A Antonio lo atormentaba la idea de desear.
Más que el deseo, a él lo mortificaba su idea. Claro, el deseo, para una persona que desprecia la idea misma del deseo, es algo aún más insoportable que para el resto de la gente. Se figuraba solo, austero, recluido en sí mismo: no deseando comer, no deseando beber, no deseando pensar; no deseando.
Antonio era silencioso, de mirada ausente y turbada. Firme en su propósito de alejar de sí la idea del deseo, se propuso acabar con la idea del placer; con la idea del dolor. Sabía que no solo se desea el placer; también se desea el dolor.
Creía en Dios y quería creer que Él no era el autor del deseo: ese castigo. Más de una vez estuvo tentado a creer que el deseo era obra del Diablo. No obstante, su fe y su lucidez siempre terminaban por señalarle que era Dios el único Creador. La Providencia, en su inescrutable sabiduría, había arrojado al hombre a andar sin rumbo, errante y vagabundo; lo había condenado a deambular entre la frustración y el anhelo, la inquietud y el tedio, la necesidad y el hastío.
Como creyente, Antonio se entregó a la plegaria y llegó a interesarse por las Escrituras. Leía interminablemente cómo Eva había comido del Fruto Prohibido tentada por la Serpiente. Su incansable lectura tenía como único fin convencerse de que había sido la Serpiente, encarnación del Maligno, la que incitó por primera vez a la especie humana. Esto lo tranquilizaba un poco. Si bien el Altísimo había sido el autor del deseo, era el Demonio el que había iniciado a la humanidad en su tortuoso camino. A Antonio no se le escapaba que había sido la mujer la que había dado el primer paso en ese camino sin retorno y sin fin.
Antonio aborrecía cada día más la idea del deseo y solo algo era más fuerte en él que este aborrecimiento: el deseo mismo. Por su constancia, Antonio había logrado sobreponerse a sus necesidades básicas y había limitado su dieta a lo elemental. Mas, al proceder de este modo, Antonio no había logrado ahuyentar fuera de sí el verdadero demonio que tanto lo espantaba: el apetito venéreo.
Por la confluencia de crueles azares, la pasión de Antonio por las mujeres, el afán desenfrenado por tenerlas, el goce doloroso de sentir sus perfumes, de contemplar sus muslos, de oír su voz sensual e incitante, de rozarlas por error; el inclemente fuego que lo abrasaba al olerlas y sentirlas multiplicaba su deseo hasta el punto de hacerle perder el sentido.
Recatado, fiel a sus principios, Antonio se repetía que Eva había tentado a Adán, pero que él no caería en esa trampa. Su orgullo no le dejaba ver que ese es el camino trazado para el hombre, el único camino posible, el laberinto ideado por el Creador para extraviarnos y encontrar a tientas nuestra razón de ser. Obstinado, Antonio consideraba que la idea del deseo era incompatible con la del ser. Creía que pensar en el deseo como la razón de ser del hombre era tan absurdo como pensar en la llama como la razón de ser del leño ardiente… la llama, que no es más que su consumación.
En su fe, Antonio creía que el alma del hombre era divina e inmortal. Dudaba, en cambio, de la inmortalidad y divinidad del alma de la mujer. Llegó a sostener que la mujer no tenía alma…Entre dientes mascullaba, “no tiene alma; solo, sexo.” En sus horas más desesperadas, con su alma abrasada por la concupiscencia y su mente poblada de siluetas y de aromas embriagantes y de cuerpos voluptuosos y tibios y de músicas lascivas y llenas de pecado; en esas duras horas en las que encerrado y en silencio llegó muchas veces a reprocharse, lleno de ira, el no ser capaz de apaciguar su sed de carne; en esas horas infernales en las que sus primas mayores y las amigas de su hermana y las vecinas aparecían ante él como las hijas mismas de Belcebú y las concubinas de Lucifer; en esas horas funestas en las que lo único fijo en su imaginación era lo que el pudor femenino oculta para excitar el apetito masculino; en esas horas terribles, Antonio llegó a sentirse como un puerco husmeando en la porqueriza, como un perro callejero detrás de una perra en celo.
Asfixiado por toda suerte de pesadillas, que se hacían particularmente indecorosas por el potentísimo sentido del olfato de Antonio; abrumado por esa idea obsesiva en la cabeza de conocer aquello que aún no conocía, aunque significara traicionar sus principios esenciales, sus repugnancias ideales, Antonio se dirigió al prostíbulo.
Él no bebía, pero la ocasión exigía licor. Sin grandes aspavientos, Antonio se zampó tres grandes tragos de un ron altamente dudoso. Las mujeres no tardaron en llegar. El efecto del alcohol en su cabeza confundía sus pesadillas y sus obsesiones con el aire enrarecido del burdel. Sus narices estaban sofocadas por los deletéreos aromas. Su nariz era un universo de aromas prohibidos y licenciosos. El perfume distintivo del lugar, solo escondido a medias por las faldas ligeras de las mujeres, se pavoneaba atizando los instintos viriles. El perfume se mezclaba con el humo de los cigarrillos que se atestaban en los ceniceros, con el vaho pesado y acre que exhalaban los presentes, con el olor dulzón y ácido que despedían los cuerpos sudorosos de las bailarinas entre las tenues luces amarillas, trémulas e inciertas que acariciaban los cuerpos ofrecidos a los circunstantes. La mirada de Antonio buscaba ávida lo que nunca había visto. Asqueado, hundía sus ojos en un corpiño o encontraba, para su tormento, los senos desnudos de esas endemoniadas a solo un palmo; le bastaba estirar su mano y todo cesaría, al menos por un instante. La sangre se le agolpaba en las sienes y, tembloroso, quiso asir el esquivo objeto del deseo. La aversión profunda que sentía por la idea de desear todo aquello, todo ese reino ilusorio e insano, no se lo permitía. Ritmos voraces movían sin clemencia las caderas de las mujeres, mujeres endemoniadas, endemoniadas mujeres, para el agobiado Antonio.
Así transcurrió toda la noche y él no se atrevió a nada. Así se sucedieron las noches siguientes, una tras otra. Antonio cada vez se replegaba más sobre sí mismo. Se sentaba en el rincón más oscuro del burdel, al cual llegaban pronto todas las mujeres atraídas por el timorato; actuaban solo para él. Ante él aparecían sus miradas provocadoras, sus lenguas apasionadas, sus manos recorriendo sus cuerpos, acercándose indiscretas al de Antonio, los dedos demorándose en su impudicia, los abrazos y las caricias que se propinaban y le ofrecían encantadas buscando vencerlo, llevarlo a sus brazos y de allí a sus cuartos. A Antonio se le antojaba que eran gigantes que querían devorarlo y que abrían sus insaciables fauces para engullirlo; entonces sus perfumes se revolvían en su imaginación encendiendo sus instintos al límite de lo insoportable; ebrio y transido por su ayuno, miraba sus cuerpos desnudos, flexibles, cálidos y veía en ellos las garras del Demonio, la danza macabra de Lilith y de sus insaciables compañeras; absorto en los poros de su piel rosa, ébano, bronce, se imaginaba que eran estas las escamas del Leviatán, Bestia de las Profundidades; fascinado con sus senos abundantes o minúsculos, firmes o trasegados, con sus carnes rollizas o magras, con sus piernas largas y dúctiles, o cortas y fofas; perplejo ante la variedad, atónito ante la multitud de rostros, expresiones, roces, susurros, insinuaciones, olores, fragancias, caderas, muslos, relieves, oquedades, Antonio no se decidía a hacer suya a ninguna de las provocadoras.
A la décima noche Antonio no volvió al prostíbulo. Huyó y desapareció.
Al poco tiempo de perderse en la espesura, se encontró, entre las gastadas páginas de su Biblia, una hoja amarillenta y arrugada en la que, en inciertos caracteres, se lee: “Me rendí ante mi Enemigo. Abismo sin fondo. Cruda llama. Carne de serpiente. Danza de serpiente. Aroma delirante. Adán mordiendo el Fruto de la perdición. Presa de mi Enemigo. Prisionero de mi Enemigo; exiliado, huiré a lo profundo. ”
Más que el deseo, a él lo mortificaba su idea. Claro, el deseo, para una persona que desprecia la idea misma del deseo, es algo aún más insoportable que para el resto de la gente. Se figuraba solo, austero, recluido en sí mismo: no deseando comer, no deseando beber, no deseando pensar; no deseando.
Antonio era silencioso, de mirada ausente y turbada. Firme en su propósito de alejar de sí la idea del deseo, se propuso acabar con la idea del placer; con la idea del dolor. Sabía que no solo se desea el placer; también se desea el dolor.
Creía en Dios y quería creer que Él no era el autor del deseo: ese castigo. Más de una vez estuvo tentado a creer que el deseo era obra del Diablo. No obstante, su fe y su lucidez siempre terminaban por señalarle que era Dios el único Creador. La Providencia, en su inescrutable sabiduría, había arrojado al hombre a andar sin rumbo, errante y vagabundo; lo había condenado a deambular entre la frustración y el anhelo, la inquietud y el tedio, la necesidad y el hastío.
Como creyente, Antonio se entregó a la plegaria y llegó a interesarse por las Escrituras. Leía interminablemente cómo Eva había comido del Fruto Prohibido tentada por la Serpiente. Su incansable lectura tenía como único fin convencerse de que había sido la Serpiente, encarnación del Maligno, la que incitó por primera vez a la especie humana. Esto lo tranquilizaba un poco. Si bien el Altísimo había sido el autor del deseo, era el Demonio el que había iniciado a la humanidad en su tortuoso camino. A Antonio no se le escapaba que había sido la mujer la que había dado el primer paso en ese camino sin retorno y sin fin.
Antonio aborrecía cada día más la idea del deseo y solo algo era más fuerte en él que este aborrecimiento: el deseo mismo. Por su constancia, Antonio había logrado sobreponerse a sus necesidades básicas y había limitado su dieta a lo elemental. Mas, al proceder de este modo, Antonio no había logrado ahuyentar fuera de sí el verdadero demonio que tanto lo espantaba: el apetito venéreo.
Por la confluencia de crueles azares, la pasión de Antonio por las mujeres, el afán desenfrenado por tenerlas, el goce doloroso de sentir sus perfumes, de contemplar sus muslos, de oír su voz sensual e incitante, de rozarlas por error; el inclemente fuego que lo abrasaba al olerlas y sentirlas multiplicaba su deseo hasta el punto de hacerle perder el sentido.
Recatado, fiel a sus principios, Antonio se repetía que Eva había tentado a Adán, pero que él no caería en esa trampa. Su orgullo no le dejaba ver que ese es el camino trazado para el hombre, el único camino posible, el laberinto ideado por el Creador para extraviarnos y encontrar a tientas nuestra razón de ser. Obstinado, Antonio consideraba que la idea del deseo era incompatible con la del ser. Creía que pensar en el deseo como la razón de ser del hombre era tan absurdo como pensar en la llama como la razón de ser del leño ardiente… la llama, que no es más que su consumación.
En su fe, Antonio creía que el alma del hombre era divina e inmortal. Dudaba, en cambio, de la inmortalidad y divinidad del alma de la mujer. Llegó a sostener que la mujer no tenía alma…Entre dientes mascullaba, “no tiene alma; solo, sexo.” En sus horas más desesperadas, con su alma abrasada por la concupiscencia y su mente poblada de siluetas y de aromas embriagantes y de cuerpos voluptuosos y tibios y de músicas lascivas y llenas de pecado; en esas duras horas en las que encerrado y en silencio llegó muchas veces a reprocharse, lleno de ira, el no ser capaz de apaciguar su sed de carne; en esas horas infernales en las que sus primas mayores y las amigas de su hermana y las vecinas aparecían ante él como las hijas mismas de Belcebú y las concubinas de Lucifer; en esas horas funestas en las que lo único fijo en su imaginación era lo que el pudor femenino oculta para excitar el apetito masculino; en esas horas terribles, Antonio llegó a sentirse como un puerco husmeando en la porqueriza, como un perro callejero detrás de una perra en celo.
Asfixiado por toda suerte de pesadillas, que se hacían particularmente indecorosas por el potentísimo sentido del olfato de Antonio; abrumado por esa idea obsesiva en la cabeza de conocer aquello que aún no conocía, aunque significara traicionar sus principios esenciales, sus repugnancias ideales, Antonio se dirigió al prostíbulo.
Él no bebía, pero la ocasión exigía licor. Sin grandes aspavientos, Antonio se zampó tres grandes tragos de un ron altamente dudoso. Las mujeres no tardaron en llegar. El efecto del alcohol en su cabeza confundía sus pesadillas y sus obsesiones con el aire enrarecido del burdel. Sus narices estaban sofocadas por los deletéreos aromas. Su nariz era un universo de aromas prohibidos y licenciosos. El perfume distintivo del lugar, solo escondido a medias por las faldas ligeras de las mujeres, se pavoneaba atizando los instintos viriles. El perfume se mezclaba con el humo de los cigarrillos que se atestaban en los ceniceros, con el vaho pesado y acre que exhalaban los presentes, con el olor dulzón y ácido que despedían los cuerpos sudorosos de las bailarinas entre las tenues luces amarillas, trémulas e inciertas que acariciaban los cuerpos ofrecidos a los circunstantes. La mirada de Antonio buscaba ávida lo que nunca había visto. Asqueado, hundía sus ojos en un corpiño o encontraba, para su tormento, los senos desnudos de esas endemoniadas a solo un palmo; le bastaba estirar su mano y todo cesaría, al menos por un instante. La sangre se le agolpaba en las sienes y, tembloroso, quiso asir el esquivo objeto del deseo. La aversión profunda que sentía por la idea de desear todo aquello, todo ese reino ilusorio e insano, no se lo permitía. Ritmos voraces movían sin clemencia las caderas de las mujeres, mujeres endemoniadas, endemoniadas mujeres, para el agobiado Antonio.
Así transcurrió toda la noche y él no se atrevió a nada. Así se sucedieron las noches siguientes, una tras otra. Antonio cada vez se replegaba más sobre sí mismo. Se sentaba en el rincón más oscuro del burdel, al cual llegaban pronto todas las mujeres atraídas por el timorato; actuaban solo para él. Ante él aparecían sus miradas provocadoras, sus lenguas apasionadas, sus manos recorriendo sus cuerpos, acercándose indiscretas al de Antonio, los dedos demorándose en su impudicia, los abrazos y las caricias que se propinaban y le ofrecían encantadas buscando vencerlo, llevarlo a sus brazos y de allí a sus cuartos. A Antonio se le antojaba que eran gigantes que querían devorarlo y que abrían sus insaciables fauces para engullirlo; entonces sus perfumes se revolvían en su imaginación encendiendo sus instintos al límite de lo insoportable; ebrio y transido por su ayuno, miraba sus cuerpos desnudos, flexibles, cálidos y veía en ellos las garras del Demonio, la danza macabra de Lilith y de sus insaciables compañeras; absorto en los poros de su piel rosa, ébano, bronce, se imaginaba que eran estas las escamas del Leviatán, Bestia de las Profundidades; fascinado con sus senos abundantes o minúsculos, firmes o trasegados, con sus carnes rollizas o magras, con sus piernas largas y dúctiles, o cortas y fofas; perplejo ante la variedad, atónito ante la multitud de rostros, expresiones, roces, susurros, insinuaciones, olores, fragancias, caderas, muslos, relieves, oquedades, Antonio no se decidía a hacer suya a ninguna de las provocadoras.
A la décima noche Antonio no volvió al prostíbulo. Huyó y desapareció.
Al poco tiempo de perderse en la espesura, se encontró, entre las gastadas páginas de su Biblia, una hoja amarillenta y arrugada en la que, en inciertos caracteres, se lee: “Me rendí ante mi Enemigo. Abismo sin fondo. Cruda llama. Carne de serpiente. Danza de serpiente. Aroma delirante. Adán mordiendo el Fruto de la perdición. Presa de mi Enemigo. Prisionero de mi Enemigo; exiliado, huiré a lo profundo. ”
(Ilustración: Camilo Uribe).
No hay comentarios:
Publicar un comentario