Pinchen aquí al lado y vean lo que declaraba hace unos días mi colega y amigo Francisco Sosa Wagner al periódico gijonés El Comercio. ¿Cómo no estar de acuerdo? Hasta una persona tan crítica con la larvada reforma del Estado que está en marcha acaba por asumir, con toda razón, el viejo principio de tonto el último. Puestos a ser, Asturias no debe ser menos que nadie, si no quiere quedarse en fuera de juego y a verlas venir. Y lo mismo vale para otras Autonomías, o lo que sean. Como en las viejas peleas de patio de colegio, siempre podremos decir, esta vez sin falsedad, que empezaron los otros. El que se queda sin teta en las ubres del Estado muere de inanición. O de ridículo. ¿Quién da más?
31 agosto, 2006
Y se quedó tan Anxo.
Al viajar se ven cosas graciosas; otras, ridículas sin paliativos. Camino de Galicia, el lunes, caen en mis manos, en un bar de carretera, El Correo Gallego del domingo 27. El titular se las trae, y no decepciona la información a que remite. Resulta que don Anxo Quintana (por cierto, ¿cómo diablos se escribe el nombre de este hombre? Los periódicos unas veces le ponen Anxo y otras Antxo; a veces, un mismo periódico -véase El País en google, por ejemplo lo llama de una forma o de otra según el día. ¿Será que una de las formas es en gallego y la otra en polaco?), capitoste del BNG y Vicepresidente de la Xunta, ha expelido la siguiente declaración: que el monte gallego es "un lujo que el Estado tiene que empezar a pagar".
Sí, como lo leen. No que tenga el Estado que empezar a apagar el monte gallego, no. Que tiene que empezar a pagarlo. Reedición corregida y aumentada de la sempiterna ley del embudo, para mí lo antxo, lo estrecho para ti. ¿Cómo se dirá en gallego "tener mucho morro"? No solicita el amplio Quintana que retornen al Estado central las competencias, sólo que pague éste por lo que ya no es cosa suya. Como si usted me traspasa a mí su coche y yo le exijo que siga usted apoquinando para la gasolina por ser tan lujoso el modelo que me dona. Enésimo ejemplo de cómo la mayoría de los nacionalistas periféricos con chófer y secretarias van experimentando tales metamorfósis, que ríase usted de Gregorio Samsa. Sólo que, en lugar de ir tomando forma de cucaracha, se les pone jeta de oso hormiguero; o de jabalí hozador en arcas estatales. Se parecen a esos jóvenes ya no tan jóvenes que reclaman en casa independencia, libertad de horarios y exención de crítica paterna, pero que chupan del bote familiar sin tasa y no se piran a vivienda propia y presupuesto autónomo ni a empujones. Yo soy yo y mis circunstancias, pero el condumio me lo pagas tú, papi.
Sí, como lo leen. No que tenga el Estado que empezar a apagar el monte gallego, no. Que tiene que empezar a pagarlo. Reedición corregida y aumentada de la sempiterna ley del embudo, para mí lo antxo, lo estrecho para ti. ¿Cómo se dirá en gallego "tener mucho morro"? No solicita el amplio Quintana que retornen al Estado central las competencias, sólo que pague éste por lo que ya no es cosa suya. Como si usted me traspasa a mí su coche y yo le exijo que siga usted apoquinando para la gasolina por ser tan lujoso el modelo que me dona. Enésimo ejemplo de cómo la mayoría de los nacionalistas periféricos con chófer y secretarias van experimentando tales metamorfósis, que ríase usted de Gregorio Samsa. Sólo que, en lugar de ir tomando forma de cucaracha, se les pone jeta de oso hormiguero; o de jabalí hozador en arcas estatales. Se parecen a esos jóvenes ya no tan jóvenes que reclaman en casa independencia, libertad de horarios y exención de crítica paterna, pero que chupan del bote familiar sin tasa y no se piran a vivienda propia y presupuesto autónomo ni a empujones. Yo soy yo y mis circunstancias, pero el condumio me lo pagas tú, papi.
Insisto, no ha dicho don Anxo que deban sus conmilitones renunciar, por inútiles o mantas, a sus cargos, sino que deben ser para la Administración central los otros cargos, sólo los otros: los cargos económicos. Vamos, que nosotros, "los otros", ponemos hasta la cama. Así que me traspasen montes a mí también, no te jode.
28 agosto, 2006
Animalillos
Me pasma la pésima relación de tantísima gente con la naturaleza y, en especial, con los animales. Hablo de muchos amigos, vecinos y parientes, de los que casi ninguno es un urbanita de toda la vida. Más bien la mayoría nació o vivió largo tiempo en el campo, o jugó en barrios periféricos visitados por lagartijas y ratones. Muchos participaron en su infancia en aquellos crueles ritos de cortarles la cola a las lagartijas, arrancarles las alas a las moscas o inflar los sapos con el humo de un cigarrillo. Los abuelos de la mayoría criaban gallinas y conejos, mantenían atados de por vida a sus famélicos perros y sacrificaban de propia mano el gallo o el pavo de las grandes celebraciones. Cuando éstos que hoy contemplo vivían en la aldea paterna o corrían por los descampados en que se difuminaba el arrabal, no se había inventado el aután ni se contaban aún historias de alergias a ninguna picadura ni se fabulaba sin tasa sobre los aterradores efectos de la mordedura del mosquito pastueño.
Porque eso es lo que me tiene perplejo esta temporada, la reacción desmedida, histérica, histriónica, de tantos amigos y conocidos ante la aparición de cualquier bichito que no sea su hijo del alma, casi siempre más venenoso y con más peligro que los demás animalillos de la Creación. Puro asombro me provoca llegar con un grupo a un prado y escuchar que hay dos o tres mujeres que se niegan a pisar en él, con el argumento de que seguro que está lleno de “bichos”. Deberían los semiólogos ocuparse de la carga semántica y mistérica de tal expresión, “bichos”. Alguien de otro planeta pensaría, visto el terror en el gesto y el temblor en la voz, que cuando dicen que seguro que hay “bichos” se están refiriendo a fieras espeluznantes o a seres de otro mundo, fantasmas, trasgos, duendes malignos, zombies, diablos. O a fauna salvaje y caza mayor, leones, tigres, leopardos, bisbales. Pero no puede ser, porque en el prado en cuestión se vio la última alimaña antes de la primera guerra carlista y no cabe esperar más que algún alegre saltamontes, unas pocas mariposas y un puñado de abejas. Ay, amigo, pero hemos dicho abejas. Qué gritos, qué desbandadas, qué afanes y trajines los de media humanidad de estos días cuando aparece una abeja camino de su flor, parece que se estuviera filmando El día de la bestia o Independence Day. Aullidos, carreras, ojos desorbitados y peticiones angustiadas de ayuda. Y la abeja a lo suyo, ajena a semejante enjambre de gilipollas ansiosos de aventura inenarrable y peligros sin cuento. Qué inseguro es el campo, hija, si vieras qué abejorro me atacó, tenía una boca así y un aguijón como de nácar. La fabulación post-abeja tampoco tiene desperdicio.
Insisto, no puedo entender que a personas que no han nacido precisamente en Manhattan y no han vivido toda su vida en la Castellana o la Diagonal, sino, por ejemplo, en la parte de León donde hasta ayer pastaron las ovejas, que no llevan en sus venas sangre azul, sino polvorienta de caminos, que no descienden del mayordomo de algún noble inglés, sino de tramperos y furtivos castellanos o sádicos de los montes asturianos, organicen tamaño escándalo cuando se les mete en la terraza un mosquito, sufran conmoción semejante con el avistamiento lejano de una libélula o aseguren que la picadura de un saltamontes puede gangrenarte la pierna o las entrañas. ¿Cómo hemos podido volvernos tan tontitos?
Con los riesgos que tienen toda generalización, me atrevo a sugerir dos causas de entre las que producen reacciones tan poco gallardas: la coquetería y la crisis de las religiones y demás mitologías. Tengo la impresión de que a muchas personas, especialmente mujeres –sorry, posiblemente sea delito ya decir esto y decirlo así, pero asumo mi culpa y ofrezco mi muñeca a las esposas-, les parece que viste mucho y queda muy fino ese mohín frente a lo natural y –supuestamente- salvaje, cual si de esa forma resaltaran su muy esmerada condición de habitantes selectos de la urbe, todas finas y lustrosas, tan civilizadas a base de artificio e invernadero. No puedo creer, francamente, que nadie en sus cabales le tenga pánico a una libélula o que se espeluzne ante un saltamontes. O es una pose intencionada o hay trabajo ahí para psiquiatras. No sé qué diría don Sigmund de lo de las libélulas.
¿Y lo de la religión? Pues antes la religión y las tradiciones populares se encargaban de rellenar esa parte de nuestro espíritu que necesita terrores y misterios nocturnos. Nos la colmaban con diablos, íncubos y súcubos, almas en pena, muertos vivientes, cocos, hombres del saco o santas compañas. Ahora esa narrativa está en crisis y ni el Papa se cree que Belcebú tenga aquella pinta horrenda y tan perversos planes, mientras que el hombre del saco de cada pueblo se ha incorporado a la identidad nacional, tiene artículo propio en el nuevo Estatuto y está subvencionado en cada lugar por la Consejería de Cultura correspondiente. De modo que el personal ha de buscar alternativas y sucedáneos, fuentes nuevas para su miedo, alimento artificial de lo inquietante, experiencias diversas con las que colmar la sed de aventura y adrenalina. Unos confían a tal fin en los marcianos, otros se van apañando con Bush y los menos complicados se lo montan a base de atribuirle picadura mortal a la mantisreligiosa o fuerza de boa constrictor al rastrero limaco, también conocido como babosa. A lo mejor, por eso votan luego lo que votan.
Porque eso es lo que me tiene perplejo esta temporada, la reacción desmedida, histérica, histriónica, de tantos amigos y conocidos ante la aparición de cualquier bichito que no sea su hijo del alma, casi siempre más venenoso y con más peligro que los demás animalillos de la Creación. Puro asombro me provoca llegar con un grupo a un prado y escuchar que hay dos o tres mujeres que se niegan a pisar en él, con el argumento de que seguro que está lleno de “bichos”. Deberían los semiólogos ocuparse de la carga semántica y mistérica de tal expresión, “bichos”. Alguien de otro planeta pensaría, visto el terror en el gesto y el temblor en la voz, que cuando dicen que seguro que hay “bichos” se están refiriendo a fieras espeluznantes o a seres de otro mundo, fantasmas, trasgos, duendes malignos, zombies, diablos. O a fauna salvaje y caza mayor, leones, tigres, leopardos, bisbales. Pero no puede ser, porque en el prado en cuestión se vio la última alimaña antes de la primera guerra carlista y no cabe esperar más que algún alegre saltamontes, unas pocas mariposas y un puñado de abejas. Ay, amigo, pero hemos dicho abejas. Qué gritos, qué desbandadas, qué afanes y trajines los de media humanidad de estos días cuando aparece una abeja camino de su flor, parece que se estuviera filmando El día de la bestia o Independence Day. Aullidos, carreras, ojos desorbitados y peticiones angustiadas de ayuda. Y la abeja a lo suyo, ajena a semejante enjambre de gilipollas ansiosos de aventura inenarrable y peligros sin cuento. Qué inseguro es el campo, hija, si vieras qué abejorro me atacó, tenía una boca así y un aguijón como de nácar. La fabulación post-abeja tampoco tiene desperdicio.
Insisto, no puedo entender que a personas que no han nacido precisamente en Manhattan y no han vivido toda su vida en la Castellana o la Diagonal, sino, por ejemplo, en la parte de León donde hasta ayer pastaron las ovejas, que no llevan en sus venas sangre azul, sino polvorienta de caminos, que no descienden del mayordomo de algún noble inglés, sino de tramperos y furtivos castellanos o sádicos de los montes asturianos, organicen tamaño escándalo cuando se les mete en la terraza un mosquito, sufran conmoción semejante con el avistamiento lejano de una libélula o aseguren que la picadura de un saltamontes puede gangrenarte la pierna o las entrañas. ¿Cómo hemos podido volvernos tan tontitos?
Con los riesgos que tienen toda generalización, me atrevo a sugerir dos causas de entre las que producen reacciones tan poco gallardas: la coquetería y la crisis de las religiones y demás mitologías. Tengo la impresión de que a muchas personas, especialmente mujeres –sorry, posiblemente sea delito ya decir esto y decirlo así, pero asumo mi culpa y ofrezco mi muñeca a las esposas-, les parece que viste mucho y queda muy fino ese mohín frente a lo natural y –supuestamente- salvaje, cual si de esa forma resaltaran su muy esmerada condición de habitantes selectos de la urbe, todas finas y lustrosas, tan civilizadas a base de artificio e invernadero. No puedo creer, francamente, que nadie en sus cabales le tenga pánico a una libélula o que se espeluzne ante un saltamontes. O es una pose intencionada o hay trabajo ahí para psiquiatras. No sé qué diría don Sigmund de lo de las libélulas.
¿Y lo de la religión? Pues antes la religión y las tradiciones populares se encargaban de rellenar esa parte de nuestro espíritu que necesita terrores y misterios nocturnos. Nos la colmaban con diablos, íncubos y súcubos, almas en pena, muertos vivientes, cocos, hombres del saco o santas compañas. Ahora esa narrativa está en crisis y ni el Papa se cree que Belcebú tenga aquella pinta horrenda y tan perversos planes, mientras que el hombre del saco de cada pueblo se ha incorporado a la identidad nacional, tiene artículo propio en el nuevo Estatuto y está subvencionado en cada lugar por la Consejería de Cultura correspondiente. De modo que el personal ha de buscar alternativas y sucedáneos, fuentes nuevas para su miedo, alimento artificial de lo inquietante, experiencias diversas con las que colmar la sed de aventura y adrenalina. Unos confían a tal fin en los marcianos, otros se van apañando con Bush y los menos complicados se lo montan a base de atribuirle picadura mortal a la mantisreligiosa o fuerza de boa constrictor al rastrero limaco, también conocido como babosa. A lo mejor, por eso votan luego lo que votan.
26 agosto, 2006
ZP sí tenía pograma
Cenamos con unos amigos y resulta, oh azar, que dos de las mujeres presentes habían sido alumnas de don José Luis en la Facultad de Derecho de León, cuando, por un par de años o tres, enseñó Derecho Político (menos mal que en el programa leonés no se llamaba aún Derecho Constitucional, que, si no, vaya guasa) como profesor asociado (ya saben contratos para profesionales de reconocido prestigio, en este caso en la abogacía), justo antes de comenzar su irresistible ascensión hacia lo alto de lo más bajo. Y se ponen las dos ex alumnas a recordar anécdotas y chismes, nada muy jugoso al principio, pues parece que era el tal profesor circunspecto en el gesto, cumplidor en el plazo y distante frente al guiño. Al parecer, en el curso aquel les recomendó vehementemente la lectura de El derecho a la pereza, de Paul Lafargue. Ya sospechábamos muchos que la relación de este Zapatero con Marx era oblicua, así como de yerno. Le daría pereza ponerse con El Capital, supongo.
Me empezó a interesar más el argumento cuando una explicó que en una ocasión había coincidido con don ZP en una merienda. Había un puñado de jóvenes, entre ellos dos buenas amigas, a las que el que luego sería Presi les dijo esto, seguramente confundido o estimulado por algún gesto equívoco de ellas: si queréis, yo a vosotras os caso, sin problema. Y ya ven, tardó lo imprescindible en ponérselo a huevo, por si aún les apetece.
Pero todavía más sustancia le encontré a esos anecdóticos recuerdos cuando, con toda seriedad, expusieron ellas que en sus doctas explicaciones en clase insistía siempre ZP en que el régimen territorial ideal para España era el de Estado confederal.
Me empezó a interesar más el argumento cuando una explicó que en una ocasión había coincidido con don ZP en una merienda. Había un puñado de jóvenes, entre ellos dos buenas amigas, a las que el que luego sería Presi les dijo esto, seguramente confundido o estimulado por algún gesto equívoco de ellas: si queréis, yo a vosotras os caso, sin problema. Y ya ven, tardó lo imprescindible en ponérselo a huevo, por si aún les apetece.
Pero todavía más sustancia le encontré a esos anecdóticos recuerdos cuando, con toda seriedad, expusieron ellas que en sus doctas explicaciones en clase insistía siempre ZP en que el régimen territorial ideal para España era el de Estado confederal.
Qué pillín, hace veinte años que lo tiene pensado y a nosotros todavía no nos lo ha dicho. Seguro que a otros sí se lo insinúa, guiñándoles cazurramente el ojo y mostrándoles la vaselina que nos reserva.
25 agosto, 2006
Lo que enseñan los papis chulis
Ay, que me parto de risa. Va siendo urgente preparar una antología de chorradas de papis bobos. Ayer me contaron una buenísima y no se me va de la cabeza. Es de un antiguo compañero, con el que tuve siempre buen trato y al que hace bastantes meses que no me tropiezo por ahí. Y que espero que no ande fisgando en este blog, jeje. Buena gente, sí, pero siempre fue una cruz aguantarle sus retahílas frailunas sobre los hijos y la familia. Primero, muy cortés, te preguntaba por tu mujer, con un interés tan bien fingido que daría qué pensar si no le asomara el cíngulo con el que se sujeta los pantalones. Esa costumbre conmigo se le pasó hace mucho, el día que le contesté lo de bien, estamos separados. Cuánto prestigio debí de perder a sus ojos aquella mañana infausta. Luego me preguntaba cada vez por mi hijo, con idéntica sonrisa, con fruición, como si fuésemos dos físicos atómicos que hablan de la última partícula juguetona. Yo siempre he estado contento con mi hijo, pero toda la vida me ha costado pasar en esos casos del bien, ahí sigue, estudiando sin problema, buen chaval. Aún hoy, que lo tengo con contrato nada menos que en el CERN, sólo casco mi orgullo con los íntimos después de dos copas o con algún pelma que me quiera vender las virtudes de alguna sabandija revoltosa que se supone que lleva sus genes. O en el blog, jeje. Odio las carreras de hijos. No que estudien carrera, sino que sus padres compitan sobre las virtudes de sus retoños, cual si fueran éstos caballos de hipódromo: mira, ya pasó el obstáculo de Mercantil, ahora va a por el de Laboral, espero que no lo derribe o no rehúse. Y la mayoría, unos jamelgos de cuenta, tienen a quien salir.
Tampoco aquel cordial compañero permitía muchas más explicaciones que las muy parcas mías, pues de inmediato contraatacaba él con lo suyo, sin importarle que tú no le hubieras replicado con aquello de y los tuyos qué tal. Ahí era el acabose. Que si qué notazas, que si el violín, que si el uno colecciona sellos de Madagascar y Puerto Rico y la otra vestidos de muñeca de la época de Luis XIV, que si todas las noches nos ponemos mi mujer y yo con ellos a hacer los deberes y les encanta, que si cantan y tocan en el coro de la iglesia y colaboran con una ONG de las parroquias, que si a los bares no salen pero vienen a casa muchas veces sus amiguitos y hacemos meriendas todos juntos. Rápido, por dónde queda el baño. La madre que los parió, a mí se me iba cayendo el alma a los pies, sin parar de pensar en la terrible alternativa con que la vida enfrenta a estas familias de corte chachi-piruli: o a los veinte años el niño fuma yerba a manta y la niña se ha puesto ya dos piercings en el clítoris, o van a ser los dos vástagos unos puñeteros desgraciados toda la vida, carne de psiquiatra y argumento de peli tipo Psicosis, aunque sea en versión cazurra o manchega, con almodóvares y mucha caspa.
Pues parece que se impone la opción B, aunque digo yo que un resquicio de esperanza aún resta y cabe todavía un salutífero corte de mangas filial en los minutos de descuento. Mas no son buenos los presagios, como vamos a ver al hilo de esta historia que ayer me narraron unos amigos comunes, entre cervezas, rechiflas y flato de tanta risa. Resulta que estos amigos que me contaban se dieron hace una temporadilla una vuelta por una playa nudista en Asturias, a la que, al parecer, cayeron por inadvertencia, pero sin que tampoco les molestara la cosa ni les diera mayormente qué pensar. Hasta, que, oh sorpresa, cielos, cáspita, atiza, por Tutatis, ¿a quiénes creen que vieron saliendo de entre las olas como su dios los trajo al mundo? A los cuatro miembros (¡!) de la happy family: papi, mami, hermanito y hermanita. A todo esto, los niños ya eran mayores de edad y estudiaban carrera universitaria, con logros inmarcesibles, of course. Y dirán muchos, pues genial, qué confianza, qué desenvoltura, cuánto liberalismo del bueno, abajo la moralina, acabemos con la represión. Quieto parao, frena el carro, compañero, y atiende a la explicación que el paterfamilias dio de tan sorprendente acaecimiento a sus amigos, que también lo son míos: es la primera vez que estamos en una playa nudista. Después de pensarlo bien, decidimos venir, de común acuerdo los cuatro, pues mi mujer y yo queríamos contarles a los chicos algunas cosas sobre el cuerpo y sobre los secretos de la vida.
Y yo elevo mi grito exaltado: abajo la paternidad responsable, leña a los hijos lelos, mejor el incesto que esto. Y nuestro lema: si tus papis son gilipollas, tu calla y folla.
Tampoco aquel cordial compañero permitía muchas más explicaciones que las muy parcas mías, pues de inmediato contraatacaba él con lo suyo, sin importarle que tú no le hubieras replicado con aquello de y los tuyos qué tal. Ahí era el acabose. Que si qué notazas, que si el violín, que si el uno colecciona sellos de Madagascar y Puerto Rico y la otra vestidos de muñeca de la época de Luis XIV, que si todas las noches nos ponemos mi mujer y yo con ellos a hacer los deberes y les encanta, que si cantan y tocan en el coro de la iglesia y colaboran con una ONG de las parroquias, que si a los bares no salen pero vienen a casa muchas veces sus amiguitos y hacemos meriendas todos juntos. Rápido, por dónde queda el baño. La madre que los parió, a mí se me iba cayendo el alma a los pies, sin parar de pensar en la terrible alternativa con que la vida enfrenta a estas familias de corte chachi-piruli: o a los veinte años el niño fuma yerba a manta y la niña se ha puesto ya dos piercings en el clítoris, o van a ser los dos vástagos unos puñeteros desgraciados toda la vida, carne de psiquiatra y argumento de peli tipo Psicosis, aunque sea en versión cazurra o manchega, con almodóvares y mucha caspa.
Pues parece que se impone la opción B, aunque digo yo que un resquicio de esperanza aún resta y cabe todavía un salutífero corte de mangas filial en los minutos de descuento. Mas no son buenos los presagios, como vamos a ver al hilo de esta historia que ayer me narraron unos amigos comunes, entre cervezas, rechiflas y flato de tanta risa. Resulta que estos amigos que me contaban se dieron hace una temporadilla una vuelta por una playa nudista en Asturias, a la que, al parecer, cayeron por inadvertencia, pero sin que tampoco les molestara la cosa ni les diera mayormente qué pensar. Hasta, que, oh sorpresa, cielos, cáspita, atiza, por Tutatis, ¿a quiénes creen que vieron saliendo de entre las olas como su dios los trajo al mundo? A los cuatro miembros (¡!) de la happy family: papi, mami, hermanito y hermanita. A todo esto, los niños ya eran mayores de edad y estudiaban carrera universitaria, con logros inmarcesibles, of course. Y dirán muchos, pues genial, qué confianza, qué desenvoltura, cuánto liberalismo del bueno, abajo la moralina, acabemos con la represión. Quieto parao, frena el carro, compañero, y atiende a la explicación que el paterfamilias dio de tan sorprendente acaecimiento a sus amigos, que también lo son míos: es la primera vez que estamos en una playa nudista. Después de pensarlo bien, decidimos venir, de común acuerdo los cuatro, pues mi mujer y yo queríamos contarles a los chicos algunas cosas sobre el cuerpo y sobre los secretos de la vida.
Y yo elevo mi grito exaltado: abajo la paternidad responsable, leña a los hijos lelos, mejor el incesto que esto. Y nuestro lema: si tus papis son gilipollas, tu calla y folla.
Fenomenología (con perdón) del viaje turístico.
¿Por qué viajamos? Sí, ya sé, muchas veces por razones de trabajo o para visitar a esa tía de Guadalajara que tiene pasta pero no hijos. Me refiero a por qué hacemos turismo, por qué dejamos voluntariamente la acogedora casa en la que se siente uno como un rajá con sus cosas, grandes o pequeñas, muchas o pocas, y con sus hábitos y rutinas, y nos lanzamos a jugarnos la vida por puntos en la carretera o a comernos los muñones en los aeropuertos mientras alguna compañía aérea nos chulea y el personal se troncha. Por cierto y de paso, me pregunto si alguna vez algún empleado de Iberia o de Spanair, pongamos por caso, cuando se iba de vacaciones a Punta Cana se habrá quedado en tierra por overbooking o por una huelga de salvajes. No, por si sabrán lo que se siente, digo. Por los directivos correspondientes no pregunto, para qué. Por los pilotos tampoco, que bastante tienen con tantas noches fuera de casa durmiendo solitos, mis pichurris..
A lo que íbamos. Las respuestas tópicas y estandarizadas al porqué de los viajes turísticos las conozco bien, como todos: el viajar amplía nuestra cultura, enriquece nuestro espíritu y nos hace ser más solidarios y comprensivos con el prójimo. Y una mierda. Como eslóganes para endilgar a incautos apartamentos malsanos en ex-ciudades costeras con mar de cemento y arena en los ojos, igualitas a las que salían en Blade Runner pero con un sol que te balda, están muy bien semejantes monsergas, pero búsquense ustedes un hato de compatriotas nuestros haciendo turismo, ya sea en la Costa Brava, en Varadero o en Londres, y díganme cuánto se cumple en ellos de esos supuestos beneficios físicos y espirituales.
A lo que íbamos. Las respuestas tópicas y estandarizadas al porqué de los viajes turísticos las conozco bien, como todos: el viajar amplía nuestra cultura, enriquece nuestro espíritu y nos hace ser más solidarios y comprensivos con el prójimo. Y una mierda. Como eslóganes para endilgar a incautos apartamentos malsanos en ex-ciudades costeras con mar de cemento y arena en los ojos, igualitas a las que salían en Blade Runner pero con un sol que te balda, están muy bien semejantes monsergas, pero búsquense ustedes un hato de compatriotas nuestros haciendo turismo, ya sea en la Costa Brava, en Varadero o en Londres, y díganme cuánto se cumple en ellos de esos supuestos beneficios físicos y espirituales.
Para empezar, no aumenta el amor a los congéneres ni la solidaridad intercultural por mil razones. Lo primero, porque la mayoría de los que pululan por las rutas de agencia no tienen el menor interés en romper ni con sus hábitos, ni con sus gustos ni, sobre todo, con sus prejuicios. La mayor parte de la gente que va a Egipto vuelve feliz con su confirmación empírica de que los moros son unos cabrones y muchos/as de los que van a Cuba sólo quieren ratificar, y se creen que lo logran, que aquella gente es perezosa y sólo vale para echar unos polvos suculentos y a precio razonable. And so on. Y, puestos a comer, ¿adónde le gusta ir a la tropa viajera? Pues a donde pongan tortilla de patata y un gazpachito, aunque se encuentre en la mismísima Groenlandia. ¿Catedrales? ¿Museos? Lo justo para las fotos y zumbando para la tienda de souvenirs a comprarle al tío Mauricio un tazón con la catedral grabada. Pocas cosas más divertidas y desesperanzadoras que arrimarse a los parroquianos que van de gira cultural y escuchar los comentarios. De entre lo más desternillante, arrimar la oreja a un grupo de beatas en catedral foránea. No ven a Dios ni pa dios. Ni al diablo. Nada. Sólo que qué frío y que qué oscuro y que vamos a ponerle una vela a aquel San Antonio por lo de la niña, que va a cumplir treinta y cinco y mira. Cuento un caso que me resulta inolvidable. Coincidí hace un tiempo en Sicilia con algunos conocidos, gente culta, ya ven. Excursión colectiva a ver templos griegos, soberbios. Al cabo, una señora de aquel selecto grupo, señora de, se descuelga con esta delicia: "no sé que le ven a esto, la verdá, to roto, to viejo".
Y para qué hablar del sufrimiento físico que la gente soporta en esas caminatas en que ni se entera de nada ni lo pretende. Esas varices rozagantes, esos pómulos ardidos, ese oleaje del sudor en las espaldas y los canalillos, el juanete enfurecido que desborda la chancla del todo a cien, las fiebres por la insolación que traspasó el gorrito de plástico, la aerofagia pertinaz por la fabada engullida en Roma con treinta grados a la sombra, ese pie vendado y candidato a la gangrena por haberse metido descalzo en zona de botellón playero. Ah, cuánto disfrute, qué asueto tan bien aprovechado, mens sana in corpore turistico.
¿Entonces, por qué viajamos? Hombre, pues me parece que estadísticamente hay dos razones principales: contarlo y/o encamarse. Numéricamente la primera de ellas gana con mucho. El noventa por ciento de los que van a hacer turismo a París u Oslo regresan con una sensación fortísima y una convicción inapelable: han estado allí y pueden contar que han ido allí, ahí queda eso. Y si, para colmo de la dicha, han pasado por el Louvre y en formación de tres en fondo han mirado, que no visto, durante cinco segundos la Monna Lisa, para qué queremos más, parece mentira que a los amigos del pueblo o de la ofi se les pueda contar tanto sobre la inefable sensación causada por aquella obra apenas entrevista entre apuros, pisotones y aromas corporales diversos. Las agencias de viaje quebrarían si a los turistas les estuviera prohibido, bajo fortísima amenaza, largar antes de tres meses con los compis o los parientes sobre dónde estuvieron. Para qué ir, entonces, si otra cosa no se traen más que las ganas de indigestar al vecino con todo lo que ni contemplaron ni sintieron allí donde estuvieron.
¿Y lo de encamarse? Un acicate fortísimo, cada día más. Se trata de viajar para darle gusto más pleno al pajarito. Llévese su pajarito a tres mil kilómetros y disfrútelo el triple. Semejante acicate no conoce barreras de edad ni de género. Por ejemplo, parece demostrado que los viajes del Inserso han resultado mano (o lo que sea) de santo para la liberación sexual de muchos abuelos y abuelas (de éstas más, tengo entendido), antaño santos y santas también. Cuán pronto se han curado muchos beneméritos vejetes las penas de la viudez en los hoteles de Benidorm. Y yo me alegro, conste; sólo faltaba. Más vale tarde que nunca y bastante les han jodido antes la vida los curas, los patronos, los burócratas y... nosotros, la familia.
En generaciones algo menos añejas el impulso viajero con origen en la entrepierna tiene distintas variantes. Una, bien sabida, es el turismo sexual. En los aviones que cruzan el Atlántico hacia determinados países se les suele reconocer a distancia, al menos a ellos, especialmente cuando van con la piara en pleno. Ellas, más modositas, suelen volar de a dos y se les aprecian más los resultados al retornar que las expectativas al ir: esas sonrisillas, los cuchicheos, esos tirabuzones en el pelo que señalan cuánto han perdido en todos los sentidos la cabeza y ese arrebol en los papos. Y un inusitado interés en preguntar cosas sobre la ley de extranjería al primero que pillan, aunque sea en la cola de embarque. ¿Sabe uté si etá muy difícil ahora conseguirle papeles a un cubano en España? Los reyes del mambo cantan canciones de amor, hermosa novela aquella.
Distinto es el caso de las parejitas que van ya con todo puesto y no buscan más que el cambio de contexto. La taxonomía sería larga y no puedo extenderme en tantas especies y subgrupos. Una división básica y primera es entre parejas declaradas y parejas clandestinas. No es fácil detectar a éstas últimas, salvo cuando la diferencia de edad es muy marcada o conserva él la costumbre de hablarle a ella como si todo el tiempo le ordenara acercarle el expediente número tres. Pero hay indicios bastante fiables. Por ejemplo, cuando nada más aterrizar él saca el móvil, pone expresión circunspecta, la mira a ella con los mismos ojos con que contempla un cordero a un islamista y se aleja hasta una esquina, donde se le ve hablar bajito asintiendo con la cabeza todo el rato.
Esas parejas que van de extranjis suelen ser poco latosas, están a lo suyo, ya en el avión, desconfían de encuentros fortuitos y conversaciones excesivas, no desean castigar a nadie con la milonga de sus biografías y se encierran en el hotel de playa en cuanto llegan a su destino, como si el mundo se fuera a acabar mismamente y estos revolcones fueran los postreros de sus vidas, nuevo año mil con pasaje aéreo. En cambio, las parejas oficiales sí tienen muchísimo peligro para el incauto que les caiga cerca, sobre todo si son jóvenes y un poco guays, con pretensiones de ideales de la vida y modales de verdulera de Torrelodones, con todo mi respeto para las verduleras, para Torrelodones y para lo que haga falta. Pero ya me entienden. Para localizar a éstos a tiempo sí que es un lince este servidor que les escribe. Los capto a distancia y huyo de ellos como alma en pena. Son cientos los signos que los delatan, resumidos en uno: se nota a la legua que se han vestido así para viajar porque así es como se viste la gente bien que viaja cuando viaja de turista bien. Esas playeras relucientes de ellas, esas sandalias de ellos, como de gladiador urbano, esas camisetas de las chicas, más escotadas cuanto más flácidas y pecosas las tetillas, esos pantalones cortos de ambos, con tantos bolsillos que les cabe en cada prenda la familia entera del coronel Tapioca. Esa cámara de video de último modelo, que ya ponen a funcionar al llegar a Barajas o El Prat, para hacer unas tomas de cómo está el ambiente, fíjate, todo lleno de negros. Mola también que ambos lleven una pulsera de esas de cordoncitos y que él cargue un reloj con media docena de minuteros, segunderos y cronómetros. No está mal que del cuello del maromo penda, además de su encantadora conejita, pichoncita, bobita y otras cosas que se van recitando entre babas y posturitas, una cadena de oro con la virgen a la que rindan devoción los de su pueblo. Ah, y los móviles de ultimísima generación, cómo vas a irte de vacaciones de novietes si no sacas diez veces en una hora ese móvil de pantalla alucinante y prestaciones inútiles, con el que, entre foto y foto a la jeta de tu jambo o a la sonrisa que tu gatita llevaba preparada por si os ve mucha gente haciendo un viaje tan alucinante, llamas a tu madre, a tu padre, a tu amiga íntima, a tu compañero de la partida, a tu tía la del pueblo, a la de la panadería, a todo dios, para decir aquello de sí, ya estamos en el aeropuerto, todo muy bien, ya vamos a embarcar, sí, horrible el calor en Madrid, imagínate cómo será allá, menos mal que me he traído las sandalias de tiras, sí, besos, ya te llamaré, sí, no te preocupes, allá es tranquilo y vamos en un grupete muy majo, adiós, sí, que se me acaba la batería. Y es mentira, nunca se les acaba, cojones.
¿Lo peor que te puede ocurrir en un avión con turistas? ¿Lo peor de lo peor? ¿Lo último? Que tu asiento caiga cerca de dos de estas parejas que acaban de conocerse, que resulta que viajan al mismo lugar y al mismo “resort” y que han comenzado ya a intimar. Y si son catalanes, peor aún el rollo pero así como de mucho mundo, más pijerío y un poco más caro todo. Escucha, justo ahora se están contando como fue la boda, el menú, el tiempo que hacía, cuánto les costó cada cubierto. ¡Ahggggg! Y luego que cómo se conocieron, a qué sitios estupendísimos han ido ya y que a él le ha dado por comprarse una moto y que ella lleva un año yendo al gimnasio y le va genial. Y lo de la hipoteca. Y que cuántos hijos quieren tener, pero aún no, que antes quieren vivir la vida un poco y hacer unos cuantos viajes como éste. Una pistola, por favor, una pistola. O un bozal al menos. ¿Por qué no me tocó con aquellas viejecillas de allá que iban contándose la historia de su vida, que parecía una vida de verdad y no estos simulacros de saldo y tele5?
Se me ha ido la mano con la tecla, espoleada por ese instinto violento que apenas puedo controlar. Hija, es que el mío tiene un pronto que paqué, ya me lo dijo su madre el primer día que me la presentó, que por cierto, recuerdo que estábamos Juanma y yo el día antes en la playa y... El caso es que otro día, si me acuerdo y tengo ganas, escribo cómo me gusta a mí viajar o cuál me parece la forma ideal de hacerlo. Entretanto, acépteme usted un consejo: si no tiene una razón seria y poderosa para ir a algún lado, quédese en casa. Aunque sólo sea para no molestar al prójimo.
¿Entonces, por qué viajamos? Hombre, pues me parece que estadísticamente hay dos razones principales: contarlo y/o encamarse. Numéricamente la primera de ellas gana con mucho. El noventa por ciento de los que van a hacer turismo a París u Oslo regresan con una sensación fortísima y una convicción inapelable: han estado allí y pueden contar que han ido allí, ahí queda eso. Y si, para colmo de la dicha, han pasado por el Louvre y en formación de tres en fondo han mirado, que no visto, durante cinco segundos la Monna Lisa, para qué queremos más, parece mentira que a los amigos del pueblo o de la ofi se les pueda contar tanto sobre la inefable sensación causada por aquella obra apenas entrevista entre apuros, pisotones y aromas corporales diversos. Las agencias de viaje quebrarían si a los turistas les estuviera prohibido, bajo fortísima amenaza, largar antes de tres meses con los compis o los parientes sobre dónde estuvieron. Para qué ir, entonces, si otra cosa no se traen más que las ganas de indigestar al vecino con todo lo que ni contemplaron ni sintieron allí donde estuvieron.
¿Y lo de encamarse? Un acicate fortísimo, cada día más. Se trata de viajar para darle gusto más pleno al pajarito. Llévese su pajarito a tres mil kilómetros y disfrútelo el triple. Semejante acicate no conoce barreras de edad ni de género. Por ejemplo, parece demostrado que los viajes del Inserso han resultado mano (o lo que sea) de santo para la liberación sexual de muchos abuelos y abuelas (de éstas más, tengo entendido), antaño santos y santas también. Cuán pronto se han curado muchos beneméritos vejetes las penas de la viudez en los hoteles de Benidorm. Y yo me alegro, conste; sólo faltaba. Más vale tarde que nunca y bastante les han jodido antes la vida los curas, los patronos, los burócratas y... nosotros, la familia.
En generaciones algo menos añejas el impulso viajero con origen en la entrepierna tiene distintas variantes. Una, bien sabida, es el turismo sexual. En los aviones que cruzan el Atlántico hacia determinados países se les suele reconocer a distancia, al menos a ellos, especialmente cuando van con la piara en pleno. Ellas, más modositas, suelen volar de a dos y se les aprecian más los resultados al retornar que las expectativas al ir: esas sonrisillas, los cuchicheos, esos tirabuzones en el pelo que señalan cuánto han perdido en todos los sentidos la cabeza y ese arrebol en los papos. Y un inusitado interés en preguntar cosas sobre la ley de extranjería al primero que pillan, aunque sea en la cola de embarque. ¿Sabe uté si etá muy difícil ahora conseguirle papeles a un cubano en España? Los reyes del mambo cantan canciones de amor, hermosa novela aquella.
Distinto es el caso de las parejitas que van ya con todo puesto y no buscan más que el cambio de contexto. La taxonomía sería larga y no puedo extenderme en tantas especies y subgrupos. Una división básica y primera es entre parejas declaradas y parejas clandestinas. No es fácil detectar a éstas últimas, salvo cuando la diferencia de edad es muy marcada o conserva él la costumbre de hablarle a ella como si todo el tiempo le ordenara acercarle el expediente número tres. Pero hay indicios bastante fiables. Por ejemplo, cuando nada más aterrizar él saca el móvil, pone expresión circunspecta, la mira a ella con los mismos ojos con que contempla un cordero a un islamista y se aleja hasta una esquina, donde se le ve hablar bajito asintiendo con la cabeza todo el rato.
Esas parejas que van de extranjis suelen ser poco latosas, están a lo suyo, ya en el avión, desconfían de encuentros fortuitos y conversaciones excesivas, no desean castigar a nadie con la milonga de sus biografías y se encierran en el hotel de playa en cuanto llegan a su destino, como si el mundo se fuera a acabar mismamente y estos revolcones fueran los postreros de sus vidas, nuevo año mil con pasaje aéreo. En cambio, las parejas oficiales sí tienen muchísimo peligro para el incauto que les caiga cerca, sobre todo si son jóvenes y un poco guays, con pretensiones de ideales de la vida y modales de verdulera de Torrelodones, con todo mi respeto para las verduleras, para Torrelodones y para lo que haga falta. Pero ya me entienden. Para localizar a éstos a tiempo sí que es un lince este servidor que les escribe. Los capto a distancia y huyo de ellos como alma en pena. Son cientos los signos que los delatan, resumidos en uno: se nota a la legua que se han vestido así para viajar porque así es como se viste la gente bien que viaja cuando viaja de turista bien. Esas playeras relucientes de ellas, esas sandalias de ellos, como de gladiador urbano, esas camisetas de las chicas, más escotadas cuanto más flácidas y pecosas las tetillas, esos pantalones cortos de ambos, con tantos bolsillos que les cabe en cada prenda la familia entera del coronel Tapioca. Esa cámara de video de último modelo, que ya ponen a funcionar al llegar a Barajas o El Prat, para hacer unas tomas de cómo está el ambiente, fíjate, todo lleno de negros. Mola también que ambos lleven una pulsera de esas de cordoncitos y que él cargue un reloj con media docena de minuteros, segunderos y cronómetros. No está mal que del cuello del maromo penda, además de su encantadora conejita, pichoncita, bobita y otras cosas que se van recitando entre babas y posturitas, una cadena de oro con la virgen a la que rindan devoción los de su pueblo. Ah, y los móviles de ultimísima generación, cómo vas a irte de vacaciones de novietes si no sacas diez veces en una hora ese móvil de pantalla alucinante y prestaciones inútiles, con el que, entre foto y foto a la jeta de tu jambo o a la sonrisa que tu gatita llevaba preparada por si os ve mucha gente haciendo un viaje tan alucinante, llamas a tu madre, a tu padre, a tu amiga íntima, a tu compañero de la partida, a tu tía la del pueblo, a la de la panadería, a todo dios, para decir aquello de sí, ya estamos en el aeropuerto, todo muy bien, ya vamos a embarcar, sí, horrible el calor en Madrid, imagínate cómo será allá, menos mal que me he traído las sandalias de tiras, sí, besos, ya te llamaré, sí, no te preocupes, allá es tranquilo y vamos en un grupete muy majo, adiós, sí, que se me acaba la batería. Y es mentira, nunca se les acaba, cojones.
¿Lo peor que te puede ocurrir en un avión con turistas? ¿Lo peor de lo peor? ¿Lo último? Que tu asiento caiga cerca de dos de estas parejas que acaban de conocerse, que resulta que viajan al mismo lugar y al mismo “resort” y que han comenzado ya a intimar. Y si son catalanes, peor aún el rollo pero así como de mucho mundo, más pijerío y un poco más caro todo. Escucha, justo ahora se están contando como fue la boda, el menú, el tiempo que hacía, cuánto les costó cada cubierto. ¡Ahggggg! Y luego que cómo se conocieron, a qué sitios estupendísimos han ido ya y que a él le ha dado por comprarse una moto y que ella lleva un año yendo al gimnasio y le va genial. Y lo de la hipoteca. Y que cuántos hijos quieren tener, pero aún no, que antes quieren vivir la vida un poco y hacer unos cuantos viajes como éste. Una pistola, por favor, una pistola. O un bozal al menos. ¿Por qué no me tocó con aquellas viejecillas de allá que iban contándose la historia de su vida, que parecía una vida de verdad y no estos simulacros de saldo y tele5?
Se me ha ido la mano con la tecla, espoleada por ese instinto violento que apenas puedo controlar. Hija, es que el mío tiene un pronto que paqué, ya me lo dijo su madre el primer día que me la presentó, que por cierto, recuerdo que estábamos Juanma y yo el día antes en la playa y... El caso es que otro día, si me acuerdo y tengo ganas, escribo cómo me gusta a mí viajar o cuál me parece la forma ideal de hacerlo. Entretanto, acépteme usted un consejo: si no tiene una razón seria y poderosa para ir a algún lado, quédese en casa. Aunque sólo sea para no molestar al prójimo.
23 agosto, 2006
Más sobre igualdad, discriminación y cretinos con cargo.
Ya que desde anteayer andamos dándole algunas vueltas a lo de la igualdad y la discriminación, vean esta noticia que recogía a principios de este mes el periódico asturiano La Nueva España. Les explico el caso. Un asturiano con cierta fortuna murió y en su testamento dejó dispuesto que unos ciento ochenta mil euros de su herencia se empleen para crear una fundación que preste asistencia a gente necesitada. Pero pone la siguiente condición: que los que reciban ayuda de dicha fundación sean sólo varones y no sean extranjeros. Es decir, la fundación tiene que brindar apoyo a varones españoles en situación de penuria, sólo a ellos, no a mujeres españolas ni a varones o mujeres extranjeros.
Hasta ahí la última voluntad del buen hombre. Otros dejan sumas a conventos de frailes, a conventos de monjas, a la sociedad protectora de animales, a un partido político, a la asociación de vegetarianos de su barrio, etc., etc. Los hay que disponen que con los cuartos que ganaron en vida se construya luego un albergue para gatos abandonados o un cementerio para perros mimados. Ningún problema, rige el principio de libre disposición y se debe respetar la voluntad del fallecido, salvo que contravenga la ley o el orden público. Por ejemplo, si yo muriera sin herederos forzosos y no tuviera más familia que diez primos, cinco varones y cinco mujeres, podría, si quisiera, dejar todos mis bienes a los cinco varones y ni un céntimo a mis cinco primas. ¿Se debería corregir mi última voluntad para que le cayera algo a la pobre prima Marupi por ser mujer? ¿Desde cuándo hay que someter las disposiciones de última voluntad al principio de igualdad de género o al test de lo políticamente correcto?
Muy bien, pues en el caso de marras el Gobierno del Principado de Asturias pone pegas. Los albaceas del testador acuden al Gobierno autonómico para que los apoye y les dé facilidades para realizar tan meritoria encomienda, y hete aquí que el Principado no sólo pone inconvenientes y dice que no es de recibo una fundación con planteamientos tan discriminatorios, sino que, según informaba el referido periódico, anda con sus leguleyos buscando la manera de saltarse la voluntad del muerto y de conseguir que con esos dineros la fundación que éste quiso atienda también a mujeres e inmigrantes.
Y me planteo yo dos cosas, aparte de la evidente y no necesitada de más comentarios de que estamos, también en mi Asturias patria querida, gobernados por cantamañanas. Por cierto, ahora pueden aprovechar para pedirle dictamen sobre el particular al Consejo de Estado, que ya tiene cuota y feminista sumisa. Les da la razón seguro, para eso estamos, que por el body no va a ser, habráse visto.
Hasta ahí la última voluntad del buen hombre. Otros dejan sumas a conventos de frailes, a conventos de monjas, a la sociedad protectora de animales, a un partido político, a la asociación de vegetarianos de su barrio, etc., etc. Los hay que disponen que con los cuartos que ganaron en vida se construya luego un albergue para gatos abandonados o un cementerio para perros mimados. Ningún problema, rige el principio de libre disposición y se debe respetar la voluntad del fallecido, salvo que contravenga la ley o el orden público. Por ejemplo, si yo muriera sin herederos forzosos y no tuviera más familia que diez primos, cinco varones y cinco mujeres, podría, si quisiera, dejar todos mis bienes a los cinco varones y ni un céntimo a mis cinco primas. ¿Se debería corregir mi última voluntad para que le cayera algo a la pobre prima Marupi por ser mujer? ¿Desde cuándo hay que someter las disposiciones de última voluntad al principio de igualdad de género o al test de lo políticamente correcto?
Muy bien, pues en el caso de marras el Gobierno del Principado de Asturias pone pegas. Los albaceas del testador acuden al Gobierno autonómico para que los apoye y les dé facilidades para realizar tan meritoria encomienda, y hete aquí que el Principado no sólo pone inconvenientes y dice que no es de recibo una fundación con planteamientos tan discriminatorios, sino que, según informaba el referido periódico, anda con sus leguleyos buscando la manera de saltarse la voluntad del muerto y de conseguir que con esos dineros la fundación que éste quiso atienda también a mujeres e inmigrantes.
Y me planteo yo dos cosas, aparte de la evidente y no necesitada de más comentarios de que estamos, también en mi Asturias patria querida, gobernados por cantamañanas. Por cierto, ahora pueden aprovechar para pedirle dictamen sobre el particular al Consejo de Estado, que ya tiene cuota y feminista sumisa. Les da la razón seguro, para eso estamos, que por el body no va a ser, habráse visto.
En primer lugar, ¿por qué esa absoluta falta de respeto a la voluntad del muerto? ¿No es, además, contraproducente para el futuro? Si yo tuviera parné abundante, cosa harto improbable salvo que caiga una bonoloto misericordiosa, y me asaltara la tentación de, pongamos por caso, testar para que con mis dineros se construyera un polideportivo en mi Ruedes del alma, me lo pensaría muy mucho, no fuera a venir el capullín de turno, con cargo fetén en Conse(r)jería, a llevárselo para el barrio de su tía, con el pretexto de que es discriminatorio que pillen sólo los de mi pueblo, de que era discriminatoria, ilegítimamente antiigualitaria, mi voluntad última.
Más enjundiosa me parece la segunda cuestión que quiero proponer. ¿Habrían reaccionado de la misma manera esas ilustradas autoridades si el buen hombre hubiera dispuesto que la fundación debía apoyar solamente a las mujeres en apuros y no a los varones en idéntica situación? Estoy absolutamente seguro de que no, de que en tal caso todos alabarían tan justo designio y contarían que es un magnífico caso de discriminación positiva, pues cuando una mujer pasa hambre pasa más hambre que un hombre que pasa igual de hambre. Lógica política se llama eso, creo. O talante. ¿Y si el testamento dijera que la fundación sólo auxiliará a los inmigrantes? Otro tanto de lo mismo, estoy convencido.
Y bien, si esas suposiciones fueran ciertas, y me juego una cena cara a que sí, nos queda la pregunta del millón: ¿por qué carajo no puede uno dejar sus cuartos para que se cree una institución que atienda a varones necesitados y sí podría hacerlo para que apoye a mujeres en apuros o a gatos abandonados? A ver, que me lo expliquen, caramba.
Si semejante empanada mental equivale a progresismo, a mí considéreseme bombero a partir de este mismo instante. Al fin y al cabo, nada significa nada, todo es mentira y tonto el último. Manda güevos. Y ovarios.
22 agosto, 2006
Ni pobres terroristas ni terroristas pobres.
Hace días leía en el periódico las informaciones sobre los presuntos terroristas detenidos en Gran Bretaña cuando querían cometer un atentado masivo contra aviones en vuelo a EEUU. Suponiendo que lo que sobre el caso se ha dicho y escrito sea cierto (¿es mucho suponer?. No sé), nos encontramos de nuevo con la sorpresa ya habitual: no son ni pobres ni inadaptados ni discriminados. Otra vez la misma perplejidad y la misma contradicción de las verdades oficiales del monodiscurso bobalicón. Por lo visto, tales sujetos dispuestos a matar salvajemente son, en su mayoría, de clase media, sin apuros económicos, y ni han tenido una infancia mísera ni vivían en los márgenes del sistema social.
Deberíamos recapacitar e ir echando al saco de los trastos inútiles la perorata esa de que es la pobreza y la opresión de ciertos países y pueblos lo que causa y abona el terrorismo islamista u otros similares. No, mentira. Son muchos los grupos y naciones pobres a los que no les da por matar indiscriminadamente, por tornarse asesinos sin entrañas y por ensañarse con los occidentales, con los ciudadanos del llamado primer mundo, o con sus propios conciudadanos de otras creencias. Así que donde tal ocurre será porque hay una causa distinta de esa de la pobreza y el resentimiento frente a los más ricos.
No es la cesura económica lo que provoca ese nuevo terrorismo demencial sino la locura religiosa, la sinrazón de la fe. Es el veneno de las religiones, la vesania de los monoteístas radicales, la estupidez de los dioses malnacidos, paridos por mentes enfermas, crueles, sucias. No estoy arremetiendo contra la religión en sí, entiéndase, sino contra esas religiosidades premodernas e inhumanas, contra los que siguen a dioses que, de existir como los pintan (cosa que sería una contradicción en los términos, pues a ver como ese supremo ser infinitamente bueno se pasa el día planeando putadas y organizando matanzas a mayor gloria de sí mismo: un cabrón degenerado, un imposible divino), no merecen más que el desprecio humano y que vomitemos sobre los supuestos libros sagrados que dictaron a sus profetas.
La lucha contra la pobreza se justifica por sí misma y es necesaria, imperativo moral primerísimo. Pero nada de pagar a los pobres, reales o supuestos, a cambio de que no nos maten, nada de ayudar sin más móvil que el ruego de que nos dejen en paz. Y cuidado al determinar qué sea en verdad la pobreza. Los países ricos con población paupérrima no necesitan más apoyo que la persecución de los corruptos y explotadores -de allá y de acá- que manejan sus hilos y se llevan sus cuartos.
No confundamos el combate contra la miseria en el mundo con el freno al terrorismo internacional, pues aquélla no es causa ni razón de éste. Contra el fanatismo terrorista no existe más antídoto que la ilustración, la difusión del racionalismo, el fomento del escepticismo religioso, la abominación de la tolerancia relativista, la consciente defensa de los valores en que se basa la modernidad occidental. Que no pasen por héroes ni genios ni santos los chiflados que ponen bombas en nombre de su dios y hacen de su guerra una guerra santa, para arrobo de pacifistas esquizofrénicos. Que a nadie le falte ni la formación ni la información para darse plena cuenta de que semejantes chiflados sanguinarios son tan hijos de puta como hijos de puta son sus pútridos dioses de pega.
Deberíamos recapacitar e ir echando al saco de los trastos inútiles la perorata esa de que es la pobreza y la opresión de ciertos países y pueblos lo que causa y abona el terrorismo islamista u otros similares. No, mentira. Son muchos los grupos y naciones pobres a los que no les da por matar indiscriminadamente, por tornarse asesinos sin entrañas y por ensañarse con los occidentales, con los ciudadanos del llamado primer mundo, o con sus propios conciudadanos de otras creencias. Así que donde tal ocurre será porque hay una causa distinta de esa de la pobreza y el resentimiento frente a los más ricos.
No es la cesura económica lo que provoca ese nuevo terrorismo demencial sino la locura religiosa, la sinrazón de la fe. Es el veneno de las religiones, la vesania de los monoteístas radicales, la estupidez de los dioses malnacidos, paridos por mentes enfermas, crueles, sucias. No estoy arremetiendo contra la religión en sí, entiéndase, sino contra esas religiosidades premodernas e inhumanas, contra los que siguen a dioses que, de existir como los pintan (cosa que sería una contradicción en los términos, pues a ver como ese supremo ser infinitamente bueno se pasa el día planeando putadas y organizando matanzas a mayor gloria de sí mismo: un cabrón degenerado, un imposible divino), no merecen más que el desprecio humano y que vomitemos sobre los supuestos libros sagrados que dictaron a sus profetas.
La lucha contra la pobreza se justifica por sí misma y es necesaria, imperativo moral primerísimo. Pero nada de pagar a los pobres, reales o supuestos, a cambio de que no nos maten, nada de ayudar sin más móvil que el ruego de que nos dejen en paz. Y cuidado al determinar qué sea en verdad la pobreza. Los países ricos con población paupérrima no necesitan más apoyo que la persecución de los corruptos y explotadores -de allá y de acá- que manejan sus hilos y se llevan sus cuartos.
No confundamos el combate contra la miseria en el mundo con el freno al terrorismo internacional, pues aquélla no es causa ni razón de éste. Contra el fanatismo terrorista no existe más antídoto que la ilustración, la difusión del racionalismo, el fomento del escepticismo religioso, la abominación de la tolerancia relativista, la consciente defensa de los valores en que se basa la modernidad occidental. Que no pasen por héroes ni genios ni santos los chiflados que ponen bombas en nombre de su dios y hacen de su guerra una guerra santa, para arrobo de pacifistas esquizofrénicos. Que a nadie le falte ni la formación ni la información para darse plena cuenta de que semejantes chiflados sanguinarios son tan hijos de puta como hijos de puta son sus pútridos dioses de pega.
21 agosto, 2006
¿Qué discriminación es ésta?
Pues eso, pongan mis amigos sus mentes a pleno rendimiento y díganme de qué clase es esta discriminación, si ordinaria, inversa o mediopensionista. Vean la foto, atiendan a la explicación y luego devánense los sesos, con ese.
Amberes, Bélgica, 3 de agosto pasado. Llegamos en coche a la ciudad y busco un aparcamiento subterráneo en pleno centro. Desciendo por la rampa y veo de inmediato que están libres las primeras plazas, bien cómodas y a mano. Pero, ¡cielos!, figuraba en ellas el letrero que en la foto se aprecia: "sólo mujeres". No me corto y aparco en una de esas plazas, dispuesto, si alguien me reconviene, a mantener lo que haga falta: que abomino de la discriminación por razón de género, que no soy ni hombre ni mujer sino todo lo contrario o que acabo de operarme y no me he hormonado aún lo suficiente. Lo que sea. Pero nadie nos dijo ni pío.
El caso es que medimos esas plazas y las ordinarias, las unisex, y resulta que aquéllas, las reservadas para féminas, tienen unos centímetros más de anchura, lo cual, obviamente, facilita la maniobra. Manda carallo.
Y yo me hago preguntas que no alcanzo a responderme, razón por la que imploro la ayuda de ustedes.
Amberes, Bélgica, 3 de agosto pasado. Llegamos en coche a la ciudad y busco un aparcamiento subterráneo en pleno centro. Desciendo por la rampa y veo de inmediato que están libres las primeras plazas, bien cómodas y a mano. Pero, ¡cielos!, figuraba en ellas el letrero que en la foto se aprecia: "sólo mujeres". No me corto y aparco en una de esas plazas, dispuesto, si alguien me reconviene, a mantener lo que haga falta: que abomino de la discriminación por razón de género, que no soy ni hombre ni mujer sino todo lo contrario o que acabo de operarme y no me he hormonado aún lo suficiente. Lo que sea. Pero nadie nos dijo ni pío.
El caso es que medimos esas plazas y las ordinarias, las unisex, y resulta que aquéllas, las reservadas para féminas, tienen unos centímetros más de anchura, lo cual, obviamente, facilita la maniobra. Manda carallo.
Y yo me hago preguntas que no alcanzo a responderme, razón por la que imploro la ayuda de ustedes.
¿Estamos ante un caso de discriminación inversa o positiva, también llamada acción afirmativa? Es decir, un supuesto en que el mejor trato a un grupo, las mujeres en esta ocasión, sirve para igualarlas a base de compensar la discriminación que como grupo padecen. ¿Están discriminadas las mujeres en los aparcamientos y hace falta darles este trato de favor? Pues igual sí, oiga, y servidor no lo ha captado, por su obtusa condición varonil.
¿Se trata de una brutal discriminación ordinaria contra las mujeres? A lo mejor es que en Bélgica las consideran más torpes para las maniobras finas y por eso les dan más espacio y les reservan mejor lugar. Intolerable, ya imagino a las feministas valonas y flamencas entonando al unísono su ardorosa queja. Que cuenten conmigo, que me adhiero a ellas. Es un decir, ya me entienden.
¿O será porque piensa el autor de la medida que la mujer necesita mejores condiciones para estacionar, dado que suele ir cargada con el niño, el adorable perrito y el carrito de la compra? Si así se creyera, ¿no se estaría perpetuando un estereotipo nada beneficioso para las señoras?
En fin, que no lo veo claro. Que menuda coña. Que vaya plan, oiga.
¿Se trata de una brutal discriminación ordinaria contra las mujeres? A lo mejor es que en Bélgica las consideran más torpes para las maniobras finas y por eso les dan más espacio y les reservan mejor lugar. Intolerable, ya imagino a las feministas valonas y flamencas entonando al unísono su ardorosa queja. Que cuenten conmigo, que me adhiero a ellas. Es un decir, ya me entienden.
¿O será porque piensa el autor de la medida que la mujer necesita mejores condiciones para estacionar, dado que suele ir cargada con el niño, el adorable perrito y el carrito de la compra? Si así se creyera, ¿no se estaría perpetuando un estereotipo nada beneficioso para las señoras?
En fin, que no lo veo claro. Que menuda coña. Que vaya plan, oiga.
20 agosto, 2006
Inmigrantes
Estoy plenamente a favor de la inmigración y de los inmigrantes. Son un potente motor de nuestra economía, como reconocen hasta los más conservadores nacionalistas (perdón por la redundancia). Los inmigrantes son, en su inmensa mayoría, buena gente, honesta, trabajadora y llena de las virtudes que entre los adocenados españoles van escaseando: laboriosidad, afán de superación, capacidad de sacrificio, empuje, buen ánimo, ganas de vivir, lealtad, solidaridad. La porción de delincuentes o sinvergüenzas no es mayor que la que se da entre los de aquí de toda la vida, con la diferencia de que ellos van escapando de la miseria y la discriminación y tienen que tragar, también entre nosotros, con carros y carretas.
Lo anterior no se contradice con que también me parezca que la política de inmigración que nos gastamos en este país, supuestamente avanzado y compasivo, es un simulacro sin pies ni cabeza, síntesis perfecta de los equívocos y ambigüedades, esquizofrenias incluso, que corroen el pensamiento débil de tanto progre de consigna fácil y discurso fofo.
Vamos a ver. Pongamos que usted es colombiano y pobre y que intenta entrar en España sin visado por un aeropuerto. Lo embarcarán de regreso con cajas destempladas y vaya usted a contar que viene huyendo del hambre y la violencia y dispuesto a trabajar de sol a sol. No le servirá de nada mostrar fotos de la misérrima vereda en la que se quedó su familia ni de las huellas que la enfermedad, la explotación o la guerra han dejado en sus propias carnes o las de sus hijos. Para usted no habrá ni centros de acogida ni autobuses que lo trasladen a Málaga o Murcia a buscarse la vida sin papeles, rehén de mafias y carne de patronos sin entrañas casi siempre. No, media vuelta y para casa. En cambio, si su país estuviera más cerca y consiguiera llegar hasta una costa española en patera o cayuco, casi con toda seguridad podría quedarse aquí o trasladarse a la mayoría de los países de la UE.
Los aeropuertos se controlan para que no pase quien no debe; en los mares sucede al revés. Las fronteras aéreas están firmemente guardadas, las marítimas no existen, al parecer. ¿Por qué? ¿Será que nos gusta más que los inmigrantes que lleguen hayan tenido que jugarse la vida a cara o cruz y que muera una buena cantidad de ellos en el intento, de sed, de hambre o ahogados? ¿Será que abonan ellos mejor la falsa piedad de políticos y demagogos? Repiten los políticos y los comentaristas el tópico del «drama humano» de los subsaharianos que ahora arriban a Canarias. Es un drama, sí, pero no muy distinto del que padecen miles y millones de habitantes de otros países y regiones, comenzando por tantísimos latinoamericanos. ¿Por qué el trato es diferente? ¿Por el morbo de los cadáveres en las playas y las embarcaciones hundidas? ¿Porque ayudan mejor los muertos y los extenuados a que tanto fariseo con cargo exhiba su falsa compasión?
No tiene pies ni cabeza todo esto. El control eficaz y serio de las fronteras marítimas no añade inhumanidad ni aumenta la tragedia; al contrario, ya a corto plazo ahorraría vidas, pues las frágiles embarcaciones dejarían de zarpar hacia la Península en cuanto se supiera con alguna certeza que el intento de llegar y quedarse resulta baldío. Y evitaría todos esos muertos, todas esas tragedias. Y si no se quiere controlar el mar o se piensa que no se debe cerrar la puerta de este Estado, que se les permita venir en ferry o en avión. A todos, de todas partes. Les resultaría a los subsaharianos más barato en vidas y dineros y sólo saldrían perdiendo los que de ellos se aprovechan, allá al salir y aquí al llegar. ¿Y qué decir de ese empeño en mendigar ayuda de la UE para que nos presten un par de barcos y otro de aviones durante dos meses? La panacea, ya ven qué suerte, parece que con tan poca cosa se resuelve el problema, visto el entusiasmo con que nos han presentado ese llamado plan Fontex. Se ve que nosotros no disponíamos de tan elementales medios o no sabíamos usarlos.
Por mí, que vengan todos los que quieran, que se supriman las fronteras, que compitan con nosotros libremente y en buena lid, que no haya más nación que el mundo ni más Estado que la humanidad. Pero que no se obligue a nadie a arriesgar gravemente la vida so pretexto de que así manifestamos sensibilidad ante el «drama humano» de los que se salvan y se convierten en ganancia de desaprensivos. O con fronteras o sin fronteras, pero no en la procesión y repicando. O somos Estado soberano o no lo somos, pero no esta caricatura de cuarto y mitad de Estado con soberanía vergonzante. Que no sea el precio de nuestras hipocresías la vida de nadie y que no tranquilicemos nuestra conciencia haciendo la regla y tolerando al tiempo la excepción. Que haya una regla, sí, y discutamos cuál ha de ser. Que la ley siente condiciones y medidas, si ha de haberlas, y que se cumpla. Yo ya he manifestado mis preferencias. Pero conste que comprendo mejor al que mantiene una postura única y coherente, la que sea, de puertas abiertas o de puertas cerradas, que al que nada entre dos aguas, guarda la ropa y busca, de paso, beneficio político al hacerse la foto con el superviviente o componiendo estudiado gesto compungido ante los cadáveres en la playa.
Si queremos soberanía a la antigua y fronteras, resguardemos éstas y regulemos de otro modo la venida de los inmigrantes que necesitemos. Si, por contra, somos en verdad piadosos ciudadanos del mundo, no juguemos con la vida de esa buena gente simulando un amor al prójimo que nos queda grande. No lavemos nuestro egoísmo xenófobo metiendo en campamentos, autobuses y trabajo clandestino a los supervivientes, sólo a los supervivientes.
09 agosto, 2006
Adiós, madre.
Cumplió como los buenos hasta el final, derrochó generosidad hasta en el morir. Llevaba bastante tiempo muy enferma, a veces muy grave. Me dio aquel plazo para el casamiento y sonrió buenamente cuando al día siguiente le llevamos el ramo de la novia. Pasó una semana y apenas mejoraba. Íbamos a iniciar un viaje de siete días y el médico me dijo que creía que saldría adelante. El día anterior a nuestra partida, hablé con ella y le dije espérame, nos vamos unos días y pronto regreso y quiero verte. Asintió y sonrió un poco. Nos fuimos animados. Nada más regresar, de domingo, salí aprisa para Gijón. La encontré muy mal, su cuerpo se rompía definitivamente, no admitía alimento ni líquido. Apenas podía hablar casi nada. Se excitaba un poco cuando me veía, se quejaba sin estruendo. Le hablé mucho, la acaricié, la besé, le recordé algunas cosas nuestras y le canté otra vez aquellas canciones. Cantaba ella un poquito, apenas sin voz, intentándolo y sin contrariarse porque no le salían las palabras. Ayer mismo, la última vez que estuve con ella, yo le canté un ratito mientras se estaba quieta con los ojos cerrados, yo pensaba que dormida. Me callé y un poco después ella entonó quedo y cantó tenuemente dos segundos.
Me contó anteayer una de las admirables cuidadoras de su residencia que el día anterior ella había llamado a mi madre por su nombre y le había preguntado cómo se sentía. Y que mi madre le respondió: estoy esperando a Enrique (mi padre), es el día de la fiesta y no acaba de llegar a buscarme, la fiesta empieza y yo no sé dónde se habrá metido este hombre, que no viene. Hacía bastantes días que no era capaz de articular una frase tan larga.
Ayer, antes de separarme de su lado, le dije que si quería ya podía descansar tranquila, que por mí ya no tenía nada más que hacer, que ya no me quedaba nada que pedirle, que ya había sido absolutamente generosa y que ahora se merecía reposar feliz. Asintió con la cabeza. Le arrimé mi cara y me besó, tres, cuatro veces. Yo la besé también, mucho, y me fui. Horas después, esta mañana, me llamaron y me dijeron que acababa de morir. No me sorprendió, diría incluso que me gustó mucho, y entiéndaseme bien.
Su expresión, muerta, era plácida. Estaba guapa.
Mañana la enterraremos en Ruedes, en nuestra tierra, que es la tierra de la que estamos hechos.
Me contó anteayer una de las admirables cuidadoras de su residencia que el día anterior ella había llamado a mi madre por su nombre y le había preguntado cómo se sentía. Y que mi madre le respondió: estoy esperando a Enrique (mi padre), es el día de la fiesta y no acaba de llegar a buscarme, la fiesta empieza y yo no sé dónde se habrá metido este hombre, que no viene. Hacía bastantes días que no era capaz de articular una frase tan larga.
Ayer, antes de separarme de su lado, le dije que si quería ya podía descansar tranquila, que por mí ya no tenía nada más que hacer, que ya no me quedaba nada que pedirle, que ya había sido absolutamente generosa y que ahora se merecía reposar feliz. Asintió con la cabeza. Le arrimé mi cara y me besó, tres, cuatro veces. Yo la besé también, mucho, y me fui. Horas después, esta mañana, me llamaron y me dijeron que acababa de morir. No me sorprendió, diría incluso que me gustó mucho, y entiéndaseme bien.
Su expresión, muerta, era plácida. Estaba guapa.
Mañana la enterraremos en Ruedes, en nuestra tierra, que es la tierra de la que estamos hechos.