11 enero, 2007

¿Quién responde por la mala suerte? 2

Hoy toca rollo largo y pesadito. No todo va a ser hablar de las miserias de estos partidos y estos gobernantes que nos tocan por verdadera mala suerte, de la que nosotros respondemos. Aquí va la segunda parte del post de 29 de diciembre pasado. Y con la misma advertencia de entonces: el que no tenga tiempo o ganas para disquisiciones teóricas puede pasar de largo sin sentir que se pierde algo importantísimo. En cualquier caso, he querido escribir esto con afán didáctico y, por consiguiente, estilo sencillo y comprensible. A ver si se ha conseguido.
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3. Accidentes y percances.
La suerte también gobierna mucho del transcurrir de nuestras vidas. Un día puede tocarnos un premio millonario en un sorteo, pero otro día puede que un coche nos atropelle o que un terremoto se lleve por delante nuestra casa. Tanto la filosofía moral y política como el derecho, éste aplicando las recetas de aquéllas, tienen que discernir quién corre con los resultados de la suerte de cada uno. Cuando es buena y se traduce en ganancia, la cuestión es si debe o no el afortunado repartir algo de lo que obtuvo, por ejemplo por vía de tributación. Pero, cuando vienen mal dadas por algún azaroso e inesperado acontecimiento, ¿quién corre con los gastos? Si un conductor borracho me atropella, o si lo hace uno sobrio que cumple con todas las normas de cuidado, si un médico me opera y se deja dentro unas gasas que me causan un nuevo padecimiento, si mi casa se cae porque el arquitecto no calculó bien el grosor de los muros, si a mi perro se lo come el perro del vecino, si mi mujer me abandona y se va con otro más elegante, ¿quién carga con los gastos y/o con los disgustos? Las respuestas pueden ser tres: la víctima de la desgracia, el que la provocó o la sociedad en su conjunto.
La casuística es infinita y no cabe aquí pararse en agotadoras clasificaciones. Así que pasaremos por encima con sólo algunas elementales distinciones.
Tenemos en primer lugar el Derecho penal. Si alguien me lesiona sin motivo lícito y, con ello, incurre en una conducta penalmente tipificada, el Estado le impone una pena como precio que paga por su inadmisible ataque. Es una vieja discusión de penalistas y filósofos la de cuál sea el fin principal de la pena. Unos dicen que la función de la pena es castigar al delincuente por lo que hizo, hacerle pagar, retribuir, su mal comportamiento. Esas son las teorías retribucionistas, que ven la pena como venganza, si bien en manos del Estado, que actuaría así para resarcir el mal que la víctima sufrió con un mal equivalente que al autor se le causa. Pero si yo perdí un brazo por obra de esa agresión, sin el brazo me quedo por mucho que el delincuente pague unos años de cárcel. Y aunque aplicáramos el viejo principio del ojo por ojo y al delincuente se le amputara un brazo por haberme arrancado el mío, ¿qué gano yo, salvo la dudosa satisfacción de verlo a él sufrir como yo he sufrido? Un mal no cura otro y la suma de dos males no da ningún bien, da dos males. ¿Acaso dos males son algo socialmente mejor que uno solo? Por eso otras doctrinas mantienen que lo que justifica la pena no es la retribución de un daño con otro, sino el escarmiento: con el castigo se le enseña al delincuente lo que no debe hacer (prevención especial negativa), o se le indica cómo debe comportarse en el futuro (prevención especial positiva). Mas la lección no la recibe sólo el condenado, también la sociedad aprende, escarmentando en cabeza ajena, qué cosas no deben hacerse (prevención general negativa) o cuál es el comportamiento debido (prevención general positiva). Todas estas teorías últimas reciben el nombre de teorías preventivas de la pena.
Pero supongamos que el que perdió el brazo de esa manera era un afamado director de orquesta. En el futuro ya no va a poder dirigir más, lo cual le provocará grandes pérdidas económicas y enorme sufrimiento si esa era su vocación y lo que daba sentido a su vida. Esos daños no se compensan con el encarcelamiento del malhechor. De ahí que el propio Código Penal prevea que los tribunales decidan también sobre la responsabilidad civil derivada del delito. Que el delincuente también responda civilmente significa que además de “pagarle” al Estado (o a la sociedad) la pena por su acción, tiene que indemnizar también a la víctima lo que el daño le haya “costado”, en un doble sentido: el precio del daño material (lo perdido y lo dejado de ganar) y el precio del sufrimiento o dolor (los alemanes llaman a esto, con expresión bien gráfica, Schmerzensgeld, dinero del dolor), lo que entre nosotros se llama daño moral.
Ahora pensemos en un daño que alguien me causa con una acción suya que no es delito. Por ejemplo, un amigo bromista pone sus manos llenas de grasa sobre mi corbata y deja para siempre una mancha en esa prenda que me había costado un dineral y que, además, tenía yo en gran aprecio porque con ella me había casado. ¿Tiene que pagarme la corbata? ¿Y el dolor que me causa su pérdida? Aquí nos movemos ya en el puro ámbito de la responsabilidad civil por daño extracontractual.
Dice el artículo 1902 del Código Civil español que “El que por acción u omisión causa daño a otro, interviniendo culpa o negligencia, está obligado a reparar el daño causado”. Ese amigo bromista me ha causado un daño con su acción, ya sea por mala idea –tal vez tenía envidia de mi corbata o celos de lo lucido que se me veía con ella- ya por simplemente atolondrado. Sea como sea, tendrá que pagar si no le ampara una excusa legal.
El derecho de la responsabilidad civil tiene como función repartir los costes de los daños que alguien sufre como consecuencia de la conducta de otro. La ley y la jurisprudencia tipifican los supuestos en que debe ser el dañante el que corra con los costes y aquellos otros en los que debe ser la víctima la que cargue con ellos. Y ahí se halla la gran cuestión en términos de teoría de la justicia, en establecer en qué supuestos debe ser uno u otro el que “pague”. Unos ejemplos sencillos: ¿quién paga si mi amigo puso sus manos sucias en mi corbata cuando intentaba agarrarse a algo porque había tropezado y se estaba cayendo? Ahí hemos tenido mala suerte los dos. ¿Y si iba borracho? Hemos tenido mala suerte los dos, pero parece que de la suya él era en alguna medida responsable. ¿Y si yo lo estaba molestando con mi insistencia en que él nunca podría pagarse una corbata tan cara? Los supuestos pueden multiplicarse hasta el infinito, pero el derecho tiene que agruparlos si no quiere ser puramente casuístico, y a eso se llama tipificación legal.
Veamos algunas situaciones diferentes.
a) Alguien causa un daño con intención. Por ejemplo, mi amigo se lo pensó antes de mancharme la corbata y decidió hacerlo. En este caso cualquier sistema jurídico dispondrá la obligación de indemnizar del dañante.
b) Alguien no evita un daño que sí pudo evitar sin arriesgar nada suyo. Simplemente omitió el auxilio. Por ejemplo, mi amigo ve que yo he dejado mi corbata sobre el mostrador del bar y que se ha caído un café, café que va resbalando hacia mi corbata y pronto la va a impregnar. Pero en lugar de advertirme o apartar él mismo la corbata, se queda quieto, callado y sonriente. ¿Me causó él el daño? Difícilmente podrá afirmarse tal cosa, si hablamos con propiedad y no en sentido metafórico. El que, pudiendo, no salva la vida a otro, no lo mató, simplemente no evitó que se muriera. Pero si yo no evito que usted pise un charco, yo no soy el causante de que usted se haya mojado los zapatos. Ahora bien, existen numerosos supuestos en que el Derecho nos obliga a indemnizar aquellos daños que no hemos evitado, aunque tampoco los hayamos causado. Mi amigo no es el causante de la mancha de café en mi corbata, pero puede ser responsable. Así que el jurídicamente responsable de un daño no siempre es su causante. ¿Tendrá mi amigo, en este último ejemplo, que pagarme la corbata o la tintorería? Difícil será encontrar un ordenamiento que lo obligue a tal cosa en un caso así. Pues casi todos los sistemas jurídicos hacen responsables de los daños no evitados a aquel que pudo evitarlos cuando el mismo se encuentra jurídicamente obligado a prestar especial cuidado o se halla, dicho más técnicamente, en una posición especial de garante. Por ejemplo, si fue el perro del amigo el que me mordió mientras él contemplaba la escena tranquilamente y sin hacer nada por evitarlo, mi amigo tendrá que indemnizarme por ese daño; y no digamos si mi amigo era el médico de guardia cuando yo llegué al hospital con un infarto y no hizo nada por atenderme.
c) Ahora pongámonos en que esa corbata tan cara y que tanto aprecio se me deshilacha y se llena de pelusillas en dos días, pese a que yo la cuido con todo el esmero posible. Pero, qué mala suerte la mía, me vendieron una corbata defectuosa, con un defecto que no se podía apreciar cuando la compré. ¿Pierdo el dinero que gasté en ella o alguien debe compensármelo? Hablamos de casos en los que no hubo mala fe ni en el fabricante de la corbata ni en el comerciante. Debemos distinguir dos tipos de casos aquí.
El primer tipo de casos se da si el fabricante, aun sin intención defraudatoria, no se esmeró demasiado al hacer la corbata, o si el comerciante no se preocupó de a qué clase de fabricante descuidado le adquiría las corbatas que luego vendía. Estaríamos ante supuestos de negligencia, de falta del debido cuidado en la labor de cada uno. Y no poner el cuidado o diligencia debidos significa asumir que alguien puede resultar perjudicado por el mal hacer de uno, aunque uno no quiera propiamente hacer mal a nadie. Está de por medio el difícil problema de la prueba, pero, probada la falta de diligencia, nos encontraríamos ante un supuesto de responsabilidad por negligencia: tienen que pagarme la corbata. Parece que la justicia lo exige y cualquier ordenamiento jurídico lo aplicaría así.
El segundo tipo de supuestos es más complicado de dirimir en términos de justicia. Supóngase que un fabricante de corbatas produce una remesa utilizando la tela, el hilo y los tintes que unánimemente están considerados mejores y de mayor calidad, y que pone en el proceso de fabricación el mayor esmero imaginable. Pero una de ellas se decolora con el uso y, tras un par de puestas solamente, mancha para siempre una cara camisa del comprador, sin que pueda probarse que haya culpa de éste por descuido o mal uso ¿Alguien le pagará al usuario la camisa que con tan mala suerte se le dañó o es él quien sufre la pérdida porque ninguno es culpable de lo acontecido con ella y la corbata? Con arreglo a la vigente legislación española y europea en materia de responsabilidad civil por productos defectuosos, le tocaría al fabricante de la corbata abonar el daño de la camisa, pese a que ya hemos dejado claro que ninguna negligencia se dio en su actuación.
La responsabilidad sin culpa, es decir, la responsabilidad por un daño derivado de una actividad de un sujeto que no ha tenido intención de perjudicar y que, además, ha obrado con todo el cuidado que le era posible, se llama responsabilidad objetiva. En principio parece difícil de asimilar que alguien deba correr con los costes de un daño del que no tiene ninguna culpa. Y, sin embargo, los mecanismos de la responsabilidad de este tipo, la responsabilidad objetiva, se van extendiendo lentamente por todos los ordenamientos jurídicos de nuestro entorno. Por ejemplo, y como ya hemos dicho, en el Derecho español (y el de la Unión Europea) el fabricante responde por los daños que su producto cause al consumidor (o a cualquier otro perjudicado) y que no sean imputables a mal uso, descuido o imprudencia de éste. En ocasiones incluso corre el fabricante con la responsabilidad por los daños derivados de una mala utilización del producto por parte del consumidor, cuando se estima que no informó suficientemente dicho fabricante de cuáles era los usos posibles y cuáles los indebidos de su producto. Un ejemplo extremo lo presenta aquel famoso caso de la jurisprudencia norteamericana, tan citado: una señora baña a su perrito y para secarlo lo mete en el horno microondas. El animal pasó a mejor vida, pero al fabricante le tocó pagarle por él a la señora, porque en el folleto con las instrucciones para el empleo del aparato no se indicaba que no se podían introducir en él bichos vivos, salvo que se quisiera cocinarlos.
¿Cómo se justifica en términos de justicia la responsabilidad objetiva? Sus partidarios acostumbran a invocar el argumento del riesgo unido al beneficio. Por ejemplo, quien fabrica coches asume tácitamente y lo quiera o no que de cada diez mil coches fabricados alguno va a tener algún fallo en algún mecanismo o pieza, y eso por mucho esfuerzo que se ponga en la calidad de las piezas y en el proceso de fabricación. El azar tiene sus leyes y los imprevistos son inevitables. Sólo hay dos alternativas principales para ver a cuenta de quién va una mala suerte así, el fabricante y el consumidor. Al fin y al cabo, si es el consumidor el que carga con los perjuicios también lo hace sin culpa por su parte (si la culpa es suya y se prueba así, él responde, no hay problema).
Pues bien, el argumento del riesgo más beneficio nos dice que quien pone en práctica una actividad que causa a otros algún riesgo de daños y, además, obtiene beneficios con esa actividad, debe responder por los daños cuando el riesgo se consuma en daño. Es la desventaja de su ventaja, es una compensación. Naturalmente, también podría defenderse que el que compra el producto, el coche, por ejemplo, disfruta y se beneficia con su uso y que al decidirse a utilizarlo está asumiendo el riesgo de que algo vaya mal sin que sea su culpa. Si un conductor daña su coche por puro azar y sin culpa ni afectar a otros (por ejemplo porque le sobreviene un desvanecimiento), nadie le paga los desperfectos si no lo tiene asegurado frente a tales eventos. En cambio el fabricante sí paga si el fallo fue de algún elemento del vehículo y no hubo culpa de nadie, tampoco suya.
Con este debate sobre la responsabilidad objetiva queda bien a las claras que las normas sobre responsabilidad extracontractual por daños se explican y se justifican desde la teoría general de la justicia, pues la cuestión a la que responden es la de cuál sea el modo más justo de reparto social de los costes de los accidentes, las desgracias y la mala suerte. Cuando el daño se puede explicar como resultado del proceder indebido de alguien, rige el viejo principio de que quien la hace la paga, secuela de una sociedad organizada sobre la idea de libertad individual y de responsabilidad por los propios actos. Pero, ¿quién responde cuando el perjuicio que yo sufro no es el resultado ni de la culpa ni del actuar descuidado ni de la pasividad de nadie que hubiera podido y debido evitarlo? Las normas de responsabilidad objetiva sirven para exonerar de los costes del daño, en ciertos supuestos, a las víctimas. Y esa es una manera de redistribuir recursos en la sociedad con arreglo a pautas generales. Por eso su justificación o crítica tienen siempre que partir de consideraciones sobre la más justa distribución de los bienes y las cargas en la sociedad, de la teoría de la justicia y la filosofía política, en suma. Y según la doctrina que al respecto cada cual abrace, se defenderán unos criterios u otros para tal reparto y se promoverá un espacio mayor o menor para la responsabilidad objetiva que acabamos de ver.

4) ¿Que pague la Administración Pública? O sea, a repartir entre todos.
Otras veces el origen de mi mala suerte se sitúa en este fantasmagórico ente que llamamos Administración. Dispone el artículo 106.2 de la Constitución Española que “Los particulares, en los términos establecidos por la ley, tendrán derecho a ser indemnizados por toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, salvo en los casos de fuerza mayor, siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento de los servicios públicos”. Y la ley correspondiente, concretamente el artículo 139.1 de la Ley 30/1992 de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, establece que “Los particulares tendrán derecho a ser indemnizados por las Administraciones Públicas correspondientes, (sic) de toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, salvo en los casos de fuerza mayor, siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos”. Puntualiza el apartado 2 de ese artículo que “En todo caso, el daño alegado habrá de ser efectivo, evaluable económicamente e individualizado con relación a una persona o grupo de personas”. Vemos cómo juega aquí, cuando el daño proviene de una actuación administrativa, la responsabilidad objetiva en toda su plenitud.
Cuando la persona que se desempeña en su condición institucional de servidor de la Administración pública me daña por causa de su actuar culposo o negligente estamos al principio ya conocido de responsabilidad por culpa, a tenor del cual no tiene por qué correr la víctima con el coste de daños de los que es responsable la mala fe o el descuido de otro. En ese caso la Administración habría obrado de modo “anormal” en la prestación de sus servicios propios y seguramente se puede sostener que ha incumplido el mandato constitucional de que “La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento a la Ley y al Derecho” (art. 103.1 de la Constitución Española). Pero, ¿qué ocurre si no hay culpa ni negligencia en la acción administrativa de la que se ha seguido un daño que la víctima no está jurídicamente obligada a soportar? (el artículo 141.1. de la Ley antes referida puntualiza que “Sólo serán indemnizables las lesiones producidas al particular provenientes de daños que éste no tenga el deber jurídico de soportar de acuerdo con la Ley”. ¿Dónde está el límite de la responsabilidad de la Administración y dónde el del deber de soportar de los ciudadanos?
Pensemos en los casos de funcionamiento “normal” de los servicios públicos, casos en los que en la prestación del servicio público no se ha dado ni ilegalidad, ni ningún vicio jurídico. Primero algunos ejemplos que buscan el absurdo de que no existan límites. Yo estoy ante un semáforo esperando para cruzar. Ha llovido y la calle está encharcada. Un autobús del servicio municipal de transporte público pasa a la velocidad reglamentaria y sin hacer ninguna maniobra reprochable, pero pisa con su rueda un charco y salpica de barro y grasa mi gabardina nueva. ¿Deberá la Administración municipal indemnizarme en aplicación del precepto legal mencionado? Otro caso. Yo soy un joven que quiere estudiar una carrera universitaria, concretamente Derecho. Voy a matricularme en la Universidad pública de mi elección y me encuentro con que hay numerus clausus para tales estudios, legalmente establecido, y que mi promedio de calificaciones no alcanza para superar la nota de corte. ¿Deberá la Administración compensarme por ese indudable daño que me produce y que no habría padecido si no existiera tal restricción impuesta?
Ahora vamos con un caso real de la jurisprudencia española, muy debatido en la doctrina. Se trata del asunto resuelto en la Sentencia del Tribunal Supremo, Sala 3ª, de 14 de junio de 1991. Un paciente ingresa en un hospital público con un cuadro clínico de aneurismas gigantes en ambas carótidas. El caso era de gravedad extrema y el cirujano tuvo que decidir si reducía primero el aneurisma de la carótida izquierda o el de la derecha. Optó por el de la derecha y no dio resultado, pues el paciente murió por causa de un edema y una isquemia cerebral. La elección del médico no resultó la mejor, pues es posible que el paciente hubiera sobrevivido si hubiera reducido primero el aneurisma de la carótida izquierda. Pero eso el cirujano no tenía ninguna posibilidad de saberlo cuando hizo la operación y, además, todos los dictámenes periciales y todas las opiniones de expertos coincidieron en que su proceder había sido absolutamente correcto y adecuado a la lex artis. No obstante, el Tribunal condenó y estableció la responsabilidad de la Administración, con el argumento de que la opción del cirujano, aun siendo legítima y perfectamente acorde con los estándares de profesionalidad médica, resultó a posteriori desacertada y fue una de las causas de la muerte. Vemos, pues, que la Administración es condenada pese a que su funcionario obró con absoluta corrección y sin que quepa hacerle ni el más mínimo reproche. Simplemente no tuvo suerte, le jugó el azar una mala pasada, como al paciente. Se trataba de ver quién cargaba con las consecuencias del infortunio imprevisible, si el médico (la Administración en realidad) o los herederos del paciente fallecido. Ganaron los herederos.
¿Habría sido posible una sentencia de este tenor si la operación de urgencia se hubiera practicado en un hospital privado y en ejercicio privado de la medicina? Difícilmente, pues en esos casos en España se exige culpa para que se condene a indemnizar por el daño. Sólo unas pocas sentencias han aplicado en este ámbito de la medicina privada el artículo 28 de la Ley General de Defensa de Consumidores y Usuarios para fundamentar el carácter objetivo de la responsabilidad médica. Si esto es así, cabe preguntarse por qué en las relaciones entre privados, en general, la responsabilidad por culpa sigue siendo la regla y la responsabilidad objetiva la excepción, por mucho que esas excepciones vayan aumentando de día en día. Puede que la respuesta se relacione con la idea de que la economía de la Administración no necesita de las cautelas que sí son necesarias con la economía privada, si no se quiere abocar a la ruina de las empresas privadas o al desmedido encarecimiento de sus servicios. Ahora bien, también el aumento indudable de costes que para la Administración significa la objetivación de su responsabilidad repercute en el ciudadano, en un doble sentido: en el sentido de que los recursos públicos provienen de los bolsillos de los ciudadanos y los ponemos entre todos; y en el sentido de que los medios públicos destinados a indemnizaciones a los particulares (o al pago de seguros) son medios que se detraen de la prestación de otros servicios públicos. De ahí que resurja también aquí, con nueva fuerza, la cuestión de la justicia y que debamos plantear si es más justo que sea el ciudadano el que cargue con su mala suerte cuando es perjudicado por el funcionamiento normal (no culposo) de la Administración, como contrapeso a los beneficios que normalmente obtiene de dichos servicios, o si, por el contrario, implica mayor equidad la socialización de los costes de dichos perjuicios. Pues no se debe perder de vista una diferencia decisiva: cuando la responsabilidad objetiva opera como criterio de asignación del coste de los daños entre particulares, caben justificaciones en términos de que la adscripción de responsabilidad por el daño causado sin culpa es el contrapeso de asunción de riesgos por el que realiza la correspondiente actividad potencialmente dañosa a cambio de la expectativa de beneficios; en cambio, el criterio del beneficio no puede aplicarse a la Administración, cuya prestación de servicios es puramente “altruista” y parte de su cometido definitorio al servicio de los “intereses generales” (art. 103 de la Constitución Española). La Administración pública no trabaja con la meta del beneficio económico para sí, y los beneficiados de su labor son los propios administrados, los ciudadanos. La paradoja aparece cuando esos mismos beneficiarios con carácter general reclaman que la Administración los indemnice cuando sufren perjuicio por una acción administrativa llevada a cabo con toda la legalidad, diligencia y celo que del hacer administrativo es exigible. Cabría pensar que ese pauta del beneficio como dirimente de la imputación de responsabilidad podría servir en estos casos para hacer recaer el coste del daño en el ciudadano perjudicado y no en el conjunto de la población. Pero, nuevamente, es éste un asunto dependiente de la teoría de la justicia que abracemos y, más concretamente, del modelo de ciudadano responsable y de distribución social de beneficios y cargas que en cada teoría se elabore.
Mas, ¿realmente funcionan las cosas tan al pie de la letra legal?, ¿en verdad se obliga a la Administración a indemnizar en todo caso en que el funcionamiento normal de los servicios públicos irrogue un daño a alguien? Realmente no. Pensemos en los ejemplos antes mencionados del autobús que me salpica la gabardina nueva o del numerus clausus. O veamos otro caso: me dirijo a tomar un avión que me llevará a una ciudad lejana a firmar dentro de diez horas un importantísimo contrato. Pierdo el avión por causa de un atasco monumental en las calles de la ciudad y pese a que he salido de mi casa con un margen de tiempo más que razonable, excesivo incluso. No llego a tiempo para firmar ese contrato y se lo lleva un competidor, de modo que pierdo la gran oportunidad de mi vida económica. Resulta que la razón del gran embotellamiento parece ser una avería en el sistema semafórico de la ciudad, unida a que la policía municipal no contaba con personal suficiente para regular la circulación en los cruces más difíciles y a que tampoco supo la municipalidad reaccionar a tiempo para establecer vías alternativas u otras soluciones. Y añadámosle al caso que esa avería no es muy sorprendente, pues el sistema de control de los semáforos va necesitando una renovación. ¿Obtendría yo indemnización de la Administración municipal por el daño que he sufrido? Me parece dudoso y basta pensar en la lluvia de reclamaciones que se interpondrían después de cada atasco, pues siempre la Administración pudo haber construido calles más anchas o pasos elevados en cada cruce, o siempre pudo haberse procurado más personal a su servicio para esos eventos. Si el criterio es que la Administración pudo haber evitado los daños con una gestión más adecuada, ese criterio operará siempre y no hay daño que no hubiera podido haberse evitado, salvo en los casos de verdadera y genuina fuerza mayor. Es decir, casi todos mis daños puedo cargárselos, por activa o por pasiva, a la Administración.
En la práctica no ocurre así, pese al declarado carácter objetivo de la responsabilidad administrativa, gracias a que en realidad los tribunales recortan tal carácter a base de pautas sentadas ad casum. Pero una jurisprudencia casuística es suprema fuente de injusticia, por serlo de desigualdad de trato. Y en esas estamos.

5. Otras desgracias.
La mala fortuna acecha de muchas maneras. Estamos expuestos a que un día nos dañe un terremoto, un huracán, una sequía grave, una inundación, cualquier fenómeno imprevisto de la pura naturaleza. ¿Deben las víctimas conformarse con su suerte o se han de poner en marcha reparaciones materiales y económicas por cuenta del Estado, que es tanto como decir de la sociedad en su conjunto? Este ha sido un tema tradicionalmente confiado a la caridad privada, al ejercicio de la solidaridad humana no mediada ni impuesta por el Estado. De hecho, cuando desastres de ese calibre se producen suelen muchas personas volcarse en el ofrecimiento de ayuda material y económica a sus expensas directas. Más aún, en nuestro tiempo las ONGs se han convertido en la vía por antonomasia para la canalización de esa solidaridad social que antes se llamaba caridad. Sin embargo, también es común que los Estados destinen importantes partidas económicas para aliviar las pérdidas de las víctimas. Cuando tal ocurre podemos decir que pagamos todos y no únicamente los que voluntariamente quieren hacerlo.
Pocos discutirán tales prácticas públicas, si no es al precio de argumentos tan rebuscados, perversos incluso, como que cada cual debe correr con su destino, ya que todo lo que a alguien le ocurre es resultado de un designio superior que no se debe combatir; o que en mano de cada uno está precaverse también de las fatalidades, por ejemplo evitando vivir en zonas sísmicas o en las proximidades de los ríos que puedan desbordarse. Sea como sea, estamos ante un nuevo campo de posible enfrentamiento entre quienes entienden la sociedad en clave radicalmente individualista, como agrupación de individuos movidos únicamente por su estricto interés personal y que asumen su destino como parte de su aventura vital, y quienes conciben el pacto social como engendrador de solidaridad forzosa ante las desgracias que a cualquiera pueden afectar.
Hay Estados, como el español, que prevén que esa solidaridad pública se plasme también en compensaciones públicas por los daños derivados de ciertos delitos, como los de terrorismo (Ley 32/1999, de 8 de octubre) o delitos violentos y contra la libertad sexual (Ley 35/1995, de 11 de diciembre). La Exposición de Motivos de esta Ley justifica esas medidas del siguiente modo: “Desde hace ya bastantes años la ciencia penal pone su atención en la persona de la víctima, reclamando una intervención positiva del Estado dirigida a restaurar la situación en que se encontraba antes de padecer el delito o al menos a paliar los efectos que el delito ha producido sobre ella.En el caso de los delitos violentos, las víctimas sufren, además, las consecuencias de una alteración grave e imprevista de su vida habitual, evaluable en términos económicos. En el supuesto de que la víctima haya sufrido lesiones corporales graves, la pérdida de ingresos y la necesidad de afrontar gastos extraordinarios acentúan los perjuicios del propio hecho delictivo. Si se ha producido la muerte, las personas dependientes del fallecido se ven abocadas a situaciones de dificultad económica, a menudo severa. Estas consecuencias económicas del delito golpean con especial dureza a las capas sociales más desfavorecidas y a las personas con mayores dificultades para insertarse plenamente en el tejido laboral y social”. Y seguidamente aclara que no se trata de prestar “indemnizaciones”, sino de “ayudas públicas”[1]. Nos hemos alejado ya por completo de los resortes de la responsabilidad del Estado y éste se proclama mero instrumento de una solidaridad social, solidaridad congruente con los mandatos constitucionales. Nuevamente se toman recursos sociales para proporcionar ayuda a las víctimas de ciertas desgracias, éstas no naturales, sino provocadas por la conducta dañina y dolosa de terceros; esto es, el valor económico de esos daños se socializa.
¿Qué casos debe cubrir esa solidaridad? Habrá quienes digan que ninguno, otra vez desde la idea de que el precio de la convivencia social en libertad y pluralismo es el riesgo de padecer agresiones de otros. Serían los riesgos generales de la vida social y deberían correr por cuenta de cada uno. Los que admitan ese manejo público de la solidaridad se verán forzados a plantear cuáles tienen que ser sus límites, donde se hace el corte, pues la garantía social frente a cualquier daño de una víctima inocente, incluso frente a cualquier víctima de un delito, resulta económicamente inviable, conduciría al colapso del propio Estado. De esto es consciente el legislador cuando en la Exposición de Motivos de la Ley últimamente citada se recuerda que ésta prevé ayudas económicas sólo para ese tipo de delitos dolosos, intencionadamente cometidos, pues extenderlas a los casos de comisión por imprudencia sería económicamente inviable[2] . Al estipular estas ayudas solamente para las víctimas de los delitos (dolosos) violentos cuyo resultado sea muerte, lesiones corporales graves o daños graves en la salud física y mental (art. 1.1), así como para “las víctimas de los delitos contra la libertad sexual aun cuando éstos se perpetraran sin violencia” (art. 2.1), está el poder político español estableciendo la jerarquía de los que considera supremos y más valiosos bienes de una persona: la vida, la integridad física, la salud física y mental y la libertad sexual. Y de esa forma volvemos al terreno de lo que se puede debatir desde distintas concepciones de la teoría justicia y de la teoría ética.

6. ¿Y la desgracia de ser pobre?
Con este último punto retornamos al principio, para interrogarnos sobre si debe el Estado prestar asistencia especial, a costa de los contribuyentes, a aquellas personas que, por las razones que sean, se encuentran en la indigencia, agravada a veces por razones de vejez, cargas familiares, etc. Expresado del modo más claro y brutal, ¿debe recibir la solidaridad pública alguien que no ha sido capaz o no ha querido procurarse los medios para una vida digna, incluso en la vejez, o que no ha gobernado su vida con cálculo suficiente para, por ejemplo, no engendrar más hijos que los que pueda alimentar? No será necesario repetir aquí los debates aludidos en los primeros apartados de este escrito. Baste recordar, meramente, que individualistas radicales e igualitaristas volverán a enfrentarse en este punto.
Muy difícilmente podrá una norma legal discernir entre quienes se hallan en situación de penuria porque sus circunstancias no les permitieron otra cosa, porque han sido víctimas de una suerte adversa o porque, sin más, no se animaron al trabajo y el esfuerzo. Así que las soluciones, si ha de haberlas, tendrán que ser generales, para todo el que esté bajo el grado de necesidad que se determine.
La universalización de ciertos servicios públicos esenciales, como educación o seguridad social, es una primera y clara manifestación del propósito de que la satisfacción de ciertas necesidades básicas no quede al albur del destino o la suerte de cada cual. Más allá, en Europa son muchos los Estados que establecen pensiones no contributivas para quienes se encuentren en situaciones de grave carencia, en la idea de que la más básica de las necesidades es la de contar con alimento y techo y de que debe ser el erario público el cauce para que todos disfruten de esos mínimos. Y en muchos países con fuerte desarrollo económico se está discutiendo con vehemencia la propuesta de instaurar una renta básica universal, una paga mínima que el Estado entregaría periódicamente a todo ciudadano por el mero hecho de tal y sea cual sea su situación personal y económica. Como se puede imaginar, la discusión es enconada, pues donde muchos ven la culminación de un Estado social y redistributivo, juzgan otros que tales rentas contradicen frontalmente los fundamentos de las políticas sociales y la justicia distributiva, pues no disciernen entre situaciones de necesidad y situaciones de bienestar y tratan igualmente a los desiguales, a costa del peculio común.
[1] “El concepto legal de ayudas públicas contemplado en esta Ley debe distinguirse de figuras afines y, señaladamente, de la indemnización. No cabe admitir que la prestación económica que el Estado asume sea una indemnización ya que éste no puede asumir sustitutoriamente las indemnizaciones debidas por el culpable del delito ni, desde otra perspectiva, es razonable incluir el daño moral provocado por el delito. La Ley, por el contrario, se construye sobre el concepto de ayudas públicas -plenamente recogido en nuestro Ordenamiento- referido directamente al principio de solidaridad en que se inspira”.
[2] “La presente Ley contempla los delitos violentos y dolosos cometidos en España. El concepto de dolo excluye de entrada los delitos de imprudencia cuya admisión haría inviable económicamente esta iniciativa legislativa”.

6 comentarios:

  1. Mola.

    Ad primum post:

    1. En una conferencia que le oí a Kersting en Alemaña denostaba las pretensiones de “reequilibrar los desequilibrios naturales”; para ridiculizarlo, citaba una novela de Hartley titulada “Facial Justice”. Su sinopsis puede ser la siguiente: tras la 3ª Guerra Mundial, al constatar que las personas feas (gamma) son discriminadas frente a las bellas (alfa), el Ministerio de Igualdad Facial las someterá a un tratamiento que las equiparará en belleza, dándoles un aspecto medio (beta); el motivo fundamental de esta actuación no es tanto acabar con la desigualdad como con su consecuencia, la envidia. Cuento la película entera en la nota 53 de mi rollo sobre racismo, y mi matización.
    (Por cierto, por ser un poquito más plástico: eso lo hacía Kersting para decir que no es una exigencia de justicia dotar de medios médicos y económicos a los nacidos paralíticos, a los ciegos, a los discapacitados mentales, etc. Lo digo porque a veces el planteamiento teórico, con su eufemismo tecnócrata, legitima cosas que dichas en plata no estaríamos dispuestos a legitimar).

    2. Por cierto: un problema adicional es que aún se nos escapa la determinación de la causa de que yo estudie más o sea más o menos capaz. Hay mucho donde no sabemos qué es gen y qué es cuna, qué es natura y qué es cultura.

    3. Ciertos libertarians norteamericanos, para ser económicamente conservadores, no hacen mucho caso de ciertos conceptos básicos de economía. Pues si bien es cierto que el que reúne ciertos méritos valorados por el mercado obtiene por sus medios más bienes y servicios, debe recordarse no sólo que el merecedor vive mejor si hay menos miseria en su entorno (en resumen: o paga de sus impuestos diez para escuelas, o paga veinte para represión). Es más: el merecedor se ha beneficiado de la poca miseria (a ver qué coño de universidad está abierta en un país sitiado por la miseria, y quién mueve una sociedad de consumo si no hay consumidores). Lo cierto es que los adinerados en países miserables deben adquirir sus conocimientos universitarios en países que destinan impuestos a la eliminación de la miseria. Debería dar que pensar.

    Aquí se impone lo que el cátedro zaragozano decía: frente a la falsa dicotomía “derecha realista / izquierda idealista”, es necesario oponer una descripción de la realidad más certera. Y lo cierto es que los modelos sociales que mejor maximizan la libertad de los ciudadanos son precisamente los que garantizan ciertos niveles de igualdad de oportunidades, y los hemos visto en algunos estados de Europa desde el último tercio del siglo pasado.
    Si es así, hemos invertido las tornas: un pensamiento liberal idealista y dogmático se da de bruces contra una realidad que lo interpela y lo falsa. Así que back to reality, y los argumentos cambian. Ya no es “si me restringes me anulas”, ni “noli me tangere”, ni nada de eso: ahora deben cambiar el discurso y súbitamente apelan a que Suecia o Finlandia son financieramente insostenibles. ¡Oh! Ya no es Nozick: es Duisenberg. ¡Caray! O sea, que un buen trechito de la monserga libertarian tiene que cambiar cuando planteamos la cuestión no sólo en la filosofía moral, sino también en el terreno de la sociología y los métodos cuantitativos. Cagonlá, que aún nos va a volver a salvar el Hombre Positivo… Reevaluemos, pues, ese cachito de monserga para consumo académico y propagandístico.


    Ad secundum post.

    A. En relación a quién se le pasa la factura por el infortunio, usted propone el trilema clásico (al lesionador / al lesionado / socialización; jurídicamente: neminem laedere / casum sentit dominus / 106.2 CE). Pero ¿por qué imputamos al que lesionó ilícitamente? ¿Porque pude evitarlo? También pudo evitarlo el fulano de la corbata y el café. Quizá porque está externalizando un coste de su ejercicio de libertad, haciendo “que pague otro” (esto puede explicar bastante bien ciertos sistemas de responsabilidad objetiva: hay riesgos ubicuos de un negocio por los que alguien tiene que pagar: quien hace el negocio o el cliente…).

    B. Esto me lleva a los límites de la teoría de la justicia. Los de Law & Economics nos recuerdan que la teoría de la justicia tiene gran parte de superestructura, de reelaboración axiológica de lo que no son sino modos de resolución de conflictos económicos (manda huevos, que los conservadores nos traen de nuevo a don Carlitos) que perfectamente podrían ser de otro modo (y que, a veces, al otro lado de la frontera son de otro modo). En más heavy, esto es el rollo de Salvador Coderch y su panda de InDret. Por ejemplo, la concurrencia de culpas tiene no menos de seis o siete formas de resolución en las que yo caiga ahora (por citar sólo algunas de nuestro entorno jurídico: a veces, se calcula cuánta culpa tuvo cada uno y se determina por qué proporción del daño responde cada uno; otras, cada uno lo suyo; otras, algo parecido: decae la acción; otras veces, cada uno lo del otro; otras, se atribuye sólo al que desarrollaba el “riesgo especial” o Sonderrisiko… otras, al que responde de que el otro no yerre –empleador y trabajador, por ejemplo-, etc.; todo ello, sin meter los supuestos de “principio de confianza” que, en puridad, no son de concurrencia de culpas). Y todo ello sigue distintos objetivos de organización económica y social.

    Del mismo modo, son también objetivos económicos los que justifican muchas estrategias de “diseminación del riesgo” y responsabilidad objetiva. Me pongo provocón:

    ¿A quién se le permite mover por las vías públicas un sólido de unas tres toneladas, a unas 10 veces la velocidad del paso de una persona, cuando sabemos que así muere gente diaramente? En nuestros países, a todo el mundo que tenga un carné. Téngase en cuenta que el incremento de velocidad es una disminución de cuidado (yendo más rápido se reducen los eventos dañosos que puedo prever y evitar). Y lo cierto es que a los conductores de automóviles no les obligamos a mantener el nivel de cuidado (eventos previsibles y evitables) que ha de mantener, por ejemplo, quien conduce una carretilla llena de ladrillos o una bicicleta por el carril bici.
    Al liberarles de esos niveles de cuidado debido, conductas peligrosas (o dañosas) que para el fulano de la carretilla de ladrillos serían ilícitos (por vulnerar reglas de cuidado), para el automovilista son lamentables sucesos lícitos (ya que le hemos eximido de esos cuidados debidos). Ahora bien: de lo que no le liberamos es de la vinculación de su patrimonio a esos daños (es más: incluso le obligamos a asegurar un cierto grado de indemnización). Surprise: el sistema de responsabilidad objetiva en el tráfico vial no es una carga adicional: es el fruto de haber liberado de deberes de cuidado a un fulano (esto lo trataba yo en las págs. 753 y ss. y 824 y ss. del tocho; mare mía, me aburro sólo de recordarlo)
    (La Produkthaftung va por otro lado; pero básicamente tiene que ver con una cuestión de condiciones necesarias para el sistema de consumo. En mercados saturados, la inseguridad del consumidor genera retracción del consumo. Y el sistema no puede tolerarlo. Por eso se permiten más riesgos en mercados no saturados y más necesarios, decía der Alte, que ya sabe que ahora no se le puede citar...).

    D. Lo del 106.2 hay que leerlo a la luz de sus orígenes, los remotos en la normativa de asunción de daños tras la s guerras carlistas, y despúes en la Ley de Expropiación Forzosa. El problema de la “responsabilidad objetiva” es que es una denominación puramente negativa (responsabilidad sin elemento subjetivo culpabilístico; son más expresivas las denominaciones que aluden a características positivas: Risikohaftung). El rollo es que el Estado no puede perseguir fines sociales de modo expropiatorio. Sólo cuando se dé ese elemento nos encontraremos con un daño que no tenías por qué tolerar (en palabras de Neumann –en otro contexto-: habrá que indemnizarte cuando el daño que te causó la administración sea un traslado de costes temporal, y no haya legitimación para trasladártelo definitivamente).
    El ejemplo de la nota de corte lo deja claro (no es expropiatorio). El del autobús es ridículo, pero por ser de bagatela, y porque intereses más graves no se suelen dejar al alcance del salpicón de un bus. Por eso también está fuera de lugar la sentencia del TS. Pantaleón publicó un breve artículo al respecto en un monográfico de la RFDUAM titulado “La Responsabilidad en Derecho” (así, a lo bruto, sin boina). Qué falta de vergüenza la mía, saltar de Salvador Coderch a Pantaleón, como quien no quiere la cosa.


    E. De verdad que tengo que morigerarme un poquito en las visitas a su blog: por mí y por su blog. Me limito a sugerir un par de juergas:

    - ¿Por qué las reglas civiles del CP atribuyen el daño causado en estado de necesidad al beneficiario de la actuación dañosa, y el daño causado por miedo insuperable (que es un estado de necesidad, m. E.) al provocador del miedo y, en segundo término, al ejecutor del hecho?
    - ¿Por qué si el daño irrogado por tu hijo menor es delictivo te jodes seguro y si no lo es te jodes pero podrías intentar escapar… con alguna posibilidad más de éxito? Por ejemplo: los daños imprudentes por más de 80.000 euros son delictivos, pero si son por menos, no.
    - Un caso cachondo de socialización del daño: los fondos nacionales para cubrir daños causados por estados de necesidad “naturales”, no provocados por nadie (el CP boliviano lo regula. Un colega hace una tesis que toca ese tema).
    - Otro: los fondos nacionales para pagar los daños sufridos por quien realizó una conducta heroica, como en Canadá (le dije al de Deusto que eso era una gestio negotiorum civitatis. No me oyó.
    - Otro: si no es indemnización lo de los delitos violentos y lo del fondo para indemnización por delitos terroristas… ¿por qué se subroga el Estado en la acción que la víctima tenía contra el autor del daño?


    ¡Entschuldigung por la extensión!

    Un fuerte abrazo,
    ATMC

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  2. Realmente es Vd. un caballero audaz ¡Qué osadía querer sistematizar el sistema de responsabilidad!
    Me llamo Rosmene precisamente por las dudas, incertidumbres, perplejidades y demás.. que me causó estudiar la responsabilidad patrimonial de la Administración. Alerto pues de los riesgos. En todo caso: ¿no hay en su Facultad algún profesor de Derecho administrativo o también están locos como yo? A la espera de esas precisiones, que sin duda le harán, me permito apuntarle algunos comentarios sobre los ejemplos que propone:
    a) El caso del autobús municipal no es por desgracia “ridículo” como califica ANTETODO (¡antetodo nos nos deje, a pesar del tiempo que nos exige nuestro acogedor hospedador!) Decenas de sentencias ¡de las salas de lo civil! resuelven estos asuntos porque en muchas ciudades se presta por una sociedad municipal que presume acomodarse al rico Derecho mercantil.
    b) La situación de los alumnos que no pueden matricularse en la Universidad de su patio ha sido también ocasión para rellenar recursos, demandas, contestaciones... Una sentencia del Supremo denegó lógicamente la simpática petición distinguiendo la responsabilidad patrimonial de la justicia social.
    c) ¡Claro que la sentencia del Supremo de 14 de junio de 1991 ha sido muy discutida! (si me permite, recomiendo su lectura, aunque sea casi tan larga como su comentario, pues primero se desarrolló un juicio penal contra los médicos de la Seguridad social, a los que se absolvió, y en el proceso contencioso todos los informes habían admitido que actuaron conforme a la lex artis). Creo recordar, aunque mi demencia me hace dudar, que la mujer no murió. ¡Asturiana y fuerte tenía que ser! Pero se le reconoció la mitad de todo lo que pidió... Nada de eso hubiera ocurrido si los hospitales y centros médicos hubieran sido privados. ¡Viva la coherencia jurídica!
    d) También hay jurisprudencia (¡y luego dicen que los jueces no trabajan!) sobre las situaciones de “pérdidas de oportunidades”. ¿Por qué cree que los telegramas llegan tarde? Para que se suscite el problema y el juez tenga la oportunidad de explicar qué hubiera ocurrido en la entrevista de trabajo si correos hubiera funcionado de manera adecuada y como dicen algunos “según los estándares del servicio”.

    En fin, que el asunto es ein weites Feld y exige una profunda revisión.

    Aunque el auténtico problema no gravita sólo en los casos de mal funcionamiento de la Administración, sino ... en los excesos de los abogados.
    Salud, R.

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  3. Caray, doña Rosmene. Siempre pensando que vivimos en un país donde la gente no protesta como debe... y me encuentro con que no. No hay nada tan castigado como la tecla. En cualquier caso, quiero decir que es bagatelario. ¡Por el contrario, no creo que le falte fundamento a una eventual reclamación! Sólo quería insinuar que valen más timbres y "toner" de impresora que los 2'85 € de la tintorería (es que tengo una muy barata cerca de casa. No garantizan la limpieza, pero por ahora no pitan mal...).

    (Mi propósito de enmienda a la mienda: aquí estoy otra vez.
    Ya que hablan de responsabilidad de la administración sanitaria... ¿qué les parece este? La STS (sala 3ª) de 23-2-2005, Pte. Lecumberri Martí, declaró la responsabilidad patrimonial de la administración en un caso en que un médico del sistema público realizó una ligadura tubárica omitiendo advertir a la paciente, en el momento de obtener su consentimiento, sobre un riesgo residual de embarazo, en especial en los primeros días. Ignorante de eso, la paciente se quedó embarazada. En su F.D. 4º, la sentencia declara que la indemnización habrá de cubrir los "costos derivados del nacimiento del niño no deseado".

    Y ahora, a volar.
    - Pañales, biberones, colegio, "la plei" (joder, será "la estéixon", digo yo)... eso está claro. Pero también:
    - Pagas de los domingos.
    - Noches sin dormir. ¿Viene un fulano del Insalud a las tres de la mañana para recogerle el chupete del suelo cuando la niña grite "tete, tete, tete"?
    - Se disparan los costes durante la adolescencia. Estos costes ¿los cubre en especie el Insalud -viene a aguantar un quidam al ninio de los cojones- o te lo abonan en plan Pretium Cabrei?
    (...)

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  4. Días pasados discutía con un amigo sobre quien debe indemizarme si he comprado un bonito piso en un edificio de apartamentos de la costa del sol, y resulta que luego lo derriban por no tener licencia. Según entiendo, resultaría que:

    - si la licencia de obras se concedió ilegalmente, resultaría responsable la Administración que la concedió, es decir, el Ayuntamiento, pues debe responder de la ilegar actuación del funcionario que la extendió.

    - si la licencia de obras se concedió correctamente, pero luego la obra no se ajustó al proyecto para el que fué concedida (por ejemplo, se construyeron 2000 m2 más, invadiendo la zona marítimo terrestre, al margen del proyecto), deberán indemizarme la constructora y los técnicos directores de la ejecución de la obra. Pero también deberá indemizarme el Ayuntamiento, por haber inclumplido su obligación de viligancia sobre todas las construcciones que se ejecutan en el término municipal (sin embargo, no tendría derecho a ser indemnizado si, al tiempo de comprar el apartamento, era consciente de la irregularidad cometida, a pesar de lo cual compré).

    - si la obra carecía en absoluto de licencia municipal, ¿quién deberá indemnizarme por el derribo del apartamento? Parece claro que el promotor, el constructor y el director facultativo de la obra, pero ¿también deberá indemnizarme el ayuntamiento, por no haber controlado eficazmente que todas las obras de su término municipal contaban con la necesaria licencia, en especial una obra consistente en un bloque de 170 apartamentos, que no parece pueda ejecutarse sin que nadie se entere? ¿o el hecho de no haber yo acudido a informarme al ayuntamiento, antes de comprar, lo exonera de responsabilidad?. En esta punto, mi amigo y yo teníamos diversa opinión.

    Pero, desde otra perspectiva, y teniendo en cuenta que el Ayuntamiento, de estar obligado a indemnizarme, lo hará con el dinero de todos, ¿es justo que paguemos todos la dolosa actuación del funcionario que concedió ilegamente la licencia de obras, o la negligente actuación de los responsables municipales, responsables de controlar que todos y cada uno de los edificios que se construyen en el término municipal se ajusten a la legalidad vigente?. Porque, aunque conozco muchos casos en los que se ha establecido por los tribunales la responsabilidad patrimonial de la Administración por la actuación negligente, o por la falta de actuación, de tal o cual funcionario, no conozco ninguno en que sea el funcionario quien haya tenido que responder de nada, salvo en los casos de delito o falta.

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  5. La actual situación de reclamación a la Administración resulta ya una peligrosa patología y parece que no hay forma de controlar esta expensa epidemia de recursocititis. Las clásicas explicaciones que fundaban el garantista principio de responsabilidad objetiva, como el criterio del riesgo objetivo, la función de control sobre el funcionamiento de la Administración..., han conducido a una situación económicamente insostenible. Además, y para Rosmene, para que siga estudiando ¿en cuántas ocasiones luego la Administración ha repetido contra el funcionario o autoridad causante del daño? Así se establece en la Ley, pero qué alto cargo o Alcalde inicia un procedimiento de reclamación contra otra autoridad política o contra un funcionario...Ninguno.
    Para ANTETODO, hay varias sentencias similares y le doy otra que le puede sorprender: se ha reconocido una indemnización por responsabilidad administrativa derivada de los “fines de semana no disfrutados en una casa de campo”...
    Los problemas que plantea Antón Lagunilla se suscitarán ahora con mayor virulencia ante las múltiples urbanizaciones ilegales. (Es muy singular el conflicto en Cantabria en el que se enfrentan asociaciones de ecologías y las nuevas asociaciones de “vecinos maltratados”, ¡así se llaman!) En este punto, hay que recordar que el régimen de responsabilidad en el ámbito urbanístico es mucho más limitado. La Ley determina los supuestos concretos: cambio de planeamiento, licencia ilegal... aunque no faltará una argumentación que quiera sonrosar a la Administración por su falta de vigilancia y supervisión, así como por sus incumplimientos ya que no ha dado la adecuada publicidad registral. En fin, sin duda continuará...

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  6. Siempre son ilustrativos y enriquecedores algunos comentarios. A mi juicio, no deberíamos continuar resumiendo singulares o estrambóticas resoluciones judiciales. Entre los muchos problemas que sugiere el post (¡merecemos un premio por llegar hasta el final!) uno de los principales, sobre todo por la deriva de las alusiones hacia la responsabilidad de la Administración, es responder a la pregunta de por qué se imputa a la Administración, cuándo puede entenderse que es realmente responsable de un perjuicio; no de los variados daños indemnizables (¿saben que también se indemniza el cambio climático?). En la actualidad la actividad administrativa aparentemente se ha retraído del primer plano de la escena, sin embargo, exigimos que garantice el desenvolvimiento y buena conclusión de todas nuevas actuaciones. Hemos integrado a la Administración en nuestra vida, casi como el cuerpo a la piel. La imputación de responsabilidades es un asunto capital y que está vinculado a ideas tan esenciales como la libertad. Pero, dejémoslo ahí, que hay que estudiar.

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