raptores no eran delincuentes, los alabó, dijo que no buscaban dinero. Se pregunta con razón el mencionado articulista qué buscaban entonces con el secuestro.
Susanne Osthoff ha manifestado que desea regresar a Irak y proseguir allí su trabajo arqueológico, a lo que la autoridad ministerial alemana ha respondido que allá ella, pero que el erario público alemán ya no se las va a subvencionar.
Lo que Die Zeit plantea es por qué ha de considerarse que el Estado alemán tiene algún tipo de obligación con tal ciudadana que lo detesta, lo desprecia, lo abandona y se siente mucho más solidaria e integrada con los fundamentalistas iraquíes.
Es una buena pregunta con respuesta complicada. Nos lleva a meditar sobre el tipo de vínculo que existe o debe existir entre un Estado y sus ciudadanos, sus nacionales. En el caso Osthoff podemos ver esa ligazón entre esa mujer y Alemania en dos cosas: o en la síntesis de sangre y territorio, pues nació en tierra alemana y lleva en sus venas sangre de alemanes, o en el dato puramente formal de que posee, conforme a la ley de aquel país, la nacionalidad alemana.
La primera opción parece poco atractiva para cualquiera que se sienta un poco cosmopolita y que descrea de que el hecho de nacer a un lado o a otro de una línea fronteriza nos hace sustancialmente desiguales y merecedores de derechos distintos. Y no digamos nada de la metáfora de la sangre, como si tuviera composición distinta o diferente color la de los nacidos a un lado o al otro de un río o una cadena montañosa. Además, sabemos por la historia que cuando la base de la ciudadanía es de ese cariz el propio Estado que se siente obligado con los nacidos de sus nacionales o en su territorio, se considera también legitimado para castigar duramente lo que considere traiciones a la sangre o al suelo nacional.
En cuanto a la segunda posibilidad, también conduce a paradojas graves, pues hace que un Estado deba cuidar mucho más a su mal ciudadano que, por ejemplo, a un buen extranjero. Nos choca ver a Alemania esforzarse y pagar para que liberen a esa señora que no quiere saber nada con tal país, mientras que seguramente Alemania no movería un dedo si el secuestrado fuera una bondadosa monja chilena o un íntegro científico canadiense.
¿Qué salida se nos ofrece para semejantes dilemas? Es difícil responder, pero aventuro la siguiente propuesta. Cuando se trata de proteger a las buenas personas y de dar cobertura a las buenas acciones, las diferencias de nacionalidad deberían pasar a segundo plano, debería perder protagonismo el Estado nacional y cobrarlo mucho mayor la sociedad internacional, estableciéndose formas fuertes de solidaridad interestatal a esos efectos. Es intolerable que un secuestrado guatemalteco, pongamos por caso, tenga menos posibilidades de recobrar su libertad y sobrevivir que uno alemán o francés, simplemente porque su Estado tenga una diplomacia más débil o menos posibilidades económicas.
¿Y qué hacemos en casos como el de la Osthoff? Pues que cada palo aguante su vela y la señora Osthoff la suya. Es una pura cuestión de coherencia. Si tú odias a tu vecino y no quieres saber nada con él, no vayas a pedirle árnica cuando te vienen mal dadas. Si, como la Osthoff, simpatizas más con tu secuestrador y sus delictivas ideas que con quien ten tiende la mano para rescatarte, se impone retirar esa mano. No porque el Estado tenga que exigir especiales votos de amor o manifestaciones de lealtad a sus ciudadanos, sino porque puede y debe dar por roto su compromiso protector con quienes lo combaten. El Estado alemán no debe hacer nada contra la señora Osthoff y la actitud de ella no lo habilita para ninguna medida ilegal en su contra, por supuesto que no. No se trata de tildarla de traidora y delincuente porque prefiera otras reglas y otras formas de vida en otros lugares. Pero tampoco debe reconocerle a ella el derecho a ninguna prestación que le sea costosa, esto es, que se haga a costa de los buenos ciudadanos y para defender a quienes odian a esos buenos ciudadanos. Porque en su esencia última posiblemente un Estado no es más que la históricamente aleatoria asociación de un grupo de personas, que pasan a ser ciudadanos, para protegerse frente a los que quieren agredirlos o humillarlos y para proveerse de los medios para una mejor vida en común.
Habrá que seguir pensando y afinar más sobre este asunto, pues a lo mejor tiene consecuencias muy serias para muchas cosas que nos tocan más de cerca.
Recordemos brevemente el caso. Sussanne Osthoff es una arqueóloga de nacionalidad alemana que estuvo unas semanas secuestrada en Irak y que hace unos días fue liberada, al parecer después de intensas gestiones de la diplomacia alemana y probablemente gracias a que el Estado alemán pagó una elevada suma de dinero, como viene siendo habitual últimamente en tales casos.
Pero lo peculiar del asunto es que Susanne Osthoff se convirtió al Islam hace tiempo, abandonó Alemania y cortó todo contacto con su familia bávara y con cualquier otra institución alemana, salvo con la que le financia sus investigaciones arqueológicas. Se proclama defensora de la causa del islamismo y desprecia el Estado alemán, su Constitución y los valores en que se asienta en ese país la convivencia ciudadana. Tras su liberación no quiso hacer declaraciones a los medios de comunicación alemanes y dio su primera entrevista a la cadena árabe Al-Yasira. Manifestó que sus raptores no eran delincuentes, los alabó, dijo que no buscaban dinero. Se pregunta con razón el mencionado articulista qué buscaban entonces con el secuestro.
Susanne Osthoff ha manifestado que desea regresar a Irak y proseguir allí su trabajo arqueológico, a lo que la autoridad ministerial alemana ha respondido que allá ella, pero que el erario público alemán ya no se las va a subvencionar.
Lo que Die Zeit plantea es por qué ha de considerarse que el Estado alemán tiene algún tipo de obligación con tal ciudadana que lo detesta, lo desprecia, lo abandona y se siente mucho más solidaria e integrada con los fundamentalistas iraquíes.
Es una buena pregunta con respuesta complicada. Nos lleva a meditar sobre el tipo de vínculo que existe o debe existir entre un Estado y sus ciudadanos, sus nacionales. En el caso Osthoff podemos ver esa ligazón entre esa mujer y Alemania en dos cosas: o en la síntesis de sangre y territorio, pues nació en tierra alemana y lleva en sus venas sangre de alemanes, o en el dato puramente formal de que posee, conforme a la ley de aquel país, la nacionalidad alemana.
La primera opción parece poco atractiva para cualquiera que se sienta un poco cosmopolita y que descrea de que el hecho de nacer a un lado o a otro de una línea fronteriza nos hace sustancialmente desiguales y merecedores de derechos distintos. Y no digamos nada de la metáfora de la sangre, como si tuviera composición distinta o diferente color la de los nacidos a un lado o al otro de un río o una cadena montañosa. Además, sabemos por la historia que cuando la base de la ciudadanía es de ese cariz el propio Estado que se siente obligado con los nacidos de sus nacionales o en su territorio, se considera también legitimado para castigar duramente lo que considere traiciones a la sangre o al suelo nacional.
En cuanto a la segunda posibilidad, también conduce a paradojas graves, pues hace que un Estado deba cuidar mucho más a su mal ciudadano que, por ejemplo, a un buen extranjero. Nos choca ver a Alemania esforzarse y pagar para que liberen a esa señora que no quiere saber nada con tal país, mientras que seguramente Alemania no movería un dedo si el secuestrado fuera una bondadosa monja chilena o un íntegro científico canadiense.
¿Qué salida se nos ofrece para semejantes dilemas? Es difícil responder, pero aventuro la siguiente propuesta. Cuando se trata de proteger a las buenas personas y de dar cobertura a las buenas acciones, las diferencias de nacionalidad deberían pasar a segundo plano, debería perder protagonismo el Estado nacional y cobrarlo mucho mayor la sociedad internacional, estableciéndose formas fuertes de solidaridad interestatal a esos efectos. Es intolerable que un secuestrado guatemalteco, pongamos por caso, tenga menos posibilidades de recobrar su libertad y sobrevivir que uno alemán o francés, simplemente porque su Estado tenga una diplomacia más débil o menos posibilidades económicas.
¿Y qué hacemos en casos como el de la Osthoff? Pues que cada palo aguante su vela y la señora Osthoff la suya. Es una pura cuestión de coherencia. Si tú odias a tu vecino y no quieres saber nada con él, no vayas a pedirle árnica cuando te vienen mal dadas. Si, como la Osthoff, simpatizas más con tu secuestrador y sus delictivas ideas que con quien ten tiende la mano para rescatarte, se impone retirar esa mano. No porque el Estado tenga que exigir especiales votos de amor o manifestaciones de lealtad a sus ciudadanos, sino porque puede y debe dar por roto su compromiso protector con quienes lo combaten. El Estado alemán no debe hacer nada contra la señora Osthoff y la actitud de ella no lo habilita para ninguna medida ilegal en su contra, por supuesto que no. No se trata de tildarla de traidora y delincuente porque prefiera otras reglas y otras formas de vida en otros lugares. Pero tampoco debe reconocerle a ella el derecho a ninguna prestación que le sea costosa, esto es, que se haga a costa de los buenos ciudadanos y para defender a quienes odian a esos buenos ciudadanos. Porque en su esencia última posiblemente un Estado no es más que la históricamente aleatoria asociación de un grupo de personas, que pasan a ser ciudadanos, para protegerse frente a los que quieren agredirlos o humillarlos y para proveerse de los medios para una mejor vida en común.
Habrá que seguir pensando y afinar más sobre este asunto, pues a lo mejor tiene consecuencias muy serias para muchas cosas que nos tocan más de cerca.
Diccionario de bobaditas ZPG. 1.
Inventario: Patriotismo = "comprometarse con los demás".
Propuesta: Amor: es un sinvivir anestésico, plural y dodecafónico.
Hoy, 29 de diciembre de 2005 (ay, por los pelos, por un día...), he oído en la radio a ZPG decir que "patriotismo es comprometerse con los demás".
Así que somos patriotas mucho más a menudo de lo que pensábamos. ¿Que usted y yo nos comprometemos el uno con el otro para ir juntos al cine? Pues estaremos realizando, de ese modo tan sencillo y al alcance de todos, un acto de patriotismo. ¿Que ZP se compromete con un puñado de carods y roviras a convertir la Constitución en fosfatina y al Estado español en varios distintos? Supremo acto de patriotismo. ¿Que usted se compromete con su novio de toda la vida para casarse el próximo mes? Bien por usted, se está comportando como un verdadero patriota gracias a tan importante compromiso. ¿Qué usted se compromete con su banda para poner unas bombas que comprometan la seguridad y tranquilidad de todos? Tremendo compromiso, patriotismo enorme.
Muerte al diccionario, viva el compromiso, arriba la patria.
DICCIONARIO DE BOBADITAS ZPG. Presentación
Compañeros, el marxismo ha vuelto al PSOE gracias a su líder, Secretario General y Presidente del Gobierno de la Nación (o lo que sea). Pero no es el marxismo de Karl Marx, sino el de Groucho. Estamos colectivamente instalados en el grouchomarxismo gracias a ZP. En realidad, deberíamos pasar a denominar ZPG a este simpar forjador de nuevas categorías semánticas. Conviene hacerle un estrecho seguimiento a esta revolución social y conceptual. Los historiadores nos lo agradecerán el día de mañana.
Es chocante que no esté ya montado todo un equipo de semiólogos y sociolingüistas para analizar el radical trastocar de las palabras y sus sentidos en boca de ZPG. Hasta que eso ocurra, pongamos nosotros, bloggeros del mundo, manos a la obra.
Propongo que hagamos entre todos dos cosas. Una, ir registrando, día a día, las muy ocurrentes y atrevidas definiciones que va soltando ZPG. A esta sección la llamaremos "Inventario ZPG". Otra, propuestas de vocablos, con su correspondiente y atrevida definición grouchomarchesca, para que ZPG y el resto de los políticos de su estilo puedan ir usándolos a medida que los necesiten. Denominaremos esta parte "Propuestas ZPG". Ánimo y a trabajar entre todos.
Cuando nos apetezca, podemos analizar y desglosar tanto las innovaciones terminológicas de ZPG como las que nosotros le ofrezcamos.
En el post siguiente inicio la labor de inventario y propuesta. Prometo ir añadiendo en sucesivos posts todas las contribuciones valiosas que ustedes me vayan enviando en sus comentarios.
26 diciembre, 2005
Nos vemos en tres o cuatro días.
Bueno, me voy ahora mismo para la clínica, a ver si mañana me quitan la hernia esta que ya se estaba convirtiendo en personaje del blog. Pediré que de paso me cercenen también algo de la mala uva y que me implanten, ya puestos, espíritu navideño y tolerancia guay. Si no me lo hace el cirujano, se lo pediré a los reyes. Ah, y, puesto a pedir a los reyes, que me regalen también el programa de retoque fotográfico, para montar fotos que parezcan reales.
Lo dicho, antes de nocheviaje vuelvo por aquí, salvo error u omisión... del médico.
Abrazos y que no decaiga.
La trola del clon
Pues ahora resulta que eran patrañas lo del científico coreano que aseguraba que podía clonar paisanos por un tubo. Se lo inventó todo y manipuló los datos experimentales, mas sigue en sus trece de que si la cosa no salió fue porque no salió, pero que era tan buena que cualquier día sale. Sí era buena, sí, la trola que el sujeto le endilgó a toda la humanidad. Andaba la Iglesia haciéndose cruces con el tema y los ricachones del orbe ahorrando unos milloncejos con los que contratar al amarillo para que los perpetuara de tres en fondo. Y todo mentira, hay que jorobarse.
Con cada noticia de ese jaez me pongo cachondo, lo reconozco humildemente. Humanum sum; nihil a me alienum puto. Pues eso, que me dan mucha risa estas cosas de los tahúres sociales pues, como ya he contado aquí un par de veces, en mis viajes por todo lo largo y ancho de las universidades he encontrado unos cuantos boleres de éstos, capaces de decir sin inmutarse que ellos han ido a la luna y se han cepillado allá a todo un harén de selenitas tal que así. Sobre todo conozco a tres. Uno andaba por Oviedo en mis tiempos, y allá sigue, al parecer, más ancho que las doce tablas. Otros me los topé después en lugar distinto. No hace mucho estuve de comida con uno que se empeña en que le quito las novias. Es el rey de los amores virtuales. Un día cuento cosillas de éste pobre diablo.
Pero prefiero hacer ahora la tercera entrega sobre el mejor de todos, el campeón mundial de la jeta embustera. El subcampeón es el coreano clonador. Allá por el 19 de octubre coloqué aquí un post dedicado al especimen fabulador, y era continuación de otro de julio que se titulaba "Mentirosos compulsivos". Doy, pues, al sujeto por presentado y entro de lleno en la narración de sus hazañas.
Hace un par de semanas un alumno se me aproxima al acabar la clase y me dice que él está muy interesado en hacer algún trabajo o comentario sobre los problemas legales y morales de la eutanasia. Albricias. Sorprendido, le pregunto que cómo así. Y me cuenta que hace unos cursos el profesor T (llamemos así a nuestro personaje, por lo de trola y tal) le prestó su tesis doctoral sobre ese tema. Mamma mia. Tuve que apretarme la hernia para reírme a gusto. Aun así, me descojoné un buen rato. T. nunca hizo una tesis sobre ese tema ni escribió nada. Sí hubo una compañera que se doctoró sobre tal materia y no me cabe duda que T. fue capaz de cambiarle las pastas al trabajo y presentarlo como suyo.
Llueve sobre mojado. Una vez un estudiante me preguntó si podía entregarle yo a T. un texto que éste había dejado a sus alumnos para fotocopiar. Digo que sí y ojeo el escrito. Tenía un título que me sonaba y como autor figuraba T. Comienzo a ojear y rápidamente identifico la fuente. Era copia literal de un trabajo bastante famoso de un conocido autor extranjero que lo publicó en España traducido. T. se había tomado la molestia de mecanografiarlo entero para poder ponerle su nombre y presentarlo como suyo. Un campeón nuestro T., que tiemble el coreano cuando pase a la biología, cosa que, por lo que he observado, les encanta a estos tramposos. Pero lo del biólogo de pega lo cuento otro día. Palabra.
En lo de inventarse textos y doctorados hay más. Con estos oídos pecadores escuché yo mismo a T. decir en una prueba pública y en público, hace años, que él había hecho su tesis doctoral sobre el tema X. Y yo sabía que el tema real de su tesis no era ni este de la eutanasia que cuenta ahora ni aquel X que para la lucida ocasión se estaba inventando. Oigan, pero cuando sueltan esas cosas se quedan tan a gusto. He leído que es porque ellos mismos se lo creen mientras lo dicen. Ni te cuento lo que deben de disfrutar cuando narran que se tiran a varias modelos a la vez. Como si lo estuvieran viviendo, caramba, no como usted y yo, que ni modelos ni memoria ni gracia para contarlo.
Pero termino este nuevo capítulo donde suelo, insistiendo en que no son ellos los peores ni los más culpables. En esa ocasión última de la que acabo de dar cuenta, cuando se inventó su tesis doctoral sobre el tema X, estaba presente su maestro. Su maestro académico, digo, pues no me consta que lo de las mentiras descomunales se lo enseñara él. Aunque vaya usted ha saber, con la que está cayendo. El caso es que su maestro lo convocó a capítulo urgente y yo fui testigo accidental de la conversación. No le dijo el maestro lo que se supone de un maestro o una persona cualquiera de bien, esto es, que se fuera a la mierda con sus invenciones o que se buscara urgentísimamente una buena pareja de loqueros. Le dijo más o menos esto: mira T., así nunca vas a llegar a lo más alto, pues con la manía de decir mentirijillas siempre va a haber alguien que te cace y que no haga justicia a lo que tú vales.
Fin del capítulo. Continuará. Recuerde solamente el lector, para no perder el hilo del conjunto, que T. es uno de los profesores más queridos por todos los equipos de gobierno que han sido, son y serán en la universidad en la que dicta sus falsedades. Yo creo que es por sus habilidades orales.
25 diciembre, 2005
Así es María.
Ayer era nochebuena. Mira qué bien. A Carrefour pastores, a El Corte Inglés chiquitos, que hoy cenan marisco los angelitos. Cada vez se pone más cara la cosa del pesebre.
Pero tranquilidad, que no voy a ponerme a rajar ni de la navidad ni de su celebración mundana. Además, dicen que hace una temporada quedaba muy bien en el ambiente (¿que qué ambiente? El de la gente guay, hombre, cuál va a ser) lo de criticar la navidad, pero ahora se considera snob. Pues chitón.
Me pongo más intimista y cuento una historia real que viví ayer.
Fui a visitar a mi madre a la residencia en la que vive, en las afueras de Gijón, en Castiello de Bernueces. Me acompañaban mi padre y mi hijo. Era por la tarde, a eso de las seis. Había música, pues un familiar de un residente tocaba prodigiosamente el acordeón. El clima era alegre, dentro de lo que cabe. Más alegre que otras tardes, desde luego. Y había bastante gente, con muchos familiares de visita. Es que era navidad, no sé si lo he mencionado.
Al lado de mi madre se sienta siempre María. A los viejos les gustan mucho las rutinas y que las cosas estén fijadas y no cambien. Por ejemplo, cada uno tiene su sitio en el salón y ay del que se lo ocupe. Así que el que se sienta junto a otro queda en esa compañía para mucho tiempo. Como María y mi madre, siempre la una al lado de la otra.
María es madrileña y tiene noventa y dos años. Cada vez que llego apenas me deja besar a mi madre y decirle hola, pues me pide besos ella también. Y de inmediato me pregunta, siempre igual, si no llevo algún caramelito. Le doy un par de ellos y se los mete en el escote con una sonrisa angelical. A veces dice: me endulzas la vida.
Ayer sonaba la música de acordeón, como ya he dicho. Vemos que mi madre está bastante bien y nos alegramos los tres. Su corazón débil había vuelto a resentirse últimamente. Cojo sillas para sentarnos los tres a su lado, cerca también de María. No llego apenas a sentarme, pues María me coge del brazo y me dice que vamos a bailar.
Pero tranquilidad, que no voy a ponerme a rajar ni de la navidad ni de su celebración mundana. Además, dicen que hace una temporada quedaba muy bien en el ambiente (¿que qué ambiente? El de la gente guay, hombre, cuál va a ser) lo de criticar la navidad, pero ahora se considera snob. Pues chitón.
Me pongo más intimista y cuento una historia real que viví ayer.
Fui a visitar a mi madre a la residencia en la que vive, en las afueras de Gijón, en Castiello de Bernueces. Me acompañaban mi padre y mi hijo. Era por la tarde, a eso de las seis. Había música, pues un familiar de un residente tocaba prodigiosamente el acordeón. El clima era alegre, dentro de lo que cabe. Más alegre que otras tardes, desde luego. Y había bastante gente, con muchos familiares de visita. Es que era navidad, no sé si lo he mencionado.
Al lado de mi madre se sienta siempre María. A los viejos les gustan mucho las rutinas y que las cosas estén fijadas y no cambien. Por ejemplo, cada uno tiene su sitio en el salón y ay del que se lo ocupe. Así que el que se sienta junto a otro queda en esa compañía para mucho tiempo. Como María y mi madre, siempre la una al lado de la otra.
María es madrileña y tiene noventa y dos años. Cada vez que llego apenas me deja besar a mi madre y decirle hola, pues me pide besos ella también. Y de inmediato me pregunta, siempre igual, si no llevo algún caramelito. Le doy un par de ellos y se los mete en el escote con una sonrisa angelical. A veces dice: me endulzas la vida.
Ayer sonaba la música de acordeón, como ya he dicho. Vemos que mi madre está bastante bien y nos alegramos los tres. Su corazón débil había vuelto a resentirse últimamente. Cojo sillas para sentarnos los tres a su lado, cerca también de María. No llego apenas a sentarme, pues María me coge del brazo y me dice que vamos a bailar.
Aquí conviene añadir algún detalle. María camina con andador o tacatá o como se llame ese aparato con ruedas en que algunos se apoyan para no irse al suelo al dar sus pasos. Así que yo le sonrío, divertido, pues creo que está de broma. Me lo repite muy seria: vamos a bailar, tiene que bailar conmigo. Yo le respondo con las chanzas y juegos de palabras más trillados: María, que no estamos ni usted ni yo para muchos bailes, que nos van a silbar, etc.
Nones. Que si quieres arroz, Catalina. Que vamos a bailar. Así que la ayudo a levantarse del sofá y, muy digna, me toma del brazo y nos dirigimos así al espacio que hay delante del que toca.
Sonaba un vals. Nos colocamos en posición y, oh sorpresa, María hace milagros con sus piernecillas tan escuálidas, tan torcidas, tan deformadas por los años y quién sabe qué caminos. Yo pienso que el que tuvo retuvo y que sin duda esa mujer había bailado mucho y bien en sus nueve décadas de vida. Termina la pieza y hago ademán de soltarme, pues temo que esté agotada o que se me vaya a caer en cualqueir momento. Que te crees tú eso. No me suelta y, además, me dice que pidamos un tango.
Aquí abro otro pequeño paréntesis. Soy bailón. Y, para los tiempos que corren, no de los peores. Y no de academia, no, de los otros, de los que empezaron en el "prau" de la romería y siguieron en todo tipo de garitos discotequeros, como aquel mítico Náutico de Gijón, donde a mi amigo Marcelino y a mí, con nuestro andar de pastores y nuestro aroma de la braña (eau de brañé, pour l´homme et la vache), nos dijo que sí por primera vez una chavala cuando llegaron los lentos y empezamos una de aquellas agotadoras rondas de calabazas. Nos dijo que sí a los dos. Primero a él y en otro baile, después, a mí. Era tan fea tan fea, la pobre, que la llamamos para siempre la checoslovaca. No es que fuera checa ni que tuviéramos nada contra las eslavas, es que por entonces lo de Checoslovaquia nos parecía lo más exótico que se nos podía ocurrir y nos daba por pensar que las de allá debían de ser todas unos engendros tal que así. Digo pobre de ella y no sé por qué digo pobre. Los pobres éramos nosotros, doblemente perdidos y desorientados, en la ciudad y con las mujeres, rediez. Pero volvamos al hilo.
Estábamos en que me gusta bailar todos esos ritmos clásicos, pasodoble, vals, etc. Pero tango no sé. Para mi desgracia, no sé bailar tango. Una vez mi pareja y yo lloramos en Buenos Aires viendo cómo lo bailaba una gente bien humilde en un local popular, sin turistas. Jamás me tocó tan fuerte la sensibilidad el ver bailar a alguien. Peligro, vuelvo a desviarme de lo que quería contar. Así que retorno. Le digo a María que tango yo no sé bailar y que mejor dejamos que el acordeonista interprete lo que quiera. Me dice que bueno, pero que ella podría enseñarme, pues en su juventud, en Madrid, fue profesora de baile. En esto suena un pasodoble y comenzamos a caminar a su ritmo, p´arriba y pabajo. No doy crédito al espíritu que le pone la mujer y a que sea capaz de moverse tan ágil. Las enfermeras y sus compañeros tampoco, y le dicen todo el rato que desde cuándo ha vuelto a caminar.
Se acaba ese baile y nos aplauden. Bueno, no sé por qué digo nos. Aplaudimos todos a María. Hago ademán de sentarme y ella aprovecha para pedirle un baile a mi hijo, que le confiesa que no sabe bailar y que imposible. Hoy las cosas son así. De modo que vuelve a tomarme del brazo y me dice: esto es un danzón, tenemos que bailarlo. Yo nunca supe qué es un danzón, pero lo bailamos. Yo sudaba un poco y me fatigaba algo. Ella nada, como nueva todo el rato.
Y apenas acabó esa pieza y volvieron a sonar los aplausos y las bromas, cuando María ya me había arrastrado adonde el músico para pedirle un tango. Sonó La Comparsita, nada menos. Ahí definitivamente ya me dejó a la altura del betún, aunque también debo confesar, sin la más mínima exageración, que consiguió enseñarme algún pasito. Benévola y comprensiva, al ver mi escasa habilidad para ese ritmo me dijo: bueno, no se preocupe (me trata de usted), bailemos sin filigrana. Y al acabar: tengo que enseñarle más pasos, pues esto es mucho más bonito con filigrana.
Al acabar la música, acabó nuestra danza de variados ritmos. Regresó de mi brazo a su asiento y me dijo que lo había pasado muy bien. Y siguió contándome que de soltera había enseñado a bailar a mucha gente en un salón de baile en Madrid, incluido algún actor, como Luis Durán. Y que luego ya bailaba menos, pues el marido le resultó serio y bastante soso. Se le venía la nostalgia y se le acumulaban las historias. Recordaba con una sonrisa un cancán que bailó una vez entre grandes aplausos, al parecer. Me explicó que había sido en un salón de baile en Ocaña, donde un gitano muy bien plantado y dominador la había sacado a bailar y ella lo había dejado sumido en la derrota a golpe de cancán.
Esta mañana he vuelto a la Residencia. Mi madre estaba débil nuevamente y dormitaba, apenas era capaz de conversar un minuto. María aprovechó para narrarme más cosas. Pero antes, cuando le recordé que el tango no me había quedado muy lucido, me contestó exactamente esto: es porque no me ceñía usted bien la cintura. La próxima vez tiene que apretarme más la cintura.
Estaba muy orgullosa de cuánto la habían felicitado todos anoche y esta mañana por lo bien que había bailado. Me dijo que era yo un caballero con el que querría bailar cualquier señora que se preciase. Caramba, eso me puso contento. A ver quién le dice a uno una cosa así en estos tiempos posmodernos. Me lo apunté para el curriculum, qué diablos. Un artículo sobre el concepto de nación entre los bosquímanos lo escribe cualquier mindundi, como está bien demostrado, pero que a uno le suelten un piropazo así, ya me dirán cuándo sucede.
Luego María siguió hablando, una hora entera. La escuché todo el tiempo y lamenté no tener una grabadora para ayudar a mi memoria. Resumo aquí. Ella vivía en Madrid y adora la capital. Pero sus dos hijos estaban fuera. Buscó una mujer que la cuidara y dice que le pagaba bien. Pero la señora no quería conversar con ella. Era limpia, cocinaba bien. Pero cuando salían a sentarse en el parque la acompañante leía una revista. María quería conversar. Con su maravilloso castellano, me lo decía así, no que deseara hablar, quería conversar. Y la señora le dijo finalmente que no tenían nada de qué hablar. Ese día la despidió y rogó a sus hijos que le buscasen una buena residencia en Gijón, cerca de ellos. Dice que su sueño era encontrar en ella compañeros para conversar, pero que ninguno habla apenas. Sus hijos la regañan cuando les cuenta que no es feliz porque no tiene con quién conversar. Yo soy una señora, me decía, usted lo sabe, soy discreta, no ofendo a nadie y yo también escucho lo que me dicen. Pero nadie conversa conmigo.
Hemos quedado para el 31, nochevieja. Para bailar otro rato. Y, si hay ocasión, conversar un poco más. María no sabe lo difícil que es para todos nosotros hoy en día, para todos, conversar.
Nones. Que si quieres arroz, Catalina. Que vamos a bailar. Así que la ayudo a levantarse del sofá y, muy digna, me toma del brazo y nos dirigimos así al espacio que hay delante del que toca.
Sonaba un vals. Nos colocamos en posición y, oh sorpresa, María hace milagros con sus piernecillas tan escuálidas, tan torcidas, tan deformadas por los años y quién sabe qué caminos. Yo pienso que el que tuvo retuvo y que sin duda esa mujer había bailado mucho y bien en sus nueve décadas de vida. Termina la pieza y hago ademán de soltarme, pues temo que esté agotada o que se me vaya a caer en cualqueir momento. Que te crees tú eso. No me suelta y, además, me dice que pidamos un tango.
Aquí abro otro pequeño paréntesis. Soy bailón. Y, para los tiempos que corren, no de los peores. Y no de academia, no, de los otros, de los que empezaron en el "prau" de la romería y siguieron en todo tipo de garitos discotequeros, como aquel mítico Náutico de Gijón, donde a mi amigo Marcelino y a mí, con nuestro andar de pastores y nuestro aroma de la braña (eau de brañé, pour l´homme et la vache), nos dijo que sí por primera vez una chavala cuando llegaron los lentos y empezamos una de aquellas agotadoras rondas de calabazas. Nos dijo que sí a los dos. Primero a él y en otro baile, después, a mí. Era tan fea tan fea, la pobre, que la llamamos para siempre la checoslovaca. No es que fuera checa ni que tuviéramos nada contra las eslavas, es que por entonces lo de Checoslovaquia nos parecía lo más exótico que se nos podía ocurrir y nos daba por pensar que las de allá debían de ser todas unos engendros tal que así. Digo pobre de ella y no sé por qué digo pobre. Los pobres éramos nosotros, doblemente perdidos y desorientados, en la ciudad y con las mujeres, rediez. Pero volvamos al hilo.
Estábamos en que me gusta bailar todos esos ritmos clásicos, pasodoble, vals, etc. Pero tango no sé. Para mi desgracia, no sé bailar tango. Una vez mi pareja y yo lloramos en Buenos Aires viendo cómo lo bailaba una gente bien humilde en un local popular, sin turistas. Jamás me tocó tan fuerte la sensibilidad el ver bailar a alguien. Peligro, vuelvo a desviarme de lo que quería contar. Así que retorno. Le digo a María que tango yo no sé bailar y que mejor dejamos que el acordeonista interprete lo que quiera. Me dice que bueno, pero que ella podría enseñarme, pues en su juventud, en Madrid, fue profesora de baile. En esto suena un pasodoble y comenzamos a caminar a su ritmo, p´arriba y pabajo. No doy crédito al espíritu que le pone la mujer y a que sea capaz de moverse tan ágil. Las enfermeras y sus compañeros tampoco, y le dicen todo el rato que desde cuándo ha vuelto a caminar.
Se acaba ese baile y nos aplauden. Bueno, no sé por qué digo nos. Aplaudimos todos a María. Hago ademán de sentarme y ella aprovecha para pedirle un baile a mi hijo, que le confiesa que no sabe bailar y que imposible. Hoy las cosas son así. De modo que vuelve a tomarme del brazo y me dice: esto es un danzón, tenemos que bailarlo. Yo nunca supe qué es un danzón, pero lo bailamos. Yo sudaba un poco y me fatigaba algo. Ella nada, como nueva todo el rato.
Y apenas acabó esa pieza y volvieron a sonar los aplausos y las bromas, cuando María ya me había arrastrado adonde el músico para pedirle un tango. Sonó La Comparsita, nada menos. Ahí definitivamente ya me dejó a la altura del betún, aunque también debo confesar, sin la más mínima exageración, que consiguió enseñarme algún pasito. Benévola y comprensiva, al ver mi escasa habilidad para ese ritmo me dijo: bueno, no se preocupe (me trata de usted), bailemos sin filigrana. Y al acabar: tengo que enseñarle más pasos, pues esto es mucho más bonito con filigrana.
Al acabar la música, acabó nuestra danza de variados ritmos. Regresó de mi brazo a su asiento y me dijo que lo había pasado muy bien. Y siguió contándome que de soltera había enseñado a bailar a mucha gente en un salón de baile en Madrid, incluido algún actor, como Luis Durán. Y que luego ya bailaba menos, pues el marido le resultó serio y bastante soso. Se le venía la nostalgia y se le acumulaban las historias. Recordaba con una sonrisa un cancán que bailó una vez entre grandes aplausos, al parecer. Me explicó que había sido en un salón de baile en Ocaña, donde un gitano muy bien plantado y dominador la había sacado a bailar y ella lo había dejado sumido en la derrota a golpe de cancán.
Esta mañana he vuelto a la Residencia. Mi madre estaba débil nuevamente y dormitaba, apenas era capaz de conversar un minuto. María aprovechó para narrarme más cosas. Pero antes, cuando le recordé que el tango no me había quedado muy lucido, me contestó exactamente esto: es porque no me ceñía usted bien la cintura. La próxima vez tiene que apretarme más la cintura.
Estaba muy orgullosa de cuánto la habían felicitado todos anoche y esta mañana por lo bien que había bailado. Me dijo que era yo un caballero con el que querría bailar cualquier señora que se preciase. Caramba, eso me puso contento. A ver quién le dice a uno una cosa así en estos tiempos posmodernos. Me lo apunté para el curriculum, qué diablos. Un artículo sobre el concepto de nación entre los bosquímanos lo escribe cualquier mindundi, como está bien demostrado, pero que a uno le suelten un piropazo así, ya me dirán cuándo sucede.
Luego María siguió hablando, una hora entera. La escuché todo el tiempo y lamenté no tener una grabadora para ayudar a mi memoria. Resumo aquí. Ella vivía en Madrid y adora la capital. Pero sus dos hijos estaban fuera. Buscó una mujer que la cuidara y dice que le pagaba bien. Pero la señora no quería conversar con ella. Era limpia, cocinaba bien. Pero cuando salían a sentarse en el parque la acompañante leía una revista. María quería conversar. Con su maravilloso castellano, me lo decía así, no que deseara hablar, quería conversar. Y la señora le dijo finalmente que no tenían nada de qué hablar. Ese día la despidió y rogó a sus hijos que le buscasen una buena residencia en Gijón, cerca de ellos. Dice que su sueño era encontrar en ella compañeros para conversar, pero que ninguno habla apenas. Sus hijos la regañan cuando les cuenta que no es feliz porque no tiene con quién conversar. Yo soy una señora, me decía, usted lo sabe, soy discreta, no ofendo a nadie y yo también escucho lo que me dicen. Pero nadie conversa conmigo.
Hemos quedado para el 31, nochevieja. Para bailar otro rato. Y, si hay ocasión, conversar un poco más. María no sabe lo difícil que es para todos nosotros hoy en día, para todos, conversar.
23 diciembre, 2005
Contradícete, que algo queda. Sobre la extraña lógica de los políticos que mandan en las universidades
A lo mejor es que las primeras dosis de turrón me han espesado irremisiblemente el cacumen. Porque, si no es así y las cosas son lo que me parecen, estamos en un mundo majara y en lugar de dar opiniones o discutir asuntos habrá que empezar a pedir diagnósticos a quien sepa de la mente humana y sus desvaríos.
Los hechos son así. Los expongo y que el lector vaya pensando si todo encaja con algo de coherencia, en cuyo caso el que yerra soy yo, o si, por el contrario, alguien o algunos han perdido algo más que la brújula.
Un día, hace unos pocos años, estaban en Bolonia los ministros de educación de la UE y se tomaron unas copas, casi fijo. Luego, repito, luego, decidieron fijar el modelo de enseñanza universitaria que regiría en todos los países de la Unión en el futuro. Pusieron todo patas arriba, llevados por ese optimismo que bien conocemos los que somos dados a espirituosas y bajativos. Y quedó la cosa en que en todas las Universidades habrá después del 2010 una enseñanza con un primer ciclo de no más de cuatro años, un segundo ciclo que se llamará de maestría o máster y que no durará más de dos años y un tercer ciclo, correspondiente al doctorado. De modo que el orden queda en grado, postgrado y doctorado. Muy bien, por decir algo.
Ahora están los ministerios correspondientes fijando los criterios para organizar el grado, es decir, el primer ciclo. Todavía no se ha acabado ese trabajo, por lo cual las enseñanzas de grado o primer ciclo no pueden comenzar aún. Como quien dice, no se han puesto las paredes maestras de la casa. Pero, con arrojo y determinación, algunos consejeros autonómicos han pensado que, caray, como lo de las paredes va para largo, por qué no vamos haciendo tejado. Y manos a la obra, están regulando y poniendo en funcionamiento segundos ciclos allí donde todavía no se sabe cómo va a ser el ciclo primero ni, por consiguiente, ha podido cursarlo nadie. Será porque el orden de los factores no altera el producto o porque el producto importa un bledo.
Nos preguntábamos en esta Autonomía mesetaria qué pasaría. Y un día, hace bien poco, vimos a la contradicción asomar la patita por debajo de la puerta. Pues, en efecto, la Consejería competente convocó, con prisa y breves plazos, concurso de propuestas para que las universidades de este territorio ofertaran masters. Todos pensamos que cómo vamos a empezar por el segundo ciclo sin haber hecho ni saber nada del primero. Los rectores o vicerrectores competentes corrieron a reunirse con el dueño de la convocatoria y retornaron con gesto desencajado. Sin perder minuto, reunieron a decanos, directores de departamento y directores de instituto universitario para comunicarnos le curiosa nueva: que dicen en la Junta que esta convocatoria no es para usarla. ¿Mande? No, que la sacan por sacarla, la convocatoria, pero nos han rogado a las universidades que no solicitemos masters, pues no piensan aceptar ni uno o, a lo máximo, un par de ellos. Cáspita. Es como si un convento de frailes organiza una caravana de mujeres para una fiesta de solteros dentro de sus muros y, cuando todas van llegando, les cuentan que no, que era broma, que allí nadie piensa casarte ni echar un casquete tan siquiera. Las afectadas, como nosotros, preguntarían que entonces para qué la convocatoria. No se sabe, pero se supone que será por pasar el rato o tenernos entretenidos en labores útiles y productivas.
Así que de esa reunión volvemos convencidos de que la autoridad es una calientamentes, pero que luego ná de ná, ajo y agua. Pero pasa una semanita y llega convocatoria urgentísima para nueva reunión sobre lo mismo. Y ahí el Vicerrector nos explica que las cosas han cambiado, pues la Universidad más grande va a pedir un puñado de masters y que los demás han pensado que total si va a pedir uno, pues que pidan todos, que pedir es gratis y luego ya verán ellos por dónde pasan las solicitudes y si se autoriza algún maáster, muchos o ninguno.
Nos lo curramos los de siempre y mi Universidad solicita un total de 12 de tales postgrados. Al parecer, Valladolid pide 54, Salamanca 21 y Burgos 9. Las privadas pasan de todo y no solicitan nada. Y mira por dónde, en El Mundo de Castilla y León del jueves, día 22, vienen unas declaraciones del Director General de Universidades de la Junta de Castilla y León. El buen señor, que alguna responsabilidad tendrá en la convocatoria de marras y que algo sabrá de por qué esa prisa en organizar el segundo grado antes del primero, se explaya ahora con lo que sigue. Que muy bien por la prudencia de las privadas, que han hecho lo debido al no pedir, y que qué imprudentes y alocadas las universidades públicas que se han lanzado a hacer uso de la convocatoria y mira ahora qué lío, que resulta que vamos a tener que tomar en serio una propuesta que era de broma, je, je. Que hay que ver cómo son estos universitarios, les insinúas cualquier cosita y se calientan, qué poca contención, cuanta irreflexión, qué alocado ímpetu.
Para que no se diga que tergiverso o exagero, extracto algunos párrafos relevantes de lo que el periódico nos cuenta: Para el Director General la públicas “se han precipitado” porque han propuesto “un número muy elevado de masters, cuando aún hay demasiada incertidumbre”. En su opinión “se han lanzado sin tener experiencia, sin metodología docente, cuando los títulos deberían tener de momento un carácter experimental”. Fin de la cita. Pues maravilloso, oiga, usted convoca a presentar masters y luego se mosquea porque le responden y le hacen caso. Y le parece mal que se presenten universidades que no tienen experiencia en algo en lo que por definición no puede haberla, pues comienza ahora. Es como si a un célibe total le regañamos por querer echar su primera cana al aire sin haber echado antes ninguna. Y le decimos: cómo pretendes echar el primero si no has echado antes ninguno, hombre de Dios. Lo único lógico sería que nos respondiera que no, que lo que quiere es echar el segundo, antes que el primero, para ir ya con experiencia. Que cambia el orden y listo.
Pero el tema no acaba ahí, tiene muchos más bemoles, pues el señor Director General continúa tal que así: “Existen muchas incógnitas que no dependen de las universidades, ni de la Junta, sino del Ministerio”, existen “muchas incertidumbres”, pues “no se conoce la relación que tendrán estos masters con los grados o los precios públicos”. Y termina, feliz, así: él hubiera sido partidario de que antes de regular el postgrado se hubiera hablado del grado. Magnífico, coincidimos en eso. El detalle pillín está en que el que se ha puesto aquí a regular el postgrado antes de hablar del grado ha sido él. Si no fuera por esa minucia, no estaríamos dudando sobre si la lógica que el buen hombre aplica es la aristotélica de toda la vida o una variante revolucionaria de la lógica fuzzy.
Los hechos son así. Los expongo y que el lector vaya pensando si todo encaja con algo de coherencia, en cuyo caso el que yerra soy yo, o si, por el contrario, alguien o algunos han perdido algo más que la brújula.
Un día, hace unos pocos años, estaban en Bolonia los ministros de educación de la UE y se tomaron unas copas, casi fijo. Luego, repito, luego, decidieron fijar el modelo de enseñanza universitaria que regiría en todos los países de la Unión en el futuro. Pusieron todo patas arriba, llevados por ese optimismo que bien conocemos los que somos dados a espirituosas y bajativos. Y quedó la cosa en que en todas las Universidades habrá después del 2010 una enseñanza con un primer ciclo de no más de cuatro años, un segundo ciclo que se llamará de maestría o máster y que no durará más de dos años y un tercer ciclo, correspondiente al doctorado. De modo que el orden queda en grado, postgrado y doctorado. Muy bien, por decir algo.
Ahora están los ministerios correspondientes fijando los criterios para organizar el grado, es decir, el primer ciclo. Todavía no se ha acabado ese trabajo, por lo cual las enseñanzas de grado o primer ciclo no pueden comenzar aún. Como quien dice, no se han puesto las paredes maestras de la casa. Pero, con arrojo y determinación, algunos consejeros autonómicos han pensado que, caray, como lo de las paredes va para largo, por qué no vamos haciendo tejado. Y manos a la obra, están regulando y poniendo en funcionamiento segundos ciclos allí donde todavía no se sabe cómo va a ser el ciclo primero ni, por consiguiente, ha podido cursarlo nadie. Será porque el orden de los factores no altera el producto o porque el producto importa un bledo.
Nos preguntábamos en esta Autonomía mesetaria qué pasaría. Y un día, hace bien poco, vimos a la contradicción asomar la patita por debajo de la puerta. Pues, en efecto, la Consejería competente convocó, con prisa y breves plazos, concurso de propuestas para que las universidades de este territorio ofertaran masters. Todos pensamos que cómo vamos a empezar por el segundo ciclo sin haber hecho ni saber nada del primero. Los rectores o vicerrectores competentes corrieron a reunirse con el dueño de la convocatoria y retornaron con gesto desencajado. Sin perder minuto, reunieron a decanos, directores de departamento y directores de instituto universitario para comunicarnos le curiosa nueva: que dicen en la Junta que esta convocatoria no es para usarla. ¿Mande? No, que la sacan por sacarla, la convocatoria, pero nos han rogado a las universidades que no solicitemos masters, pues no piensan aceptar ni uno o, a lo máximo, un par de ellos. Cáspita. Es como si un convento de frailes organiza una caravana de mujeres para una fiesta de solteros dentro de sus muros y, cuando todas van llegando, les cuentan que no, que era broma, que allí nadie piensa casarte ni echar un casquete tan siquiera. Las afectadas, como nosotros, preguntarían que entonces para qué la convocatoria. No se sabe, pero se supone que será por pasar el rato o tenernos entretenidos en labores útiles y productivas.
Así que de esa reunión volvemos convencidos de que la autoridad es una calientamentes, pero que luego ná de ná, ajo y agua. Pero pasa una semanita y llega convocatoria urgentísima para nueva reunión sobre lo mismo. Y ahí el Vicerrector nos explica que las cosas han cambiado, pues la Universidad más grande va a pedir un puñado de masters y que los demás han pensado que total si va a pedir uno, pues que pidan todos, que pedir es gratis y luego ya verán ellos por dónde pasan las solicitudes y si se autoriza algún maáster, muchos o ninguno.
Nos lo curramos los de siempre y mi Universidad solicita un total de 12 de tales postgrados. Al parecer, Valladolid pide 54, Salamanca 21 y Burgos 9. Las privadas pasan de todo y no solicitan nada. Y mira por dónde, en El Mundo de Castilla y León del jueves, día 22, vienen unas declaraciones del Director General de Universidades de la Junta de Castilla y León. El buen señor, que alguna responsabilidad tendrá en la convocatoria de marras y que algo sabrá de por qué esa prisa en organizar el segundo grado antes del primero, se explaya ahora con lo que sigue. Que muy bien por la prudencia de las privadas, que han hecho lo debido al no pedir, y que qué imprudentes y alocadas las universidades públicas que se han lanzado a hacer uso de la convocatoria y mira ahora qué lío, que resulta que vamos a tener que tomar en serio una propuesta que era de broma, je, je. Que hay que ver cómo son estos universitarios, les insinúas cualquier cosita y se calientan, qué poca contención, cuanta irreflexión, qué alocado ímpetu.
Para que no se diga que tergiverso o exagero, extracto algunos párrafos relevantes de lo que el periódico nos cuenta: Para el Director General la públicas “se han precipitado” porque han propuesto “un número muy elevado de masters, cuando aún hay demasiada incertidumbre”. En su opinión “se han lanzado sin tener experiencia, sin metodología docente, cuando los títulos deberían tener de momento un carácter experimental”. Fin de la cita. Pues maravilloso, oiga, usted convoca a presentar masters y luego se mosquea porque le responden y le hacen caso. Y le parece mal que se presenten universidades que no tienen experiencia en algo en lo que por definición no puede haberla, pues comienza ahora. Es como si a un célibe total le regañamos por querer echar su primera cana al aire sin haber echado antes ninguna. Y le decimos: cómo pretendes echar el primero si no has echado antes ninguno, hombre de Dios. Lo único lógico sería que nos respondiera que no, que lo que quiere es echar el segundo, antes que el primero, para ir ya con experiencia. Que cambia el orden y listo.
Pero el tema no acaba ahí, tiene muchos más bemoles, pues el señor Director General continúa tal que así: “Existen muchas incógnitas que no dependen de las universidades, ni de la Junta, sino del Ministerio”, existen “muchas incertidumbres”, pues “no se conoce la relación que tendrán estos masters con los grados o los precios públicos”. Y termina, feliz, así: él hubiera sido partidario de que antes de regular el postgrado se hubiera hablado del grado. Magnífico, coincidimos en eso. El detalle pillín está en que el que se ha puesto aquí a regular el postgrado antes de hablar del grado ha sido él. Si no fuera por esa minucia, no estaríamos dudando sobre si la lógica que el buen hombre aplica es la aristotélica de toda la vida o una variante revolucionaria de la lógica fuzzy.
¿Indigenismo o reservas indias?
En Bolivia ha ganado las elecciones Evo Morales, un candidato indígena que mantiene un programa indigenista y con fuerte rechazo de la cultura occidental y sus modos. Allá ellos, sus razones tendrán él y sus votantes. Del mismo modo que respetamos la opción de los que aquí se van a un monasterio de clausura o eligen el celibato o se afilian a la iglesia cienciológica, por qué no vamos a tener por admisible que la mayoría de los habitantes de un país prefieran las arcaicas formas de vida y organización antes que las maneras de este Occidente que presume de democracia y derechos humanos y que, sin embargo, sigue marginando, discriminando y explotando a pueblos enteros y a comunidades completas, como esas que apoyan masivamente a su candidato Evo Morales. Además, los otros, los blancos, ya los robaron bastante. Ahora que meta la mano uno de casa, si acaso.
De lo que no estoy tan seguro es de que la perpetuación de o el retorno a las formas tradicionales de esas culturas vaya a significar para sus miembros el fin de la discriminación o un grado menor de miseria. Pero no quería hablar de eso.
Lo que me llama poderosísimamente la atención es la emoción que las tesis indigenistas despiertan en tanto intelectual y académico europeo y norteamericano. Desde sus apartamentos en la Quinta Avenida o sus casas en Majadahonda alientan estos profesores la pervivencia de las culturas indígenas, convencidos, al parecer, de que son esas culturas el lugar de la mayor felicidad y la mejor justicia para el ser humano, no como estas ciudades nuestras, tan inhumanas, tan desintegradas, plurales en grado tan alto que uno no siente la más mínima sensación de comunidad, regidas por frías reglas legales, generales y abstractas, en lugar de por arropadoras tradiciones y costumbres atávicas. Tampoco pasa nada por pensar así o por creer en los platillos volantes. Pas de problème.
Cuando la cuestión se torna dura es a la hora de sentar la primacía entre derechos individuales y derechos colectivos. Aquí mismo, en este Estado de nuestros dolores de cabeza, tenemos de plena actualidad el tema, con esa oficina que la Generalitat una y trina ha montado para que los ciudadanos delaten anónimamente a los comerciantes que no redacten en catalán los rótulos de su tienda. Que la gente no se exprese en la lengua que quiera, sino en la del grupo, para que éste se mantenga idéntico a sí mismo y aglutinado, en lugar de disgregarse, como impepinablemente ocurre donde la libertad individual cuente más que la cohesión de la tribu.
Mucho profesor progresista tiembla de gozo al profesar hoy en día las doctrinas comunitaristas, esas que mantienen que el individuo nada es y nada vale fuera de su comunidad cultural, aislado de las tradiciones de su grupo y sometido sólo a las reglas del frío derecho constitucional que velan por su autonomía plena. Nada pasaría tampoco por difundir esas ideas y vibrar con ellas, si no fuera porque son ideas que sirven para consolidar ghettos y justificar nuevas reservas indias. Proclamar que bien está que los de Nueva York hablen inglés (como quiere Samuel Huntington, otro comunitarista al fin, pariente próximo de esos progres , sin que ellos lo sepan) en lugar de quechua o aymara, e igual de bien que los indígenas quechua o aymara hablen esas lenguas suyas en lugar de (no además de) inglés, y que cada una de esas comunidades permanezca anclada y atada a su cultura y reciba predominantemente la educación y la formación toda que de esa cultura provenga, tratando de evitar la contaminación disolvente que provocaría una educación plural y universalista, es tanto como condenar a esos quechuas o aymaras a permanecer de por vida, generación tras generación, atados a su tierra, confinados en su mundo, mientras el planeta entero lo gobiernan realmente los otros, los que hablan inglés (y español), los que viajan en avión, los que compran y venden, traen y llevan de acá para allá, sin límites geográficos, ni culturales, ni históricos, ni lingüísticos.
He discutido de esto muchas veces en Latinoamérica con estudiantes, colegas y amigos. Es impresionante ver con cuánta simpatía ven los muy occidentalizados profesores bogotanos o del DF mexicano la concesión a las comunidades indígenas de derechos colectivos excluyentes de la primacía individual, derechos que sirven para evitar que esas comunidades se disuelvan y esas culturas desaparezcan a medida que sus miembros opten por las formas de vida occidentales y la cultura de las capitales. Son derechos de los grupos que valen para confinar en ellos a los individuos que los integran, derechos que tienen por finalidad la de que los sujetos indígenas no conozcan bastante de lo que hay fuera de su comunidad o no reciban los medios suficientes para poder abandonarla. Esto es, que vivan en reservas, pero que vivan en ellas felices, creyendo que no hay en el mundo nada mejor, o que no existen otras cosas.
De lo que no estoy tan seguro es de que la perpetuación de o el retorno a las formas tradicionales de esas culturas vaya a significar para sus miembros el fin de la discriminación o un grado menor de miseria. Pero no quería hablar de eso.
Lo que me llama poderosísimamente la atención es la emoción que las tesis indigenistas despiertan en tanto intelectual y académico europeo y norteamericano. Desde sus apartamentos en la Quinta Avenida o sus casas en Majadahonda alientan estos profesores la pervivencia de las culturas indígenas, convencidos, al parecer, de que son esas culturas el lugar de la mayor felicidad y la mejor justicia para el ser humano, no como estas ciudades nuestras, tan inhumanas, tan desintegradas, plurales en grado tan alto que uno no siente la más mínima sensación de comunidad, regidas por frías reglas legales, generales y abstractas, en lugar de por arropadoras tradiciones y costumbres atávicas. Tampoco pasa nada por pensar así o por creer en los platillos volantes. Pas de problème.
Cuando la cuestión se torna dura es a la hora de sentar la primacía entre derechos individuales y derechos colectivos. Aquí mismo, en este Estado de nuestros dolores de cabeza, tenemos de plena actualidad el tema, con esa oficina que la Generalitat una y trina ha montado para que los ciudadanos delaten anónimamente a los comerciantes que no redacten en catalán los rótulos de su tienda. Que la gente no se exprese en la lengua que quiera, sino en la del grupo, para que éste se mantenga idéntico a sí mismo y aglutinado, en lugar de disgregarse, como impepinablemente ocurre donde la libertad individual cuente más que la cohesión de la tribu.
Mucho profesor progresista tiembla de gozo al profesar hoy en día las doctrinas comunitaristas, esas que mantienen que el individuo nada es y nada vale fuera de su comunidad cultural, aislado de las tradiciones de su grupo y sometido sólo a las reglas del frío derecho constitucional que velan por su autonomía plena. Nada pasaría tampoco por difundir esas ideas y vibrar con ellas, si no fuera porque son ideas que sirven para consolidar ghettos y justificar nuevas reservas indias. Proclamar que bien está que los de Nueva York hablen inglés (como quiere Samuel Huntington, otro comunitarista al fin, pariente próximo de esos progres , sin que ellos lo sepan) en lugar de quechua o aymara, e igual de bien que los indígenas quechua o aymara hablen esas lenguas suyas en lugar de (no además de) inglés, y que cada una de esas comunidades permanezca anclada y atada a su cultura y reciba predominantemente la educación y la formación toda que de esa cultura provenga, tratando de evitar la contaminación disolvente que provocaría una educación plural y universalista, es tanto como condenar a esos quechuas o aymaras a permanecer de por vida, generación tras generación, atados a su tierra, confinados en su mundo, mientras el planeta entero lo gobiernan realmente los otros, los que hablan inglés (y español), los que viajan en avión, los que compran y venden, traen y llevan de acá para allá, sin límites geográficos, ni culturales, ni históricos, ni lingüísticos.
He discutido de esto muchas veces en Latinoamérica con estudiantes, colegas y amigos. Es impresionante ver con cuánta simpatía ven los muy occidentalizados profesores bogotanos o del DF mexicano la concesión a las comunidades indígenas de derechos colectivos excluyentes de la primacía individual, derechos que sirven para evitar que esas comunidades se disuelvan y esas culturas desaparezcan a medida que sus miembros opten por las formas de vida occidentales y la cultura de las capitales. Son derechos de los grupos que valen para confinar en ellos a los individuos que los integran, derechos que tienen por finalidad la de que los sujetos indígenas no conozcan bastante de lo que hay fuera de su comunidad o no reciban los medios suficientes para poder abandonarla. Esto es, que vivan en reservas, pero que vivan en ellas felices, creyendo que no hay en el mundo nada mejor, o que no existen otras cosas.
Antes esos confinamientos forzados a un territorio, una cultura y una lengua se practicaban y se vivían como condena. Ahora pretenden legitimarse como reconocimiento de derechos colectivos. Es como decirle a uno de esos ciudadanos lo siguiente: mire, usted es antes que nada un indígena y no tendrá las oportunidades de los blancos ni podrá participar en plenitud de su cultura y sus libertades, pero quédese contento, porque con ese sacrificio suyo sale ganando la identidad y la perpetuación de su pueblo, y qué cosa mejor para ustedes (y para nosotros, pero esto no se suele añadir). No lo discriminamos a usted, buen hombre, no sea susceptible; al contrario, lo envidiamos mucho por formar parte de una cultura tan auténtica y tan cohesionada, no sabe qué suerte tiene usted. Porque mire, todos estos derechos individuales que nosotros disfrutamos, todos estos adelantos y comodidades no son más que zarandajas que no nos sirven para ser felices. Nosotros sabemos que la felicidad está en trabajar la tierra con las manos y en aplicar las normas tradicionales, aunque no sean muy respetuosas con los derechos humanos que a nosotros nos amparan. Pero, qué caray, para qué derechos si uno puede vivir así como ustedes, en tan perfecta comunión con el medio y tan exquisita imitación de los antepasados.
Como individualista irredento que soy, me indignan siempre esos colegas y burguesitos capitalinos que babean de gusto al describirle a uno lo paradisíacas que son las reservas indias y cuán plena es allá la vida de los que están, aunque no tengan derechos humanos como los nuestros, ni medicina equiparable, ni oportunidades como las que para sus hijos quieren esos que admiten que a los indios se las quiten.
Y, para colmo, si el comunitarismo tiene razón, esos colegas son o un engendro o unos traidores. Pues el comunitarismo nos dice que pensamos con las categorías de nuestra respectiva cultura y que no podemos ponernos en el lugar de los que pertenecen a otra. En ese caso, nuestros académicos comunitaristas son algo así como un imposible teórico, una paradoja con patitas y nómina. Y el comunitarismo nos dice también que el que haya crecido en una cultura y no la defienda y la prefiera es un traidor. Y estos van por ahí diciendo que les gustaría más el modo de vida y de ser de una tribu amazónica o un clan afgano. Serían, pues, unos traidores. Pero tranquilidad, no hay ningún riesgo de que se queden a vivir y gozar del trabajo de la tierra a orillas lago Titicaca. Lo único que ansían es que los invite don Evo Morales a dar unas "conferensitas" y que los aloje en el mejor hotel de La Paz. Y si anda cerca alguien que los llame "papito", mejor que mejor. Tienen más cuento que Calleja, los muy truhanes.
Como individualista irredento que soy, me indignan siempre esos colegas y burguesitos capitalinos que babean de gusto al describirle a uno lo paradisíacas que son las reservas indias y cuán plena es allá la vida de los que están, aunque no tengan derechos humanos como los nuestros, ni medicina equiparable, ni oportunidades como las que para sus hijos quieren esos que admiten que a los indios se las quiten.
Y, para colmo, si el comunitarismo tiene razón, esos colegas son o un engendro o unos traidores. Pues el comunitarismo nos dice que pensamos con las categorías de nuestra respectiva cultura y que no podemos ponernos en el lugar de los que pertenecen a otra. En ese caso, nuestros académicos comunitaristas son algo así como un imposible teórico, una paradoja con patitas y nómina. Y el comunitarismo nos dice también que el que haya crecido en una cultura y no la defienda y la prefiera es un traidor. Y estos van por ahí diciendo que les gustaría más el modo de vida y de ser de una tribu amazónica o un clan afgano. Serían, pues, unos traidores. Pero tranquilidad, no hay ningún riesgo de que se queden a vivir y gozar del trabajo de la tierra a orillas lago Titicaca. Lo único que ansían es que los invite don Evo Morales a dar unas "conferensitas" y que los aloje en el mejor hotel de La Paz. Y si anda cerca alguien que los llame "papito", mejor que mejor. Tienen más cuento que Calleja, los muy truhanes.
22 diciembre, 2005
LIBERTAD.
LIBERTAD
Un acompañante asiduo de este blog ha emprendido una peculiar campaña: preguntarme una y otra vez qué es la libertad, como si fuera algo fácil de definir o yo pudiera hacerlo competentemente y en cuatro palabras. Ni lo uno ni lo otro, pero intentemos decir algo. Así que nos ponemos el traje profesoral por un rato y vamos allá.
Mejor que marear uno mismo la perdiz, para luego no cazarla, echaré mano de un autor enormemente interesante y que en este asunto de teorizar sobre la libertad ha escrito una de las más importantes obras del pensamiento del siglo XX. Me refiero a Isaiah Berlin y a su escrito titulado Cuatro ensayos sobre la libertad. Quien quiera saber más del personaje puede leer la interesantísima biografía que escribió su discípulo Michael Ignatieff. Se titula Isaiah Berlin. Su vida y está publicada en Taurus. La recomiendo vivamente.
Isaiah Berlin dice que la libertad tiene dos aspectos o manifestaciones complementarias, inescindiblemente unidas, aunque diferenciables a efectos analíticos. Se trata de la libertad negativa y la libertad positiva. Caractericémoslas con propósito de claridad y concisión.
La libertad negativa alude al conjunto de opciones que, al menos en teoría, a una persona se le presentan, el conjunto de alternativas de entre las que puede elegir la forma de vivir y las acciones que desea. El conjunto de opciones que yo tengo es como un conjunto de puertas que ante mí se abren, conducente cada una a lugar distinto. Cuantas más son esas puertas, mayor es mi posibilidad de elegir entre los caminos distintos que se me ofrecen, más libre soy.
No estamos hablando de las posibilidades reales que una persona tenga, sino más bien de sus posibilidades legales o formales. Por ejemplo, yo no tengo ninguna posibilidad real de correr los cien metros lisos en diez segundos, pero no hay ninguna norma legal ni social que me excluya de antemano de la lista de personas que pueden dedicarse al atletismo, intentar esa marca y lograrla, si fuera el caso. Otro ejemplo, un muchacho gitano de familia humildísima que habita un barrio marginal tiene escasísimas, apenas ninguna, posibilidades reales de llegar a presidir el BBVA dentro de unos años o de convertirse en consorte de la infanta (o lo que sea, no me aclaro muy bien en esa materia) Leonor. Pero legalmente excluido no lo está.
Es importante esa diferenciación entre trabas legales y trabas materiales. Nos permite apreciar una de las grandes conquistas de la Edad Moderna, vía revoluciones burguesas. Me refiero a la igualdad de los ciudadanos ante la ley, unida a la universalización de la ciudadanía dentro del territorio del Estado. No olvidemos que antes de la Revolución Francesa el orden social que mediante el Derecho y la fuerza coactiva del Estado se aseguraba era un orden estamental. Existían estamentos (nobleza, clero y pueblo o estado llano). Los derechos de los unos y los otros eran distintos y no se podía libremente pasar de un estamento a otro, por ejemplo del pueblo llano, el estamento más bajo de la escala social, a la nobleza. Ni siquiera enriqueciéndose. Si eras parte del vulgo, podías tener los dineros que te tocaran en suerte, pero no podías disfrutar de los derechos de condes o marqueses. Y recordemos, más aún, cómo en los territorios alemanes de principios del Diecinueve aún estaba vigente una sociedad estamental en la que, por ejemplo, los campesinos se hallaban unidos a la tierra y ellos y sus descendientes no podían ser más que eso que habían nacido, campesinos; y, además, campesinos de esa tierra y bajo ese señor. Y que en muchos lugares ni siquiera les estaba permitido casarse no sólo con quien no fuera de su grupo social, campesino, sino con quien no fuera de su misma localidad.
Pues bien, mi libertad negativa es mayor que la de uno de esos campesinos, pues no hay norma impuesta que a mí me impida hoy elegir como profesión la de fontanero, abogado o campesino, ni fijar mi domicilio en Gijón o en Santovenia de la Valdoncina, cosas que al campesino aquel, atado a la tierra, al oficio y al señor para siempre, sí le estaban vedadas. Él tenía mucho menos de dónde elegir, por eso su libertad negativa era menor.
Y repárese que el gitanillo que mencionaba antes tiene aquí y ahora las mismas posibilidades teóricas que yo y, por tanto, muchas más que las del campesino alemán de 1800. Se me dirá de inmediato que muy bonito lo de las iguales posibilidades teóricas, pero que las posibilidades prácticas, reales, son mucho menores y que esto es lo principal.
A esa objeción podríamos responder, con Isaiah Berlin, de la siguiente manera. Hay algo aún más terrible que estar excluido de llegar a ser o a hacer algo por causa de las circunstancias, por ejemplo por ser pobre o por no ser capaz de memorizar la Ley Hipotecaria. Eso más terrible es estar excluido por nacimiento, de raíz, por definición. Malo es que las posibilidades reales de que un gitano sea presidente de un gran banco sean casi nulas; pero peor todavía sería que no hubiera ninguna porque la ley contuviera una lista de profesiones o cargos a los que no puedan acceder los gitanos, o los bajitos, o los que lleven gafas, o los que hayan nacido en una aldea entre vacas.
Vemos, por consiguiente, que la libertad negativa tiene su esencia en las alternativas de elección. Cuantas más opciones se dan a mi elección, cuantas más son las cosas entre las que, al menos sobre el papel, puedo escoger, mayor es mi libertad negativa. Si puedo elegir entre comer carne de cerdo, de vaca o de cordero, mi libertad negativa es mayor que si sólo puedo optar entre vaca y cordero porque esté prohibido que los de mi pueblo, mi raza, mi oficio o mi estatura coman cerdo.
Volverá a la carga el crítico y en este punto podrá argüir así: ¿y de qué te vale poder en teoría elegir entre tres o trescientas carnes si no tienes ni para procurarte un mendrugo? Aquí Berlin contestaría que estábamos hablando de libertad meramente y no de otros valores o del modo en que interactúan con la libertad y pueden limitarla. La libertad, dice Berlin, no es el único valor que cuenta y merece ser tomado en consideración. Existen otros, como la vida, la salud, la igualdad, etc.
Un acompañante asiduo de este blog ha emprendido una peculiar campaña: preguntarme una y otra vez qué es la libertad, como si fuera algo fácil de definir o yo pudiera hacerlo competentemente y en cuatro palabras. Ni lo uno ni lo otro, pero intentemos decir algo. Así que nos ponemos el traje profesoral por un rato y vamos allá.
Mejor que marear uno mismo la perdiz, para luego no cazarla, echaré mano de un autor enormemente interesante y que en este asunto de teorizar sobre la libertad ha escrito una de las más importantes obras del pensamiento del siglo XX. Me refiero a Isaiah Berlin y a su escrito titulado Cuatro ensayos sobre la libertad. Quien quiera saber más del personaje puede leer la interesantísima biografía que escribió su discípulo Michael Ignatieff. Se titula Isaiah Berlin. Su vida y está publicada en Taurus. La recomiendo vivamente.
Isaiah Berlin dice que la libertad tiene dos aspectos o manifestaciones complementarias, inescindiblemente unidas, aunque diferenciables a efectos analíticos. Se trata de la libertad negativa y la libertad positiva. Caractericémoslas con propósito de claridad y concisión.
La libertad negativa alude al conjunto de opciones que, al menos en teoría, a una persona se le presentan, el conjunto de alternativas de entre las que puede elegir la forma de vivir y las acciones que desea. El conjunto de opciones que yo tengo es como un conjunto de puertas que ante mí se abren, conducente cada una a lugar distinto. Cuantas más son esas puertas, mayor es mi posibilidad de elegir entre los caminos distintos que se me ofrecen, más libre soy.
No estamos hablando de las posibilidades reales que una persona tenga, sino más bien de sus posibilidades legales o formales. Por ejemplo, yo no tengo ninguna posibilidad real de correr los cien metros lisos en diez segundos, pero no hay ninguna norma legal ni social que me excluya de antemano de la lista de personas que pueden dedicarse al atletismo, intentar esa marca y lograrla, si fuera el caso. Otro ejemplo, un muchacho gitano de familia humildísima que habita un barrio marginal tiene escasísimas, apenas ninguna, posibilidades reales de llegar a presidir el BBVA dentro de unos años o de convertirse en consorte de la infanta (o lo que sea, no me aclaro muy bien en esa materia) Leonor. Pero legalmente excluido no lo está.
Es importante esa diferenciación entre trabas legales y trabas materiales. Nos permite apreciar una de las grandes conquistas de la Edad Moderna, vía revoluciones burguesas. Me refiero a la igualdad de los ciudadanos ante la ley, unida a la universalización de la ciudadanía dentro del territorio del Estado. No olvidemos que antes de la Revolución Francesa el orden social que mediante el Derecho y la fuerza coactiva del Estado se aseguraba era un orden estamental. Existían estamentos (nobleza, clero y pueblo o estado llano). Los derechos de los unos y los otros eran distintos y no se podía libremente pasar de un estamento a otro, por ejemplo del pueblo llano, el estamento más bajo de la escala social, a la nobleza. Ni siquiera enriqueciéndose. Si eras parte del vulgo, podías tener los dineros que te tocaran en suerte, pero no podías disfrutar de los derechos de condes o marqueses. Y recordemos, más aún, cómo en los territorios alemanes de principios del Diecinueve aún estaba vigente una sociedad estamental en la que, por ejemplo, los campesinos se hallaban unidos a la tierra y ellos y sus descendientes no podían ser más que eso que habían nacido, campesinos; y, además, campesinos de esa tierra y bajo ese señor. Y que en muchos lugares ni siquiera les estaba permitido casarse no sólo con quien no fuera de su grupo social, campesino, sino con quien no fuera de su misma localidad.
Pues bien, mi libertad negativa es mayor que la de uno de esos campesinos, pues no hay norma impuesta que a mí me impida hoy elegir como profesión la de fontanero, abogado o campesino, ni fijar mi domicilio en Gijón o en Santovenia de la Valdoncina, cosas que al campesino aquel, atado a la tierra, al oficio y al señor para siempre, sí le estaban vedadas. Él tenía mucho menos de dónde elegir, por eso su libertad negativa era menor.
Y repárese que el gitanillo que mencionaba antes tiene aquí y ahora las mismas posibilidades teóricas que yo y, por tanto, muchas más que las del campesino alemán de 1800. Se me dirá de inmediato que muy bonito lo de las iguales posibilidades teóricas, pero que las posibilidades prácticas, reales, son mucho menores y que esto es lo principal.
A esa objeción podríamos responder, con Isaiah Berlin, de la siguiente manera. Hay algo aún más terrible que estar excluido de llegar a ser o a hacer algo por causa de las circunstancias, por ejemplo por ser pobre o por no ser capaz de memorizar la Ley Hipotecaria. Eso más terrible es estar excluido por nacimiento, de raíz, por definición. Malo es que las posibilidades reales de que un gitano sea presidente de un gran banco sean casi nulas; pero peor todavía sería que no hubiera ninguna porque la ley contuviera una lista de profesiones o cargos a los que no puedan acceder los gitanos, o los bajitos, o los que lleven gafas, o los que hayan nacido en una aldea entre vacas.
Vemos, por consiguiente, que la libertad negativa tiene su esencia en las alternativas de elección. Cuantas más opciones se dan a mi elección, cuantas más son las cosas entre las que, al menos sobre el papel, puedo escoger, mayor es mi libertad negativa. Si puedo elegir entre comer carne de cerdo, de vaca o de cordero, mi libertad negativa es mayor que si sólo puedo optar entre vaca y cordero porque esté prohibido que los de mi pueblo, mi raza, mi oficio o mi estatura coman cerdo.
Volverá a la carga el crítico y en este punto podrá argüir así: ¿y de qué te vale poder en teoría elegir entre tres o trescientas carnes si no tienes ni para procurarte un mendrugo? Aquí Berlin contestaría que estábamos hablando de libertad meramente y no de otros valores o del modo en que interactúan con la libertad y pueden limitarla. La libertad, dice Berlin, no es el único valor que cuenta y merece ser tomado en consideración. Existen otros, como la vida, la salud, la igualdad, etc.
Imaginemos un país en que absolutamente toda la riqueza y bienes fueran de sólo una persona, un ricachón absoluto. Todos los demás habitantes viven pésimamente y en la total penuria, soportando hambre, frío, dolor y enfermedad. Pero la ley de ese país respetaba el principio de igualdad formal y no establecía estamentos ni discriminaciones formales, de forma que, en teoría, cualquiera de esos pobres podría llegar a hacerse rico y tener de todo. Ahí la libertad negativa es idéntica en el ricachón y en sus conciudadanos depauperados. Es decir, y siguiendo con el sencillo ejemplo, tanto el uno como los otros pueden elegir cada noche cenar carne de cerdo, vaca, cordero, venado, etc., etc. Mas los pobres no cuentan ni con la más mínima oportunidad de comer en verdad eso que pudieran escoger. ¿Entonces? Pues lo que pasa es que en ese Estado se ha maximizado la libertad negativa a costa de despreciar completamente aquellos otros valores. Y, como el propio Berlin expresamente concede, en situaciones tales resultaría justificado limitar un tanto la libertad para atender mejor a cosas tales como la salud o la igualdad. Pero insiste también en que hay un mínimo irrenunciable de libertad negativa sin el que el ser humano pierde ya su humanidad y es tratado como puro objeto o como un animal.
Lo que pasa es que a Berlin le importa muchísimo que las cosas se llamen por su nombre y que, en consecuencia, a una limitación de la libertad se la llame exactamente así, limitación de la libertad. ¿Y esta obsesión por qué? Berlin, que era judío ruso que en su infancia emigró con su familia a Inglaterra, huyendo de la opresión y el antisemitismo stalinistas, detestaba los regímenes totalitarios, ésos que siempre, en nombre de la igualdad, limitaban tremendamente la libertad de las gentes, pero seguían negando tales trabas e insistían machacona, propagandísticamente, en que en ellos se vivía una libertad distinta, más profunda, más auténtica, más plena. Y, al final, ni libertad ni igualdad, sólo miseria y opresión.
¿Y cuál debe ser la combinación exacta entre libertad, igualdad y otros valores? Nuestro autor recalca reiteradísimamente en que dicha combinación es cosa que hay que dejar a la decisión política de las sociedades libres. Desconfía por encima de todo de las doctrinas políticas de corte mesiánico y propósito siempre totalitario, que dicen que poseen la receta exacta, la medida precisa de libertad, igualdad, solidaridad, etc. y la manera de aplicarla. No, tienen que ser cada persona y cada grupo los que elijan cómo quieren vivir y a cuánta libertad están dispueston a renunciar para gozar de otras cosas.
Lo que pasa es que a Berlin le importa muchísimo que las cosas se llamen por su nombre y que, en consecuencia, a una limitación de la libertad se la llame exactamente así, limitación de la libertad. ¿Y esta obsesión por qué? Berlin, que era judío ruso que en su infancia emigró con su familia a Inglaterra, huyendo de la opresión y el antisemitismo stalinistas, detestaba los regímenes totalitarios, ésos que siempre, en nombre de la igualdad, limitaban tremendamente la libertad de las gentes, pero seguían negando tales trabas e insistían machacona, propagandísticamente, en que en ellos se vivía una libertad distinta, más profunda, más auténtica, más plena. Y, al final, ni libertad ni igualdad, sólo miseria y opresión.
¿Y cuál debe ser la combinación exacta entre libertad, igualdad y otros valores? Nuestro autor recalca reiteradísimamente en que dicha combinación es cosa que hay que dejar a la decisión política de las sociedades libres. Desconfía por encima de todo de las doctrinas políticas de corte mesiánico y propósito siempre totalitario, que dicen que poseen la receta exacta, la medida precisa de libertad, igualdad, solidaridad, etc. y la manera de aplicarla. No, tienen que ser cada persona y cada grupo los que elijan cómo quieren vivir y a cuánta libertad están dispueston a renunciar para gozar de otras cosas.
Hay una palabra clave del pensamiento liberal de Isaiah Berlin, la palabra riesgo. Individuos y sociedades tenemos que decidir, no podemos esperar que vengan profetas iluminados o líderes supuestamente divinos a decirnos qué tenemos que ser, cómo debemos pensar, qué cosas pueden gustarnos. Decidimos nosotros y decidimos siempre bajo incertidumbre, a ciegas, con riesgo de equivocarnos. La libertad es cosa muy arriesgada y por eso algunos no asumen esa terrible responsabilidad de que su vida dependa de sus decisiones, con lo que, si fracasan, si pierden, si yerran, tendrán que decirse que decidieron mal, que no eligieron el camino que a mejor puerto los llevaba, y nada echarle la culpa a otros por lo que fue su elección propia. Los autoritarismos de toda laya, de derechas y de izquierdas, las dictaduras todas, se nutren de esos que no quieren arriesgar, que no desean ser los dueños de su vida y más bien buscan pastores que los guíen y los encierren, que anhelan fundirse en la masa y confundirse con ella, verse igual que los otros, idénticos en la sumisión y la obediencia y no sujetos autónomos que le echan arrestos a la vida, toman su camino y apechugan con las consecuencias.
Ya se alargó esto, vaya por dios. Y todavía me falta hablar de la libertad positiva, el otro componente de la libertad, según Berlin.
Antes dijimos que la libertad negativa se refiere a mis posibilidades teóricas de elección, con lo que vemos que se trata de una escala, de una magnitud variable: cuantas más son las alternativas entre las que puedo escoger, mayor es mi libertad negativa. Pero ahora toca ir un poco más allá. Pongamos que yo caigo en las redes (es)tupidas de una secta, cual un John Travolta cualquiera. Hagamos chanza y llamemos a esa secta que me abduce “Iglesia Talantera del Séptimo Estatuto”. Why not. Y supongamos que mediante una serie de técnicas de control de personalidad y lavado de cerebro me convierten en un pelele que hace sólo lo que el jefe de la secta ordena. Que él dice vota sí, pues lo votas; que el dice vota no, pues lo votas. Que él dice esto es bueno y yo lo sé, tú ni lo dudas y haces lo que corresponda. Obedeces ciegamente, ni te planteas la heterodoxia, ni siquiera la crítica, eres un auténtico diputado de esa secta, como quien dice.
En este ejemplo vemos, chanzas y maldades aparte, que muchos de los que aquí y ahora tienen plenitud de derechos y abundantísima libertad negativa, renuncian a ser los dueños de sus decisiones. Ellos en teoría pueden elegir entre ser esto o lo otro, hacer esto o aquello, pero en realidad ellos no deciden, sólo ejecutan lo que por ellos y para ellos ha tramado otro. Pues bien, estaríamos entonces ante personas con gran libertad negativa (muchas puertas entreabiertas por las que pueden decidir pasar) pero que carecen de libertad positiva. Pues la libertad positiva es tanto mayor cuanto más sea yo el que efectivamente toma las decisiones que afectan a mi ser y mi hacer, y menor cuanto más estoy para eso en poder o a merced de otros. Si yo quiero estudiar corte y confección, mi familia me lo prohíbe porque no le parece dedicación de varón y yo acato esa decisión y acepto la subsiguiente que ellos toman y que me obliga a estudiar Economía de la Empresa (Familiar), yo sería muy deficientemente libre, pues, aunque gozo de gran libertad negativa (ninguna norma prohíbe a los hombres ser médicos, modistos o secretarios de dirección), ha decaído mi libertad positiva por causa de ese poder que se me impone y decide por mí.
Y a este propósito aparece de nuevo la maravillosa inquina que les tiene Berlin a los totalitarismos de cualquier cuño. Según su diagnóstico, que me parece muy certero (y que a él le costó innumerables críticas de tanto intelectual y académico mamporrerro del padrecito Stalin y de toda la cleptocracia soviética), los totalitarismos tenían su más perverso arte en el modo en que suprimían la libertad negativa, pues su propaganda y sus técnicas de manipulación de masas servían para que la población, privada de toda posibilidad de elegir, de tomar cada cual por sí sus decisiones, creyera, sin embargo, que estaba actuando masivamente en libertad, que cuando el individuo, cada individuo, sometía su elección lo hacía en bien de una libertad superior y más loable, que es la libertad del grupo, de la masa, llámese pueblo, clase o nación; que cuando cada uno obedecía y hacía estrictamente lo que se le mandaba no estaba siendo sometido y negado en su libertad, sino ejercitando la más valiosa y meritoria libertad, actuando bajo algo así como una obediencia liberadora, pues la obediencia de todos hoy traerá pronto, ya está en camino, la libertad plena que ahorrará en el futuro toda obediencia. Qué gran mentira, qué engaño, cuánta razón tenía Berlin y cómo ha tenido la historia que reconocérselo.
Cerremos aquí, pues esto ya pasa de castaño oscuro. Parece el blog de Menéndez Pelayo. Por la extensión, digo. Terrible.
Pero conste que quedan pendientes cosillas interesantes que a lo mejor tenemos que tratar un día de estos, si ustedes insisten (¡?). Por ejemplo, el hecho de que con la defensa que hace Berlin de esas dos variantes de la libertad son compatibles los planteamientos y programas de todos los partidos políticos que lleven o conserven algo de esa impronta individualista que es propia del liberalismo moderno y mejor. Caben por igual partidos que defiendan el mercado y el Estado fuertemente abstencionista, que otros que quieran mayores dosis de igualdad por obra de un Estado más intervencionista y redistribuidor de la riqueza y las oportunidades. Los que no tienen sitio en el mundo libre que explica Berlin son los que, en nombre de ideales supuestamente seguros y ciertos o en nombre de mistéricas identidades colectivas (razas, pueblos, naciones, clases) pretenden suprimir lo más grande que tiene el ser humano y lo que mejor lo identifica: su posibilidad de elegir, de elegir por sí mismo, sin paternalismos, sin miedos, sin engaños; de elegir, y ese es el precio, bajo su propio riesgo y por su cuenta. Pues a la persona libre a la hora de elegir no la reemplaza ni dios, si no es al precio de despersonalizarla.
Ya se alargó esto, vaya por dios. Y todavía me falta hablar de la libertad positiva, el otro componente de la libertad, según Berlin.
Antes dijimos que la libertad negativa se refiere a mis posibilidades teóricas de elección, con lo que vemos que se trata de una escala, de una magnitud variable: cuantas más son las alternativas entre las que puedo escoger, mayor es mi libertad negativa. Pero ahora toca ir un poco más allá. Pongamos que yo caigo en las redes (es)tupidas de una secta, cual un John Travolta cualquiera. Hagamos chanza y llamemos a esa secta que me abduce “Iglesia Talantera del Séptimo Estatuto”. Why not. Y supongamos que mediante una serie de técnicas de control de personalidad y lavado de cerebro me convierten en un pelele que hace sólo lo que el jefe de la secta ordena. Que él dice vota sí, pues lo votas; que el dice vota no, pues lo votas. Que él dice esto es bueno y yo lo sé, tú ni lo dudas y haces lo que corresponda. Obedeces ciegamente, ni te planteas la heterodoxia, ni siquiera la crítica, eres un auténtico diputado de esa secta, como quien dice.
En este ejemplo vemos, chanzas y maldades aparte, que muchos de los que aquí y ahora tienen plenitud de derechos y abundantísima libertad negativa, renuncian a ser los dueños de sus decisiones. Ellos en teoría pueden elegir entre ser esto o lo otro, hacer esto o aquello, pero en realidad ellos no deciden, sólo ejecutan lo que por ellos y para ellos ha tramado otro. Pues bien, estaríamos entonces ante personas con gran libertad negativa (muchas puertas entreabiertas por las que pueden decidir pasar) pero que carecen de libertad positiva. Pues la libertad positiva es tanto mayor cuanto más sea yo el que efectivamente toma las decisiones que afectan a mi ser y mi hacer, y menor cuanto más estoy para eso en poder o a merced de otros. Si yo quiero estudiar corte y confección, mi familia me lo prohíbe porque no le parece dedicación de varón y yo acato esa decisión y acepto la subsiguiente que ellos toman y que me obliga a estudiar Economía de la Empresa (Familiar), yo sería muy deficientemente libre, pues, aunque gozo de gran libertad negativa (ninguna norma prohíbe a los hombres ser médicos, modistos o secretarios de dirección), ha decaído mi libertad positiva por causa de ese poder que se me impone y decide por mí.
Y a este propósito aparece de nuevo la maravillosa inquina que les tiene Berlin a los totalitarismos de cualquier cuño. Según su diagnóstico, que me parece muy certero (y que a él le costó innumerables críticas de tanto intelectual y académico mamporrerro del padrecito Stalin y de toda la cleptocracia soviética), los totalitarismos tenían su más perverso arte en el modo en que suprimían la libertad negativa, pues su propaganda y sus técnicas de manipulación de masas servían para que la población, privada de toda posibilidad de elegir, de tomar cada cual por sí sus decisiones, creyera, sin embargo, que estaba actuando masivamente en libertad, que cuando el individuo, cada individuo, sometía su elección lo hacía en bien de una libertad superior y más loable, que es la libertad del grupo, de la masa, llámese pueblo, clase o nación; que cuando cada uno obedecía y hacía estrictamente lo que se le mandaba no estaba siendo sometido y negado en su libertad, sino ejercitando la más valiosa y meritoria libertad, actuando bajo algo así como una obediencia liberadora, pues la obediencia de todos hoy traerá pronto, ya está en camino, la libertad plena que ahorrará en el futuro toda obediencia. Qué gran mentira, qué engaño, cuánta razón tenía Berlin y cómo ha tenido la historia que reconocérselo.
Cerremos aquí, pues esto ya pasa de castaño oscuro. Parece el blog de Menéndez Pelayo. Por la extensión, digo. Terrible.
Pero conste que quedan pendientes cosillas interesantes que a lo mejor tenemos que tratar un día de estos, si ustedes insisten (¡?). Por ejemplo, el hecho de que con la defensa que hace Berlin de esas dos variantes de la libertad son compatibles los planteamientos y programas de todos los partidos políticos que lleven o conserven algo de esa impronta individualista que es propia del liberalismo moderno y mejor. Caben por igual partidos que defiendan el mercado y el Estado fuertemente abstencionista, que otros que quieran mayores dosis de igualdad por obra de un Estado más intervencionista y redistribuidor de la riqueza y las oportunidades. Los que no tienen sitio en el mundo libre que explica Berlin son los que, en nombre de ideales supuestamente seguros y ciertos o en nombre de mistéricas identidades colectivas (razas, pueblos, naciones, clases) pretenden suprimir lo más grande que tiene el ser humano y lo que mejor lo identifica: su posibilidad de elegir, de elegir por sí mismo, sin paternalismos, sin miedos, sin engaños; de elegir, y ese es el precio, bajo su propio riesgo y por su cuenta. Pues a la persona libre a la hora de elegir no la reemplaza ni dios, si no es al precio de despersonalizarla.
21 diciembre, 2005
Dando cortes.
El pasado día 16 leí en el Süddeutsche Zeitung una noticia que me ha estado rondando la cabeza desde entonces, como un runrún, un Estatut o la famosa mosca cojonera (a la que, por cierto, deberíamos cambiarle el nombre para evitar lo sexista del término). Voy a contarla aquí. No pretendo hacer coña de las desgracias tan raras que les pasan a algunos que están muy pirados, los pobres, pero reviento si no aprovecho para soltar un poco de lastre irónico.
Pues resulta que hay una enfermedad psíquica llamada síndrome BIID (desconozco totalmente si esas iniciales son nomenclatura científica internacional o traducción de otras al alemán). Consiste el padecimiento en que gentes enteras, es decir, que tienen la suerte de contar con todos los miembros, partes y órganos de su cuerpo, ansían ser lisiados, pues ellos a sí mismos no se ven o no se reconocen como completos, sino que su psique es la de amputados. Digo yo que lo de algunos transexuales debe de ser una variante de esto, pues se ven con pito pero ansían no tenerlo y pagan (donde no paga la SS, que, en este caso, quiere decir Seguridad Social y no lo otro, pese a la coincidencia rebanadora) para someterse a esa especie de operación aritmética, pues consiste en una sustracción (en el caso inverso es una adición), mediante la cual sintonizan su esencia con su presencia.
En el caso que el periódico teutón nos cuenta se trata de gentes que pagan hasta diez mil dólares para que clínicas clandestinas de países como México o Filipinas las operen y les quiten las piernas o los brazos con los que no se identifican. Ellos, por ejemplo, se ven inválidos (perdón, discapacitados) y en silla de ruedas, y no paran hasta conseguir hacer realidad ese sueño, esa ansia, semejante afán. Y algunos que no tienen dinero o paciencia para cirugías exóticas, provocan accidentes con esa intención, poniéndose en las vías del tren, por ejemplo, o arrojándose a un coche que pasa. Parece que les complace mucho ver su propia sangre derramada en esos trances.
Al parecer unos psiquiatras norteamericanos (cómo no) ya han estudiado la cosa y le han puesto nombre a la dolencia, o a una de sus manifestaciones: apotenofilia, que es placer, incluso orgásmico, que se obtiene al ser cortado, rebanado. Diantre. Flipo.
El periódico tira por el lado serio y se hace una pregunta con profundísima enjundia moral y política: ¿de quién es nuestro cuerpo? Porque si es de cada uno, allá cada uno con cortarse o pedir que lo hagan picadillo –chichas o zorza, que dicen en León y Galicia, señal inequívoca de entidades nacionales como patenas-. Y parece que nace un movimiento que reclama el reconocimiento jurídico del derecho a ser amputado, y no sólo por la parte que primero le mira a uno la comadrona para dar la buena nueva. Yo les regalo el lema para la campaña: ”córtate, tío”. Oye, con lemas de menos letras ganaron otros solemnes elecciones.
Arreglados estamos, al menos en lo que nos toca más cerca. Aquí ya no nos dejan ni fumar en el bar de funcionarios aguerridos ni echarnos el cigarrillo de después si la señora (o señor) es profesional y está currando para cumplir con la bíblica maldición hasta más allá de la frente. Como para pedir que nos permitan aplicarle guillotina (según el periódico, uno de los procedimientos a los que suele recurrir esta pobre gente) a una extremidad sana. Tengo yo una hernia inguinal que está de más en este cuerpo serrano, y me traen loco de vueltas, autorizaciones y consentimientos, así que mira, vete ahora y diles que de paso te dejen sin media ingle. Sucede mucho eso de que te corten lo que no venía al caso, pero siempre porque el médico se tomó unos cubatas el día anterior o anda guiñándole a la que le limpia el bisturí, pero basta que se lo pidas tú para que se mosquee y te diga que nones. Si él te quita la pierna sana (para hacerse idea de cuántas caen al año es muy recomendable consultar los repertorios Aranzadi de Jurisprudencia: si no se ve, no se cree), nadie te la devuelve, pero, si es a ti al que te estorba, ni por todo el oro del mundo te la trincha. Así son.
Por cierto, espero que mi cirujano no me ande husmeando en el blog, que con el humor que se gastan estos galenos...
PD.- El primero que comente aquí que no tengo sensibilidad ni consideración con los discapacitados, incluidos los psíquicos de que hablamos, me va a oír. Si tiene orejas, claro, porque a lo mejor...
Pase que el personal se pirre porque le raspen la papada por la parte de dentro, porque se ponga y se quite pechos al ritmo que marque la nueva temporada primavera-verano, porque se estire cien veces la panzota que vuelve en nochebuena a su ser más espléndido, porque consienta que le arranquen esos pelos, que son como mojones orientadores, a golpe de picana. Pase que haya tantos profesores que, alcanzada la silla funcionarial, se automutilen las neuronas para estar a tono con el medio. Pase. Pero que haya que tomarse en serio y financiar a estos otros, como que no, la verdad.
Ya ven, amigos, la navidad me pone así de exultante.
Pues resulta que hay una enfermedad psíquica llamada síndrome BIID (desconozco totalmente si esas iniciales son nomenclatura científica internacional o traducción de otras al alemán). Consiste el padecimiento en que gentes enteras, es decir, que tienen la suerte de contar con todos los miembros, partes y órganos de su cuerpo, ansían ser lisiados, pues ellos a sí mismos no se ven o no se reconocen como completos, sino que su psique es la de amputados. Digo yo que lo de algunos transexuales debe de ser una variante de esto, pues se ven con pito pero ansían no tenerlo y pagan (donde no paga la SS, que, en este caso, quiere decir Seguridad Social y no lo otro, pese a la coincidencia rebanadora) para someterse a esa especie de operación aritmética, pues consiste en una sustracción (en el caso inverso es una adición), mediante la cual sintonizan su esencia con su presencia.
En el caso que el periódico teutón nos cuenta se trata de gentes que pagan hasta diez mil dólares para que clínicas clandestinas de países como México o Filipinas las operen y les quiten las piernas o los brazos con los que no se identifican. Ellos, por ejemplo, se ven inválidos (perdón, discapacitados) y en silla de ruedas, y no paran hasta conseguir hacer realidad ese sueño, esa ansia, semejante afán. Y algunos que no tienen dinero o paciencia para cirugías exóticas, provocan accidentes con esa intención, poniéndose en las vías del tren, por ejemplo, o arrojándose a un coche que pasa. Parece que les complace mucho ver su propia sangre derramada en esos trances.
Al parecer unos psiquiatras norteamericanos (cómo no) ya han estudiado la cosa y le han puesto nombre a la dolencia, o a una de sus manifestaciones: apotenofilia, que es placer, incluso orgásmico, que se obtiene al ser cortado, rebanado. Diantre. Flipo.
El periódico tira por el lado serio y se hace una pregunta con profundísima enjundia moral y política: ¿de quién es nuestro cuerpo? Porque si es de cada uno, allá cada uno con cortarse o pedir que lo hagan picadillo –chichas o zorza, que dicen en León y Galicia, señal inequívoca de entidades nacionales como patenas-. Y parece que nace un movimiento que reclama el reconocimiento jurídico del derecho a ser amputado, y no sólo por la parte que primero le mira a uno la comadrona para dar la buena nueva. Yo les regalo el lema para la campaña: ”córtate, tío”. Oye, con lemas de menos letras ganaron otros solemnes elecciones.
Arreglados estamos, al menos en lo que nos toca más cerca. Aquí ya no nos dejan ni fumar en el bar de funcionarios aguerridos ni echarnos el cigarrillo de después si la señora (o señor) es profesional y está currando para cumplir con la bíblica maldición hasta más allá de la frente. Como para pedir que nos permitan aplicarle guillotina (según el periódico, uno de los procedimientos a los que suele recurrir esta pobre gente) a una extremidad sana. Tengo yo una hernia inguinal que está de más en este cuerpo serrano, y me traen loco de vueltas, autorizaciones y consentimientos, así que mira, vete ahora y diles que de paso te dejen sin media ingle. Sucede mucho eso de que te corten lo que no venía al caso, pero siempre porque el médico se tomó unos cubatas el día anterior o anda guiñándole a la que le limpia el bisturí, pero basta que se lo pidas tú para que se mosquee y te diga que nones. Si él te quita la pierna sana (para hacerse idea de cuántas caen al año es muy recomendable consultar los repertorios Aranzadi de Jurisprudencia: si no se ve, no se cree), nadie te la devuelve, pero, si es a ti al que te estorba, ni por todo el oro del mundo te la trincha. Así son.
Por cierto, espero que mi cirujano no me ande husmeando en el blog, que con el humor que se gastan estos galenos...
PD.- El primero que comente aquí que no tengo sensibilidad ni consideración con los discapacitados, incluidos los psíquicos de que hablamos, me va a oír. Si tiene orejas, claro, porque a lo mejor...
Pase que el personal se pirre porque le raspen la papada por la parte de dentro, porque se ponga y se quite pechos al ritmo que marque la nueva temporada primavera-verano, porque se estire cien veces la panzota que vuelve en nochebuena a su ser más espléndido, porque consienta que le arranquen esos pelos, que son como mojones orientadores, a golpe de picana. Pase que haya tantos profesores que, alcanzada la silla funcionarial, se automutilen las neuronas para estar a tono con el medio. Pase. Pero que haya que tomarse en serio y financiar a estos otros, como que no, la verdad.
Ya ven, amigos, la navidad me pone así de exultante.
20 diciembre, 2005
Atenciones al cliente
Esto que viene a continuación es recreación, con algunas licencias, de lo que he vivido esta misma mañana. Anoche, con la helada, la caldera de la calefacción dejó de funcionar. Se congela el regulador. Ya sucedió el pasado año y yo creí que se solucionaría todo con una rutinaria llamada al servicio de atención al cliente de Gas Natural (corcho, de qué me suena esta empresa, no caigo ahora).
Comienzo la narración de los hechos. Los parecidos con la realidad no son casuales, es historia real.
Se levanta uno de la cama y hace un frío del copón. Sales al pasillo con precaución, no vaya a estar acampada ahí una familia de pingüinos de esas que aparecen ahora en las películas que gustan a la Conferencia Episcopal.
Tenía en la caldera una pegatina con un teléfono del servicio técnico de Gas Natural. Me lo habían dejado hace un año o dos los de Gas Natural, justamente. Marco. Una voz varonil dice que el número del servicio técnico es ahora 900750750. Vaya, han cambiado de número, pienso. Y mientras pienso pierdo unas décimas de segundo preciosas, pues no me da tiempo a apuntar las cifras que a todo trapo recita, una sola vez, la máquina con voz de hombre de los de antes. Así que vuelvo a llamar, bolígrafo y papel en ristre, y en esta ocasión consigo escribir el nuevo número, pese a que algún ruido callejero me hace dudar de si lo habré tomado bien. Por primera vez en ese rato pienso que menos mal que soy yo y no mi padre, que a ver cómo iba a hacer, el pobre, con sus años, para marcar, oír y apuntar, todo en segundos y como si estuviéramos en plena competición de algo. Y reflexiono, porque a esas horas aún ando ingenuo y bondadoso: seguro que estas cosas las prevé y regula muy bien la ley esta que viene ahora para integrar a los que no se valen bien por sí. Fijo que hacen que a los ancianos que llaman a estas empresas les conteste una amable voz humana en lugar de una máquina desalmada.
Ja, lo de la voz humana acaba siendo peor, como veremos. Pero vayamos con orden. Tecleo el nuevo número y comienza ese baile al que uno no acaba de acostumbrarse. Otra voz, de mujer esta vez, máquina-mujer. Y empieza a recitar cosas tal que éstas: Si desea información, pulse 1; si desea indicaciones técnicas, pulse 2; si desea dar un parte de incidencias, pulse 3; si desea dar un parte de averías, pulse 4; si desea atención al cliente, pulse 5; si desea consultar tarifas, pulse 6; si desea consultar los puntos acumulados, pulse 7; si desea atención personalizada a cliente nuevo, pulse 8; si no es cliente nuevo y desea atención personalizada, pulse 9. A estas alturas ya me había perdido. Vuelvo a pensar que menos mal que no soy mi padre, porque él estaría cagándose en todo el árbol genealógico de la dueña de la voz, desconocedor de que es una máquina que no tiene ni padre, ni madre ni perrito que le ladre.
Marco el 4 con el mismo espíritu con que echo la loto cada lunes. Nueva voz de mujer, esta con inflexiones humanas. Me pregunta qué deseo y le cuento que tengo una avería y el gas no llega a la caldera. Empezaba a relajarme, cuando me lanza una pregunta: ¿tiene usted contrato de mantenimiento con nosotros? La verdad es que no lo sabía. No sé lo que tengo, cómo voy a saber qué son todos los papeles que firmo, cada uno con sus cláusulas, articulados, enmiendas, acotaciones, notas a pie de página y puntos suspensivos. Se lo confieso. Me pide una serie de datos y comprueba concienzudamente que yo soy yo, pues pudiera perfectamente ocurrir que no fuera yo el que como yo llama para pedir un servicio para mí. Hay gente así, que por ejemplo llama a Gas Natural para dar parte de una avería que no es suya. No se conforman con los sms navideños ni los chats eróticos, por lo que se ve andan llamando a Gas Natural para calentarse con bromas estúpidas. Será por eso, me digo, por lo que ponen tanto celo en la comprobación imposible: que soy yo el que llama en mi nombre.
Convenzo a la quisquillosa operadora de que mi yo coincide con mi mismidad (a veces me pregunto si los directivos de estas empresas serán todos devotos lectores de Heidegger y que por eso todo el rollo). Me dice que bien y que ya va a ver ella si tengo contrato de mantenimiento. Vaya, y resulta que sí. Albricias. No cabo en mí de gozo, como diría un catedrático de educación. Me dispongo a darle los detalles del desarreglo gaseoso, pero la buena mujer me interrumpe con la nueva noticia: es que este es el número de atención al cliente, pero para atenciones de mantenimiento es otro número. ¿Me puede pasar con ellos?, le pregunto, y me dice que no, que anote el número y marque por mi cuenta. Vuelvo a acordarme de mi padre y, quizá por ósmosis, simpatía o asociación de ideas, empiezo ya a mentar por lo bajinis a familiares consanguíneos en primer grado de más gente.
Marco ahora el 902350053. Y escucho lo siguiente: si desea suscribir un contrato de mantenimiento, marque el 1; si desea mantener el contrato de mantenimiento que ya mantiene, marque el 2; si no desea mantener el contrato de mantenimiento que ya mantiene, sino que le hagan mantenimiento con un nuevo contrato de mantenimiento, marque el 3; si mantiene dudas sobre el mantenimiento de su contrato de mantenimiento, marque el 4; si quiere mantener una conversación con nuestro personal sobre su contrato de mantenimiento, marque el 5; si no tiene ningún problema, marque el 6 y le atenderá uno de nuestros operadores; si no tienen ningún problema ni quiere que le atienda nadie, marque el 7 y luego cuelgue.
Me decido por el 4, a ver si me cae al menos una pedrea. Voz de máquina otra vez: en breves momentos, le atenderá uno de nuestros operadores. Y, cómo no, sale una musiquita juguetona que te va poniendo las neuronas aceleradas. Miro el reloj y veo que se me acaba el tiempo, que me esperan mis alumnos. Al cabo, voz de mujer no máquina, aunque sí bastante maquinal. Que qué quiero. Le cuento que se ha debido de helar el regulador del gas, como el pasado año. Me pide mis datos. Comprobados en su archivo electrónico, supongo, me contesta: pues eso ya se lo arreglaron hace un año. Claro, claro, le digo yo, pero es que se me ha vuelto a averiar. Ella: ¿y usted por qué desconecta la caldera por la noche? Por una curiosa inercia social miro a mi alrededor por si es a otro al que le está hablando. No puede ser, pienso, y le replico, perplejo: ¿que por qué desconecto la caldera? Oiga yo no he desconectado ninguna caldera. Y por deformación profesional o cordialidad aldeana me deshago en explicaciones innecesarias, tal que así: ¿cómo voy a desconectar la caldera precisamente cuando hace frío y más la necesito? No conmuevo a la implacable individua, que contraataca: pues usted algo habrá tocado esta noche. Por mi cabeza circulan en ese momento y pululan por salir varias docenas de ordinarieces, todas alusivas a lo que servidor tocó o se tocó esta noche y a la falta que probablemente le hace a la dama de marras que alguien le conecte la caldera o le manipule el regulador. Pero me contengo por estas cosas de la educación boba y antigua que uno arrastra para su mal. Y, como un pelanas tímido, simplemente le aseguro, creo que con voz trémula, que yo no he tocado nada.
Al fin ella se muestra condescendiente, o eso creo. Se aviene a enviarme un técnico. Aleluya. Miro el reloj y ha pasado un cuarto de hora desde que puse manos a las llamadas. Ya está, pienso, y me dispongo a colgar. Ah, pardillo, pardillo, que te creías tú eso. Me pide un teléfono de contacto y le doy el de mi móvil, con la mejor disposición. Me dice que en el plazo máximo de tres horas llegará a mi casas el técnico. Le pregunto si no podríamos concertar una hora, aunque sea por la tarde, para que yo pueda estar en casa y recibirlo sin mayores trastornos. Terminante, me responde que no. Azorado, le pregunto que por qué. Terminante de nuevo, me indica que porque en el contrato de mantenimiento se dice que el técnico irá en un plazo máximo de tres horas. Amenaza con salirme el profesor de la cosa jurídica que por mis pecados llevo dentro y trato de explicarle que bueno, pero que si al cliente, que soy yo, le conviene más que el técnico venga por la tarde y si el beneficiado por la cláusula de las tres horitas, que soy yo, prefiere que la prestación se cumpla más tarde..., etc. Bueno, esto en realidad no lo dije todo, ni así. Lo pensé y lo pretendí. Apenas comencé a balbucearlo cuando la señora me cortó, casi gritándome cosa así como que, oiga, un contrato es un contrato y el técnico va a las tres horas y se acabó. Miro de reojo a mi compañera de fatigas, civilista de pro, que, terminado su desayuno, dormitaba en la mesa y se me ocurre que debe de tratarse de una de esas clásulas contractuales que favorecen y protegen al consumidor. Manda güevos.
Cambio de estrategia y le pregunto si no sería posible, mire usted, que el técnico me llamase cuando fuera a salir para mi casa, así yo rápidamente me acerco y tal. Contundente, inasequible al desaliento, vuelve la dama a plantarme un no como un templo. Trato de razonar, oiga, ya que tiene mi teléfono. Contestación: su teléfono es por si no está cuando llegue el técnico. Creo en ese momento, iluso, que la lógica elemental me puede ayudar y le indico que mejor que llamarme cuando llegue y yo no esté, será llamarme antes de ir para asegurar que yo esté cuando llegue. Que no, que esas cosas ellos no las hacen. Muy digna, como si le hubiera solicitado sexo telefónico mismamente. A punto estoy de pedirle perdón, pero me pregunto a tiempo que de qué carajo tengo yo que disculparme, encima.
Juego mi última carta y le ruego que me dé al menos el teléfono del técnico. ¿Adivinan su réplica a estas alturas? Pues eso, que el teléfono del técnico está para que le den avisos ellos, no yo.
Me sube la bilirrubina cuando te miro y no me miras, dice la canción. Y tal cual. Le advierto que voy a protestar, a presentar una reclamación y a montarles un pleito si hace falta. Ella se serena y dice que muy bien, que sí, que le parece bien, pero que tenga en cuenta que todo está en el contrato y que yo ando con exigencias que vulneran lo contratado.
Y aquí estamos. Sporting de Gijón 0,. Gas Natural 8. Si quiere otro gol por la escuadra, marque el 1; si quiere recibir un gol de falta directa, marque el 2; si quiere que le hagan penalty dándole una patada en los testículos, marque el 3; si quiere ama dominante (otra vez), marque el 4; si quiere lluvia dorada, marque el 5; si tiene acciones de Endesa, marque el 6; si quiere que Montilla forme parte del consejo regulador de su regulador, marque el 7.
Ah, pero falta el final. Al final, se quedó en casa mi santa unas horas. Y llegó el técnico, on time. Recibió educadamente las explicaciones pertinentes, vio todo, regulador incluido, y dictaminó: pues está todo bien. Como ya había salido el sol, el regulador se había descongelado y volvía el chisme a funcionar. Así se le hizo ver y encontró pertinente la aclaración. Mas no varió su conclusión: está todo bien. La pregunta se imponía: ¿y, si vuelve a helar, volverá a congelarse? Respuesta: sí, pero no creo que vuelva a hacer tanto frío como esta pasada noche. ¿Y si lo hace? Entonces volverá a averiarse, no deje de llamarnos si eso ocurre. Y se fue, supongo que silbando una marcha triunfal o tarareando aquello de “lo estás haciendo muy bien, muy bien...”.
No sé que hacer. Tal vez pasar a la clandestinidad e iniciar una campaña de sabotajes. O comprar una manta eléctrica de aquellas que usaban las abuelas. O llamar a la castigadora de mantenimiento para que me mantenga caliente, con una mala hostia...
Comienzo la narración de los hechos. Los parecidos con la realidad no son casuales, es historia real.
Se levanta uno de la cama y hace un frío del copón. Sales al pasillo con precaución, no vaya a estar acampada ahí una familia de pingüinos de esas que aparecen ahora en las películas que gustan a la Conferencia Episcopal.
Tenía en la caldera una pegatina con un teléfono del servicio técnico de Gas Natural. Me lo habían dejado hace un año o dos los de Gas Natural, justamente. Marco. Una voz varonil dice que el número del servicio técnico es ahora 900750750. Vaya, han cambiado de número, pienso. Y mientras pienso pierdo unas décimas de segundo preciosas, pues no me da tiempo a apuntar las cifras que a todo trapo recita, una sola vez, la máquina con voz de hombre de los de antes. Así que vuelvo a llamar, bolígrafo y papel en ristre, y en esta ocasión consigo escribir el nuevo número, pese a que algún ruido callejero me hace dudar de si lo habré tomado bien. Por primera vez en ese rato pienso que menos mal que soy yo y no mi padre, que a ver cómo iba a hacer, el pobre, con sus años, para marcar, oír y apuntar, todo en segundos y como si estuviéramos en plena competición de algo. Y reflexiono, porque a esas horas aún ando ingenuo y bondadoso: seguro que estas cosas las prevé y regula muy bien la ley esta que viene ahora para integrar a los que no se valen bien por sí. Fijo que hacen que a los ancianos que llaman a estas empresas les conteste una amable voz humana en lugar de una máquina desalmada.
Ja, lo de la voz humana acaba siendo peor, como veremos. Pero vayamos con orden. Tecleo el nuevo número y comienza ese baile al que uno no acaba de acostumbrarse. Otra voz, de mujer esta vez, máquina-mujer. Y empieza a recitar cosas tal que éstas: Si desea información, pulse 1; si desea indicaciones técnicas, pulse 2; si desea dar un parte de incidencias, pulse 3; si desea dar un parte de averías, pulse 4; si desea atención al cliente, pulse 5; si desea consultar tarifas, pulse 6; si desea consultar los puntos acumulados, pulse 7; si desea atención personalizada a cliente nuevo, pulse 8; si no es cliente nuevo y desea atención personalizada, pulse 9. A estas alturas ya me había perdido. Vuelvo a pensar que menos mal que no soy mi padre, porque él estaría cagándose en todo el árbol genealógico de la dueña de la voz, desconocedor de que es una máquina que no tiene ni padre, ni madre ni perrito que le ladre.
Marco el 4 con el mismo espíritu con que echo la loto cada lunes. Nueva voz de mujer, esta con inflexiones humanas. Me pregunta qué deseo y le cuento que tengo una avería y el gas no llega a la caldera. Empezaba a relajarme, cuando me lanza una pregunta: ¿tiene usted contrato de mantenimiento con nosotros? La verdad es que no lo sabía. No sé lo que tengo, cómo voy a saber qué son todos los papeles que firmo, cada uno con sus cláusulas, articulados, enmiendas, acotaciones, notas a pie de página y puntos suspensivos. Se lo confieso. Me pide una serie de datos y comprueba concienzudamente que yo soy yo, pues pudiera perfectamente ocurrir que no fuera yo el que como yo llama para pedir un servicio para mí. Hay gente así, que por ejemplo llama a Gas Natural para dar parte de una avería que no es suya. No se conforman con los sms navideños ni los chats eróticos, por lo que se ve andan llamando a Gas Natural para calentarse con bromas estúpidas. Será por eso, me digo, por lo que ponen tanto celo en la comprobación imposible: que soy yo el que llama en mi nombre.
Convenzo a la quisquillosa operadora de que mi yo coincide con mi mismidad (a veces me pregunto si los directivos de estas empresas serán todos devotos lectores de Heidegger y que por eso todo el rollo). Me dice que bien y que ya va a ver ella si tengo contrato de mantenimiento. Vaya, y resulta que sí. Albricias. No cabo en mí de gozo, como diría un catedrático de educación. Me dispongo a darle los detalles del desarreglo gaseoso, pero la buena mujer me interrumpe con la nueva noticia: es que este es el número de atención al cliente, pero para atenciones de mantenimiento es otro número. ¿Me puede pasar con ellos?, le pregunto, y me dice que no, que anote el número y marque por mi cuenta. Vuelvo a acordarme de mi padre y, quizá por ósmosis, simpatía o asociación de ideas, empiezo ya a mentar por lo bajinis a familiares consanguíneos en primer grado de más gente.
Marco ahora el 902350053. Y escucho lo siguiente: si desea suscribir un contrato de mantenimiento, marque el 1; si desea mantener el contrato de mantenimiento que ya mantiene, marque el 2; si no desea mantener el contrato de mantenimiento que ya mantiene, sino que le hagan mantenimiento con un nuevo contrato de mantenimiento, marque el 3; si mantiene dudas sobre el mantenimiento de su contrato de mantenimiento, marque el 4; si quiere mantener una conversación con nuestro personal sobre su contrato de mantenimiento, marque el 5; si no tiene ningún problema, marque el 6 y le atenderá uno de nuestros operadores; si no tienen ningún problema ni quiere que le atienda nadie, marque el 7 y luego cuelgue.
Me decido por el 4, a ver si me cae al menos una pedrea. Voz de máquina otra vez: en breves momentos, le atenderá uno de nuestros operadores. Y, cómo no, sale una musiquita juguetona que te va poniendo las neuronas aceleradas. Miro el reloj y veo que se me acaba el tiempo, que me esperan mis alumnos. Al cabo, voz de mujer no máquina, aunque sí bastante maquinal. Que qué quiero. Le cuento que se ha debido de helar el regulador del gas, como el pasado año. Me pide mis datos. Comprobados en su archivo electrónico, supongo, me contesta: pues eso ya se lo arreglaron hace un año. Claro, claro, le digo yo, pero es que se me ha vuelto a averiar. Ella: ¿y usted por qué desconecta la caldera por la noche? Por una curiosa inercia social miro a mi alrededor por si es a otro al que le está hablando. No puede ser, pienso, y le replico, perplejo: ¿que por qué desconecto la caldera? Oiga yo no he desconectado ninguna caldera. Y por deformación profesional o cordialidad aldeana me deshago en explicaciones innecesarias, tal que así: ¿cómo voy a desconectar la caldera precisamente cuando hace frío y más la necesito? No conmuevo a la implacable individua, que contraataca: pues usted algo habrá tocado esta noche. Por mi cabeza circulan en ese momento y pululan por salir varias docenas de ordinarieces, todas alusivas a lo que servidor tocó o se tocó esta noche y a la falta que probablemente le hace a la dama de marras que alguien le conecte la caldera o le manipule el regulador. Pero me contengo por estas cosas de la educación boba y antigua que uno arrastra para su mal. Y, como un pelanas tímido, simplemente le aseguro, creo que con voz trémula, que yo no he tocado nada.
Al fin ella se muestra condescendiente, o eso creo. Se aviene a enviarme un técnico. Aleluya. Miro el reloj y ha pasado un cuarto de hora desde que puse manos a las llamadas. Ya está, pienso, y me dispongo a colgar. Ah, pardillo, pardillo, que te creías tú eso. Me pide un teléfono de contacto y le doy el de mi móvil, con la mejor disposición. Me dice que en el plazo máximo de tres horas llegará a mi casas el técnico. Le pregunto si no podríamos concertar una hora, aunque sea por la tarde, para que yo pueda estar en casa y recibirlo sin mayores trastornos. Terminante, me responde que no. Azorado, le pregunto que por qué. Terminante de nuevo, me indica que porque en el contrato de mantenimiento se dice que el técnico irá en un plazo máximo de tres horas. Amenaza con salirme el profesor de la cosa jurídica que por mis pecados llevo dentro y trato de explicarle que bueno, pero que si al cliente, que soy yo, le conviene más que el técnico venga por la tarde y si el beneficiado por la cláusula de las tres horitas, que soy yo, prefiere que la prestación se cumpla más tarde..., etc. Bueno, esto en realidad no lo dije todo, ni así. Lo pensé y lo pretendí. Apenas comencé a balbucearlo cuando la señora me cortó, casi gritándome cosa así como que, oiga, un contrato es un contrato y el técnico va a las tres horas y se acabó. Miro de reojo a mi compañera de fatigas, civilista de pro, que, terminado su desayuno, dormitaba en la mesa y se me ocurre que debe de tratarse de una de esas clásulas contractuales que favorecen y protegen al consumidor. Manda güevos.
Cambio de estrategia y le pregunto si no sería posible, mire usted, que el técnico me llamase cuando fuera a salir para mi casa, así yo rápidamente me acerco y tal. Contundente, inasequible al desaliento, vuelve la dama a plantarme un no como un templo. Trato de razonar, oiga, ya que tiene mi teléfono. Contestación: su teléfono es por si no está cuando llegue el técnico. Creo en ese momento, iluso, que la lógica elemental me puede ayudar y le indico que mejor que llamarme cuando llegue y yo no esté, será llamarme antes de ir para asegurar que yo esté cuando llegue. Que no, que esas cosas ellos no las hacen. Muy digna, como si le hubiera solicitado sexo telefónico mismamente. A punto estoy de pedirle perdón, pero me pregunto a tiempo que de qué carajo tengo yo que disculparme, encima.
Juego mi última carta y le ruego que me dé al menos el teléfono del técnico. ¿Adivinan su réplica a estas alturas? Pues eso, que el teléfono del técnico está para que le den avisos ellos, no yo.
Me sube la bilirrubina cuando te miro y no me miras, dice la canción. Y tal cual. Le advierto que voy a protestar, a presentar una reclamación y a montarles un pleito si hace falta. Ella se serena y dice que muy bien, que sí, que le parece bien, pero que tenga en cuenta que todo está en el contrato y que yo ando con exigencias que vulneran lo contratado.
Y aquí estamos. Sporting de Gijón 0,. Gas Natural 8. Si quiere otro gol por la escuadra, marque el 1; si quiere recibir un gol de falta directa, marque el 2; si quiere que le hagan penalty dándole una patada en los testículos, marque el 3; si quiere ama dominante (otra vez), marque el 4; si quiere lluvia dorada, marque el 5; si tiene acciones de Endesa, marque el 6; si quiere que Montilla forme parte del consejo regulador de su regulador, marque el 7.
Ah, pero falta el final. Al final, se quedó en casa mi santa unas horas. Y llegó el técnico, on time. Recibió educadamente las explicaciones pertinentes, vio todo, regulador incluido, y dictaminó: pues está todo bien. Como ya había salido el sol, el regulador se había descongelado y volvía el chisme a funcionar. Así se le hizo ver y encontró pertinente la aclaración. Mas no varió su conclusión: está todo bien. La pregunta se imponía: ¿y, si vuelve a helar, volverá a congelarse? Respuesta: sí, pero no creo que vuelva a hacer tanto frío como esta pasada noche. ¿Y si lo hace? Entonces volverá a averiarse, no deje de llamarnos si eso ocurre. Y se fue, supongo que silbando una marcha triunfal o tarareando aquello de “lo estás haciendo muy bien, muy bien...”.
No sé que hacer. Tal vez pasar a la clandestinidad e iniciar una campaña de sabotajes. O comprar una manta eléctrica de aquellas que usaban las abuelas. O llamar a la castigadora de mantenimiento para que me mantenga caliente, con una mala hostia...
19 diciembre, 2005
Historia a la carta y tolerancia boba.
Viene hoy en La Vanguardia (véase también en Swiss info) la noticia de que un portavoz del Gobierno iraní ha declarado que somos unos intolerantes los occidentales por andar criticando las declaraciones de su presidente, Mahmud Ahmadineyad, en las que cuestiona la verdad del holocausto y lo califica como mito.
Hasta ahí, normal, pues no va a decir el portavoz de un gobierno que es una chorrada lo que ha dicho su presidente. No hay portavoces tan osados en gobierno ninguno. Pero seguimos leyendo y se nos impone una conclusión tremenda: estos iraníes, guardianes de la revolución de los ayatollahs, a los que considerábamos retrógrados y cerriles, acaban por ser la quintaesencia de nuestra posmodernidad, los que están más a la última y mejor encajan con las tesis y doctrinas que hacen furor en nuestras occidentalísimas universidades, comenzando por los campus yankees.
En efecto, sigamos leyendo y veamos. Dice el susodicho portavoz gubernamental, cuyo nombre reza Hamid Reza Asefi, que “lo que el presidente dijo es una cuestión de debate académico” y que los occidentales “deberían aprender a escuchar diferentes puntos de vista”. Muy bueno, Flánagan, lo de los diferentes puntos de vista, digo.
¿Por qué me parece superactual y megaposmoderno, fashion total, lo que dice este hombre del turbante? ¿Por qué considero que está a la ultimísima y más chic moda intelectual occidental y que deberá ser de inmediatamente aclamado por deconstruccionistas de toda laya y críticos culturales de cualquier pelaje? Pues porque viene a sacar para un caso práctico y real las consecuencias que se siguen de tanta historiografía posmoderna y tantos de los llamados “estudios culturales”. En efecto, hace tiempo que se lleva en los departamentos universitarios más guays la negación de la verdad, el cuestionamiento del valor probatorio de los hechos y la radical puesta en duda del método experimental como fuente de certeza. Recuérdese la que se lió con el caso Sokal, tan ilustrativo. La consigna es que la verdad no existe en nada, ni siquiera en la ciencia natural, los hechos no cuentan, sólo existen las narraciones que los inventan y los adornan, el mundo no es como es, sino como quieran componerlo los que sobre él teorizan, todo aserto sobre lo que hay, incluso lo más patente, transparente y evidente, envuelve un propósito de dominación y una diferenciación intolerable entre los que saben y dicen y los que no saben y tienen que callar, razón por la que, por lo visto, negar las evidencias y sustituir la contrastación empírica por cualquier género de cuento, patraña o metafísica es liberador y revolucionario. Y etc., etc., etc. Te tomas unos traguitos o un poco de hierba y mola un montón ponerse a soltar paridas así. Te quedas como descansado y, además, te invitan a dar un puñado de conferencias, todas en los lugares más enrollaos, postineros y progres.
Claro, tanto decir esas memeces para dárselas de críticos e incordiones y al final alguien acaba tomándolas al pie de la letra y dándonos con ellas por donde más nos duele. Vaya usted ahora a decirle a los iraníes que su fanatismo les produce ceguera histórica y estupidez galopante, y enséñeles las fotos, los testimonios, las cuentas, los libros de historia más serios, los edificios, cualesquiera pruebas. Y le replicarán que todo eso no cuenta, que cualquier cosa es discutible, que no hay verdad que valga ni prueba objetiva que merezca tan nombre y que, si no lo creemos así, les preguntemos a los filósofos nuestros que siguen a Derridá o a los historiadores que participan de las ideas historiográficas de Hayden White, por poner sólo algún ejemplo (para saber algo más de esto último, pinche aquí, o aquí).
Cuando una civilización cuestiona todo y no cree absolutamente en nada, ni en los hechos, acaba dando todas las ventajas a los fanáticos, que vienen a decir que si todo es cuento igual a cualquier otro, ellos siguen con su cuento y nos lo imponen y que, a fin de cuentas, qué nos importa vivir bajo una patraña o bajo otra. Nosotros no creemos nada, ellos creen en lo suyo, pues quedémonos con lo de ellos: ellos lo prefieren y a nosotros nos da igual... Donde todo se relativiza gana el absolutista pícaro, eso sí que es ley de la historia.
Hemos pasado un Rubicón de difícil vuelta atrás. De la muy moderna conquista de que todo pueda discutirse se ha ido a mantener que vale igual cualquier cosa que en esa discusión se diga. De la irrenunciable conquista de la tolerancia, que permite no matar ni castigar al que piense distinto o sea heterodoxo, se ha pasado a tildar de intolerante al que se permita criticarle a otro sus yerros más evidentes o sus mentiras más descaradas. Estamos confundiendo el derecho de cada uno a pensar como quiera y a expresarse libremente con la idea de que cualquier porquería de pensamiento sea tan digno y respetable como cualquier otro, o que cualquier afirmación de un tarado o un fanático envuelve la misma verdad que la del científico más riguroso, pues no hay propiamente verdad, al fin y al cabo. Tal parece que si uno dice lo que de verdad cree ya es un sujeto íntegro y loable, aunque crea majaderías o tenga el cerebro lleno de aguas fecales. Confundimos la sinceridad con la verdad y el descaro con la integridad. Vamos de nuevo a un mundo en que, de tanto relativizar toda idea, ninguna pueda imponerse por su fuerza o evidencia y donde no quede en pie más idea que la de le fuerza. La fuerza, por ejemplo, de las armas atómicas que ansían los ayatollahs mismos que dicen que todo es opinable y mero objeto de debate académico y que un respeto y una cosa para sus bobadas. Donde ya no cuentan los argumentos pasarán a dirimir las armas, pues la muerte y la coacción no ha podido todavía reducirlas a historietas el posmodernismo.
Pues yo propongo un experimento, para que seamos conscientes y decidamos si nos quedamos en el mundo moderno de la verdad científica y las libertades o si volvemos al oscurantismo y la fuerza bruta. ¿Que no nos convencen las pruebas del holocausto y que nos parece un puro mito? De acuerdo, pero entonces pensemos en los siguientes hechos, que, a título de ejemplo, voy a mencionar, y cuyas pruebas no son más rotundas que las del mencionado exterminio de judíos (y no judíos) a manos de los nazis. Puestos a negar o relativizar, puestos a no admitir más pruebas que las que queramos libremente ver, puestos a considerar que todo es discutible y que cualquier afirmación empírica vale exactamente igual que su contraria, apliquemos lo mismo a los hechos siguientes, que creíamos reales y probados y que, a lo mejor, son igual de discutibles, o igual de mentira.
a) El Gulag. b) Las guerras carlistas. c) La revolución francesa. d) El descubrimiento y colonización de gran parte de América por los españoles. e) La matanza de los indios norteamericanos por los conquistadores y colonizadores del Oeste. f) La existencia de Cristo.
Me siento perfectamente capaz de inventar para cada uno de esos casos una narración que presente como falsas y amañadas todas las pruebas, datos y testimonios con los que se cuenta para acreditarlos. Es facilísimo, absolutamente facilísimo. Basta decir que todo son mentiras que obedecen a intereses espúrios de unos malos muy malos que todo lo cambian para salirse con la suya. Y que no, que no y que no, que no trago ni con fotos ni con declaraciones ni con escritos ni con nada que se me presente, pues ya digo de antemano que todo es falso. Ah, y de paso tampoco me creo que los pájaros vuelen (casi todos) o que las vacas rumien. Y que me lo demuestren, qué caray, pero de forma que yo lo crea, no de otra. Y que yo ya digo de antemano que no me lo voy a creer, ojito.
A ese Ahmadineyad deberian hacerlo de inmediato doctor honoris causa de la Universidad de Yale o la de Stanford. Y a muchos de los filósofos e historiadores de Yale o Stanford tendrían que hacerlos de inmediato guardianes de la revolución iraní. Para que todo esté en su sitio. Aunque, en realidad, ¿quién nos aseguran que es verdad que los hacen tal cuando los hacen tal? Yo digo que ahora mismo yo no estoy aquí donde estoy y a ver cómo me demuestro a mí mismo que sí estoy. Todo es cuestión de debate acacémico, así que acabaré estando donde digan mis colegas o donde quiera Ahmadineyad, aunque me fastidie. Pero tampoco se me podrá replicar si yo digo que son unos hijos de la chingada, pues lo digo con espíritu académico y ánimo de debate, ¿eh? Así que cuidadín.
PD: please, absténganse de replicarme que también Sharon es mala gente, que también están muriendo malamente palestinos o que también los nazis exterminaron gitanos y gentes de otros grupos y razas. Todo eso es rigurosamente cierto, en mi opinión, pero no prueba nada contra la simultánea verdad, idénticamente igual de demostrada, de lo otro. Y que un cierto sionismo le haya sacado compensación o precio al holocausto (o se lo pueda sacar ahora a las gilipolleces del Ahmadineyad y sus ayatollas posmodernos) tampoco es argumento ninguno sobre la verdad o mentira de éste. ¿Acaso si alguien descubre la vacuna contra el sida, pongamos por caso, va a dejar de ser cierto el descubrimiento por el hecho de que el descubridor no sea majo o porque un laboratorio la comercialice?
Hasta ahí, normal, pues no va a decir el portavoz de un gobierno que es una chorrada lo que ha dicho su presidente. No hay portavoces tan osados en gobierno ninguno. Pero seguimos leyendo y se nos impone una conclusión tremenda: estos iraníes, guardianes de la revolución de los ayatollahs, a los que considerábamos retrógrados y cerriles, acaban por ser la quintaesencia de nuestra posmodernidad, los que están más a la última y mejor encajan con las tesis y doctrinas que hacen furor en nuestras occidentalísimas universidades, comenzando por los campus yankees.
En efecto, sigamos leyendo y veamos. Dice el susodicho portavoz gubernamental, cuyo nombre reza Hamid Reza Asefi, que “lo que el presidente dijo es una cuestión de debate académico” y que los occidentales “deberían aprender a escuchar diferentes puntos de vista”. Muy bueno, Flánagan, lo de los diferentes puntos de vista, digo.
¿Por qué me parece superactual y megaposmoderno, fashion total, lo que dice este hombre del turbante? ¿Por qué considero que está a la ultimísima y más chic moda intelectual occidental y que deberá ser de inmediatamente aclamado por deconstruccionistas de toda laya y críticos culturales de cualquier pelaje? Pues porque viene a sacar para un caso práctico y real las consecuencias que se siguen de tanta historiografía posmoderna y tantos de los llamados “estudios culturales”. En efecto, hace tiempo que se lleva en los departamentos universitarios más guays la negación de la verdad, el cuestionamiento del valor probatorio de los hechos y la radical puesta en duda del método experimental como fuente de certeza. Recuérdese la que se lió con el caso Sokal, tan ilustrativo. La consigna es que la verdad no existe en nada, ni siquiera en la ciencia natural, los hechos no cuentan, sólo existen las narraciones que los inventan y los adornan, el mundo no es como es, sino como quieran componerlo los que sobre él teorizan, todo aserto sobre lo que hay, incluso lo más patente, transparente y evidente, envuelve un propósito de dominación y una diferenciación intolerable entre los que saben y dicen y los que no saben y tienen que callar, razón por la que, por lo visto, negar las evidencias y sustituir la contrastación empírica por cualquier género de cuento, patraña o metafísica es liberador y revolucionario. Y etc., etc., etc. Te tomas unos traguitos o un poco de hierba y mola un montón ponerse a soltar paridas así. Te quedas como descansado y, además, te invitan a dar un puñado de conferencias, todas en los lugares más enrollaos, postineros y progres.
Claro, tanto decir esas memeces para dárselas de críticos e incordiones y al final alguien acaba tomándolas al pie de la letra y dándonos con ellas por donde más nos duele. Vaya usted ahora a decirle a los iraníes que su fanatismo les produce ceguera histórica y estupidez galopante, y enséñeles las fotos, los testimonios, las cuentas, los libros de historia más serios, los edificios, cualesquiera pruebas. Y le replicarán que todo eso no cuenta, que cualquier cosa es discutible, que no hay verdad que valga ni prueba objetiva que merezca tan nombre y que, si no lo creemos así, les preguntemos a los filósofos nuestros que siguen a Derridá o a los historiadores que participan de las ideas historiográficas de Hayden White, por poner sólo algún ejemplo (para saber algo más de esto último, pinche aquí, o aquí).
Cuando una civilización cuestiona todo y no cree absolutamente en nada, ni en los hechos, acaba dando todas las ventajas a los fanáticos, que vienen a decir que si todo es cuento igual a cualquier otro, ellos siguen con su cuento y nos lo imponen y que, a fin de cuentas, qué nos importa vivir bajo una patraña o bajo otra. Nosotros no creemos nada, ellos creen en lo suyo, pues quedémonos con lo de ellos: ellos lo prefieren y a nosotros nos da igual... Donde todo se relativiza gana el absolutista pícaro, eso sí que es ley de la historia.
Hemos pasado un Rubicón de difícil vuelta atrás. De la muy moderna conquista de que todo pueda discutirse se ha ido a mantener que vale igual cualquier cosa que en esa discusión se diga. De la irrenunciable conquista de la tolerancia, que permite no matar ni castigar al que piense distinto o sea heterodoxo, se ha pasado a tildar de intolerante al que se permita criticarle a otro sus yerros más evidentes o sus mentiras más descaradas. Estamos confundiendo el derecho de cada uno a pensar como quiera y a expresarse libremente con la idea de que cualquier porquería de pensamiento sea tan digno y respetable como cualquier otro, o que cualquier afirmación de un tarado o un fanático envuelve la misma verdad que la del científico más riguroso, pues no hay propiamente verdad, al fin y al cabo. Tal parece que si uno dice lo que de verdad cree ya es un sujeto íntegro y loable, aunque crea majaderías o tenga el cerebro lleno de aguas fecales. Confundimos la sinceridad con la verdad y el descaro con la integridad. Vamos de nuevo a un mundo en que, de tanto relativizar toda idea, ninguna pueda imponerse por su fuerza o evidencia y donde no quede en pie más idea que la de le fuerza. La fuerza, por ejemplo, de las armas atómicas que ansían los ayatollahs mismos que dicen que todo es opinable y mero objeto de debate académico y que un respeto y una cosa para sus bobadas. Donde ya no cuentan los argumentos pasarán a dirimir las armas, pues la muerte y la coacción no ha podido todavía reducirlas a historietas el posmodernismo.
Pues yo propongo un experimento, para que seamos conscientes y decidamos si nos quedamos en el mundo moderno de la verdad científica y las libertades o si volvemos al oscurantismo y la fuerza bruta. ¿Que no nos convencen las pruebas del holocausto y que nos parece un puro mito? De acuerdo, pero entonces pensemos en los siguientes hechos, que, a título de ejemplo, voy a mencionar, y cuyas pruebas no son más rotundas que las del mencionado exterminio de judíos (y no judíos) a manos de los nazis. Puestos a negar o relativizar, puestos a no admitir más pruebas que las que queramos libremente ver, puestos a considerar que todo es discutible y que cualquier afirmación empírica vale exactamente igual que su contraria, apliquemos lo mismo a los hechos siguientes, que creíamos reales y probados y que, a lo mejor, son igual de discutibles, o igual de mentira.
a) El Gulag. b) Las guerras carlistas. c) La revolución francesa. d) El descubrimiento y colonización de gran parte de América por los españoles. e) La matanza de los indios norteamericanos por los conquistadores y colonizadores del Oeste. f) La existencia de Cristo.
Me siento perfectamente capaz de inventar para cada uno de esos casos una narración que presente como falsas y amañadas todas las pruebas, datos y testimonios con los que se cuenta para acreditarlos. Es facilísimo, absolutamente facilísimo. Basta decir que todo son mentiras que obedecen a intereses espúrios de unos malos muy malos que todo lo cambian para salirse con la suya. Y que no, que no y que no, que no trago ni con fotos ni con declaraciones ni con escritos ni con nada que se me presente, pues ya digo de antemano que todo es falso. Ah, y de paso tampoco me creo que los pájaros vuelen (casi todos) o que las vacas rumien. Y que me lo demuestren, qué caray, pero de forma que yo lo crea, no de otra. Y que yo ya digo de antemano que no me lo voy a creer, ojito.
A ese Ahmadineyad deberian hacerlo de inmediato doctor honoris causa de la Universidad de Yale o la de Stanford. Y a muchos de los filósofos e historiadores de Yale o Stanford tendrían que hacerlos de inmediato guardianes de la revolución iraní. Para que todo esté en su sitio. Aunque, en realidad, ¿quién nos aseguran que es verdad que los hacen tal cuando los hacen tal? Yo digo que ahora mismo yo no estoy aquí donde estoy y a ver cómo me demuestro a mí mismo que sí estoy. Todo es cuestión de debate acacémico, así que acabaré estando donde digan mis colegas o donde quiera Ahmadineyad, aunque me fastidie. Pero tampoco se me podrá replicar si yo digo que son unos hijos de la chingada, pues lo digo con espíritu académico y ánimo de debate, ¿eh? Así que cuidadín.
PD: please, absténganse de replicarme que también Sharon es mala gente, que también están muriendo malamente palestinos o que también los nazis exterminaron gitanos y gentes de otros grupos y razas. Todo eso es rigurosamente cierto, en mi opinión, pero no prueba nada contra la simultánea verdad, idénticamente igual de demostrada, de lo otro. Y que un cierto sionismo le haya sacado compensación o precio al holocausto (o se lo pueda sacar ahora a las gilipolleces del Ahmadineyad y sus ayatollas posmodernos) tampoco es argumento ninguno sobre la verdad o mentira de éste. ¿Acaso si alguien descubre la vacuna contra el sida, pongamos por caso, va a dejar de ser cierto el descubrimiento por el hecho de que el descubridor no sea majo o porque un laboratorio la comercialice?
18 diciembre, 2005
Tabaco y adjetivos. Por Francisco Sosa Wager.
En medio de los asuntos serios de la actualidad se agradece la polémica sobre el tabaco. Porque da bastante risa pensar que alguien se vaya a tomar enserio las prohibiciones de fumar en un país como España donde basta que un alcalde coloque un cartel que diga: “prohibido tirar escombros” para que, al día siguiente, ese paraje aparezca rebosante de ellos. A nadie se le había ocurrido nunca depositar restos en ese exacto lugar pero la prohibición actuó como fulminante factor de excitación, como desencadenante del impulso de infringir, tan difícil de esquivar como la involuntaria segregación de jugos ante una pastelería o una tienda animada en embutidos. Difícil tarea esta la de bajar los humos al español.
Yo no fumo y además me incomoda el olor a tabaco pero entiendo que lo verdaderamente insoportable en los bares actuales es el ruido, la máquina que da las gracias, la televisión que convive con la radio, las voces de los camareros y los parroquianos, el estrépito inclemente de los platos y las tazas a la hora de ser lavados. Junto a todas estas molestias la del humo es grano de anís.Y luego está el respeto que debemos al cigarrillo, al puro, a la pipa... Europa sigue siendo un continente de cafés, alguien lo ha recordado recientemente, de manera que muchos acontecimientos históricos están ligados o han nacido en un café lleno de humos. Los deViena, que tan gratos me resultan, son el escenario de obras de la gran literatura ¿alguien puede imaginar la obra de Joseph Roth sin el café central de la capital austriaca? Allí mismo Trotsky le daba vueltas al magín para ver la forma de liberar a los campesinos rusos y lo hacía sin parar de fumar: que luego consiguiera ese benemérito objetivo es otro cantar porque lo que cuenta es la intención y, sobre todo, el magnífico decorado del humo. En los cafés y en los cabarets de Berlín, Robert Musil llenaba páginas y páginas de su hombre sin atributos, historia interminable de imperios imposibles. ¿Alguien imagina a Verlaine sin humos alrededor? Sin ellos su obra poética se habría hecho humo y hoy nadiele recordaría. O a Ruben Darío o Emilio Carrére que gastaba cachimba. Y así tantos otros ejemplos. La pipa merece una consideración mayor si cabe pues sus ritos, sus pausas, su limpieza, su encendido, están vinculados a las formas más excelsas de la creación, nada menos que al pensamiento filosófico. Todos tenemos claro que sin ella no existirían Heidegger ni Nietzsche ni Habermas ni otros cráneos privilegiados, aclaradores de nuestras pobres entendenderas, formuladores de unos pensamientos que, si se iluminaban, era por los fósforos que utilizaban para la pipa, constantemente apagada en su terca rebeldía. Sépase que es en las volutas del humo donde se agazapan los ingredientes más enrevesados de la esencia y de la existencia. Y en parecidos términos: ¿no surge el mago de la lámpara de Aladino de entre los humos benéficos?
Pero hay algo más: ¿se hubiera descubierto a algún criminal si los detectives no hubieran contado con elauxilio de la pipa? Sherlock Holmes sin ella y su gabinete de trabajo lleno de humo sería tan ridículo como imaginar a un Churchill sin puro, corriendo en chándal por Hyde Park y un piercing en la nariz. Es decir, sin la pipa -de Maigret o de Simenon - los criminales andarían tan contentos por la calle cometiendo despreocupadamente sus delitos. Por eso para ellos la noticia de la ley actual debe de haber sido una bendición pues bien saben que sus fechorías quedarán impunes. Se advertirá la gravedad del asunto.
En España, el mundo del crimen, de las columnas periodísticas, de las grandes obras de teatro y de humor, de las novelas, se desvanecería si no hubieran existido cafés llenos de fumadores acatarrados, fuente de la más formidable inspiración. Con la mano en el corazón: ¿estarían en estas obras los adjetivos puestos en sazón sin el tabaco como coadyuvante? Convengamos que el humo nos puede matar pero es que en un mundo sin adjetivos no vale la pena vivir.
17 diciembre, 2005
Analogías, paralelismos, coincidencias.
En Turquía han procesado a Orhan Pamuk por traición y ofensa a la patria. Pamuk es probablemente el más importante escritor turco de estos tiempos y, además, un hombre profundísimamente comprometido con la democracia y las libertades. El pasado año recibió, en Alemania, el Premio de la Paz de los libreros alemanes.
Hoy El País trae un editorial sobre el desatino de semejante proceso. Pinchen y véanlo. También se lo reproduzco a continuación, no es largo:
El escritor Orhan Pamuk es, nadie lo duda en el mundo literario, el mayor regalo que han tenido las letras turcas en muchas décadas, glorioso novelista traducido a más de treinta idiomas y ya un firme candidato a ser su primer premio Nobel de literatura. Pero Pamuk parece además destinado a ser mucho más que el gran escritor de la historia contemporánea en una Turquía en la que unos se aprestan al gran salto a la modernidad, la sociedad abierta y la tolerancia, y otros buscan refugios de intolerancia, agresión y oscurantismo en el laicismo ultraderechista o el fanatismo religioso.
Resulta absurdo a primera vista que un Estado que ha acometido inmensas reformas democráticas en los últimos cinco años, y ha comenzado el pasado octubre sus negociaciones de adhesión a la Unión Europea, se lance a la persecución de su escritor más brillante y reconocido por reafirmar unos hechos que todo historiador serio sabe y confirma desde hace muchas décadas, como son la represión de los kurdos y el genocidio a la población armenia. Pamuk afronta una pena de entre seis meses y tres años de cárcel por "denigrar públicamente a la identidad turca". Se le acusa de declarar a un periódico suizo que "un millón de armenios y 30.000 kurdos fueron asesinados en Turquía".
El tribunal de Estambul que debe juzgarle decidió ayer aplazar el juicio hasta febrero, en espera de que se pronuncie el Ministerio de Justicia. Es una decisión que no satisfizo al propio interesado, víctima de agresiones e insultos de ultraderechistas al llegar al tribunal. Pamuk no sólo no debe ir a la cárcel, sino que su proceso debe suponer también el amparo definitivo a escritores, periodistas e intelectuales turcos menos conocidos, perseguidos por los mismos motivos.
El nacionalismo, el irredentismo y los fanatismos ideológicos y religiosos hacen muy difícil la tarea de dirigir la mirada hacia la propia historia, mucho más en un país inmerso en una región del mundo tan anclada en la zozobra como Turquía, entre Rusia, el Cáucaso, Oriente Próximo y los Balcanes. Pero los turcos que buscan la modernidad y la libertad saben que hoy tienen en Pamuk a su valedor. Y deben saber que en esta lucha, el novelista cuenta con el respaldo de los demócratas de todo el mundo.
Bien está ese editorial.
Pero creo que conviene detallar un poco más los hechos y las circunstancias. Lo haré aquí al hilo de lo que hoy cuenta el periódico Frankfurter Allgemeine Zeitung.
A la entrada de los tribunales había ayer una manifestación de nacionalistas turcos. Un político británico, que se encontraba allí como observador enviado por el Parlamento Europeo, fue golpeado en la cara por uno de los abogados de la acusación. Los concentrados insultaban a Pamuk a su llegada y lo llamaban traidor y otras cosas por el estilo. Una mujer lo golpeó en la cabeza con una pancarta antes de que la policía la detuviera. Y la detuvo, qué curioso. Mira los turcos, y luego decimos.
Cuando Pamuk abandonaba el lugar los nacionalistas arrojaron huevos contra su coche e intentaron sacarlo de él. La policía los contuvo y detuvo a algunos. Vaya, vaya.
Y se pregunta uno: esos cachorrillos catalanes que insultaban y agredían hace unos días a Boadella, y que le llamaban también traidor y malnacido, ¿serían turcos acaso?
En el citado periódico alemán publica hoy Pamuk un comentario sobre su caso y su proceso. Me permito traducir apresuradamente un par de párrafos finales que me parecen extraordinariamente perspicaces y aplicables también para algunos lugares cercanos a nosotros.
"Este extraño fenómeno (se refiere a la síntesis entre occidentalización e intolerancia, al hecho de que élites enriquecidas en el negocio capitalista y de costumbres plenamente occidentales se proclamen al tiempo nacionalistas) no es exclusivo de Turquía, sino que hay que verlo como un hecho extendido por todo el mundo, y así debe ser tratado. El notable crecimiento económico que se ha vivido en países como China o India ha llevado en ellos a la formación de una nueva clase media, cuyas características sólo en novelas pueden ser descritas de la manera más adecuada. Ya se las pueda denominar como burguesía no occidental o como burocracia de nuevos ricos, en todo caso estas nuevas élites, al igual que las muy occidentalizadas élites de mi país, están ante el dilema de sentirse simultáneamente obligados, para legitimar su poder, a mantener dos posturas que entre sí se contradicen.
Por un lado, quieren demostrar que dominan la lengua y las maneras de Occidente, y quisieran que todo su pueblo hiciera lo mismo. Pero, por otro lado, quieren librarse de la crítica por haber perdido el sabor local (Stallgeruch, que literalmente sería algo así coom el olor a establo. JAGA) y tratan de mantener su imagen mediante un nacionalismo militante e intolerante. Al observador externo le resulta increíble constatar lo grande que es la discrepancia entre los programas políticos y económicos de esa gente y sus planteamientos culturales".
Hoy El País trae un editorial sobre el desatino de semejante proceso. Pinchen y véanlo. También se lo reproduzco a continuación, no es largo:
El escritor Orhan Pamuk es, nadie lo duda en el mundo literario, el mayor regalo que han tenido las letras turcas en muchas décadas, glorioso novelista traducido a más de treinta idiomas y ya un firme candidato a ser su primer premio Nobel de literatura. Pero Pamuk parece además destinado a ser mucho más que el gran escritor de la historia contemporánea en una Turquía en la que unos se aprestan al gran salto a la modernidad, la sociedad abierta y la tolerancia, y otros buscan refugios de intolerancia, agresión y oscurantismo en el laicismo ultraderechista o el fanatismo religioso.
Resulta absurdo a primera vista que un Estado que ha acometido inmensas reformas democráticas en los últimos cinco años, y ha comenzado el pasado octubre sus negociaciones de adhesión a la Unión Europea, se lance a la persecución de su escritor más brillante y reconocido por reafirmar unos hechos que todo historiador serio sabe y confirma desde hace muchas décadas, como son la represión de los kurdos y el genocidio a la población armenia. Pamuk afronta una pena de entre seis meses y tres años de cárcel por "denigrar públicamente a la identidad turca". Se le acusa de declarar a un periódico suizo que "un millón de armenios y 30.000 kurdos fueron asesinados en Turquía".
El tribunal de Estambul que debe juzgarle decidió ayer aplazar el juicio hasta febrero, en espera de que se pronuncie el Ministerio de Justicia. Es una decisión que no satisfizo al propio interesado, víctima de agresiones e insultos de ultraderechistas al llegar al tribunal. Pamuk no sólo no debe ir a la cárcel, sino que su proceso debe suponer también el amparo definitivo a escritores, periodistas e intelectuales turcos menos conocidos, perseguidos por los mismos motivos.
El nacionalismo, el irredentismo y los fanatismos ideológicos y religiosos hacen muy difícil la tarea de dirigir la mirada hacia la propia historia, mucho más en un país inmerso en una región del mundo tan anclada en la zozobra como Turquía, entre Rusia, el Cáucaso, Oriente Próximo y los Balcanes. Pero los turcos que buscan la modernidad y la libertad saben que hoy tienen en Pamuk a su valedor. Y deben saber que en esta lucha, el novelista cuenta con el respaldo de los demócratas de todo el mundo.
Bien está ese editorial.
Pero creo que conviene detallar un poco más los hechos y las circunstancias. Lo haré aquí al hilo de lo que hoy cuenta el periódico Frankfurter Allgemeine Zeitung.
A la entrada de los tribunales había ayer una manifestación de nacionalistas turcos. Un político británico, que se encontraba allí como observador enviado por el Parlamento Europeo, fue golpeado en la cara por uno de los abogados de la acusación. Los concentrados insultaban a Pamuk a su llegada y lo llamaban traidor y otras cosas por el estilo. Una mujer lo golpeó en la cabeza con una pancarta antes de que la policía la detuviera. Y la detuvo, qué curioso. Mira los turcos, y luego decimos.
Cuando Pamuk abandonaba el lugar los nacionalistas arrojaron huevos contra su coche e intentaron sacarlo de él. La policía los contuvo y detuvo a algunos. Vaya, vaya.
Y se pregunta uno: esos cachorrillos catalanes que insultaban y agredían hace unos días a Boadella, y que le llamaban también traidor y malnacido, ¿serían turcos acaso?
En el citado periódico alemán publica hoy Pamuk un comentario sobre su caso y su proceso. Me permito traducir apresuradamente un par de párrafos finales que me parecen extraordinariamente perspicaces y aplicables también para algunos lugares cercanos a nosotros.
"Este extraño fenómeno (se refiere a la síntesis entre occidentalización e intolerancia, al hecho de que élites enriquecidas en el negocio capitalista y de costumbres plenamente occidentales se proclamen al tiempo nacionalistas) no es exclusivo de Turquía, sino que hay que verlo como un hecho extendido por todo el mundo, y así debe ser tratado. El notable crecimiento económico que se ha vivido en países como China o India ha llevado en ellos a la formación de una nueva clase media, cuyas características sólo en novelas pueden ser descritas de la manera más adecuada. Ya se las pueda denominar como burguesía no occidental o como burocracia de nuevos ricos, en todo caso estas nuevas élites, al igual que las muy occidentalizadas élites de mi país, están ante el dilema de sentirse simultáneamente obligados, para legitimar su poder, a mantener dos posturas que entre sí se contradicen.
Por un lado, quieren demostrar que dominan la lengua y las maneras de Occidente, y quisieran que todo su pueblo hiciera lo mismo. Pero, por otro lado, quieren librarse de la crítica por haber perdido el sabor local (Stallgeruch, que literalmente sería algo así coom el olor a establo. JAGA) y tratan de mantener su imagen mediante un nacionalismo militante e intolerante. Al observador externo le resulta increíble constatar lo grande que es la discrepancia entre los programas políticos y económicos de esa gente y sus planteamientos culturales".
Pues eso. Como aquí. Esquizofrenia y mucho morro.
La ley del embudo constitucional
Hoy publica Julia Navarro en La Nueva España un artículo contundente titulado "Oficinas para la delación".Véanlo y luego seguimos hablando.
Los hechos ya los conocíamos. En una Comunidad Autónoma en la que, por imperativo constitucional, el castellano también es lengua oficial, se castiga a los comerciantes que escriben sus letreros en lo que no sea la otra lengua oficial, el catalán. A los términos generales del artículo 3.1 de la Constitución, que dice que "El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el dereccho a usarla", se les ha colocado una excepción por la puerta de atrás, de modo que la norma completa ahora rezaría así: todos los españoles tienen el derecho a usar el castellano, salvo que sean comerciantes catalanes y se trate de poner nombres en su tienda, en cuyo caso no hay más idioma permitido que el catalán.
¿Se hará la ingenua Julia Navarro cuando se pregunta cómo es que ninguno ha acudido todavía a pedir amparo al Tribunal Constitucional? Que pida amparo, sí, y una manguera, porque seguro que esos chicos tan arrojados, que visten su alma con camisas pardas, le pegarían sin tardanza fuego a su comercio. Tan progres ellos, míralos, tan comprometidos con las libertades, con tanta casta, ya ven, qué majos.
Para juzgar de la coherencia de una doctrina o del valor de una praxis es buena cosa dar la vuelta a las situaciones. Meditemos sobre qué dirían los catalanes y la progresía de diseño en general si la historia ocurriera de esta otra manera. Pongan que en Castilla y León, donde la única lengua oficial es el castellano (de momento), algunos comerciantes escribieran los nombres de sus negocios o de los productos que exponen en catalán. O en inglés, o en quechua. Y que una ley de la Junta de Castilla y León prescribiera sanciones para ellos por no haber usado para todo el castellano. Y que se abriera una oficina para que los valerosos ciudadanos comprometidos con su idioma materno fueran a chivarse para que les metan un paquete a los traidores. Pues eso, que cada cual se imagine qué calificativos emplearían el Avui o El Periódico. O El País. O los progres de diseño en sus cenas de viernes en La Moraleja. Que si fascistas, que si fachas, que si reaccionarios, que si liberticidas. Absolutamente apropiados serían semejantes epítetos para eso caso imaginario. Pues, por lo mismo, lo son también para el caso catalán, que es un caso real. Un caso real ante el que esos medios y esas gentes callan como cobardes. Como tantos cobardes han callado siempre ante el fascismo real.