Si pudiéramos colarnos en las biografías de esos negros subsaharianos o de esos ecuatorianos de rasgos indígenas, los veríamos de otro modo, los entenderíamos, funcionaría la empatía. No como esto que nos pasa, que los percibimos opacos, misteriosos, ajenos.
Es normal, qué sabemos de ellos. Generalidades, lugares comunes, clichés. Por ejemplo, que en todos sus pueblos hay una sola vaca flaca y muchas moscas y unas mujeres que muelen el grano a golpes para hacer tortas. Todas esas imágenes los homogenizan, les niegan la individualidad. Sí, que nacieron en la pobreza, que en sus aldeas se pasa hambre, que tienen extensas familias que esperan cada vez su remesa para poder comer, que se padecen allá crueles injusticias y desgracias frecuentes. Pero no es saber bastante ése que es saber de todos y de ninguno, como si los hicieran en serie, como si fueran objetos industriales.
Si lográramos conocer algo más preciso de alguno, serían diferentes nuestras sensaciones. Escuchar a unos cuantos desgranar sus biografías, sus peripecias, las circunstancias que hacen a cada cual distinto y único. Pero cara a cara, no embutido en una pantalla y atado con un guión. Qué historias increíbles nos estaremos perdiendo, cuánta aventura, tamañas moralejas, qué buenos motivos para la reflexión y qué alimento para la sorpresa y la solidaridad.
Pero cómo comunicarse con ellos, si ya tampoco lo hacemos con nuestros compañeros de siempre o con los vecinos de toda la vida. De dónde sacar la ocasión y los minutos, si ya no nos importa más drama que el que sea televisado -impostura a tanto alzado muchas veces- ni otra vida que la del famoso, que la tiene impúdicamente pública y con contrato de imagen.
En estas sociedades rehuimos las relaciones individuales y el otro nos importa únicamente cuando es público, cuando lo que de él se sabe es de conocimiento general y podemos solazarnos al comentar “ayer comí con Fulano”, igual que si contáramos que entramos en la catedral o nos tumbamos en un rincón de la playa. Es otra manera de negar nuestra propia individualidad a base de ignorar la ajena, es la pereza de formarse juicio propio sin el metro común. Así no nos vemos en la tesitura de tener que ponernos en el lugar del otro para comprenderlo, pues nuestro lugar es el lugar genérico de los otros, sin distinción; es donde nos ponen los demás y nos ponemos con los demás, alineados y alienados, igualados, uniformados, masa.
Y creemos que sabemos de las cosas. De esos negros con los que esta mañana de sábado me voy cruzando por las calles de Madrid, por ejemplo. Ni una ocasión ni un disposición para hablar con ellos, pero no importa, pues hemos leído reportajes periodísticos salidos del telar de la información general, esa información que aplana los cabos o los filos de cualquier noticia para que todos la podamos digerir igual y sin trastorno; o hemos visto algún documental en que un inmigrante se representa a sí mismo conforme a un guión que lo hace negarse para que sirva de símbolo de todos ellos. Con eso ya nos damos por enterados y con semejante sopa de tópicos no percibimos lo que por incomunicación perdemos.
El discurso establecido nos ensordece, las imágenes convencionales nos ciegan, los medios de comunicación nos incomunican. Sería mejor hablar, sencillamente hablar. Hablar con ellos. Hablar con cualquiera.
por supuesto y hablar y conocerlas ... a ellas, a todas las ecuatorianas y negras y rusas ..., las españolas están ya más vistas que el tbo.
ResponderEliminarSeguro que lo que necesitan son interlocutores. Las enfermedades y el hambre desaparecen hablando.
ResponderEliminarSí, si tu enfermedad es la depresión postvacacional, y el hambre que tienes es de jamón de la quinta jota, a lo mejor hablando se te pasa -a ser posible con uno que tenga la misma enfermedad y el mismo hambre que tú-.
ResponderEliminarHablar con alguien, conocerle, saber de sus circunstancias y sus miedos genera, efectivamente, empatía -salvo excepciones hijoputescas-. Yo creo que si no hablamos es porque no sabríamos qué hacer con esa empatía generada, y al final se nos iría la fuerza por la boca.
Qué rumiable el post de hoy... es más fácil rumiarlo que contárselo a alguien (lo he intentado pero no digo nada... personalismo, perspectivismo... ismo).
ResponderEliminarPero es que yo también llevo un día como pa contar...
Usuario anónimo, que le apetezca hablar y conocer a ecuatorianas, negras o rusas está perfecto -al parecer, ya lo hace a menudo, según nos cuenta tantas veces en este blog-, pero de ahí a que tenga -nos tenga- a las españolas más vistas que el tbo...va a un trecho. ¡No sea creído ni vacilón, por favor....¡¡¡ Un respeto...
ResponderEliminarSiempre me pasa lo mismo, falta de tiempo y mala sintaxis me fuerzan al final a hechar más tiempo explicándome ¿por qué no seré como Tumbaíto que en seis líneas te hace un siete?
ResponderEliminarNo es creimiento, ni vacile, pero ahora que tengo la oportunidad de conocer a mogollón de chicas extranjeras paso de la nativa. Con más vistas que el tbo quiero decir : ¿qué me aporta lo de siempre, lo ya visto?, nada, el mismo rollo. Molan mucho las extranjeras, me encantan.
Es una opción personal ; al que le gusten las españolas , a por ellas, faltaría más. Lo cual no quita para que uno tenga sus amistades femeninas españolas y mis camaradas. Pero mejor que hablarlas prefiero que ellas me hablen de sus países y tal,y si puedo comerle las tetas mientras me cuenta, pues chachi. Tengo la lujuria metida en el cuerpo y la mujer española no me sacia. Es algo personal mío, otros hombres no cambian a una española por nada del mundo.
Cuestión opinable como Vd comprenderá. Eso sí, respeto todo el del mundo, en mi familia hay tantas mujeres como hombres y me merecen un respeto cercano a la admiración.
PD:"Di con una boda que viejas familias habían urdido:
ResponderEliminarBelén, el novio; Babilonia, la novia.
La gran Babilonia estaba desnuda. Oh, ella de pié allí temblando por mí y Belén nos inflamaba a ambos como un tímido en alguna orgía
y cuando caímos juntos toda nuestra carne era como una vela de barco pero yo tuve que hacerme a un lado para ver a la serpiente que se comía la cola.