Somos una sociedad con ansiedad legislativa por carencia de normas sociales. Suena raro, pero es fácil. El derecho, particularmente el derecho sancionatorio, es ultima ratio, recurso final para encauzar la conducta de los ciudadanos en los asuntos más graves y de mayor relevancia grupal. Pero el derecho no puede estar en todo, como ahora se le exige. Esta sociedad pasota, acomodaticia, perezosa, crecientemente cretina se desentiende de todo problema y de toda responsabilidad, pero toca el silbato y llama al legislador cada vez que le surge una preocupación o algo turba su sosiego barrigón. Los mismos que son incapaces de educar a sus hijos para que no roben o no maten, reclaman a voces cadena perpetua para ladrones y pena de muerte para homicidas.
El péndulo ha ido al extremo contrario al de hace medio siglo o más. Antes, tanto o más que el derecho aquel autoritario oprimía una tupida red de normas sociales que aprisionaba cuerpos y almas e imponía férreamente modelos insoslayables de conducta. La familia, la escuela, la fábrica, la calle, el ejército, entre todas las instituciones sociales tejían un estrecho traje a base de reglas estrictas y dura represalia para el disidente. Había que producir en serie padres y madres de familia católicos, ahorrativos y ejemplares, empleados modélicos y sacrificados, ciudadanos, en suma, disciplinados y fáciles de gobernar. Cada vecino era un juez y detrás de cada ventana acechaban ojos atentos a la ortodoxia y lenguas propensas al despelleje del que saliera de su casilla.
Es una dicha que semejante rigidez social se terminara, pero hemos caído en el defecto justamente contrario, en el todo vale y nada importa. Este pueblo nuestro (o lo que sea) parece que sólo sabe moverse entre el autoritarismo y la anomia. Convencidos quizá de que toda regla social oprime indebidamente, hemos decidido que la sociedad no necesita más normas que las del Derecho penal. Obsesionados con la maximización de la libertad y el disfrute de cada uno, perdemos de vista que una sociedad que carezca del cemento de ciertos valores compartidos y algunas convicciones en común es carne de abuso y selvático reino del más fuerte. El afán de cada uno por salvarse solo acaba en un desastroso sálvese quien pueda. Ansiábamos libertad y democracia, pero cuando las tuvimos se nos olvidó regarlas con lealtades y compromiso.
No se trata de retornar a las rancias morales de otro tiempo, propias de sistemas políticos felizmente pretéritos. Pero importa que la ciudadanía se dé cuenta de que defender cosas tales como la tolerancia religiosa o sexual, o la libertad de expresión y las demás libertades, o la posibilidad práctica de que cada uno tenga medios materiales suficientes para explorar y tratar de cumplir su personal vocación, exige mucho más que una comunidad de egoístas frívolos, exige un empeño grande en la defensa de las reglas del juego común, exige un denodado esfuerzo de honestidad, exige la puesta en común de un permanente desvelo educativo. Exige que amemos conscientemente la libertad, para que sepamos defenderla y para que nos apercibamos cada vez que quieran darnos gato por liebre o cambiárnosla por fofa seguridad.
Es triste que la sociedad estuviera mucho más comprometida con la dictadura de lo que lo está con la democracia. Resulta penoso que la democracia engendre tanta indiferencia sobre sus reglas y sus prácticas. Es increíble que no seamos capaces de desarrollar una cultura social y unas reglas de convivencia que sirvan de sustrato y abono para la Constitución y el ordenamiento jurídico avanzado que tenemos. Sobrecoge ver a tanta gente que pide más guardias en las esquinas o penas más severas para los delitos que más escandalizan a los fariseos, al tiempo que es incapaz, esa gente, de indicarle a un hijo pequeño que no se debe molestar gratuitamente a los demás, o que estudiar es bueno, o que no se insulta, ni se pega ni se roba.
Convivimos en total promiscuidad currantes y zánganos, honestos y corruptos, prudentes y faltones, medidos y descarados, y nadie dice esta boca es mía, pues ya no consta qué sea lo loable y qué lo rechazable, y porque toda crítica se considera signo de autoritarismo, y porque rige el perverso principio de que nadie es en nada mejor que nadie y cada uno se lo monta como puede y como quiere. Ya no queda ni un puñetero ídolo social que no se gane la vida o con los pies o con las partes pudendas o con mañas de tahúr. Babeamos ante todo tipo de sinvergüenzas y tomamos como ejemplo al que descubre innovadoras formas para prostituirse.
El péndulo ha ido al extremo contrario al de hace medio siglo o más. Antes, tanto o más que el derecho aquel autoritario oprimía una tupida red de normas sociales que aprisionaba cuerpos y almas e imponía férreamente modelos insoslayables de conducta. La familia, la escuela, la fábrica, la calle, el ejército, entre todas las instituciones sociales tejían un estrecho traje a base de reglas estrictas y dura represalia para el disidente. Había que producir en serie padres y madres de familia católicos, ahorrativos y ejemplares, empleados modélicos y sacrificados, ciudadanos, en suma, disciplinados y fáciles de gobernar. Cada vecino era un juez y detrás de cada ventana acechaban ojos atentos a la ortodoxia y lenguas propensas al despelleje del que saliera de su casilla.
Es una dicha que semejante rigidez social se terminara, pero hemos caído en el defecto justamente contrario, en el todo vale y nada importa. Este pueblo nuestro (o lo que sea) parece que sólo sabe moverse entre el autoritarismo y la anomia. Convencidos quizá de que toda regla social oprime indebidamente, hemos decidido que la sociedad no necesita más normas que las del Derecho penal. Obsesionados con la maximización de la libertad y el disfrute de cada uno, perdemos de vista que una sociedad que carezca del cemento de ciertos valores compartidos y algunas convicciones en común es carne de abuso y selvático reino del más fuerte. El afán de cada uno por salvarse solo acaba en un desastroso sálvese quien pueda. Ansiábamos libertad y democracia, pero cuando las tuvimos se nos olvidó regarlas con lealtades y compromiso.
No se trata de retornar a las rancias morales de otro tiempo, propias de sistemas políticos felizmente pretéritos. Pero importa que la ciudadanía se dé cuenta de que defender cosas tales como la tolerancia religiosa o sexual, o la libertad de expresión y las demás libertades, o la posibilidad práctica de que cada uno tenga medios materiales suficientes para explorar y tratar de cumplir su personal vocación, exige mucho más que una comunidad de egoístas frívolos, exige un empeño grande en la defensa de las reglas del juego común, exige un denodado esfuerzo de honestidad, exige la puesta en común de un permanente desvelo educativo. Exige que amemos conscientemente la libertad, para que sepamos defenderla y para que nos apercibamos cada vez que quieran darnos gato por liebre o cambiárnosla por fofa seguridad.
Es triste que la sociedad estuviera mucho más comprometida con la dictadura de lo que lo está con la democracia. Resulta penoso que la democracia engendre tanta indiferencia sobre sus reglas y sus prácticas. Es increíble que no seamos capaces de desarrollar una cultura social y unas reglas de convivencia que sirvan de sustrato y abono para la Constitución y el ordenamiento jurídico avanzado que tenemos. Sobrecoge ver a tanta gente que pide más guardias en las esquinas o penas más severas para los delitos que más escandalizan a los fariseos, al tiempo que es incapaz, esa gente, de indicarle a un hijo pequeño que no se debe molestar gratuitamente a los demás, o que estudiar es bueno, o que no se insulta, ni se pega ni se roba.
Convivimos en total promiscuidad currantes y zánganos, honestos y corruptos, prudentes y faltones, medidos y descarados, y nadie dice esta boca es mía, pues ya no consta qué sea lo loable y qué lo rechazable, y porque toda crítica se considera signo de autoritarismo, y porque rige el perverso principio de que nadie es en nada mejor que nadie y cada uno se lo monta como puede y como quiere. Ya no queda ni un puñetero ídolo social que no se gane la vida o con los pies o con las partes pudendas o con mañas de tahúr. Babeamos ante todo tipo de sinvergüenzas y tomamos como ejemplo al que descubre innovadoras formas para prostituirse.
Esta sociedad nuestra, sociedad anómica, cada vez se parece más a una pandilla de gilipollas comiendo palomitas con el culo gordo encajado en un sofá, extasiados ante cualquier penoso espectáculo para tarados y aguardando, sin saberlo, a un mesías autoritario. Da grima y miedo.
¿Qué decir aquí? En noche de sábado a domingo, tranquilo por fin en casa, me pillas quizás demasiado teórico.
ResponderEliminarComentaré todo lo más que en épocas de desenfrenada atención al pragmatismo (que nos vienen por lo menos de tiempos del Solchaga, si no de antes) suele ir la reflexión normativa de capa caída. La teórica, y la popular.
Espero, contigo, que cambie el viento. Que si no, me da que se va a deshacer el pretendido pragmatismo (incluso el de esos pocos vivillos que se hacían públicamente lenguas sobre las grandes ventajas que estábamos obteniendo todos, casi con la misma intensidad con la que se rellenaban a dos manos la propia faltriquera) como un azucarillo en un orinal. Produciendo una bebida igual de exquisita.