01 agosto, 2008

Vamos de cráneo. Por Francisco Sosa Wagner

Los alemanes han ido de cráneo durante más de un siglo con el cráneo del escritor Friedrich Schiller. Cualquiera que haya visitado Weimar habrá visto allí su estatua junto a Goethe, justo delante del teatro en el que se redactó la Constitución de Weimar de 1919, la que santificó el desplome del Imperio y la proclamación de la República. Todo Weimar huele a Schiller como huele a Goethe y a tantos otros poetas y artistas que hicieron de la ciudad referencia de sus avatares y altar de sus cultos.
A Weimar llegó Schiller a finales del siglo XVIII. Tenía un pasado turbulento, el propio de un poeta romántico que intuía la libertad y trajinaba con las ideas nuevas que se cocinaron en Francia cuando se abandonaban pelucas y casacas. Épocas estas benditas en las que hierve el pensamiento revolucionario en la gran caldera puesta en el fuego por los filósofos y los trajinantes de nuevas ocurrencias. Le había hecho famoso su obra sobre los ladrones y cargado con ella llegó a Jena donde le dieron una cátedra de historia que aprovechó para desastacar los conductos obstruidos de los estudiantes por la rutina y las veladas de juerga y alcohol. Jena es una ciudad muy cercana a Weimar resultando inevitable que viajara a ella porque allí vivía nada menos que Goethe. Como un cardenal del Renacimiento por cierto pues Goethe se había agenciado un puesto de ministro al servicio de la familia reinante en aquel minúsculo Estado lo que le permitía dedicarse a hacer lo que le venía en gana, lo que incluía unas relaciones sexuales fogosas y subidas de tono para la época. A Schiller, que vivió en su casa una temporada, le ocultó las ilegítimas que entonces Goethe mantenía con una señora pues le hubieran parecido escandalosas e impropias del faro intelectual de Europa. Sin embargo, Schiller se entregaba al frenesí de las cartas y esto lo tenía por honrado y fino. Cuando hablo de cartas no me refiero precisamente al cultivo del género epistolar.
Schiller fue el gran estudioso de la Guerra de los Treinta años, una guerra coqueta porque se quitó años. Y de ahí surge su obra sobre Wallenstein, el mercenario cruel y desalmado que sacudió estopa de lo lindo a los protestantes. ¿Quién se acuerda hoy de Schiller? En España nadie porque bastante tenemos con Ramoncín y con leer las obras completas de la ministra de Fraternidad. En Alemania se le recuerda algo más pero tampoco mucho pues lo que hace furor es la selección derrotada. Signos de los tiempos, tampoco pasa nada.
Pero hace poco ha vuelto la polémica en torno al cráneo de Schiller, muerto joven -en 1805-. Un alcalde de mediados del siglo XIX se empeñó en buscarlo entre un montón de esqueletos y huesos sueltos que dormían el sueño eterno en un cementerio, llegando a identificar lo que creyó el cráneo del poeta. El asunto tenía su importancia porque Goethe lo había tenido en su casa como objeto litúrgico. Un Goethe que sobrevivió a su amigo muchos años (murió en 1832) de donde se deduce que el libertinaje sexual es más sano que darle a los naipes por las noches entre humos pestilentes. Se esparcieron dudas años más tarde en torno a la veracidad del hallazgo craneal y ahora unas pruebas de ADN han confirmado que el cráneo venerado era el de un señor que se dedicaba a hacer riquísimos pasteles en un horno de Weimar.
Una gran decepción porque el asunto había dado hace poco para que un autor alemán -Rainer Schmitz- escribiera un libro que se titula precisamente “¿Qué pasó con el cráneo de Schiller?” y que lleva por subtítulo “todo lo que usted no sabe sobre literatura” donde se cuentan infinidad de chismes sobre autores y obras, entre ellos el muy regocijante de los condones de Víctor Hugo quien se olvidó de una partida de ellos en un armario y que, al ser descubiertos, llamaron la atención por sus desmesuradas hechuras lo que ha orientado a sus biógrafos acerca de la envergadura de su verga.
Nuestro Valle Inclán llamaba “cráneos privilegiados” a los académicos, con su zumba y burla pues en poco los tenía. Así que esto de los cráneos da para mucho, sobre todo en Alemania, en uno de cuyos santuarios me enseñaron en una ocasión una urna con el cráneo de Carlomagno joven y otra al lado que guardaba el de Carlomagno viejo.

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