24 abril, 2006

¡Socorro! A la Ministra de Universidades. Por Francisco Sosa Wagner.

La nueva ministra de Educación ha proferido una amenaza que no nos merecemos los universitarios: en sus primeras declaraciones ha anunciado que piensa reformar la Universidad.
No, por favor, señora ministra, no. Déjenos en paz. Usted es señora leída y ha escrito libros apreciables, entre ellos “Regeneración y reforma. España a comienzos del siglo XX”, se conoce bien nuestra historia, también el pensamiento político tradicional y el moderno, es por todo ello persona seria y mesurada. Usted no es observante de la Regla de la Orden de los Ágrafos, cofradía a la que pertenece la inmensa mayoría de la clase política, no caiga en la vulgaridad por favor. No se deje tentar por la simpleza envolvente.
Le contaré una anécdota: el gran Emilio Alarcos, catedrático de Enseñanza Media, primero; catedrático de Gramática Histórica después en la Universidad de Oviedo, académico de la Lengua, autor de libros memorables, un universitario de cuerpo entero –aunque fuera más bien bajito-, este intelectual tan relevante, le decía un día a alguien que había sido ministro responsable de las Universidades -como ustedlo es ahora-. Un ministro fugaz, todos los ministros son fugaces, menos mal por cierto. Pues Alarcos le decía a aquel hombre: “has sido el mejor ministro de Educación que ha tenido España”. El así alabado, vanidosillo, rechazaba el halago con fingida modestia pero Alarcos insistía: “el mejor, te lo digo yo”. “¿Qué fue lo que tanto te gustó de mi gestión?” “Que no hicieras absolutamente nada, es lo que más agradecimiento suscita entre los universitarios”, fue la respuesta contundente del burlón que fue Emilio Alarcos, consumado tirador de flechas envenenadas.
De verdad, señora ministra, haber leído a los clásicos, a Aristóteles, a Voltaire y a Rousseau, tiene que servir para gozar de un entendimiento aireado y saber que en la cartera que le han dado -cartera de temporada, con fecha de caducidad- no hay ningún bálsamo de Fierabrás, ningún ungüento mirífico, ningún “elixir” como el de amor de la inolvidable ópera de Donizetti. No caiga en la majadería de tantos de sus predecesores de creer que tiene armas para reformar la Universidad.
Esta -la tal Universidad- es una señora añosa, con canas hasta en los impresos, con la piel dura y rugosa, como un paquidermo de buena familia, que se halla atrincherada ahora además tras el mito de su autonomía y por ello se ha convertido en irreformable, indeformable e inalterable, mismamente como el “gore tex”. Olvídese pues de ella, intervenga lo menos posible, limítese a crear el ambiente para que el profesor pueda leer, cuantos más libros, mejor; para que pueda viajar, es decir, para que pueda ventilar sus entendederas en Universidades y laboratorios o centros extranjeros de prestigio; para que pueda pensar y publicar libros originales, no refritos; en fin, para que pueda enseñar al que no sabe, es decir, al estamento discente que acude a las aulas.
Todo lo demás es enredo, papeles, formularios, viajes de acá para allá, reuniones sin sentido, vacuos comités y estériles subcomisiones, baratijas de buhonero. Si usted es ilustrada, y lo es como testimonia su obra escrita, no nos cuente cuentos sobre la excelencia con el sistema que tenemos de acceso del profesorado y de acceso y permanencia del alumnado. No nos cuente el cuento de grados, postgrados, másters y demás zarandajas. El crédito -incluido el crédito europeo- para los bancos y las cajas de ahorro que viven de ello.
A nosotros déjenos tan solo la libertad de palabra y jugar con ese gran juguete que es poder trenzarle las trenzas al pensamiento independiente.

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