Más de uno se puede acordar de mis muertos por pensar estas cosas, pero lo voy a decir: me alegro de que la crisis económica sea honda, resistente, duradera y bien jodida. Y me apresuro a puntualizar dos cosas. Una, que este que suscribe con mala leche no está vacunado contra los padecimientos financieros. Soy funcionario, sí, y no me quejo de mi sueldo, pero como vengan muy mal dadas se me puede atragantar la hipoteca. Verdad es, sin embargo, que los que de críos no comimos yogures ni asistimos a actividades extraescolares conservamos más agujeros en el cinturón y estamos mejor preparados para apretarlo hasta donde haga falta.
La otra puntualización es que no me tengo por tan simple como para desear el mal del Gobierno porque los números no le salgan. No, Gobierno hay el que se merece, y punto. Nos casamos con quien quisimos y con suficientes relaciones prematrimoniales como para que ahora no nos pongamos a invocar vicios ocultos o error en el consentimiento. Ajo y agua. Si me alegro perversamente de la crisis es por el pueblo en general y con la esperanza de que unas buenas leches en la cartera nos hagan recuperar la normalidad y nos apeen de tanta pijería insufrible.
Bien sé que toda generalización tiene peligros y que más de un justo pagará por tantos pecadores. Pero es posible que a la larga todos salgamos ganando. En realidad, uno está pensando más que nada en esa fauna con la que suele toparse en el trabajo, los viajes y los bares de copichuelas, burguesitos de tres al cuarto que de un día para otro se creyeron tocados por el dedo divino y empezaron a gustarse y a creer que tanto bienestar y tanto chollo era simple merecimiento, elemental retribución de su valía y su hermosura.
Como no hemos entendido nunca qué misterioso designio nos había permitido cambiar las lentejas estofadas por la cocina de diseño y de muchos tenedores, como jamás se nos explicó qué milagro ajeno a nuestros merecimientos nos llevó a sustituir la pana del abuelo por el Hugo Boss, no estamos psicológicamente preparados para retornar a nuestra pequeñez sin disimulos. Cuando no alcanza la razón se impone la superstición, y aquí hemos acabado muchísimos con complejo de pueblo elegido y convertidos a una especie de animismo sui generis, a un infantilismo simplón.
Me parece que la trayectoria de esta mentalidad puede sintetizarse del siguiente modo. En tiempos quisimos, muy legítimamente, salir del atraso social, político y económico, curarnos el complejo de patito feo y poder mirar a los ojos a franceses, alemanes o belgas. Casi todos los franquistas se tornaron demócratas de toda la vida y hasta las abuelas de misa diaria se volvieron socialistas y partidarias de la revolución sexual. Aquello funcionó bien, pero el primer mensaje torcido llegó cuando unos cuantos listillos nos mostraron que no hay incompatibilidad de ningún género entre ser progresista y hacerse rico a golpe de puro pelotazo. Sin embargo, siguieron llegando los dineros europeos, las empresas funcionaban más o menos, el país crecía. Y dimos con dos conclusiones rápidamente. La primera, que la mangancia generalizada no es impedimento para el progreso económico de la nación. La segunda, que si, pese a ser uno de los países con más baja productividad, con menos investigación seria, con mayor absentismo laboral, con funcionariado más escaqueador y con políticos más pillos, el desarrollo no cesaba y abundancia de los más crecía sin parar, era simple y llanamente porque teníamos algo que nos hacía estupendos y justos acreedores de tan buena fortuna. ¿Qué podría ser? Nuestra pose, nuestro estilo, esa especial categoría que nos convierte en la envidia del mundo. ¿Y en qué consistían éstos? Pues en que somos progres, guapos y muy modelnos, gentes de puro diseño, la crème de la crème.
La cosa tiene su lógica, hay que reconocerlo. Si nos llega más maná cuanto más golfeamos, si vivimos más opíparamente cuanto más nos endeudamos, si se triunfa más y mejor cuanto menor es el mérito objetivo y se lo monta uno más lujosamente cuanto más exiguo es su esfuerzo, tiene que haber una explicación. Si las pasan canutas los alemanes, pese a su laboriosidad, si no salen del pozo los franceses, con todo su orgullo y su amor al Estado, y si hasta los neblinosos nórdicos empiezan a verle los agujeros al Estado social, mientras que nosotros vamos viento en popa y a toda vela, inferimos que un país no marcha bien por ser serio, trabajador y concienzudo, sino por tener gente muy enrollada y vividora. Y ahí nos quedamos, en el convencimiento de que mientras seamos tan maravillosos no habrá problema ni crisis que nos derrote.
Seguramente no existe hoy país con gente más preocupada por ir a la ultimísima, sea en el vestir, en el comer, en el viajar o en las ideas, y más convencida de que son las simples maneras las que mueven la rueda de nuestra fortuna. Entre hacer o ser, preferimos parecer. Y ahí llega esta especie de pensamiento mágico que nos posee. A fin de cuentas, si no habíamos hecho nada especialmente notable para merecer la bonanza en la que andábamos, será porque ésta no era ni más ni menos que el premio debido a nuestro palmito. Así que, poseídos por semejante infantilismo, tendrán que caer chuzos de punta antes de que nos convenzamos de que para salir de apuros no nos basta con ser los más pacifistas, los mejores valedores de los derechos de los monos, los más preocupados por el calentamiento global o los más solidarios de boquilla con los parias de la tierra. Cosas todas que hasta ahora cultivábamos sin angustia ninguna, mientras aguardábamos turno en El Bulli o nos hacíamos el crucerillo por los fiordos noruegos, aprovechando la baja por depresión que nos habíamos gestionado en el curro.
Por eso no ha de sorprender la actitud de Zapatero, que es entre nosotros lo más parecido al tonto del pueblo: tan ignorante de lo que más importa como lince para lo que le conviene. Él sabe perfectamente que todavía no puede desengañarnos, que tiene que seguir recitando los mismos mantras, que no estamos dispuestos a asumir nuestras íntimas miserias ni preparados para resolver nuestras contradicciones, que no le perdonaríamos una apelación a trabajar más, a ser más austeros, a obrar con mayor honradez, a concentrarnos en el día a día y en los problemas inmediatos, en lugar de evadirnos con milongas y mandangas. Él está convencido de que no hay crisis que se resista a una sonrisa y a un par de frases hueras sobre el amor universal, y nosotros necesitamos seguir creyendo que así es.
Tendremos que pasarlas aún muy canutas para darnos cuenta de que contra la sequía no valen las oraciones, ni contra el hambre los ripios baratos, ni contra el paro las posturitas y los ensalmos. Y el día en que a la fuerza caigamos de la burra, le daremos a Zapatero y a toda la tropa de chamanes y soplagaitas una patada en el culo con la misma furia con que en las aldeas se tiraba al río la imagen del santo que no había protegido las cosechas. Y a lo mejor maduramos de una maldita vez, se nos quita esta cara de gilipollas, dejamos de adorarnos ante el espejo y nos ponemos a trabajar en serio. Si la crisis sirve para todo eso, viva la crisis, y que dure.