31 julio, 2008

En León seguimos pobres

Esta temporada nos hemos enterado de que, según todos los indicadores, estadísticas, encuestas y sondeos, en León vamos de cráneo, que nuestra economía y bienestar andan a la cola del país, de la Comunidad Autónoma y de lo que nos echen.
Es rarísimo, pues por aquí llevamos unos cuantos años pensando que había llegado nuestro momento de gloria, que íbamos a ser como la Sevilla de los noventa, pues esta vez teníamos nosotros nada menos que Presidente del Gobierno, ese señor que sonríe aunque diluvie y al que medio León llama desenvueltamente José Luis, como si lo conociera de toda la vida. Y no, vaya por Dios.
Como andamos tan desideologizados como en cualquier otra parte, más allá de cuatro eslóganes baratos para quedar de progre ante los colegas a la hora del vermú, aquí mucho personal votó al PSOE pensando que con Zapatero en la Moncloa nos pintarían oros todo el rato y que íbamos a cantar las cuarenta y hacer hasta las diez de últimas. Oiga, y qué chasco. A ver si va a resultar que ya no funcionan los enchufes, justamente ahora, cuando nos tocaba a nosotros forrarnos y convertirnos en el emporio de España.
Cierto es que León ha salido más que nunca en los medios de comunicación, ya que cada vez que hay una reunión superinternacional sobre alguna cuestión más o menos peregrina, tipo Conferencia Mundial sobre Derechos de los Animales de Peluche, el San Marcos se llena de delegados de ocho o diez países que no sabemos ubicar en el mapa. Seremos pobres, sí, pero de vanguardia.
Puede que la culpa sea del gatillazo económico. Cuando las vacas flacas no habían llegado al país, el Gobierno tenía que disimular y nos reservaba sus favores para esta segunda legislatura, y justo ahora que nos iban a hacer de primera división, se acaban las pelas. Mecachis. También hay que ver que el Gobierno de España tiene que atender antes que nada el interés general, razón por la cual, sin duda, debe cumplir el Estatuto Catalán y poner más dineros para esa humilde Comunidad Autónoma que tiene la balanza fiscal hecha unos zorros.
Y qué me dicen del Ayuntamiento leonés. Los tres partidos que pintan algo aquí se han ido organizando metódicamente y por turno para arruinarlo sin remisión, y el sufrido elector capitalino va a votar en las municipales como quien tiene que elegir entre acostarse con el Conde Drácula o con el Hombre Lobo, y sabiendo que, gane el que gane, le va a morder la yugular, con la ayuda en todo caso de El Hombre del Saco autóctono, que es especialista en pactos alimenticios.
Pero no todo van a ser quejas, por supuesto. Sin ir más lejos, ahí tenemos esa pedrea de los cuatrocientos euros, con los que, al menos, nos da para poner también la cama.

28 julio, 2008

El personal y la crisis

Más de uno se puede acordar de mis muertos por pensar estas cosas, pero lo voy a decir: me alegro de que la crisis económica sea honda, resistente, duradera y bien jodida. Y me apresuro a puntualizar dos cosas. Una, que este que suscribe con mala leche no está vacunado contra los padecimientos financieros. Soy funcionario, sí, y no me quejo de mi sueldo, pero como vengan muy mal dadas se me puede atragantar la hipoteca. Verdad es, sin embargo, que los que de críos no comimos yogures ni asistimos a actividades extraescolares conservamos más agujeros en el cinturón y estamos mejor preparados para apretarlo hasta donde haga falta.

La otra puntualización es que no me tengo por tan simple como para desear el mal del Gobierno porque los números no le salgan. No, Gobierno hay el que se merece, y punto. Nos casamos con quien quisimos y con suficientes relaciones prematrimoniales como para que ahora no nos pongamos a invocar vicios ocultos o error en el consentimiento. Ajo y agua. Si me alegro perversamente de la crisis es por el pueblo en general y con la esperanza de que unas buenas leches en la cartera nos hagan recuperar la normalidad y nos apeen de tanta pijería insufrible.

Bien sé que toda generalización tiene peligros y que más de un justo pagará por tantos pecadores. Pero es posible que a la larga todos salgamos ganando. En realidad, uno está pensando más que nada en esa fauna con la que suele toparse en el trabajo, los viajes y los bares de copichuelas, burguesitos de tres al cuarto que de un día para otro se creyeron tocados por el dedo divino y empezaron a gustarse y a creer que tanto bienestar y tanto chollo era simple merecimiento, elemental retribución de su valía y su hermosura.

Como no hemos entendido nunca qué misterioso designio nos había permitido cambiar las lentejas estofadas por la cocina de diseño y de muchos tenedores, como jamás se nos explicó qué milagro ajeno a nuestros merecimientos nos llevó a sustituir la pana del abuelo por el Hugo Boss, no estamos psicológicamente preparados para retornar a nuestra pequeñez sin disimulos. Cuando no alcanza la razón se impone la superstición, y aquí hemos acabado muchísimos con complejo de pueblo elegido y convertidos a una especie de animismo sui generis, a un infantilismo simplón.

Me parece que la trayectoria de esta mentalidad puede sintetizarse del siguiente modo. En tiempos quisimos, muy legítimamente, salir del atraso social, político y económico, curarnos el complejo de patito feo y poder mirar a los ojos a franceses, alemanes o belgas. Casi todos los franquistas se tornaron demócratas de toda la vida y hasta las abuelas de misa diaria se volvieron socialistas y partidarias de la revolución sexual. Aquello funcionó bien, pero el primer mensaje torcido llegó cuando unos cuantos listillos nos mostraron que no hay incompatibilidad de ningún género entre ser progresista y hacerse rico a golpe de puro pelotazo. Sin embargo, siguieron llegando los dineros europeos, las empresas funcionaban más o menos, el país crecía. Y dimos con dos conclusiones rápidamente. La primera, que la mangancia generalizada no es impedimento para el progreso económico de la nación. La segunda, que si, pese a ser uno de los países con más baja productividad, con menos investigación seria, con mayor absentismo laboral, con funcionariado más escaqueador y con políticos más pillos, el desarrollo no cesaba y abundancia de los más crecía sin parar, era simple y llanamente porque teníamos algo que nos hacía estupendos y justos acreedores de tan buena fortuna. ¿Qué podría ser? Nuestra pose, nuestro estilo, esa especial categoría que nos convierte en la envidia del mundo. ¿Y en qué consistían éstos? Pues en que somos progres, guapos y muy modelnos, gentes de puro diseño, la crème de la crème.

La cosa tiene su lógica, hay que reconocerlo. Si nos llega más maná cuanto más golfeamos, si vivimos más opíparamente cuanto más nos endeudamos, si se triunfa más y mejor cuanto menor es el mérito objetivo y se lo monta uno más lujosamente cuanto más exiguo es su esfuerzo, tiene que haber una explicación. Si las pasan canutas los alemanes, pese a su laboriosidad, si no salen del pozo los franceses, con todo su orgullo y su amor al Estado, y si hasta los neblinosos nórdicos empiezan a verle los agujeros al Estado social, mientras que nosotros vamos viento en popa y a toda vela, inferimos que un país no marcha bien por ser serio, trabajador y concienzudo, sino por tener gente muy enrollada y vividora. Y ahí nos quedamos, en el convencimiento de que mientras seamos tan maravillosos no habrá problema ni crisis que nos derrote.

Seguramente no existe hoy país con gente más preocupada por ir a la ultimísima, sea en el vestir, en el comer, en el viajar o en las ideas, y más convencida de que son las simples maneras las que mueven la rueda de nuestra fortuna. Entre hacer o ser, preferimos parecer. Y ahí llega esta especie de pensamiento mágico que nos posee. A fin de cuentas, si no habíamos hecho nada especialmente notable para merecer la bonanza en la que andábamos, será porque ésta no era ni más ni menos que el premio debido a nuestro palmito. Así que, poseídos por semejante infantilismo, tendrán que caer chuzos de punta antes de que nos convenzamos de que para salir de apuros no nos basta con ser los más pacifistas, los mejores valedores de los derechos de los monos, los más preocupados por el calentamiento global o los más solidarios de boquilla con los parias de la tierra. Cosas todas que hasta ahora cultivábamos sin angustia ninguna, mientras aguardábamos turno en El Bulli o nos hacíamos el crucerillo por los fiordos noruegos, aprovechando la baja por depresión que nos habíamos gestionado en el curro.

Por eso no ha de sorprender la actitud de Zapatero, que es entre nosotros lo más parecido al tonto del pueblo: tan ignorante de lo que más importa como lince para lo que le conviene. Él sabe perfectamente que todavía no puede desengañarnos, que tiene que seguir recitando los mismos mantras, que no estamos dispuestos a asumir nuestras íntimas miserias ni preparados para resolver nuestras contradicciones, que no le perdonaríamos una apelación a trabajar más, a ser más austeros, a obrar con mayor honradez, a concentrarnos en el día a día y en los problemas inmediatos, en lugar de evadirnos con milongas y mandangas. Él está convencido de que no hay crisis que se resista a una sonrisa y a un par de frases hueras sobre el amor universal, y nosotros necesitamos seguir creyendo que así es.

Tendremos que pasarlas aún muy canutas para darnos cuenta de que contra la sequía no valen las oraciones, ni contra el hambre los ripios baratos, ni contra el paro las posturitas y los ensalmos. Y el día en que a la fuerza caigamos de la burra, le daremos a Zapatero y a toda la tropa de chamanes y soplagaitas una patada en el culo con la misma furia con que en las aldeas se tiraba al río la imagen del santo que no había protegido las cosechas. Y a lo mejor maduramos de una maldita vez, se nos quita esta cara de gilipollas, dejamos de adorarnos ante el espejo y nos ponemos a trabajar en serio. Si la crisis sirve para todo eso, viva la crisis, y que dure.

Magnífico Muñoz Molina

No tiene desperdicio este artículo de Antonio Muñoz Molina en el Babelia de ayer. Un amigo colombiano me lo remite con el siguiente comentario: verás como a éste también lo vetan en Colombia por poner en duda al Nobel.
El caso es que el día que se escriba el capítulo de la Historia Universal de la Infamia correspondiente al siglo XX -y al menos un trocillo del XXI- va a estar atiborrado de intelectuales y artistas pijo-progres con cara de putos/as y el culo como una boca de metro.
Ahí va lo de Muñoz Molina.
El amigo del tirano. Por Antonio Muñoz Molina.
En uno de los raros cafés de Manhattan que no son ya Starbucks clónicos mi amigo Vicente Echerri me cuenta que tantos años después de salir de Cuba la isla sigue apareciendo casi cada noche en sus sueños. Pero el tiempo ha pasado, y los lugares de la memoria se van contagiando de presente. Mi amigo, que tiene unos sesenta años, sueña que es un niño de doce que sale de su casa para ir a la escuela, con la mochila a la espalda, pero no está en La Habana, sino en un andén del metro de Nueva York. Cuando sube las escaleras, deprisa para no llegar tarde, emerge en la Quinta Avenida, y ve a otro niño, amigo suyo, que está cruzando la calle también camino de la escuela. La acera de este lado es Manhattan; la del otro es La Habana. Mi amigo llama al otro chico para que le espere, para caminar juntos el último tramo, pero quizás el tráfico borra su voz, o tal vez no le sale de la garganta, como suele suceder en los sueños. Vicente Echerri se despierta una mañana de junio recordando su sueño melancólico, en Jersey City, muy lejos de la isla de la que su alma no se ha ido nunca, y a la que probablemente nunca volverá.
En la otra isla donde nos hemos citado, la de Manhattan, hace un calor de trópico, que no llegan a aliviar ni los ventiladores ni la penumbra de la Hungarian Pastry Shop. He llegado al café un poco antes de tiempo y espero mirando hacia la claridad candente de la entrada, donde aparece de vez en cuando alguna figura exhausta y sudorosa en camiseta y en bermudas, buscando una bebida muy fría, un poco de sombra. Pero llega Vicente Echerri y parece que está entrando en un café de La Habana, no la ciudad arruinada de ahora, ni la cada vez más borrosa de los recuerdos, sino la que sigue inalterable en sus sueños: un hombre alto, muy delgado, vestido con un traje claro, formal pero muy ligero, con una formalidad de veraneos de otra época. Vicente escribe cuentos que suceden siempre en Trinidad, la pequeña capital provinciana de su infancia, historias más o menos fabulosas que escuchaba de niño, y que se remontan a los tiempos anteriores a la independencia, a unas vidas de peripecias mínimas como chismes o rumores de pueblo, contadas en un tono que está entre Chéjov y Clarín.
A Vicente ni se le ocurre la posibilidad de que esos cuentos se publiquen alguna vez en Cuba. Sentados en el café conversamos sobre literatura y sobre la duración de un exilio que ya va siendo más largo que muchas vidas humanas. Lo que yo doy por supuesto a él le ha sido negado, el alimento y el aire que hacen posible la escritura, el público lector, y más hondo todavía que eso, el sonido de la lengua, el habla viva de nuestros compatriotas, la particular pulsación que tiene la vida en el país donde uno se ha criado. Hablamos del aprendizaje de ir y de volver; de aquellos grandiosos cantaores flamencos que hilaron entre el Caribe y la bahía de Cádiz los cantes de ida y vuelta. Me acuerdo de una letra de Pepe de la Matrona que lo resume todo en cuatro versos: "Tú no te mueras / sin ir a España; /allí la uva / aquí la caña".
Me he acordado de mi amigo cubano leyendo en estas páginas una crónica de Mauricio Vicent sobre otro regreso a La Habana, el de Gabriel García Márquez. Siempre es algo aterrador que la figura de alguien sea tan hipertrófica que baste su nombre de pila o su diminutivo para designarlo: Gabo, Fidel. Gabo viaja a La Habana y como es su costumbre se encuentra con su amigo Fidel, y también con otro amigo algo menos importante, Raúl, que sí necesita el apellido. Tanto García Márquez como Mauricio Vicent viven de un oficio inviable sin la libertad de expresión, pero en la crónica se sugiere como de pasada que para garantizar la intimidad del escritor los periódicos no están autorizados a informar de su presencia, de la que sólo se ha sabido por un artículo de Fidel. De Fidel Castro. Para qué van a hablar otros si ya está él para decir lo que conviene en un monólogo monstruoso de más de medio siglo. El escritor cuya sombra napoleónica cubre la extensión entera de la literatura de su país se encuentra con el tirano que lleva cincuenta años avasallando el suyo, y el hecho parece aceptarse con tanta normalidad como si se tratara de una reunión de viejos amigos. Al tirano octogenario le halaga que vayan a visitarlo intelectuales, los cuales siempre contarán después con admiración lo aficionado que es a la literatura, lo despierto que permanece a todo. Los intelectuales que rinden pleitesía al tirano y le llaman por su nombre de pila suelen venir de países democráticos en los que se declaran muy críticos contra el poder, pero se ve que para que tanta rebeldía se vuelva reverencia sólo hace falta que el poder sea absoluto. Cultivan una solidaridad abnegada, casi heroica, pero sólo con los verdugos, nunca con las víctimas, y tienen el corazón de hielo para los perseguidos que no se ajustan a su ortodoxia. En esas conversaciones tan entrañables y que duran tantas horas, no parece factible que García Márquez haya protestado ante Fidel Castro por la suerte de tantos cubanos cuyo único delito ha sido y es intentar dedicarse a lo mismo que él hace, a contar historias, o la de tantos otros expulsados, huidos, encarcelados, sacrificados, aplastados por la duración inhumana de una dictadura que empezó cuando mi amigo Vicente Echerri era un chico de doce años.
Me he acordado de él leyendo esa crónica, y también de Paquito d'Rivera, que lleva ya casi treinta años de exilio y sigue tocando con la misma furia que si estuviera en un cabaré de La Habana, y de Bebo Valdés, y de tantos cubanos a los que me he encontrado por el mundo, calumniados por la tiranía y por sus cómplices con el nombre infame de gusanos, llenos de nostalgia y a la vez de energía y de talento para abrirse paso donde quiera que los lleve el destierro, acostumbrados a ser sospechosos para el señoritismo miserable de intelectuales europeos y estrellas tarambanas del cine que gozan todos los privilegios de la libertad y de vez en cuando se conceden unas vacaciones pagadas de turismo revolucionario. En cuanto a García Márquez, que tantas veces ha escrito sobre la megalomanía delirante de los poderosos, tal vez lo que le atrae de Castro es que se parece a ese modelo doble de escritor y caudillo que sólo se da en las débiles y serviles sociedades hispánicas: el que lo quiere todo, el que no tiene a nadie que le haga sombra, el que despierta miedo y exige pleitesía, el que se convierte con exclusividad asfixiante en la encarnación de un país, el que recibe todos los premios y todas las medallas y todavía quiere más, el que es olvidado con alivio general en cuanto terminan sus pomposas exequias. -

25 julio, 2008

Karadzic: sa-nación por el espíritu

No es tan sorprendente lo de Karadzic. Me refiero al oficio que había elegido para su nueva vida bajo nombre falso. Cambió de identidad, de apariencia y de compañera de cama, pero, bien mirado, no hacía ahora algo sustancialmente distinto de lo que era su dedicación de político nacionalista serbio, aunque aquí lo de serbio es pura anécdota. Se limitó a pasar del espíritu del pueblo a la sanación por el espíritu, pero supongo que no tuvo que variar demasiado sus esquemas retóricos ni su manera de comerle el tarro a la gente. De la autodeterminación nacional a la individual, pero con guía barbudo. A fin de cuentas, el llamado pensamiento nacionalista no es mucho más que una variante del espiritismo en la que se invocan los fantasmas de los antepasados para convertir a los contemporáneos en fantasmas, en seres convencidos de que los habita un genio telúrico que los hace tan distintos de los que nacieron al otro lado de un río, como iguales entre sí.
Karadzic sólo tuvo que estirar las mismas batallas que contaba sobre alma popular a unos cretinos dispuestos a matar por su bandera, ahora a unos pobres diablos que se buscan el alma debajo de la camiseta y que arrancan ya dispuestos a morir de inanición a base de comer sólo berzas para purificar su alma de pendejos, y a encontrarse a sí mismos en los efluvios de una compota de berros con soja. Si antes se ganaba la vida predicando pureza étnica y armonías territoriales, luego triunfaba proponiendo a sus pacientes equilibrios entre el yin y el yan y purgas intestinales. Los que fracasan a la hora de construir un Estado sin impurezas raciales o lingüísticas terminan por cultivar un cuerpo sin grasa y un ánima sin contradicciones, y todo a base de comer sin aditivos.
Bien se sabe, además, que cuando una nación se queda con el culo al aire sus súbditos cambian de pastor, pero no su condición ovina. No en vano los argentinos se han pasado media vida en el psicoanalista después de que Perón resultara mortal y Evita enflaqueciera más que los desharrapados que picaban como palomas las migajas que les echaba desde el balcón de la Casa Rosada. Y, mismamente por estos pagos, no sería raro que un día acabáramos viendo a Anxo Quintana convertido en druida con descapotable de importación y a Carod vendiendo pócimas para el estreñimiento autóctono desde alguna cadena pirata de televisión.
A ver cuando traducen los artículos que publicaba Karadzic en esa revista llamada Vida Sana y que uno se imagina como la revista que no debe leer alguien que crea que la vida es para disfrutarla sanamente y no para pasársela con cara de ovolácteo con hemorroides. No es difícil imaginarse a los pacientes del tal Dragan Dabic –nuevo nombre de Karadzic- acudiendo a la consulta después de extasiarse ante un concierto de música folk en alguna plaza de Belgrado y preguntándole que a ver cómo se pueden curar una desazón que no saben de dónde les viene pero que están notando de unos años para acá, y a él recomendándoles que persiguiesen la respuesta mirandose al interior y dejándose llevar por las corrientes de su espíritu neumático, porque ya dice la canción que la respuesta está en las ventosidades. Oye, y seguro que salían tan contentos y convertidos en hombres (y mujeres, ¡hostias!, ya lo sé) nuevos, pues conocido es que todos los capullos del mundo andan buscando el Hombre Nuevo y que no hay mejor guía para tal empresa que un antiguo matón nacionalista convertido en gurú con música de aeropuerto y la mano en tu culo.
Ay, qué disgustos nos da la ciencia alternativa. El otro día contaba un periódico que R.D. Laing, el famoso antipsiquiatra especializado en esquizofrenia, estaba como una chota y masacraba a leches a sus hijos. Era el más famoso psiquiatra de familia y dejaba a sus sucesivas y simultáneas mujeres como para ir a un psiquiatra de los de toda la vida, y a su vástagos como para hacerse socios del departamento de urgencias de cualquier hospital. Y hoy, hoy mismo, nos topamos con dos noticias pasmosas sobre médicos guais de especialidades frecuentadas por progres en bremudas y camiseta de salvad las ballenas. Resulta que un famoso médico nutricionista catalán, al que acudía la flor y nata de los que no querían michelines charnegos –El Mundo cita entre los personajes importantes (?) que lo visitaban a los cuatro siguientes: Joan Puigcercós, Xavier Vendrell, Jorge Lorenzo y la hermana de Ronaldinho-, tenía instalada en el retrete una webcam con la que filmaba la cara de panoli de sus clientes mientras defecaban o se hacían unas gayolas para perder agua y bajar cartucheras. Genial. La encontró y lo denunció la limpiadora, que se ve que no estaba a la última, la muy burra, y que seguro que seguía usando faja para comprimir las adiposidades.
Y qué me dicen de ese redundante psicólogo argentino, catedrático de violencia en el ámbito familiar, que se daba como loco a la pederastia. A lo mejor es el que trata a esos magistrados españoles que acaban de afirmar en la sentencia del Nanisex que no hay propiamente violencia cuando un tiarrón le endilga el pene por la retaguardia a un bebé de dos años. Eso se lo hace a la vecina del sexto y le cae un puro de aquí te espero por machista violentísimo, por no respetar la orden de alejamiento del ano y por no firmar ese manifiesto con la lengua, pero cada cosa es cada cosa y bien está distinguir lo diferente. De la misma manera, al prestigioso pederasta argentino habrá que reconocerle que no hay tanta incompatibilidad entre las enseñanzas de su cátedra sobre violencia familiar y sus prácticas con infantes, pues éstos no eran de su familia y ya se sabe que hay que valorar diferentemente lo distinto.
En fin. Yo, modestamente, propongo que, como primera medida y para ir viendo, el Gobierno cree un observatorio. Por lo que pueda pasar. Y como tarea inicial podría observar la ética pública de muchos de mis colegas que escriben sobre ética pública. Verás qué risa.

24 julio, 2008

Las vacaciones del profesor (universitario)

Ya tiene narices que uno ande por la cincuentena sin apear la crisis de identidad, y todo por culpa del peculiar trabajo a que se dedica. Para colmo, en verano se acentúan los síntomas de esto que debe de ser una auténtica enfermedad profesional. O sea, enfermedad y de los profesionales. Sobre qué signifique aquí “profesional” podríamos debatir largo y tendido.
En cuanto llega junio, nada me excita tanto como la preguntita de rigor: qué, ya estás de vacaciones ¿no? Me excita una mala uva de aquí te espero. Y es que la cuestión no admite respuesta coherente y mínimamente argumentada, entre otras cosas porque vaya usted a explicarle a cualquier mindundi cómo es esto de las vacaciones del universitario profesional. Sabemos que la gente, por lo general, no te hace preguntas para oír respuestas, y menos si tienen más de una sílaba. O sea, que respondo que sí y a tomar vientos.
También es verdad que la amable afirmación-interrogación adquiere tintes más oscuros cuando te la plantean los familiares próximos. Es la frase favorita de madres y suegras, sin ir más lejos. Ya estás de vacaciones, ¿no?, que aquí significa: ya no tienes disculpa para la comida de los domingos, para no llevar a tu bebé a natación sincronizada ni para no armar al fin ese mueble avieso que compraste hace dos años y duerme el sueño de los justos en el trastero, o para no salir de rebajas como si te fuera la vida en una americana de cuadros a mitad de precio.
Si hubiera interlocutores propiamente dichos, gustaría explayarse y contar que, según como se mire, vacaciones son todo el año, pues uno da sus cuatro horitas de clase semanales –y eso un servidor, que muy catedrático y mucho cuento, pero es un pringao de los mayores- y durante el resto del tiempo puede optar entre rascarse la barriga o pillar carguete para marcarse unos viajes y hacer unos favores a los compañeros de mus. Hasta ahí todavía te atienden con un rictus de admiración y de olé tus cataplines académicos. Mas, cuando amagan con que, a propósito de tus posibles cargos, mira, tengo yo un sobrino muy listo que..., tú continúas con la parte inesperada y trágica del guión de tu vida tonta: sin embargo, algunos entendemos que nos pagan no sólo por jugar al corro de la patata boloñesa con los estudiantes, sino también por investigar; ya sabes, leer un huevo de cosas e intentar escribir unos artículos la mar de sesudos sobre problemas teóricos y doctrinales y tal y cual. En ese momento la contraparte comienza a bizquear y se acuerda de que ha dejado la sartén en el fuego y que bueno, que ya nos vemos en la piscina un día de estos. Y te quedas contándotelo a ti mismo por enésima vez, prolongando así la dimensión masturbatoria del quehacer universitario: que durante el curso, y pese a las pocas clases, te falta tiempo, pues debes elaborar informes, memorias y memorandos, asistir a juntas, consejos y comisiones, presentar impresos por quintuplicado con tu firma grabada en piel de escroto, y recibir a doctorandos iletrados, y cubrir actas y descubrir actos, y escuchar a los cándidos candidatos a candidatos a presidente de la comisión de comisiones, y así todo. Total, que ni sueñes con leer una mañana nada que no sea prosa burocrática o tartamudeo ministerial en una de esas páginas oficiales concebidas como sudoku para expertos en la investigación de las conexiones neuronales de secretarios de Estado. En consecuencia, y por lo dicho, los deberes los haces en casa por la noche, privándote de ver Los Serrano o Identity, y eso que sales ganando, dicho sea de paso. Pero ponte tú a explicarle a la cuñada que no sabes a quién carajo expulsaron esta semana del El Gran Hermano o quién se ha ido el último de la Isla de los Fimosos.
Las llamadas vacaciones de verano son para algunos lelos, como el que suscribe, el momento soñado desde abril para escribir ese artículo que debías haber entregado hace año y medio, para leer aquel libro que escribió un profesor neozelandés de Oxford y que citan tanto los de Girona y para enfrentarte al fin con ese cuento que llevas en la cabeza y en el que muere una chica, que se parece a una becaria de Mercantil, a manos de un obseso del power point que es clavadito a un catedrático de Didáctica de la Didáctica que hizo la mili contigo antes de ser pacifista y que se cree periodista deportivo de Arkansas porque se empachó una vez leyendo a Richard Ford traducido al mallorquín por el negro de un traductor de Reus. Y de lo dicho nada, pues las energías que te harían falta las gastas a partes iguales poniendo tu úlcera como excusa para no veranear en Punta Cana y contestando al teléfono al que te llaman alguna vez para decirte que no firmaste la factura de los pilots con cargo al proyecto de investigación, y todos los días para ofrecerte con acento de la Patagonia un cambio de compañía telefónica que incluye tarifa plana, pero con wonderbrá, la colección completa de Mortadelo y Filemón en pasta al huevo y la serie entera de deuvedés de Érase una vez la Mujer.
Al final te rindes, te juras a ti mismo que en septiembre te pones como loco con las labores propias de tu oficio y te vas por fin un día a la playa, donde te topas con ese colega mandanga y trepa con que los dioses nos castigan a los empecinados y que, bronceado y luciendo un tanga cuyo hilo se hunde en una cascada de michelines sobre un culo peludo, te explica que le han dado la medalla al mérito aeronáutico por un artículo sobre la reglamentación comunitaria del vuelo sin motor y que, además, pásmate, la ANECA lo ha seleccionado para evaluar a los candidatos a profesor contratado doctor, tipo alfa al cubo, del área de Filología Románica.
Te metes al mar con ganas de quedarte para siempre convertido en el calamar que en el fondo eres y se te aparece una sirena que te cuenta, toda contenta, que Ulises acaba de acreditarse y que son cien euros por veinte minutos y tú pones la parrilla.
A ver si vuelve pronto el invierno y nieva de una puta vez.

23 julio, 2008

Balanza fiscal

Por aquí, en León, los ricos no son tan avispados como en otras partes. Pero ya se espabilarán. El día menos pensado se nos descuelgan con que el Estado los tima y la Comunidad Autónoma los estafa, y a ver qué les decimos. Sólo tienen que echar mano de la balanza fiscal de su barrio y luego comparar. Esquilmados se van a sentir.
Es un suponer, pero pongamos que viven en la calle Ordoño II - señorial vía leonesa- los que manejan más dineros, empresarios con solera, ricos herederos, jefes de bancos, inversores con buen ojo para el sube y baja bursátil. Como –admitámoslo al menos como tesis con algunas excepciones- los que más tienen apoquinan más fuertemente a Hacienda, si un día se ponen a echar cuentas se pueden mosquear bastante. Alegarán que su contribución a las arcas públicas no se corresponde ni de lejos con los servicios públicos que disfrutan ni con lo que las administraciones invierten en su calle. Y añadirán que, en cambio, hay otras zonas de la ciudad, llenas de pobretones y menesterosos, que salen ganando a tenor de la balanza fiscal de marras, pues reciben proporcionalmente más de lo que aportan. Gran injusticia. Así que a reequilibrar y a dejar de financiar a costa de los impuestos de los que viven como marqueses las calles y las escuelas de los que no tienen un duro.
Cierto que semejante pretensión puede acarrearles a nuestros leoneses pudientes más de una crítica, pero sólo tendrán que cuidar otro detalle: que se inventen una identidad colectiva la mar de resultona. Al fin y al cabo, no sólo el grosor de la cartera distingue a esos ricachones nuestros, sino que poseen unos caracteres que los diferencian del vulgo: saben pelar las naranjas con cuchillo y tenedor, visten pieles y trajes de marca para ir a misa de doce los domingos y apenas hablan con laísmo. Pues ya está, son una nación de andar por casa y es esa nación la que resulta humillada y expoliada por culpa de la mala administración del Estado y de sus variados entes. Así pues, que lo que pagan se invierta en hacerles a ellos la vida más agradable, que les pongan papeleras de diseño en sus aceras y jardines con flores exóticas en los alrededores de sus viviendas y que el Ayuntamiento subvencione la literatura escrita en ordoñés.
Dirá usted, amigo lector, que semejante artimaña no puede colar, porque un Estado que se apellida social está constitucionalmente obligado a procurar la igualdad de oportunidades y a velar por la satisfacción de las necesidades básicas de todos los ciudadanos. De acuerdo, pero, si es así, ¿a cuento de qué vamos a tragar con la matraca que se gastan las comunidades autónomas más prósperas con sus dichosas balanzas fiscales?
Menos mal que nos gobierna un partido socialista, ¿verdad?

06 julio, 2008

Pequeñas vacaciones para el blog

Hace dos años que no me tomo alguna semana de respiro en esto del blog. Los vicios son así. Pero esta semana vuelvo a la carretera con las canciones de siempre y me toca andar el país de punta a punta. Y la que viene habrá que descansar un poquito, a ver qué se siente.
Así que regresaremos con esta matraca dentro de un par de semanas, allá por el veintidós o veintitrés de julio. Ya casi estamos en las doscientas mil visitas, por cierto, y aprovecho para agradecer a tantos amigos lectores y a tanto interlocutor el ánimo y los buenos ratos.
Hasta pronto y, desde ya, buen verano para todos y que el otoño nos coja confesados.

05 julio, 2008

Monadas

Zapatero cargó ayer contra el Manifiesto por la Lengua Común. Mantiene que se quiere hacer con el castellano lo mismo que con la bandera. ¿Qué será? La reivindicación de que sea común lo que la Constitución señala como común sirve para dividir. Son paradojas. Mientras que dividir es trabajar por lo común. Más paradojas. Vuelvo a decir que con su pan se lo coman. Curiosamente, en tierras con lengua propia el dominio general del castellano está garantizado por su propia inercia, mientras que la lengua autóctona no será común en el respectivo territorio más que si se impone por decreto y a golpe de sanción y reglamento. Pues vale. Seguimos con las paradojas. Por cierto, qué oportunamente aparecen hoy mismo en El País las críticas al Manifiesto en la pluma de Manuel Rivas y de una tal Demonte. Pitas, pitas, pitas.
Yo creía, pese a Lamoneda, que la iniciativa del Manifiesto no había partido del PP. Se ve que sí. Se le olvida a uno que todo lo que no le baile el agua al Gobierno y sus mariachis es cosa del PP. Este PP lo invade todo, qué cosa y qué capacidad. No sólo es que quien no esté con el PSOE está contra él, es que está con el PP. Las opciones ya no son más que dos, hablemos de lo que hablemos, pero la verdad no tiene más que un camino. A propósito, ¿se habrá dado cuenta Zapatero de que su prosa cada vez se parece más a la de Camino? Sus acólitos también se parecen un huevo/ovario a los otros/tras.
Es interesante preguntarse qué habrían dicho Zapatero y sus sumisas huestes guays si, por ejemplo, hubiera partido del PP o de un grupo de personajes sin militancia en partido la reciente iniciativa para adherirse en los próximos cuatro meses al Proyecto Gran Simio, que fue presentada por IRC, IU e ICV y aprobada por la Comisión de Medio Ambiente, Agricultura y Pesca del Congreso de los Diputados. Este sería el discurso de nuestro Gran Grumete:
“Una vez más la derecha reaccionaria pretende sembrar la discordia en el Estado, esta vez tomando los monos como bandera. No soportan la naturalidad con que las nobles bestias viven su libertad, se les hace insufrible su armonía con el medio natural en el que habitan y la propiedad con la que se atienen a los dictados de su ser. No los quieren libres, realizándose en su grupo, resolviendo pacíficamente sus disputas, reproduciéndose sin culpa ni pecado. Quieren que gorilas, orangutanes, bonobobos y chimpancés pasen por el aro de una legalidad entendida siempre como atadura y mordaza. Bajo el pretexto de reconocerles derechos, no cabe duda de que se esconde la voluntad de señalarles obligaciones. Comienzan por reclamar derechos que merecen, sí, pero acabarán exigiendo que hasta los monos vayan a misa diaria, comulguen con el neoliberalismo opresor y voten al PP. Este Gobierno se enorgullece de dar a los monos el mejor trato que jamás se ha brindado a las bestias en nuestro Estado, no como cuando gobernaba la derecha, que no hace más que monadas, y no como les gustaría a esos autoproclamados intelectuales, que querrían ver a los gorilas leyendo a Platón y a los orangutanes escribiendo monografías sobre Schopenhauer, haciendo la vista gorda ante el hecho de que Platón era medio pedófilo y Schopenhauer un machista insoportable. Este Gobierno ya tiene preparado un decreto para obligar a los zoológicos a poner jakuzzi en las jaulas de los primates y las primatas y está en estudio una propuesta para la paridad de primates y primatas en los grupos de simios. E instauraremos el Día Nacional del Mono y obligaremos a Anís del Mono a cambiar de nombre, pues sabido es que los monos no beben anís, sino agua pura de los arroyos clistalinos de su territorio histórico. Pero la derecha no se dará por contenta, pues bajo su hipócrita homenaje a los derechos simiescos no late más que la ilusión de que un día puedan los monos estudiar a Donoso Cortés, a Ramiro de Maeztu, a Ortega y a Gasset, mientras que nosotros, progresistas, deseamos que piensen y se expresen en la lengua que siempre ha sido la suya y que sus señas de identidad grupal no se vean alteradas por maniobras para hacerlos ciudadanos conservadores y para inducirles ambición intelectual y afanes de supremacía económica incompatibles con la política social que este Gobierno va a imponer contra viento y marea, mal que le pese a los reaccionarios de siempre”. Fin de la cita.
Bueno, reconozco que se me ha ido la mano. Ése sería el sentido de la perorata zapateril, pero no su forma, ni aunque se la escriba su legión de asesores sin corbata en tiempos de austeridad. Pues qué cojones sabe Zapatero quién es Schopenhauer, vamos a ver. Y anda que Pepiño.

04 julio, 2008

Sobre la ciencia en España. Una entrevista para meditar.

Para un diagnóstico atinado de la situación de la ciencia en España es interesante leer esta entrevista con Carlos Elías que publica hoy Público. Pinche aquí y vea, vea.

Guays. Por Kepa Tamames

No me resisto a traer aquí éste artículo que firma Kepa Tamames y que publica hoy el Diario de León. Magistral descripción de un tipo de personaje abundantísimo hoy en día, una peste. Lean, lean y piensen.
Guays. Por Kepa Tamames.
Yo suponía que el adjetivo no estaba oficialmente registrado por la Real Academia, que es quien se encarga de esta necesaria y sin embargo poco reconocida labor. Me equivocaba. Según la regia institución, lo guay es algo bueno, atractivo, sugerente, y se reserva a cosas o situaciones. Sin más. El diccionario no se ocupa sin embargo de la acepción aplicada a personas, y es éste el terreno que a mí me interesa. Seguro que ustedes ya intuyen por dónde voy. Tengo en la cabeza el vocablo asignado a una forma de ser, a una manera de ver el mundo, y sobre todo de que el mundo le vea a uno. ¿Qué son los guays? ¿Constituyen en sí mismos una tribu urbana? ¿Tal vez una clase social? No exactamente. Digamos que la comunidad guay no tiene una identidad común, no asume elementos estéticos distintivos visibles, no comparten sus miembros ideología ni expresiones artísticas, como en el caso de ciertas, ésas sí, tribus: góticos, skins, mo ds¿ Tanto da, la lista es infinita. Uno ve a un rocker y no hay duda de que es un rocker. Pero a un guay no se le cala así de fácil, a las primeras de cambio. A un guay hay que tratarlo de cerca para aventurarse en el diagnóstico con unas mínimas garantías. Porque se puede ser guay desde un prestigioso despacho de abogados del centro o desde la caja registradora de una gran superficie en el extrarradio. La condición de guay se la gestiona uno sin necesidad de apuntarse a asociación, club social o entidad alguna. De hecho, creo no equivocarme si digo que buena parte de quienes ostentan el citado título ni siquiera son conscientes de ello. Y dado que no existe de momento un perfil inequívoco, una suerte de «decálogo oficial» sobre la calidad de lo guay, debemos en consecuencia guiarnos por elementos de carácter intuitivo.
El guay -uso el género masculino por razones de simple practicidad, pero como ustedes comprenderán ellas no están vacunadas contra tan extendida plaga- acostumbra a mirar por encima del hombro a todo aquel que se halle más allá de su epidermis, siempre está firmemente convencido de la opinión propia y pone en duda la ajena, así se trate de la emitida por un reconocido etólogo especialista en invertebrados continentales disertando sobre la promiscuidad sexual del cangrejo de río. De hecho, un guay no se limita a emitir opiniones: sienta cátedra. Sobre esto, sobre aquello, o sobre lo de más allá, lo mismo da la colocación de parterres en plazas y jardines que el conflicto árabe-israelí. El guay asume sin pudor sus ventosidades como excelsas sinfonías musicales, al tiempo que la interpretación virtuosa de los otros apenas provoca en él una mueca acartonada. En efecto, el guay no suele apreciar la valía ajena, imagino que para mantener al nivel apetecido el pedestal propio. El guay estándar gusta de apuntarse a diversas ONG, y asiste al menos a una reunión de la que proceda (media horita, no más), lo que le dota -siempre bajo su particular visión, claro está- de autoridad moral suficiente como para presentarse en cualquier fiestuqui progre con la tarjeta de «veterano activista solidario».
Un guay, en público, va de austero -o pudiente, según se tercie y convenga-, aunque en su vida cotidiana hace ímprobos esfuerzos por llevar una existencia regalada -que es lo que se tercia y sobre todo conviene-. Un guay siempre está pendiente de expresiones técnicas que incorporar a su vocabulario personal, con el loable propósito de soltarlas después en el primer foro o convención a la que asista, esperando dejar boquiabierta a la audiencia, o al menos a parte de ella, pues hay que pensar que el porcentaje de nuestros protagonistas no es desdeñable (y sigue subiendo). En este preciso apartado, todo vocabulario básico que se precie debe incluir indefectiblemente ciertos términos ingleses. Los más socorridos, aunque no por ello menos útiles: brainstorming, lobbying y benchmarking (en general, todo lo que acabe en ing desempeña su función con brillantez). El guay se las arregla para no perderse nunca determinados actos sociales, particularmente los que tienen que ver con la cultura oficial. Y con la contraria, ésa que llaman «alternativa», pues hay que tocar todos los palos para que hablen de uno, aunque sea bien. Se deja ver por acá y por acullá cual si de la Pasarela Cibeles se tratara.
La única religión que profesa un guay -al menos a la que se dedica con mayor pasión- es la corrección política (eufemismo impagable que ahorra sustantivos siempre ásperos como hipocresía). Un guay no siempre conoce su condición, ya lo he dicho, circunstancia que convierte a cualquiera de nosotros en al menos firme candidato, cuando no en miembro honorario. El guay, en definitiva, se mueve como pez en el agua entre las siempre sutiles fronteras de la egolatría y el narcisismo. Un arte, no crean. Aunque, bien pensado, el guay merece en el fondo cierta compasión, pues hablamos de alguien que «sufre» en silencio -además de otros posibles males, de los que nadie está libre- una suerte de tragedia inconfesa. Por el éxito y la valía de los demás, sin ir más lejos. Todo lo que sea la dicha del otro al guay como mínimo le incomoda y como máximo le toca las narices. Tentado estuve de titular al artículo La increíble historia de los ciudadanos-celofán , pero como uno no sabe a qué acabará dedicándose en esto de la creación, pensé que sería mejor reservarlo para mi primer corto de bajo presupuesto. No les entretengo más, que tendrán cosas que hacer. Si acaso disponen de unos minutos, hagan una lista personal e intransferible de guays en su entorno. Y sorpréndanse.

03 julio, 2008

Estado, territorio y energía. Por Francisco Sosa Wagner

En el mundo de las construcciones políticas sobre las que nuestra existencia descansa, fruto de un patrimonio hereditario amasado a lo largo de varios siglos, son muchos los elementos que se tambalean, sometidos como están a la acometida de circunstancias nuevas y agresivas. Una delicada teoría del Estado, pensada por mentes poderosas del pasado, es la que nos sirve aún como rosa de los vientos en nuestras cogitaciones, pero bien sabemos que muchos de sus capítulos se hallan sometidos a una intensa revisión. En un país como Alemania, de donde proceden las formulaciones más brillantes acerca del Estado -¿cómo no pensar en Jellinek, Carl Schmitt, Kelsen o Forsthoff?-, se suceden en estos últimos años los títulos de trabajos, que suelen ser de habilitación para cátedras universitarias, en los que se abordan de forma crítica los ingredientes tradicionales explicados por los oráculos del pasado (autores como Utz Schliesky o Stefan Haack, entre otros, se inscriben en esta línea de pensamiento revisionista).
Pues bien, uno de esos elementos pasados por el cedazo de las nuevas plumas es el del territorio sobre el cual el Estado se asienta o, si queremos emplear las palabras de Kelsen, «el ámbito espacial de la validez de un orden jurídico». Y es que, a poco que se observe, advertimos que las aristas del territorio así como las fronteras, con sus guardias y sus alambradas, tan propias de contrabandistas románticos y de espías, están siendo desmanteladas y donde antes hubo seguridad hoy se ha formado un espacio que desbarata el contorno de influencia de las administraciones, habilitadas como están para desplegar su eficacia en problemas de la convivencia abiertos ya a un orden continental o a las veces planetario. Tal ocurre con la protección del ambiente o la prevención del cambio climático, objeto de pleitos de alcance mundial. Lo mismo acontece respecto a la lucha contra la evasión fiscal y la protección de la salud o la expansión de epidemias o epizootias.
Todo ello no quiere decir que el territorio haya perdido su naturaleza básica a la hora de determinar las hechuras del Estado. Significa sencillamente que ha perdido su vestimenta absoluta, arrolladora, o sin más la exclusividad que le acompañó durante mucho tiempo. Pero en los estados descentralizados como el nuestro se añade además una circunstancia que, afectante asimismo al territorio y a su uso, resulta cada día más clamorosa. Y que, como concierne al ejercicio mismo de las atribuciones estatales, conviene detenerse en ella.
Me refiero a las grandes decisiones públicas que al Estado competen y que, lógicamente, han de proyectarse sobre un determinado espacio físico: la línea ferroviaria, la autopista, el tendido eléctrico de largo alcance (de alta tensión o de muy alta tensión), el gasoducto, etcétera, son todas cuestiones que trascienden el interés de un espacio regional determinado para afectar al conjunto de los intereses nacionales que el Estado representa. En estos casos ocurre que, cuando la instalación proyectada es reputada beneficiosa por la ciudadanía para sus intereses inmediatos y tangibles, el Estado no suele encontrar dificultades sustanciales a la hora de llevar a cabo sus designios. El uso del territorio se hace en medio del aplauso generalizado. El ejemplo podría ser el AVE, si se excluye la actitud arriscada del terrorismo vasco empeñado en impedir su llegada a aquellas tierras, actitud que recuerda la de Gregorio XVI (Papa entre 1831 y 1846), quien se opuso a la construcción de líneas ferroviarias por los estados pontificios con el argumento de que por ellas circularían con más facilidad las ideas liberales. Y no le faltaba razón al Pontífice.
Ahora bien, fuera de este caso trágico pero estrambótico, estas complacencias no se producen cuando se trata de instalaciones respecto de las cuales el ciudadano medio ya no advierte su beneficio personal de manera directa. Pensemos en la energía eléctrica. Hay ejemplos en muchos lugares de España, como es el caso reciente de algún municipio de la costa gaditana que pretende prohibir por referéndum la energía eólica. Pero fijémonos en la salida de la energía del norte, en Asturias, para llegar a los mercados del resto del país, en dirección a Galicia, Cantabria o Castilla.
No entro en el debate de fondo, es decir, si esa energía es necesaria; en todo caso, mi opinión en este punto carece de valor. Con todo, a la vista de algunos datos oficiales, Asturias precisaría sacar de su territorio excesos de producción eléctrica y ello porque se están instalando plantas de generación de energía limpia (las de ciclo combinado que pretenden sustituir a las contaminantes térmicas) en un programa que se inicia en los tiempos de Felipe González, bajo cuya autoridad se declaró (marzo de 1986) la utilidad pública de la línea. Pues bien, desde entonces, el problema ha sido el trazado, el concreto territorio -justo de lo que este artículo trata- por el que ha de discurrir la línea de alta tensión. La compañía Red Eléctrica Española ha ofertado distintos recorridos, y los propios presidentes autonómicos afectados han sellado, con un apretón de manos, compromisos específicos al respecto. Todo en vano, pues cualquier movimiento es respondido por asociaciones de vecinos, ecologistas y ayuntamientos, incluso el padre de Rodríguez Zapatero firmó -sin duda con buena intención- un escrito de protesta. Hasta ahora han tenido éxito, pues el problema sigue en el aire aunque el Gobierno, en su plan energético para el período 2008-2016, ha incluido como actuación prioritaria «la línea de alta tensión entre Sama y Velilla del río Carrión». Pero, conocedor del avispero, ha vuelto a pedir que se modifique el trazado.
Todo ello está justificado: vecinos, alcaldes y ecologistas tienen sus razones; de otro lado, Red Eléctrica Española no es maestra en desplegar habilidades diplomáticas. Pero no es menos cierto que para el Estado, representante de los intereses de España entera, la línea es imprescindible y lo es así desde hace más de 20 años. Pero no se hace. Adviértase que las obras del AVE están causando, por parajes muy similares, destrozos ecológicos manifiestos, ante los que nadie protesta.
Naturalmente que el territorio «no es del Estado», que éste ha de acomodarse a las competencias repartidas entre los municipios y las comunidades autónomas y a los procedimientos previstos en las leyes, que ha de garantizar la audiencia de las poblaciones y sus legítimas reivindicaciones... Todo esto nadie puede discutirlo, pero al final es el Estado el llamado a decidir sus concretos usos cuando se hallan afectados intereses que comprometen al conjunto de los españoles. Los ordenamientos federales cuentan, entre el arsenal de sus técnicas, con la cláusula de prevalencia, contenida en el artículo 149.3 de la Constitución, para obligar a que sus determinaciones sean acatadas y sus opciones políticas cumplidas.
Ahora, medite el lector lo que ocurriría si al Gobierno se le ocurriera aprobar un plan de construcción de centrales nucleares. ¿Dónde podría emplazarlas? ¿Se imagina alguien la que se armaría en cualquier Comunidad Autónoma ante el anuncio de una vecindad tan conflictiva? Decenas de años pasarían antes de que una sola máquina estuviera en condiciones de mover tierras.
La falta de control sobre el territorio, atrapado en una red inextricable de competencias y tramitaciones superpuestas unas sobre otras, la falacia en la que se ha transmutado la «ejecutividad» de las decisiones administrativas -que sólo se aplican a quienes carecen de capacidad de reacción-, debilitan al Estado y lo pueden convertir -así ocurre ya en muchos asuntos- en mero jefe de una estación de maniobras de intereses sectoriales y locales. Provisto de un silbato que nadie atiende.
(Publicado en El Mundo hoy, 3 de julio)

02 julio, 2008

Doña Manolita

Me acaban de dar una noticia que me alegra enormemente. Parece que allá por septiembre se organiza una reunión de unos cuantos de los que fuimos niños en Ruedes con doña Manolita, nuestra maestra. Pocas personas han sido tan importantes en mi vida y agradezco al destino esta oportunidad para decírselo de viva voz antes de que sea demasiado tarde. Tiene ochenta y tantos años. Se me curará así un remordimiento que hace mucho que me acompaña. Tanta palabra vana para tanta gente que tal vez merece apenas un silencio conmiserativo, y se nos quedan por decir cosas de las que más importan.
Doña Manolita era una maestra a la vieja usanza y una maravillosa maestra. Sus métodos eran los tradicionales, lectura, caligrafía, cuentas, dictados. De vez en cuando nos daba alguna hora para leer libremente algo de los libros de aquella exigua biblioteca –veinte o treinta ejemplares varipintos- que teníamos en la escuela. Era una escuela rural y en los tiempos mejores llegamos a ser veintitantos niños. Cada tanto los padres le llevaban huevos, patatas, cebollas, lo que le podían regalar. Algunas veces ella nos mandaba a buscar caracoles en las tapias y las huertas. Castigaba al modo antiguo cuando nos desmadrábamos un poquito, nos ponía de rodillas contra la pared, muy de tarde en tarde nos arreaba sin saña con un palo bambú en la palma de la mano. Nos hacía copiar cincuenta o cien veces las palabras escritas con faltas de ortografía. Y, sin embargo, no me consta que nos quedara ningún trauma o resquemor. Más dolorosa, mucho más, es la indiferencia, y nosotros, aquellos niños que llegaban cada mañana con madreñas o chanclos y oliendo a establo, nunca le fuimos indiferentes. Cuando llegué a Gijón, no sabía menos cosas que aquellos hijos de papá. Y de la vida en general sabía más.
No gastábamos apenas en libros de texto ni había asignaturas modernas, como conocimiento del medio o cosas por el estilo. En realidad, el medio lo conocíamos nosotros infinitamente mejor que ella y podíamos darle lecciones sobre animales, hierbas o tierras, sobre la luna y las cosechas, sobre vientos y brisas. Era salmantina y creo que siempre nos contempló con la perplejidad amable del antropólogo a la fuerza en tierras del buen salvaje. Cuando en el gran salón que era la escuela aparecía algún ratoncillo a la carrera, se subía de pie encima de su silla y gritaba con horror, mientras nosotros perseguíamos a la bestezuela con festivo entusiasmo.
Ella se tomó tiempo y buen ánimo para convencer a mis padres de que me enviaran a estudiar el bachillerato a Gijón, argumentando que, por muy hijo único que yo fuera, no podían condenarme a respetar tradiciones ni amarrarme para siempre a unas labores para las que en verdad no estaba dotado. Si no se va ahora, les dijo, se marchará cuando sea mayor de edad, pero este crío acabará buscando otros horizontes. Lloré al dejar aquella escuela, lloré yo y lloraron mis padres cuando con diez años me mandaron a aquel colegio tan fino en el que había salvajes de verdad, con o sin sotana, y no precisamente salvajes mansos. Y lágrimas se me vienen a los ojos cuando recuerdo tan a menudo a doña Manolita en aquellos caminos ajenos a sus pies de señora de ciudad, cuando rememoro cómo su extrañeza ante aquel mundo peculiar se tornaba en ternura para nosotros, sus niños, y en afecto para nuestros padres, campesinos que la veneraban como se venera al sabio distante de buen corazón.
En septiembre, si el encuentro se consuma y no me incapacita el nudo que tendré en la garganta, quisiera decirle que, por encima de tantos vaivenes de la vida, la amo y la amaré siempre como a una madre, como a una amiga, como a una maestra, en el más pleno sentido de la palabra, y que, para mis adentros, nunca he dejado de dedicarle cuanto hago y cuanto soy que pueda tener algún valor.

01 julio, 2008

El vate y el cuate

Qué cosas. Leo con retraso extractos de la entrevista con Zapatero en El País del pasado domingo. Lo de siempre y tal y cual y más de lo mismo. Para qué va a cambiar de disco, si el personal baila contento a este son. Pero al referirse al Manifiesto por la Lengua Común, dice así nuestro líder carismático: “Les tengo mucho respeto a quienes firman el manifiesto. Yo no estoy de acuerdo, pero lo respeto. Fíjese, ha firmado hasta Gamoneda”. ¿Desliz? ¿Convencimiento de que las musas comen en su mano? Es posible que a las musas también haya que alimentarlas. Mas la frase suena como si hubiera dicho, “fíjese, hasta lo ha firmado mi chófer o mi mucama” Perdón, mucamo.
Bien está el respeto, pero el vate se acongoja y envaina el celo lingüístico. Ayer, en El País, el cervantino Gamoneda publicaba una tribuna en la que, con estilo bien abstruso y como de Derrida mesetario, venía a decir que en fin, que si lo sabe no lo hace y que a ver si lo van a tomar a él por un crítico del Gobierno, que no es plan y que primero el pan. Ha descubierto el buen hombre que el asunto es ideológico y no le rima. Pues vale, está en su derecho de tirarse en marcha, cómo no. Pero a ver ahora a quién va a poner Zapatero de ejemplo de su tolerancia y su respeto.
Este humilde servidor de ustedes también firmó una vez algún escrito, aquí mismo, que lo dejó sin un puñado de conferencias y cursos. Me declararon “enemigo total”. Ay, mi hipoteca. No estuve fino. Debí sospechar a tiempo que podían pintar bastos, y lo podía haber arreglado mediante un sutil articulillo de retirada estratégica. No se me ocurrió, maldición, y sigo igual de respetado, pero sin tanto viaje. Creo que dentro de nada me voy a pasar a la poesía críptica y dolorida y a la prosa gozosa del prietas las filas. Que ya lo dice el viejo adagio: primum vivere. Y concluiré entonces mi perorata penitencial con las palabras transparentes del vate leonés: “No entiendo, pero cito porque me resulta hipnótico. ¿Qué mosca me habrá picado?, ¿el tse-tse, creador de sueños amarillos, o la tarántula visionaria, que el propio Kratevas Rizotomo, servidor venéfico de Mitrídates, mantenía en respeto?”. Las cosas claras y el chocolate tras la conferencia en algún Instituto Cervantes de por esos mundos.