El País de hoy, sábado 21, publica un artículo de José Ignacio Wert que me parece magnífico. Me lo parece por tres razones principales, que tienen que ver con las tres tesis que el autor mantiene.
1. Que el franquismo fue un régimen dictatorial e ilegítimo, si bien con distintas fases, que se instauró mediante un golpe de Estado contra una República que no era, ni mucho menos, un ejemplo de democracia, justicia ni orden. Volveré sobre esto.
2. Que pretender que la transición a la democracia en España está viciada por que no rompe violentamente con el franquismo y querer entroncar directamente con la legitimidad republicana es engañoso y peligroso, pues era aquella República un modelo mucho más defectuoso e injusto que esta democracia que ahora disfrutamos . Por ejemplo, los derechos de los autonomías eran mucho menores, contrariamente a los que tantos interesadamente afirman ahora.
3. Que desconocer la historia y andarse en juegos maniqueos y manipulaciones interesadas de los tiempos pasados es la mejor manera de repetir errores, algunos muy peligrosos.
Dos palabras sobre la guerra civil. Como Wert nos recuerda en el artículo, han pasado nada menos que setenta años desde el comienzo de la guerra civil. Y andamos todavía ahora, y cada vez más, con que si eran galgos o podencos. Vemos a los historiadores batirse con ánimo militante y las disputas, por ejemplo, entre Moa y Moradiellos tienen más de torneo que de ciencia histórica, o lo parece al menos. Impera la pretensión de asignar dos papeles extremos y sin matices, pues tiene que haber unos malos muy malos y unos buenos muy inocentes y puros. Hasta la historia se contamina de maniqueísmo en esta sociedad incapaz de toda lógica que no sea ese pensamiento binario que sólo ve en blanco y negro y no discierne otros matices.
Con lo fácil que sería ampliar nuestras miras de todo tipo, históricas, políticas y sociales, con este par de reglas de pensamiento, tan sencillas y obvias:
a) El enemigo o rival del malo no es necesariamente bueno.
Que Chávez sea rival u opuesto al patán de Bush no hace bueno a Chávez y no se debe descartar que los lamentables cretinos sean dos: Bush y Cávez. Y muchos más.
Otro ejemplo, para nuestro caso: que los que se levantaron contra la República aquí fueran unos liberticidas autoritarios y opresores no convierte a los políticos republicanos, a todos, en excelsos demócratas. Los había, también en ese lado, asesinos y totalitarios.
b) No todo el que se opone a un antidemócrata es un demócrata. Puede ser un totalitario de camada distinta.
Un ejemplo: en tiempos del franquismo muchos lucharon contra ese régimen movidos por afanes stalinistas. Su posible mérito personal y su sincera entrega no tiene por qué impedirnos pensar, a estas alturas, que menos mal que no ganaron, pues habría sido su triunfo el tránsito de Guatemala a guatepeor.
Por malo y odioso que fuera el franquismo, y lo era mucho, no se hacen buenos y dignos de alabanza automáticamente todos sus opositores. Por malos que fueran algunos de esos opositores, no se torna bueno automáticamente el franquismo.
¿Y si aplicáramos eso a temas de ahora mismo? Por repelente que resultara Aznar... Por estúpido que nos parezca Zapatero... Acabo de verme con unos queridos colegas y sin embargo amigos que me insistían todo el tiempo en que cualquier cosa que haga ahora Zapatero se legitima y se justifica por lo repulsivo y autoritario que (les) resultaba Aznar. Y por el otro lado andan igual, pues la obvia estulticia cazurra de ZP hace a muchos opinar que hasta un pronunciamiento militar sería legítimo y apropiado ahora. Dan miedo y un poco de grima tanto los unos como los otros, en la proporción que cada cual prefiera, eso sí.
Pero vamos con el artículo de José Ignacio Wert, que se puede leer pinchando aquí encima y que copio también a continuación:
Se titula ¿La historia interminable?
Se han cumplido 30 años de la muerte de Franco. En unos meses, se cumplirán 70 del comienzo de la Guerra Civil. Y, de no ser por los empeñosos empeños editoriales y la oficiosa oficialidad conmemorativa que una y otra efemérides suscitan, ambas pasarían desapercibidas para el común de los ciudadanos, lo que es la mejor noticia sobre la salud política básica de los españoles que cupiera imaginar.
Sin embargo, es sabido que las efemérides las carga el diablo. Y en este caso, las mismas se hilan con el propósito de forzar la consagración de una definitiva relectura de nuestra historia contemporánea no menos maniquea que la que impuso el franquismo mientras pudo. En un artículo de Javier Cercas en EL PAÍS del 29 de noviembre pasado (Cómo acabar de una vez por todas con el franquismo) creo que se resume adecuadamente el espíritu y la letra de esa relectura en la siguiente frase: "Había una vez en España una República democrática mejorable, como todas, contra la que un militar llamado Franco dio un golpe de Estado. Como algunos ciudadanos no aceptaron el golpe y decidieron defender el Estado de derecho, hubo una guerra de tres años. La ganó Franco, quien impuso un régimen sin libertades, injusto e ilegítimo, que fue una prolongación de la guerra por otros medios y duró 40 años". A esa lectura se apunta con entusiasmo la izquierda que nos gobierna.
A mi juicio, el problema que suscita esta nueva verdad oficial no está en la demonización del franquismo, sino en la beatificación de la República. La descripción del régimen de Franco que despacha Cercas en las líneas anteriores es algo simplista y omite aspectos esenciales (como, por ejemplo, la propia evolución del franquismo), pero no puede decirse que sea falsa.
Sí es en cambio, a mi entender, radicalmente errónea la frase que describe a la República. La República no fue un régimen democrático mejorable como todos. Fue un fracaso de la democracia al que contribuyeron revolucionarios y contrarrevolucionarios en semejante medida. Lo fue, además, casi desde el principio, pero, sobre todo, lo fue en el periodo final, el inmediatamente antecedente a la Guerra Civil, como demuestran, a mi juicio de forma poco discutible, trabajos recientes de historiadores tan solventes como Stanley G. Payne.
Simplemente hagamos el ejercicio de transponer la historia de esos meses convulsos a la actualidad. Imaginemos que en el lapso de unos pocos meses se hubieran producido en torno a 300 muertes violentas en incidentes políticos, y entre ellas, la del jefe de la oposición parlamentaria, a manos de agentes de las fuerzas de seguridad del Estado. ¿Alguien en sus cabales hablaría, en tal situación, de un "régimen democrático mejorable"?
La cuestión está en que un fracaso colectivo -como fue la República- no tiene por qué constituirse retrospectivamente en el mástil mora al que amarrar la nueva democracia. Esto es tan erróneo -y tan autodestructivo- como lo sería pretender que la legitimidad de la actual democracia que disfrutamos se ancla en las previsiones sucesorias del franquismo.
Pero eso, con ser malo, no sería lo peor. Lo peor es que el intento trae consigo una deslegitimación implícita de uno de los pocos procesos de nuestra historia contemporánea del que tenemos razones para sentirnos orgullosos o, al menos, satisfechos: la transición. El corolario de esa relectura es, efectivamente, que la transición no da lugar a una verdadera democracia, dado que los condicionamientos de la misma no permitieron hacer justicia a las víctimas del franquismo ni superar sus tabúes, y ello vicia las bases morales del nuevo régimen democrático.
Ése es el disparate. La transición española es casi un milagro histórico. Despreciar su valor como piedra angular de nuestra democracia es renunciar a una de nuestras mejores páginas de historia colectiva. Pero, sobre todo, es aventurarnos de nuevo en una senda de incertidumbre. La historia más reciente es pródiga en ejemplos de transiciones fallidas (sin ir más lejos, en los Balcanes o en algunos países del Este de Europa). Todas tienen en común un rasgo: en ellas, el deseo de vindicación de un pasado -por irreal, mitológico o fantasioso que éste sea- se hace más fuerte que la voluntad de construir un futuro. Esas transiciones fallidas han dado lugar a quiebras de los Estados -donde la falla histórica tenía un contenido étnico, como en los Balcanes-, a inestabilidad política, a fracaso económico y, lo peor, se han cobrado en ocasiones un costoso tributo en sangre.
Por eso, la cuestión no es académica ni teórica. Los asuntos del espacio público que ocupan el lugar central de la agenda política están refractados por ese prisma revisionista, y así nos va. Especialmente, el debate sobre el modelo territorial.
Parece que hubiera que revisar la configuración del Estado de las Autonomías para ir a una filosofía más declaradamente federal porque el sistema actual no puede dar cauce a las aspiraciones de autogobierno de vascos y catalanes. Y todo ello porque las hipotecas de la transición impidieron un rediseño del Estado tan amplio como hubiera sido necesario.
Ese argumento no se sostiene ni teórica ni históricamente. El nivel de autogobierno catalán y vasco en la República era inferior al que los propios Estatutos de Sau y de Gernika consagran. Ninguno de los dos tuvo tiempo de consolidarse y, además, ambos constituyeron, cada uno a su modo, fuentes de riesgo, amenaza y deslealtad para la República. No hay nada que mirar en ese espejo: felizmente, en casi nada nos parecemos.
A estas alturas, echar atrás la vista 70 años tiene mucho más sentido para evitar los errores del pasado que para buscar inspiración en futuros aciertos. Porque hoy ya no podemos dar por buenos los versos de Gil de Biedma ("De todas las historias de la Historia / sin duda la más triste es la de España / porque termina mal..."). Pero siempre corremos el riesgo de dejarnos llevar por estos otros de las Glosas a Heráclito de Ángel González: "Nada es lo mismo, nada / permanece. / Menos / la Historia y la morcilla de mi tierra / se hacen las dos con sangre, se repiten".
Sin embargo, es sabido que las efemérides las carga el diablo. Y en este caso, las mismas se hilan con el propósito de forzar la consagración de una definitiva relectura de nuestra historia contemporánea no menos maniquea que la que impuso el franquismo mientras pudo. En un artículo de Javier Cercas en EL PAÍS del 29 de noviembre pasado (Cómo acabar de una vez por todas con el franquismo) creo que se resume adecuadamente el espíritu y la letra de esa relectura en la siguiente frase: "Había una vez en España una República democrática mejorable, como todas, contra la que un militar llamado Franco dio un golpe de Estado. Como algunos ciudadanos no aceptaron el golpe y decidieron defender el Estado de derecho, hubo una guerra de tres años. La ganó Franco, quien impuso un régimen sin libertades, injusto e ilegítimo, que fue una prolongación de la guerra por otros medios y duró 40 años". A esa lectura se apunta con entusiasmo la izquierda que nos gobierna.
A mi juicio, el problema que suscita esta nueva verdad oficial no está en la demonización del franquismo, sino en la beatificación de la República. La descripción del régimen de Franco que despacha Cercas en las líneas anteriores es algo simplista y omite aspectos esenciales (como, por ejemplo, la propia evolución del franquismo), pero no puede decirse que sea falsa.
Sí es en cambio, a mi entender, radicalmente errónea la frase que describe a la República. La República no fue un régimen democrático mejorable como todos. Fue un fracaso de la democracia al que contribuyeron revolucionarios y contrarrevolucionarios en semejante medida. Lo fue, además, casi desde el principio, pero, sobre todo, lo fue en el periodo final, el inmediatamente antecedente a la Guerra Civil, como demuestran, a mi juicio de forma poco discutible, trabajos recientes de historiadores tan solventes como Stanley G. Payne.
Simplemente hagamos el ejercicio de transponer la historia de esos meses convulsos a la actualidad. Imaginemos que en el lapso de unos pocos meses se hubieran producido en torno a 300 muertes violentas en incidentes políticos, y entre ellas, la del jefe de la oposición parlamentaria, a manos de agentes de las fuerzas de seguridad del Estado. ¿Alguien en sus cabales hablaría, en tal situación, de un "régimen democrático mejorable"?
La cuestión está en que un fracaso colectivo -como fue la República- no tiene por qué constituirse retrospectivamente en el mástil mora al que amarrar la nueva democracia. Esto es tan erróneo -y tan autodestructivo- como lo sería pretender que la legitimidad de la actual democracia que disfrutamos se ancla en las previsiones sucesorias del franquismo.
Pero eso, con ser malo, no sería lo peor. Lo peor es que el intento trae consigo una deslegitimación implícita de uno de los pocos procesos de nuestra historia contemporánea del que tenemos razones para sentirnos orgullosos o, al menos, satisfechos: la transición. El corolario de esa relectura es, efectivamente, que la transición no da lugar a una verdadera democracia, dado que los condicionamientos de la misma no permitieron hacer justicia a las víctimas del franquismo ni superar sus tabúes, y ello vicia las bases morales del nuevo régimen democrático.
Ése es el disparate. La transición española es casi un milagro histórico. Despreciar su valor como piedra angular de nuestra democracia es renunciar a una de nuestras mejores páginas de historia colectiva. Pero, sobre todo, es aventurarnos de nuevo en una senda de incertidumbre. La historia más reciente es pródiga en ejemplos de transiciones fallidas (sin ir más lejos, en los Balcanes o en algunos países del Este de Europa). Todas tienen en común un rasgo: en ellas, el deseo de vindicación de un pasado -por irreal, mitológico o fantasioso que éste sea- se hace más fuerte que la voluntad de construir un futuro. Esas transiciones fallidas han dado lugar a quiebras de los Estados -donde la falla histórica tenía un contenido étnico, como en los Balcanes-, a inestabilidad política, a fracaso económico y, lo peor, se han cobrado en ocasiones un costoso tributo en sangre.
Por eso, la cuestión no es académica ni teórica. Los asuntos del espacio público que ocupan el lugar central de la agenda política están refractados por ese prisma revisionista, y así nos va. Especialmente, el debate sobre el modelo territorial.
Parece que hubiera que revisar la configuración del Estado de las Autonomías para ir a una filosofía más declaradamente federal porque el sistema actual no puede dar cauce a las aspiraciones de autogobierno de vascos y catalanes. Y todo ello porque las hipotecas de la transición impidieron un rediseño del Estado tan amplio como hubiera sido necesario.
Ese argumento no se sostiene ni teórica ni históricamente. El nivel de autogobierno catalán y vasco en la República era inferior al que los propios Estatutos de Sau y de Gernika consagran. Ninguno de los dos tuvo tiempo de consolidarse y, además, ambos constituyeron, cada uno a su modo, fuentes de riesgo, amenaza y deslealtad para la República. No hay nada que mirar en ese espejo: felizmente, en casi nada nos parecemos.
A estas alturas, echar atrás la vista 70 años tiene mucho más sentido para evitar los errores del pasado que para buscar inspiración en futuros aciertos. Porque hoy ya no podemos dar por buenos los versos de Gil de Biedma ("De todas las historias de la Historia / sin duda la más triste es la de España / porque termina mal..."). Pero siempre corremos el riesgo de dejarnos llevar por estos otros de las Glosas a Heráclito de Ángel González: "Nada es lo mismo, nada / permanece. / Menos / la Historia y la morcilla de mi tierra / se hacen las dos con sangre, se repiten".
Copio el artículo del Frankfurter Allgemeine Zeitung que hoy enlaza Arcadi Espada en su blog, con el siguiente comentario:
ResponderEliminar"La voluntaria autoprovincialización de una gran región cultural. De pronto el peso exacto, noble y riguroso de esta palabra “región”. Un programa geopolítico".
Pinchando en Autoprovincialización de una gran región cultural se enlazaría el artículo del Frankfurter.
Que pasen una buena noche,
saludos
La policía lingüística aconseja
Tutela y depuración: Cataluña acosa a España
Frankfurter Allgemeine Zeitung, 18 de enero de 2006
Paul Ingendaay
Una persona que hubiese permanecido dormida en España durante dos años y se hubiese levantado hoy día, no sólo habría de restregarse los ojos, sino también preguntarse si continúa en el mismo país donde se durmió. En aquel entonces, en la España de José María Aznar, los conservadores tenían mayoría absoluta, seguían una política firme contra el terrorismo de Eta, se unieron junto a Bush y Blair en su guerra contra Irak y dejaron de lado otras cuestiones sociales de las que no querían preocuparse demasiado. Veinticuatro meses después España está gobernada por un dirigente que sonríe ensimismado por aquello que a otras personas les altera, que ha permitido celebrar bodas entre homosexuales, que ha cortado la influencia de la Iglesia en las clases, y que discute con todo el mundo sobre si se puede permitir la definición de Cataluña como nación y hacer un poco más evidente su separación de España.
¿Es esta una cuestión importante? No se trata de eso. Se trata de algo que irrita a todo un país. Se insiste en ello en los debates, se han publicado series enteras de artículos, así que sólo por ello es necesaria una explicación. Ante todo, existe una preocupación en la vida común a causa de una situación jurídica grotesca. Hace poco sucedió que el gobierno regional utilizó sin consentimiento de los afectados casi mil historiales clínicos para supervisar el empleo de la lengua catalana en nueve hospitales de Barcelona. Se ha despreciado de manera evidente la privacidad de los datos, y los poderes públicos se han obcecado en su control. Asimismo un médico residente en Barcelona acaba de anunciar que en marzo iniciará una huelga de hambre frente al parlamento del gobierno regional porque su hija no puede educarse en castellano en su guardería. La ley que garantiza a los habitantes de Cataluña el derecho al bilingüismo fuerza, en la praxis, el monolingüismo.
En efecto, la policía lingüística ha aumentado claramente su actividad y ha sometido a la población a una rígida vigilancia. Durante el año 2004 se ha cuatriplicado, respecto al año anterior, el número de multas impuestas a los negocios, bares y restaurantes que no ofrecieran sus servicios en catalán. Nueva York o Berlín disfrutarían del cierto encanto de lo extranjero: no así Barcelona. Aquí los clientes pueden quejarse cuando no se les atiende en catalán. No sólo eso. En Barcelona tiene más dificultades para trabajar quien hable sólo español, a pesar de que Cataluña está en España. "Si Cataluña se independiza de una forma democrática y el catalán es el único idioma oficial" -dice el médico que exige que se le enseñe a su hija en español- "entonces lo aceptaré". Por el momento, las medidas del gobierno regional se realizan en torno a una "política de limpieza lingüística".
Quien a este respecto se haya sentido repetidamente, y una y otra vez discriminado por el durante muchos años jefe de los conservadores Jordi Pujol, se verá ahora arrollado por el socialista catalán Maragall. “Catalanista”, piensan ambos. Hoy en día tanto la política estatal como la catalana las determina el mismo partido socialista con el apoyo de pequeños partidos y siempre con la mirada puesta en el partido de la oposición, los conservadores del Partido Popular. Éstos movilizan a sus simpatizantes contra la amenaza de la disolución de España y establecen, sin reservas, una asociación de ideas con el tema del terrorismo en el País Vasco.
No es del todo inoportuna la idea de que este debate federalista despierta la impresión de que el país vuelve a caer en una esquematización de "o esto o lo otro", que recuerda, como todo lo malo en el alma española, el espíritu de la guerra civil y de las "dos Españas", así como el fantasma de la dictadura de Franco. Poco ha ayudado que la moderna democracia española se defina como un Estado compuesto por autonomías que disfrutan de amplios derechos. Y aún menos que el presidente Zapatero hable alegremente con todo el mundo y permita que se debata y se sometan a votación ciertas cosas. El caos de las autonomías ha estallado, y su moneda se llama resentimiento.
Uno se pregunta dónde están los intelectuales. Siempre que escritores, artistas y eruditos expresan su opinión, lo hacen de forma irritada. Una tarea que requiere de inciativas conjuntasy que nadie quiere reconocer. En cualquier caso, la semana pasada en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona se celebró un congreso en el que cuarenta intelectuales debatieron sobre el proyecto de Estatuto, el "Estatut". Expertos como el sociólogo José Álvarez Junco, editor de un renombrado estudio sobre la idea de España como estado nacional, expresó una gran preocupación sobre la agresividad del nacionalismo catalán. Un colega le apoyó con la observación de que el proyecto del estatut es exagerado, pero no así la reacción que provoca. Acabe como acabe el Estatuto que al final se apruebe, ordenado por la parte catalana, nadie estará satisfecho.
Esto no tendría por qué ocurrir si se acabara de utilizar la lengua como un instrumento de tutela, de influencia, como los catalanes le reprocharon durante largo tiempo a la dictadura franquista, y que ahora por su parte, practican. El bilingüismo supone una riqueza cultural propia de esta región. La literatura proporciona material de estudio de este fenómeno. Al lado de escritores que escriben es castellano, como Juan Goytisolo, Eduardo Mendoza o Juan Marsé, están los escritores que escriben en catalán, como Quim Monzó o Sergi Pàmies, que también han sido traducidos al alemán desde este idioma. Unos al lado de los otros.
Incluso el año pasado hubo bastantes discusiones (F.A.Z. del 4 de marzo de 2005), después de la buena noticia de que Cataluña sería la región invitado en la Feria de Francfort de 2007. La burocracia cultural nacionalista entendía que bajo "cultura catalana" cupieran exclusivamente los libros editados en catalán, pese a que los autores catalanes de más exito internacional escriben en castellano. La disputa se celebró con entusiasmo, aunque después quedó aplazada, y desde luego volverá a retomarse con seguridad en algún momento de 2007. No hay en el horizonte nada sino la amenaza de que se acerque el fantasma que se divisa hoy desde la Cataluña actual: aislamiento, mirarse el ombligo, discriminación del otro. La voluntaria autoprovincialización de una gran región cultural.
Es divertido lo de Stanley G. Payne, al que la derecha radical está popularizando... ¿porque se ha liado con la mujer de polanco?
ResponderEliminar