Ay, qué poco tiempo libre le queda a uno por estas tierras, todo el día a carreras de clase en clase y de compromiso social en compromiso social. Ni para alimentar esta blog consigo sacar buenos ratos.
Acabo de escribir, a la trágala, el artículo de este mes para Ambito Jurídico, la publicación quincenal colombiana sobre Derecho. Y antes de enviarlo, dentro de tres días a más tardar, lo cuelgo aquí, puesto que el filtro crítico de los fieles amigos lectores es de primera categoría y muy fiable. Téngase en cuenta que gran parte de lo que digo está más basado en lo que ocurre en ciertos países latinoamericanos que entre nosotros, aunque en todas partes cuecen habas.
Allá va.
ESTILOS DE LA CIENCIA JURÍDICA.
El nivel teórico del Derecho de un país se juzga también por la índole y la calidad de los libros que se escriben y se estudian en las facultades de Derecho. No hay buen Estado en funcionamiento sin especialistas que manejen con soltura un aparato conceptual depurado y capaces de calar en la articulación sistemática de las distintas ramas del Derecho y de comprender y explicar con claridad los fundamentos del ordenamiento y de cada una de sus ramas.
En nuestra cultura jurídica latina me parece que son tres los hábitos o modos de pensar que obstaculizan el desarrollo de una ciencia jurídica útil y rigurosa.
En primer lugar, resulta estéril la contraposición entre los llamados dogmáticos y críticos. Hay facultades enteras donde la división en estos dos bandos se usa como pretexto para que ni los unos ni los otros hagan apenas trabajos de interés. Los críticos solían basarse antes en cuatro tópicos de marxismo elemental y ahora echan mano de un par de cantinelas posmodernas para condenar, por falsas e inútiles, las normas jurídicas todas. A cambio, hablan en sus clases de lo divino y lo humano sin más propósito que fingirse revolucionarios y sin ver incompatibilidad entre su antijuridicismo y su oficio de profesor de Derecho a sueldo del Estado. Por su parte, los llamados dogmáticos se limitan a obligar a los estudiantes a memorizar sin seso códigos a los que se les supone una inteligencia tan honda que no necesita más reflexión ni explicación ninguna que no sea la de su cerril recitado. Coinciden todos en su pereza y en su crónica inanidad
En segundo lugar, cuando hacemos teoría de la decisión judicial se muestra falaz la división entre el llamado método exegético y el que podríamos denominar método axiológico o moralizante. Suponen el imperio de similares metafísicas. Los primeros enseñan que la ley contiene en su letra solución indubitada para cualquier litigio, por lo que no merece la pena andar discutiendo interpretaciones posibles ni esmerarse en exigentes argumentaciones. Les gusta llamarse positivistas, con frivolidad ofensiva para los Kelsen, Hart o Bobbio, pongamos por caso. Los segundos piensan que la letra de la ley nada significa y apenas vincula al juez, pues para todo pleito se encierra respuesta clara en otra parte, en los fundamentos morales de la Constitución, a los que se accede a través de una facultad llamada razón práctica y que poseen algunos jueces, la mayoría de los magistrados auxiliares y casi todos los profesores no conservadores, pero que por definición le está hurtada al legislador democrático y al pueblo soberano. Los dos asumen que en Derecho la verdad no tiene más que un camino, sin bien el camino de ambos conduce a magníficos grados de arbitrariedad y a una práctica jurídica elitista y autoritaria.
Por último, nos queda referirnos a la articulación entre la teoría jurídica y los fundamentos del Estado constitucional y democrático de Derecho. Se da la paradoja de que muchos de los autores que escriben sobre Derecho, especialmente sobre Derecho constitucional, descreen de la democracia y sus procedimientos. Y en este punto se dan la mano dos posturas aparentemente opuestas. Por un lado, están los que apelan al sustrato valorativo del sistema constitucional democrático para obstaculizar, consciente o inconscientemente, el funcionamiento institucional propio de tal sistema. Por otro, los que, por estimar innecesaria cualquier atención a tales fundamentos, no ven en la democracia más que un pretexto para que se impongan impunemente las decisiones del ejecutivo de turno. Los primeros desprecian en el fondo a los parlamentos y sus decisiones, las leyes, y quieren confiar toda capacidad dirimente a los jueces, especialmente a las cortes constitucionales. Los segundos, abominan igualmente de las cámaras legislativas y otorgan su confianza íntegra al Gobierno, oponiéndose a que los jueces interfieran de ninguna manera en esa voluntad suprema de presidentes y ministros. Unos y otros, conjuntamente, hacen una peligrosa pinza que amenaza con vaciar de sentido la mecánica representativa a través de la cual se expresa la soberanía popular. Los dos están, cada cual a su manera, a favor de una especie de estado de excepción permanente y larvado y lo justifican por la incapacidad de los políticos y los partidos parlamentarios para representar el interés general o evitar las mil formas de la corrupción. Sin embargo, ambos bandos coinciden en una fe gratuita en una persona o grupo de personas que provienen de los mismos ámbitos políticos y de los mismos grupos sociales tan denostados, pero que se libran de esas lacras por puro efecto del cargo que ostentan, ya sea éste el de presidente de la nación o el de magistrado de determinadas cortes. Eso sí, ese estado continuo de excepción siempre se explica Constitución en mano, igual que durante tantas décadas hizo el Tribunal Supremo Argentino, que dictaminaba que cada golpe militar era compatible con los principios últimos del orden constitucional que dicho Tribunal, supuestamente, garantizaba.
Es curioso cómo se alinean estos tres pares de contraposiciones ociosas. Los críticos suelen ser moralistas jurídicos y judicialistas antiparlamentarios. Los dogmáticos suelen gustar de ese engañoso método exegético y acostumbran a ser también enemigos del Parlamento, por quererse aliados de presidentes y ministros. Y todos van a lo suyo.
En nuestra cultura jurídica latina me parece que son tres los hábitos o modos de pensar que obstaculizan el desarrollo de una ciencia jurídica útil y rigurosa.
En primer lugar, resulta estéril la contraposición entre los llamados dogmáticos y críticos. Hay facultades enteras donde la división en estos dos bandos se usa como pretexto para que ni los unos ni los otros hagan apenas trabajos de interés. Los críticos solían basarse antes en cuatro tópicos de marxismo elemental y ahora echan mano de un par de cantinelas posmodernas para condenar, por falsas e inútiles, las normas jurídicas todas. A cambio, hablan en sus clases de lo divino y lo humano sin más propósito que fingirse revolucionarios y sin ver incompatibilidad entre su antijuridicismo y su oficio de profesor de Derecho a sueldo del Estado. Por su parte, los llamados dogmáticos se limitan a obligar a los estudiantes a memorizar sin seso códigos a los que se les supone una inteligencia tan honda que no necesita más reflexión ni explicación ninguna que no sea la de su cerril recitado. Coinciden todos en su pereza y en su crónica inanidad
En segundo lugar, cuando hacemos teoría de la decisión judicial se muestra falaz la división entre el llamado método exegético y el que podríamos denominar método axiológico o moralizante. Suponen el imperio de similares metafísicas. Los primeros enseñan que la ley contiene en su letra solución indubitada para cualquier litigio, por lo que no merece la pena andar discutiendo interpretaciones posibles ni esmerarse en exigentes argumentaciones. Les gusta llamarse positivistas, con frivolidad ofensiva para los Kelsen, Hart o Bobbio, pongamos por caso. Los segundos piensan que la letra de la ley nada significa y apenas vincula al juez, pues para todo pleito se encierra respuesta clara en otra parte, en los fundamentos morales de la Constitución, a los que se accede a través de una facultad llamada razón práctica y que poseen algunos jueces, la mayoría de los magistrados auxiliares y casi todos los profesores no conservadores, pero que por definición le está hurtada al legislador democrático y al pueblo soberano. Los dos asumen que en Derecho la verdad no tiene más que un camino, sin bien el camino de ambos conduce a magníficos grados de arbitrariedad y a una práctica jurídica elitista y autoritaria.
Por último, nos queda referirnos a la articulación entre la teoría jurídica y los fundamentos del Estado constitucional y democrático de Derecho. Se da la paradoja de que muchos de los autores que escriben sobre Derecho, especialmente sobre Derecho constitucional, descreen de la democracia y sus procedimientos. Y en este punto se dan la mano dos posturas aparentemente opuestas. Por un lado, están los que apelan al sustrato valorativo del sistema constitucional democrático para obstaculizar, consciente o inconscientemente, el funcionamiento institucional propio de tal sistema. Por otro, los que, por estimar innecesaria cualquier atención a tales fundamentos, no ven en la democracia más que un pretexto para que se impongan impunemente las decisiones del ejecutivo de turno. Los primeros desprecian en el fondo a los parlamentos y sus decisiones, las leyes, y quieren confiar toda capacidad dirimente a los jueces, especialmente a las cortes constitucionales. Los segundos, abominan igualmente de las cámaras legislativas y otorgan su confianza íntegra al Gobierno, oponiéndose a que los jueces interfieran de ninguna manera en esa voluntad suprema de presidentes y ministros. Unos y otros, conjuntamente, hacen una peligrosa pinza que amenaza con vaciar de sentido la mecánica representativa a través de la cual se expresa la soberanía popular. Los dos están, cada cual a su manera, a favor de una especie de estado de excepción permanente y larvado y lo justifican por la incapacidad de los políticos y los partidos parlamentarios para representar el interés general o evitar las mil formas de la corrupción. Sin embargo, ambos bandos coinciden en una fe gratuita en una persona o grupo de personas que provienen de los mismos ámbitos políticos y de los mismos grupos sociales tan denostados, pero que se libran de esas lacras por puro efecto del cargo que ostentan, ya sea éste el de presidente de la nación o el de magistrado de determinadas cortes. Eso sí, ese estado continuo de excepción siempre se explica Constitución en mano, igual que durante tantas décadas hizo el Tribunal Supremo Argentino, que dictaminaba que cada golpe militar era compatible con los principios últimos del orden constitucional que dicho Tribunal, supuestamente, garantizaba.
Es curioso cómo se alinean estos tres pares de contraposiciones ociosas. Los críticos suelen ser moralistas jurídicos y judicialistas antiparlamentarios. Los dogmáticos suelen gustar de ese engañoso método exegético y acostumbran a ser también enemigos del Parlamento, por quererse aliados de presidentes y ministros. Y todos van a lo suyo.
Estimado GA: Veo que se lo está pasando bien, de lo que me alegro.
ResponderEliminarDisfrute todo lo que pueda.
Su artículo me parece enormemente sugestivo, y creo que también refleja, en buena medida, la situación de acá, especialmente entre los constitucionalistas. Aunque aqui, paradojas de la vida, la nómina de constitucionalistas afectos al PSOE sean, como los dogmáticos, enemigos no tanto del Parlamento, cuanto de un Poder Judicial independiente. Pues, en definitiva, en un sistema democrático como el nuestro el Presidente o el Gobierno de la Nación controlan la mayoría en el Parlamento y, por tanto, el Parlamento mismo. Lo que sucede es que, justificando la ley en sí, no solo intentan hurtarla a la interpretación judicial, sino también a la crítica de la minoría parlamentaria, es decir, de la oposición política al Presidente o al Gobierno. Y ello no solo en el proceso de creación de la norma, en el que defienden el monopolio gubernamental, sino también por otra vía: reduciendo la norma a su esencia y, supravalorando ésta ontológicamente (como si se tratara de derecho natural, lo que son las cosas), dejando su desarrollo y concrección en manos exclusivas del Gobierno, al que de esa manera otorgan un amplísimo campo de definición práctica no sujeto a control, que es lo que importa.
¿Qué es la soberanía? ¿Aceptamos que la soberanía es la competencia sobre la competencia?
ResponderEliminarDe aceptarlo, ¿qué es la competencia?
¿Son sinónimas las expresiones "el parlamento puede legislar" y " la legislación es competencia parlamentaria"?
Estimado GA:
ResponderEliminarDecía aquel presidente de la verruga que le gustaba a Aznar que las personas inteligentes se ocupan de los errores y las que no, se centran en las erratas.
En el párrafo que empieza con "En segundo lugar", in fine, dice "sin bien el camino de ambos", donde probablemente debería decir "si bien el camino de ambos".
Ahora me voy, porque me siento culpable. ¿Seré dogmático, crítico, sociatón de los que se agarran del título primero de la Constitución y no se apean, extremo-centrista de los que sólo saben hablar con la boca llena de la tinta de la letra de la ley, antiparlamentario, antigubernamental, antijudicatura, antilunnis ? Qué estresante, Carmiña. No, interesante no, estresante...
Hablamos a nivel global, constitucional, de parlamentos y gobiernos.
ResponderEliminarPero a un nivel microscopico muncipal digamos... del día al día, del mano a mano y que cerca estamos.. ¿Qué valores democráticos inspiran los póliticos municipales?, ¿La ley de bases de regimen local se aplica realmente, es insuficiente?
PD: Estoy convencido que en algunos ayuntamientos se ha pasado de la época franquista a la demócrática y siguen igual vamos, el año 85 no existe.
O lo que es peor el alcade que pretenda pasarse por el forro todo, creo que colaría.
Me pregunto que el respeto a los primarios principios democráticos opsicion-gobierno, a nivel muncipal tiene un eco y un reflejo en la cultura de convivencia a nivel global, si ni siquiera sabemos apreciar la democracia y lo que ello supone a nivel local, que coños esperamos...
¡Por qué! ¡Por qué nadie me explica qué es competencia!
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