Acabo de leer una narración, o conjunto de narraciones entrelazadas, que algunos consideran una de las cimas literarias del siglo XX, Una tumba para Boris Davidovich, de Danilo Kis. El autor, serbio, fue tachado de reaccionario y espía por buena parte de la intelectualidad “comprometida” cuando, en 1976, publicó esta obra. Hoy cuenta como una de las mejores recreaciones literarias de las maneras asesinas del totalitarismo stalinista y del modo de pensar y sentir de muchos de sus verdugos, gran parte de los cuales perecieron, ellos mismos, bajo las purgas de Stalin, recibiendo de su propia medicina.
Me permito copiar aquí un fragmento. Los personajes que aparecen son Novski, un duro revolucionario, especialista en atentados con explosivos, y Fedyukin, un torturador profesional, especializado en conseguir de cada detenido que cae en desgracia la confesión exacta que el régimen desea. Ahora le ha llegado el turno a Novski, quien ha resistido mucho tiempo y mucho dolor sin confesar los falsos hechos que se le imputan, pero que finalmente sucumbirá. Veamos cómo describe Danilo Kis la manera en que Fedyukin siente que sirve a la causa de la revolución, pese a saber que son falsas las confesiones que consigue de sus torturados.
"Fedyukin, obviamente, sabía tanto como Novski (y se lo hacía ver) que todo aquello, todo aquel texto de la confesión, escrito en apenas diez páginas mecanografiadas, no era más que una ficción que él mismo, Fedyukin, había estado componiendo a lo largo de las eternas horas nocturnas, mecanografiando con dos dedos, torpe y lentamente (le gustaba trabajar solo), en un intento de sacar conclusiones lógicas sobre la base de algunas conjeturas. Él no estaba interesado en los supuestos hechos, ni tampoco en los supuestos caracteres, sino en aquellas conjeturas y en su funcionamiento dentro de la lógica; sus motivos podrían resumirse, al fin y al cabo, en los mismos que tenía Novski al rechazar por completo cualquier conjetura, partiendo de un esquema completamente distinto, ideal e idealizado. Creo que los dos, en última instancia, actuaron por motivos que sobrepasaban fines egoístas estrechos: Novski luchaba por conservar, en su muerte, en su caída, la dignidad, no solamente la de su imagen, sino la de cualquier revolucionario; Fedyukin intentaba, dentro de su búsqueda de la ficción y de las conjeturas, preservar lo estricto y lo consecuente de la justicia revolucionaria y de aquellos que la impartían, pues era mejor sacrificar la verdad de un hombre, de un organismo minúsculo, que poner en cuestión por su causa unos principios y unos intereses mucho más sublimes. Cuando a lo largo del desarrollo de la instrucción Fedyukin arremetía contra sus obstinadas víctimas, no se trataba del capricho neurótico de un cocainómano, como creen algunos, sino de una lucha por us propias convicciones que, al igual que sus víctimas, consideraba generosas, inviolables y sagradas. Aquello que provocaba su furia y su odio leal era precisamente ese enfermizo egoísmo de los acusados, su patológica necesidad de demostrar su inocencia, su propia pequeña verdad, aquella neurótica zozobra de hechos supuestos, limitados por los meridianos de sus propios cráneos duros, y que aquella verdad ciega no fuera capaz de entregarse a un sistema de un valor superior, de una justicia superior que exigía sacrificios y no tenía, ni debía tener en cuenta las debilidades humanas. Por esa razón, convertía en enemigo consagrado a todo aquél que no pudiera entender el hecho simple y obvio de que firmar una confesión en nombre del deber no era solamente un asunto lógico, sino una cuestión moral y, por lo tanto, respetable”.
Me permito copiar aquí un fragmento. Los personajes que aparecen son Novski, un duro revolucionario, especialista en atentados con explosivos, y Fedyukin, un torturador profesional, especializado en conseguir de cada detenido que cae en desgracia la confesión exacta que el régimen desea. Ahora le ha llegado el turno a Novski, quien ha resistido mucho tiempo y mucho dolor sin confesar los falsos hechos que se le imputan, pero que finalmente sucumbirá. Veamos cómo describe Danilo Kis la manera en que Fedyukin siente que sirve a la causa de la revolución, pese a saber que son falsas las confesiones que consigue de sus torturados.
"Fedyukin, obviamente, sabía tanto como Novski (y se lo hacía ver) que todo aquello, todo aquel texto de la confesión, escrito en apenas diez páginas mecanografiadas, no era más que una ficción que él mismo, Fedyukin, había estado componiendo a lo largo de las eternas horas nocturnas, mecanografiando con dos dedos, torpe y lentamente (le gustaba trabajar solo), en un intento de sacar conclusiones lógicas sobre la base de algunas conjeturas. Él no estaba interesado en los supuestos hechos, ni tampoco en los supuestos caracteres, sino en aquellas conjeturas y en su funcionamiento dentro de la lógica; sus motivos podrían resumirse, al fin y al cabo, en los mismos que tenía Novski al rechazar por completo cualquier conjetura, partiendo de un esquema completamente distinto, ideal e idealizado. Creo que los dos, en última instancia, actuaron por motivos que sobrepasaban fines egoístas estrechos: Novski luchaba por conservar, en su muerte, en su caída, la dignidad, no solamente la de su imagen, sino la de cualquier revolucionario; Fedyukin intentaba, dentro de su búsqueda de la ficción y de las conjeturas, preservar lo estricto y lo consecuente de la justicia revolucionaria y de aquellos que la impartían, pues era mejor sacrificar la verdad de un hombre, de un organismo minúsculo, que poner en cuestión por su causa unos principios y unos intereses mucho más sublimes. Cuando a lo largo del desarrollo de la instrucción Fedyukin arremetía contra sus obstinadas víctimas, no se trataba del capricho neurótico de un cocainómano, como creen algunos, sino de una lucha por us propias convicciones que, al igual que sus víctimas, consideraba generosas, inviolables y sagradas. Aquello que provocaba su furia y su odio leal era precisamente ese enfermizo egoísmo de los acusados, su patológica necesidad de demostrar su inocencia, su propia pequeña verdad, aquella neurótica zozobra de hechos supuestos, limitados por los meridianos de sus propios cráneos duros, y que aquella verdad ciega no fuera capaz de entregarse a un sistema de un valor superior, de una justicia superior que exigía sacrificios y no tenía, ni debía tener en cuenta las debilidades humanas. Por esa razón, convertía en enemigo consagrado a todo aquél que no pudiera entender el hecho simple y obvio de que firmar una confesión en nombre del deber no era solamente un asunto lógico, sino una cuestión moral y, por lo tanto, respetable”.
Salvando las distancias, me recuerda las explicaciones que dió, y que, en parte le fueron aceptadas, aquel Marco que fingió la historia de su estancia en un campo de concentración. Ya digo, mutatis mutandis.
ResponderEliminarhttp://www.elmundo.es/elmundo/2005/05/11/sociedad/1115808137.html