28 febrero, 2010

Lenguaje del camelo. Por Francisco Sosa Wagner

En la Antigüedad (me imagino, porque yo no estaba allí) había clases de oratoria para razonar o hablar en público y tratar de comunicar pensamientos u otras atrevidas representaciones de la mente. Hay nombres gloriosos de artistas en este género que siempre se citan y ahí van los ejemplos de Demóstenes, Cicerón etc. En España, en la Historia contemporánea, los de Castelar (“Grande es Dios en el Sinaí ...”) y de Azaña son los que vienen a la mente cuando se piensa en oradores disertos. Hoy se suele decir que en las Cortes hay malos oradores lo que a mí no me parece justo aunque es verdad que no siempre se respetan las reglas argumentativas.
Más divertidas son las intervenciones de esos altos funcionarios y ejecutivos desodorizados que intervienen en reuniones, seminarios o simples encuentros de trabajo. Y el lenguaje camelístico-embolismático que gastan. En un escenario, además, en el que se han puesto de moda diversos artilugios ideados para estas ocasiones pedante-parlantes.
A ello se debe que, desde hace años, los organizadores de conferencias formulen preguntas raras. A mí hubo una época en que se interesaban por el hecho de si yo empleaba o no “transparencias”. Me parecía un asalto a la intimidad que procuraba pasar por alto asegurando que “eso era propio de señoritas pícaras”. Después, las tales “transparencias” fueron sustituidas por el “cañón”, artefacto que nunca he llegado a saber qué tenía que ver con una conferencia pues el público puede irritarse pero no es necesario defenderse de él con tanta acometividad. Ya más recientemente hemos pasado al “powerpoint” y cuando veo a un conferenciante manipulando el apuntador sobre una pantalla iluminada donde va leyendo lo que está al alcance de cualquier oyente, me pregunto qué pasaría si ese chisme dejara de funcionar o simplemente se interrumpiera el fluido eléctrico. ¿Se interrumpiría también su fluido discursivo?
Es decir que contamos ahora con prótesis para pronunciar discursos mientras que antes se manejaban tan solo las socorridas “muletillas” (“por así decir”, “¿verdad?”, “vale” etc). Hoy, los ingenios técnicos han venido en auxilio de quienes no saben expresarse o padecen serias dificultades en tales trances. Como cada día contamos con un avance nuevo, llegado será el día en que el orador se limite a conectar con diligencia el ordenador de sus oyentes para que estos puedan leer su mensaje.
Pues bien, al despliegue de estas prótesis hay que unir el lenguaje empleado. Como quien habla es persona que lleva años aprendiendo inglés (un español no es sino un aprendiz del inglés), lo usual es que adoquine sus informes (perdón, sus “papers”) con las cuatro palabras de ese idioma que penosamente ha logrado retener en su memoria (rating, celebrity, coinsurance, copyleft y otras lindezas semejantes).
A ello hay que añadir las siglas. Hace años me contaba un amigo economista que había visitado a don Claudio Sánchez Albornoz en Buenos Aires y cuando le dijo al sabio anciano que estaba “trabajando en la CEPAL”, don Claudio le contestó de malos modos: “hable usted en cristiano”. Hoy se dice tranquilamente que el Rey ha recibido al JEMAD o que la LOE revisará la ESO. Y lo inquietante es que muchos lo entienden.
Es decir que entre el powerpoint, el inglés y las siglas, participar hoy en cualquier reunión se ha convertido en una experiencia desconcertante y enigmática. Yo no me suelo enterar de nada pero lo paso pipa apuntando los pasajes más sobresalientes de esta exhibición de cursiladas. ¿No deberían reunirse en un libro como las grandes erratas que son del sagrado arte de la oratoria?

27 febrero, 2010

¿Será imposible Europa con una tropa así?

Echo un vistazo a algún periódico alemán y termino por echarme las manos a la cabeza. Posiblemente alguien se equivocó al soñar una Europa maravillosamente unida y compuesta por países y ciudadanos leales y bien dispuestos. Y quizá las equivocaciones continuaron, mucho más adelante, al crear el euro y abrir el club a todo tipo de gente. Es triste decirlo, pero parece inevitable la sospecha de que se han echado margaritas a los cerdos.
Acabo de leer que algunas organizaciones de consumidores de Grecia llaman al boicot de los productos alemanes y que tanto el partido comunista como la extrema derecha (¡ay!) exigen en el Parlamento que el gobierno griego solicite a Alemania indemnizaciones por la Segunda Guerra Mundial y que se devuelva el oro que se llevaron los nazis. La monda.
¿Y por qué se enfadan tanto los griegos con los alemanes? Es bien sabido. Diez años llevaba Grecia falseando las cuentas que presentaba a la UE, diez años de mentiras y disimulos, diez años poniendo en peligro la estabilidad del euro y el sentido de la Unión. Hasta que los descubrieron, y ahora resulta que para que no se vaya al traste la moneda europea hace falta darle la vuelta por completo a la situación económica del país. Y los griegos quieren que las perras las ponga Alemania y los alemanes dicen que de eso nada, que los mentirosos son los otros y que ahora se aprieten el cinturón ellos y apechuguen, entre otras cosas porque los trabajadores griegos se jubilan un rato más jóvenes que los obreros alemanes, y todo así. Y los de Grecia reaccionan como hemos dicho, ciscándose en los alemanes, llamándolos nazis, boicoteando sus productos y jurando que a ellos ni les da lecciones nadie ni los fuerza ninguno a hacerse ahorradores, discretos y decentes.
Da miedo pensar qué gritaremos nosotros cuando nos llegue el turno, que ya debe de estar cercana esa hora. A ver si aquí aceptamos que hay que arrimar el hombro, que deberemos dejar de hacernos los nuevos ricos y de fardar de sumilleres tremendos y exquisitos degustadores de delicatessen que no teníamos en el pueblo, que habrán de empezar a currar en serio muchos funcionarios, que ya no podrá jubilarse el personal de la mina o de los bancos a los cincuenta añitos y llevándose un pastón, que no se deberá permitir que cualquier rucio ignorante llegue a catedrático, etc., etc. ¿Lo asimilaremos o gritaremos que nos saque Francia del agujero y desentarraremos los trabucos si Sarkozy y compañía se niegan a financiarnos los vicios y pagarnos las deudas?
Como soy español -no se elige el país propio, sino a lo mejor me pedía Laponia-, mejor me callo. Si fuera alemán o francés, diría que por qué no volvemos a la CEE de antes, con los cuatro amiguetes serios de entonces, y que se vayan a la porra estos cantamañanas del Sur que tienen la cara más dura que el pedernal.

26 febrero, 2010

Definámonos

Dos preguntas, sólo dos, basadas en dos ejemplitos. Respondámoslas honestamente y con eso nos definiremos en clave político-filosófica y político-económica.
Primera. Imagine que a usted, ahora mismo, una persona de cuya solvencia e intenciones no duda, le dice esto. En un país acaba de morir un disidente que estaba en huelga de hambre porque en ese país no se respetan las libertades más elementales, como la de moverse a donde se quiera, la de entrar y salir del país, la de informarse y la de expresarse con libertad, amén de que los derechos políticos fundamentales brillan por su ausencia. El disidente no había matado ni robado a nadie. A continuación, su interlocutor quiere conocer su opinión y, en su caso, que firme usted un manifiesto de protesta. Y ahora la interrogación que yo le planteo: antes de decir una cosa u otra o de firmar o no firmar, ¿preguntaría usted qué dictadura es ésa, la de qué país o qué régimen, o no le haría falta? Tenga en cuenta que hemos excluido la posibilidad de mentira o manipulación, no le van a decir al final que se trata de Suecia o de Finlandia.
Si usted toma postura en contra de esa dictadura y esos hechos sin necesidad de saber si se trata de Cuba o de la España de Franco, si usted no pregunta si el disidente era de derechas o de izquierdas, si a usted esos datos le parecen secundarios ante la villanía de la opresión, usted es, en lo político y lo moral, un liberal. Si no, no.
¿Y cómo es un liberal político y moral? Es aquel que piensa que la libertad es el supremo bien, el reducto último del que no se puede privar a ningún ser humano so pretexto de construir cualquier tipo de sociedad o de edificar paraísos o cielos en la tierra. Sin libertad y libertades, dice el liberal, todos los supuestos cielos no son más que infiernos. Ese liberal, deslumbrado por su pasión libertaria, no percibe ciertas diferencias cromáticas, siente el mismo desprecio ante Hitler y ante Stalin, ante Pinochet o ante Fidel Castro, ante nazis alemanes -disculpe amigo R.F.- que ante comunistas soviéticos, ante Ceaucescu y ante Franco. Sí, le vendrán con sutiles matices diferenciadores en algunos de estos casos, pero lo siente como cuando le cuentan que una puñalada en el antebrazo es menos dolorosa que una puñalada en la pantorrilla; menudo consuelo y qué determinante el matiz, oiga. Al liberal, que también tiene su mala leche, le encantaría que esa persona que quiere convencerlo de que no es lo mismo que la libertad te la quite éste o aquél tuviera que pasar una buena temporada viviendo bajo ese régimen liberticida que defiende o al que busca atenuantes, pero sin ser en él nomenklatura, ni miembro del partido único o la élite dominante, a pelo y como ciudadano/súbdito común.
El liberal desprecia a los que anteponen cualquier ideal político a la defensa de la libertad y a los que piensan que se puede construir cualquier sociedad mínimamente justa y decente comenzando por masacrar las libertades cruciales de la gente, la de hablar, la de leer, la de pensar, la de creer, la de moverse, la de acostarse con cualquiera que pueda consentir y consienta, la de ir a misa o no ir....
Permítanme que me defina: en lo político-filosófico soy y quiero ser liberal.
Segunda cuestión. En esta ocasión, lo que a usted le muestran, sin trampa ni cartón, es un país en el que conviven -es un decir- unas pocas personas o familias extraordinariamente ricas y pudientes y una enorme cantidad de personas que no tienen ni para comer. Usted va por una calle principal de la capital de ese Estado y a su vera circulan los más lujosos vehículos que puedan encontrarse en el mercado mundial de automóviles. Unos kilómetros más allá, llega a un barrio donde se hacinan cientos de miles de personas y donde es fácil ver a muchos niños desnudos, desnutridos y chapoteando en el fango. Y entonces le sueltan: ¿qué cree que se debería hacer?
Si usted contesta que se ha de redistribuir la riqueza de forma tal que la que en exceso disfrutan unos les sea detraída por el Estado para que puedan los otros comer, recibir educación y sanidad y estar en condiciones de participar en la competición social con una mínima igualdad de oportunidades, pero que tal detracción ha de hacerse sin merma de aquellas libertades básicas (la de hablar, pensar, creer, ir y venir) usted es un socialdemócrata. Si opina que se debe dejar a cada uno a su suerte y que Dios dirá, o el mercado, usted es un ultraliberal económico.
Este que les escribe y al que amablemente soportan se proclama liberal en lo político-filosófico y socialdemócrata en lo político-económico. Por ese orden. Por eso, entre otras muchas cosas, me indigna que se diga que en España gobierna un partido democrático y que éste no denuncie a la primera, en el primer instante y sin dudas, cálculos y vacilaciones, dictaduras como la de Cuba y cualquier otra que pueda haber -y las hay, por ejemplo en Marruecos-; y me da grima que se digan también socialistas y que en España y bajo su poder la distancia entre ricos y pobres no decrezca, sino que se aumente, y que suban el IVA a todos para no gravar a las SICAV, y que no haya narices para meter mano a esa casta privilegiada que somos los funcionarios -o al menos algunos grupos de tales- y.... y mil cosas más.
¿Puede uno que, como un servidor, se proclama liberal y socialdemócrata despreciar a un partido que se apellida socialista y obrero? Naturalmente, con la misma convicción y contundencia con la que un católico -y hasta un puro ateo, como yo mismo- despreciará, por ejemplo, a ese cura de Toledo que se dedicaba a robar, consumir pornografía y prostituirse. Mutatis mutandis, claro.

25 febrero, 2010

Dichoso fútbol

(Publicado hoy, jueves, en El Mundo de León)
Vaya por delante que siempre he sido aficionado al fútbol, que me gusta ver en la televisión de vez en cuando un buen partido y que me pongo contento cuando gana el Sporting de Gijón, pues no en vano es gijonés mi origen. Dicho esto, proclamo que esta omnipresencia del fútbol, el continuo hablar de fútbol en todas partes, el que sea noticia de primera plana cada día, el que la mayor parte de las cadenas de radio suspendan sus programas normales cada vez que hay partidos de algún relieve, el que a todo el mundo -o casi- le preocupe ya más el equipo de sus amores que su propia familia, el que tantas personas consideren que lo más grato, estimulante y divertido que les ocurre cada semana es contemplar un partido de fútbol..., todo eso es estomagante, repulsivo, deprimente, insoportable. Es una calamidad. Da pena. Y asco.
Hace falta tener una vida personal y social muy triste para excitarse con los asuntos futboleros más que con cualquier otra cosa; hay que ser muy zote y muy cabestro para dar más importancia a lo que ocurre en los terrenos de juego que a cualquier otro acontecimiento que suceda en el mundo, el país o al lado de casa; se necesita tener la sensibilidad muy embotada para pasarse las horas y los días pensando en alineaciones o disertando con otros obsesos sin seso sobre las virtudes de este o aquel entrenador o los méritos de tal o cual árbitro; es preciso ser un verdadero demente para estar dispuesto a partirse la crisma con un conciudadano por el mero hecho de que no sea de nuestro equipo o no respete su gloria y sus gestas.
Escribo estas líneas desde El Salvador, a donde he llegado hace unos días por motivos de trabajo. Aquí, como en todos los países de los alrededores, el fútbol está por todas partes y todo el rato: en la mayoría de las cadenas de televisión, en las pantallas de los aeropuertos, en los noticiarios... Posiblemente es un indicio patente del subdesarrollo y la alienación en los que viven estos países míseros y desgraciados. Y mucho me temo que ésa es la misma función que al fútbol le toca cumplir entre nosotros: alienarnos, anestesiarnos, insensibilizarnos ante los problemas sociales y ante nuestra propia inanidad. Porque cuanto más borregos, más manejables.

24 febrero, 2010

Lo que se debate y lo que se entiende

Partamos de un ejemplo. Supongamos que a usted y a mí el médico nos examina, nos hace todo tipo de pruebas y al final emite su diagnóstico y su recomendación: tienen ustedes el colesterol por las nubes y corren grave riesgo de infarto, así que aténganse a una dieta alimenticia bien estricta y, para empezar, dejen de comer todo el día esas fabadas cargadas de tocino, chorizo y morcilla. Y ahora imaginemos que, ante el diagnóstico y la terapia recomendada, usted y yo nos molestamos muchísimo y nos plantamos de manifestación ante la casa del médico, con una pancarta que diga “Contra los recortes alimenticios” y otra que rece “Queremos comer como el que más”. Caramba, parece que algo chirriaría. ¿Por qué? Porque un argumento basado en hechos y proferido por quien tiene competencia para el análisis de tales hechos no se puede cuestionar con respuestas políticas o reacciones viscerales, sino sólo contraponiendo otros análisis de los hechos, para mostrar que en el diagnóstico primero había un error o que la reacción propuesta no es la más adecuada. En nuestro ejemplo: nuestra manifestación o nuestra sentada ante la consulta del médico son una gilipollez, y lo son porque como tenga razón en su predicción, vamos a morir y, además, vamos a quedar para la posteridad como unos perfectos imbéciles.
¿Cuál sería el modo más racional de proceder en una situación así? En primer lugar, informarse sobre la competencia del médico en cuestión. ¿Es un buen especialista? ¿Tiene buena reputación? ¿Suele acertar? En segundo lugar, procurarse, en la medida de lo posible, información sobre los procedimientos aplicados: ¿se analizó correctamente todo lo que había que analizar? ¿Es la dieta prescrita la que se considera mejor respuesta o más conveniente tratamiento para esa dolencia? ¿Existen otras alternativas mejores o más efectivas? Y, como usted y yo no somos médicos ni nos movemos con soltura en ese terreno, lo mejor sería que averiguáramos dónde hay otro médico que sea buenísimo y experto en esas cosas y que fuéramos a él a pedirle un segundo diagnóstico y, en su caso, a contrastar el tratamiento.
¿Por qué se me vienen a la mente estas cosas tan raras? Porque acabo de leer en El País una información sobre las recientes manifestaciones sindicales contra el “pensionazo” que el gobierno prepara, al parecer -no se sabe bien, porque un día asoma la patita por debajo de la puerta y otro día no, y así todo el rato-. Pero, si hay tal “pensionazo”, consistirá en ampliar la edad de jubilación y en modificar la base para el cálculo de las pensiones. ¿Por qué razón? Porque se dice que el sistema de seguridad social corre peligro de quiebra en unos años si no se aplican esas reformas. Ahora ponga que a usted o a mí nos preguntan qué nos parece la cuestión y si estamos de acuerdo o no con semejantes reformas en ciernes. No sé usted, pero yo tengo claro que no sabría qué decir. Puede que esa “terapia” me moleste tanto como la dieta sin grasa que me manda el médico por causa de mi colesterol, pero estamos en las mismas: ¿salgo de manifestación o le monto al médico una bronca por diagnosticarme el mal que tengo y recomendarme la dieta que lo aminore?
Referirse a estas cuestiones eminentemente técnicas nada más que en términos de derechos y de resistencia a su recorte es estulticia o demagogia. Si yo me tomo las indicaciones del médico por la brava y las interpreto como una inadmisible restricción de mi derecho a alimentarme rico y como me dé la gana, estoy haciendo el indio (con perdón, a lo mejor esta expresión ya no se puede usar y no me he enterado). ¿Será que prefiero morirme con mis derechos nominalmente íntegros? Bien, pues ya que hablamos de comer, apliquemos el refrán: después de muerto, la cebada al rabo.
Yo no entiendo ni papa de los cálculos económicos del sistema de seguridad social ni de tasas, índices, curvas y porcentajes. Nada. ¿Que hay ahí mucho que debatir y que no tenemos por qué aceptar lo que diga el primero que pase, llámese gobierno, oposición o sindicato? Por supuesto, debátase. Pero qué pinto yo en ese debate, vamos a ver. Nada, pues no me entero de la misa la media. Entonces ¿voy a la manifestación contra el “pensionazo” o no voy? Pues no voy, pero no para dar por sentado que no tiene la razón el sindicato vertical y que sí la tiene el gobierno, sino porque no sé quién la tiene. Entonces ¿qué reclamo? Pues esto: a) que los expertos nos informen del modo más objetivo, realista e imparcial posible; b) que los expertos debatan aquellos extremos sobre los que discrepen, tratando de buscar la luz y no de arrimar el ascua a ninguna sardina; c) que el gobierno, una vez que esté bien asesorado, haga lo que más convenga al interés general y al mío, que seguramente en esto coincidirán. ¿Y qué es? Pues asegurar la pervivencia del sistema de seguridad social y de pensiones. Si hace falta recortar prestaciones, que se recorten; si no, no.
El gobierno tiene que explicar con datos por qué considera necesarias las reformas y los sindicatos deben explicar con datos por qué se oponen a ellas. Lo demás, todo lo demás, es demagogia, ruido, manipulación, confundir la velocidad con el tocino. Precisamente.

23 febrero, 2010

¿Seré yo audiovisual y todo eso?

No se alarmen, amigos, por el título ni por el pequeño ejercicio de vanidad que viene enseguida. Pretendo acabar con una reflexión más general y a lo mejor eso es lo que importa.
Aquí me tienen, en El Salvador e impartiendo un curso para personal de la Sala Constitucional de la Corte Suprema, sobre todo para el equivalente de lo que en España llamaríamos letrados del Constitucional y en otros países, magistrados auxiliares. Aquí creo que los denominan colaboradores de la Corte. Buena audiencia, atenta y discreta, gente seria, pero sin remilgos, que hace grata la tarea. Por lo demás, reconozcamos también que El Salvador no es el país más divertido del mundo. Ay, qué mal nos acostumbra Colombia (dicho sea con la mejor intención y sin alusiones veladas a nada pecaminoso; que no se me vuelvan a picar aquellos censores tan simpáticos y tan comprometidos con las libertad de expresión suya de ellos).
Pues en estas andamos, cuando, esta mañana, al salir del hotel y pensando en lo que hoy me tocaba explicar, recordé que me tengo por un profesor bastante entretenido y un orador aceptablemente competente. Permítanme este pequeño autohomenaje y ya verán más tarde a dónde quiero ir a parar. No se suelen dormir los que me escuchan, consigo que de vez en cuando se rían o se escandalicen lo justo para mantenerlos en guardia, favorezco las preguntas y doy pie a las críticas, me fajo en los debates, prolongo los horarios cuanto demande la audiencia, que suele demandarlo. En fin, que me quiero bastante en esto, sí, pero que, además, me va bien y no paro de hacer giras y bolos. ¿Y saben otra cosa? Voy a pelo: mi palabra, mi cuerpo serrano paseando de un lado a otro del aula o salón y, todo lo más, una pizarra con algún medio arcaico para escribir, tiza o rotulador.
Ya, se acabaron las flores y el autobombo. Concédanme, aunque solo sea a modo de hipótesis, que sea verdad algo de esa habilidad de uno. Y ahora supongan que me tuviera que acreditar o cosa similar. ¿Algo de eso me computaría como mérito? Pues no. Peor: me restaría puntos. ¿Que por qué? Pues porque no recurro a materiales on-line (cuando me lo piden, envío textos por correo electrónico, pero creo que eso no es), no empleo el power-point ni voy con un pirulo en la mano para señalar en la pantalla, no adorno mis exposiciones con fotos de flores, pájaros, puestas de sol o camellos en el desierto, no pongo de fondo una musiquita como de asamblea de ulcerosos arrepentidos ni coloco fragmentos de películas iraníes o chinas para ilustrar lo que me toque contar de las normas o los sistemas jurídicos. A pelo, ya digo. Un desastre. Así cualquier aneca, enema o lo que sea me diría que no puede ser y que menudo profesor pésimo y prehistórico estoy hecho.
No me reconocerían siquiera las pequeñas ventajas de mi rústico proceder. Por ejemplo, cuando hay un corte de corriente y se va la luz, puedo seguir explicando. Hasta a oscuras, oh prodigio. Recuerdo alguna simpática ocasión así, creo que en Medellín, con los asistentes iluminando su cuaderno con los móviles y este menda habla que te habla. En cambio, todos hemos visto a esos modernísimos expositores que se quedan sin energía cuando se corta la eléctrica, pues sin la muleta de la pantallita no saben decir tres palabras seguidas. ¿Y ese descaro de gastarse dos tercios de las horas que uno tiene para exponer -y por las que a lo mejor cobra- en proyectar el trocito de la peli, cambiar la música, pasar pantalla, arreglar el atasco del ordenador -yo creo que muchas veces se lleva preparado de casa ese incidente con el programa que se atasca-, comentar como de pasada, pero durante cinco minutos, que miren qué bonita esa pluma azul del ala del guacamayo, etc., etc., etc.?
Lectores de pantallas, hacedores de esquemitas para lerdos, virtuosos del recorta y pega para el material on-line, dinamizadores de grupos a base de preguntar todo el rato a la concurrencia sus opiniones para no tener que dar las propias, que no se tienen, malabaristas del trabajo en grupo para que trabajen ellos y no uno, de eso se encuentra a patadas en cualquier parte, para eso vale cualquiera, eso no requiere ni gran formación ni habilidad ninguna, sólo jeta dura. Pero eso es lo que se quiere fomentar con tanto cachondeo de nuevas tecnologías en la docencia, métodos pedagógicos chiripitifláuticos y gansadas mil. Y a los que aprendimos (en lo que pudimos) de los viejos maestros que de verdad lo eran, a los que somos o queremos ser capaces de hablar con rigor y fundamento el tiempo que nos soliciten y que podemos sobre la marcha saltar entre los temas y sus facetas al hilo de las preguntas o las críticas, a los que estamos -por veteranía y por tantos años de estudio, qué carajo- en condiciones de exponer largamente sin leer papelitos rancios o pantallitas de última generación, a esos nos dicen que no sabemos enseñar, que somos antiguos, que no fomentamos el espíritu crítico y participativo y que nos falla la dinámica con el alumnado. Manda güevos, manda. Y luego va usted un día a ver a esos pedabobos tan expertísimos en didácticas y polculamientos, a esos adalides de los métodos innovadores y las herramientas superferolíticas y resulta -con las excepciones que sean de caso, pero hablo de la regla general- que aburren a las piedras, hablan como patanes, necesitan parar para un café cada diez minutos, se mosquean o se ponen nerviosos con las preguntas comprometidas y se quedan en blanco si les fallan las nuevas tecnologías, las viejas o la próstata. Pandilla de impostores.
Si alguna comisión evaluadora quiere saber cómo enseña un profesor, que acuda a escucharlo un día por sorpresa, que asista a sus clases. Pero dejémonos de incentivar el mero uso de estas herramientas o aquellas, porque la herramienta en sí no es ni buena ni mala, depende enteramente de quién o cómo la use. Y los buenos profesores harán un uso adecuado y prudente de las nuevas tecnologías y los malos harán lo de siempre: el capullo; sólo que fardando más y, encima, recibiendo los parabienes de anecas, enemas o como se llame eso tan objetivo que nos evalúa por el tamaño del currículum. Porque, amigos queridos, en el currículum lo que más importa hoy en día es el tamaño y ponerle unos afeites, aunque luego pase lo que pase.

Hoy me permito recomendar el artículo de Ignacio Camacho

No me sumo a la tropa escandalizada por libertades bajo fianza ni al punitivismo que usa cualquier pretexto para pedir más penas y ejecuciones sumarias. No. Pero descontado lo que pudiera haber de eso, si es que algo, me parece una maravilla el artículo de hoy de Ignacio Camacho en ABC. Porque pone el dedo en la llaga de la telebasura, la miseria moral de la sociedad civil y la inanidad de la sociedad cuentista de discursito fácil cuando no llueve.
Léanlo y no me regañen mucho si resulta que Ignacio Camacho, además de escribir en ABC -que ya será delito-, tiene una prima que repitió tercero de BUP o un amigo que fuma. Que ya no sabe uno qué recomendar, caray.
Aprender de Neira. Por Ignacio Camacho.
SI ves a un cabrón pegándole a una mujer, no te metas. No vayas en ningún caso a defenderla. Te puede pasar como a Jesús Neira, que te dejen hecho un guiñapo de una paliza, te manden medio muerto al hospital y encima acaben echándote la culpa. Al cabo del tiempo, cuando la agredida te haya puesto a parir en todas las televisiones que hayan querido pagarle el salario de la infamia, cuando al agresor lo hayan soltado bajo fianza después de un año y medio sin hacer justicia, cuando entre todos te hayan tirado encima varias toneladas de mierda y tu honor esté tan vapuleado como tus huesos, la gente se hará un lío y te confundirá con un personaje más de ese mundillo miserable y sórdido y ya no se sabrá si eres víctima o culpable, si un caballero andante o un entrometido pendenciero, o simplemente un friki más de esos que andan contando historietas por los platós de la telebasura de medianoche. Te arruinarán la vida y la fama y te someterán a la peor de las condenas: la de la duda, la de la equidistancia, la de esa confusión viscosa e indiferente que uniforma las cosas y las personas en la banalidad de un espectáculo morboso, en la truculencia enfermiza de una máquina de picar escándalos sin distinciones éticas ni categorías morales.
Ésa es la lección. Si una mala tarde te cruzas con un presunto canalla maltratando a guantazos a una muchacha no vayas a dejarte llevar por el impulso de las apariencias. Déjalo correr. Frena tu ímpetu honorable, no saques conclusiones precipitadas. Puede suceder que el tipo al que tomas por un violento chuloputas sea tan sólo la conflictiva víctima de una sociedad injusta o el infeliz sujeto de un trauma inevitable. Quién sabe. No escuches los prejuicios de tu burguesa educación reaccionaria. Puede ocurrir que en vez de un acto de salvaje dominancia machista se trate de un complejo psicodrama liberador, de una retorcida terapia de pareja, de un asunto interno. No te confundas. Hazte el sueco, sigue leyendo el periódico, finge que esperas el autobús. Y, sobre todo, embrida tu nobleza de espíritu y sujeta el reflejo de tu hombría de bien hasta que tengas un cuadro de situación y de circunstancia. Sé prudente, pragmático, realista: no vayas a confundir a una mujer con una dama.
Mira a Neira, si no. Primero molido a golpes y luego sometido a un innoble zarandeo moral, cubierto de insultos, equiparado a la gentuza con la que se mezcló en su arrebato de decencia. La mujer a la que defendió le ha escupido en el alma. Las vestales del feminismo se han cruzado de brazos en un silencio ominoso y despreciable. La justicia se ha empantanado en casuismos y atenuantes. Y cierta opinión pública ha llegado a minimizar la causa de sus lesiones y lo ha humillado con el tormento de la sospecha. Míralo y no te equivoques: si crees que es un héroe civil o un ejemplo de dignidad estás definitivamente pasado de moda.

22 febrero, 2010

Eufemismos y fantasmagorías

Debe de ser por el cambio de horarios y de temperaturas, pero desde que en el avión leí el sábado la información sobre lo de Zapatero en Londres, me da vueltas en la cabeza y como que algo no me cuadra. Decía la noticia, en sus términos de la página 6 de ABC, que “El presidente del Gobierno criticó ayer en Londres la actitud de los mercados durante la mesa redonda...”. Y seguía: “Zapatero calificó de paradoja que los mercados que recibieron ayuda de los gobiernos traten ahora de ponerles dificultades. El jefe del Ejecutivo añadió que los gobiernos tenemos nombres y apellidos, mientras que los mercados son anónimos”.
No es por volver a meterme con Zapatero, pues a estas alturas qué gracia tiene zumbarle a un inimputable que no es más que reflejo de nuestra pijoparanoia. No, el pobre lo ve así, como de buenos y malos y conspiradores espectrales y taimados espíritus, de zombies que vienen del más allá para cargarse el PIB o de ángeles caídos que nos organizan unas ruinas del demonio. No, lo interesante son los conceptos en sí y su efecto general, pues he visto comentarios que dicen que Zapatero ha sido injusto o que parece una veleta movida por sus propias ventosidades, pero da la impresión de que a nadie le extrañan esos mercados anónimos que putean nuestra economía como si tuviesen carne, hueso y pasaporte. Así que veamos.
Al parecer, y por lo que raja don José Luis, cuando el gobierno español soltó un pastón para parar la crisis financiera de los bancos -supuestamente, o yo qué sé- no dio ese dinero precisamente a los bancos, es decir, a este banco de acá, a aquella caja de ahorros de allá, que si el Santander, que si el Popular, que si el Bilbao o el Sabadell y tal, no. Ese dinero fue al mercado, que es anónimo, sin nombres, sin apellidos, sin rosario de su madre ni perrillo que le ladre.
Nosotros lo habíamos entendido mal, probablemente porque los periodistas son unos torpes o porque el mercado como tal se camufla en botines y se pone apellidos como de pasar desapercibido, tipo gonzález y así. Dio Zapatero ese dinero que era nuestro y lo dio al mercado anónimo, manda güevos. Qué poca prudencia, que generoso descuido. Y, claro, ahora no lo localiza para que nos devuelva la pasta o, por lo menos, para que nos dé las gracias y se deje de hacer el gamberro. Si es tan anónimo y escurridizo, échale alpiste ahora; pero haberlo pensado antes de abrir la mano, so tontín.
Porque ya ven, ahora esos mismos mercados tratan de hundir la economía española y de dificultar nuestra recuperación, ésa que desde hace un par de años es cosa de mañana mismo y ya pasó lo peor y si tenemos confianza llega ya todo seguido y antipatriota y machista el que no me crea. Bueno, pues así iba a ser y ya estábamos alistados para celebrarlo, y en esto descubrimos que habíamos ayudado al enemigo que pensábamos que era un amigo del banco y que resultó ser un mercado anónimo y más perverso que vicepresidenta en celo póstumo.
Y los que somos aficionados a las quimeras teóricas o vivimos de ponerles citas al pie a los enigmas sociales nos mesamos los cabellos ralos y decimos ahí hay caso, ese tema justifica tesis doctoral, a ver si pedimos un proyecto de investigación interdisciplinar aunque no sea de cocina ni de tías y sensibilidades vaginales. Nos llaman a desentrañar la paradoja, pero no la que menciona ese pobre diablo que nos manda y que bastante va a saber él lo que es una paradoja o cómo se pela una panoja. La paradoja buena es la otra, la de que un político diga que ayuda a los bancos cuando da dinero a los bancos, pero no afirme que son los bancos los que le vacilan cuando especulan, supuestamente contra su natura y su razón de ser, sino que eche las culpas al mercado y lo tache de anónimo y marica. Ésa sí que es buena.
Aprendamos todos. Un servidor mismamente la próxima vez que me encuentre con ese vecino grandísimo y cabrón que me pone la zancadilla en la escalera, convocaré una rueda de prensa para tronar contra la vecindad como cosa en sí, contra la convivencia desagradecida por anónima y contra el mercado de los pasos perdidos. Se van a enterar. Al vecino matón, por supuesto le diré que tranquilo y que no va con él, que la culpa la tuvo toda Heidegger y que me cago en el Dasein y en su puta madre.
P.D.-«—Bien parece —respondió don Quijote— que no estás cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.
Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que sin duda alguna eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero Sancho, ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran, antes iba diciendo en voces altas:
—Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.
Levantóse en esto un poco de viento, y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual visto por don Quijote, dijo:
—Pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.
Y en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en el ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante y embistió con el primero molino que estaba delante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle, a todo el correr de su asno, y cuando llegó halló que no se podía menear: tal fue el golpe que dio con él Rocinante.
—¡Válame Dios! —dijo Sancho—. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?
—Calla, amigo Sancho —respondió don Quijote—, que las cosas de la guerra más que otras están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos, por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas al cabo al cabo, han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada.—Dios lo haga como puede —respondió Sancho Panza.
»

Este artículo de Félix de Azúa hay que leerlo

No se puede decir mejor. Venía en El País de anteayer, sábado. Me permito copiarlo, además de enlazarlo.
A favor de la memoria histórica. Por Félix de Azúa.
Tener un amigo que, cuando lo necesitas, te presta 1.000 euros para pagar el alquiler es una bendición, pero hay regalos más duraderos que el dinero, aunque no muchos. Uno de ellos es un libro porque sus efectos sobre nuestra vida pueden ser perdurables. Cuando Jorge Vigil me regaló hace una semana el libro de Tony Judt titulado Sobre el olvidado siglo XX no me libró de un casero ocasional, sino del deudor más peligroso: el desánimo.
La autonomía es la fórmula más seria y plausible para la resolución del contencioso
¡Qué ejemplo para jóvenes aplastados por la partitocracia farisaica!
Llevaba yo una temporada abatido al constatar el escaso número de escritores, periodistas, profesores, en fin, gente responsable, que compartía conmigo una visión tan poco optimista de la España actual, de su vanidoso gobierno y de sus caprichosas autonomías, cuando de pronto me vi arropado por un profesional cuya opinión se respeta en el mundo civilizado. Un alivio.
Tras leer a Judt me pareció entender que no éramos, mis colegas críticos o yo mismo, un cultivo cizañero al que divierte poner a parir el espectáculo gubernamental, un fruto de secano cubierto de espinas que sigue, como en tiempos de Franco, arrastrando su soledad a la manera de un estandarte. Si un producto de regadío tan bien nutrido como Judt decía exactamente lo mismo, aunque referido a objetos de mayor tamaño, cabía la posibilidad de que no estuviéramos del todo equivocados, los incorrectos de esta provincia.
Aunque sea una colección de artículos, algunos ya con una década sobre el título, la poética del libro de Judt, su claro y distinto pensamiento, puede resumirse sucintamente. El "olvidado siglo XX" (así le llama) ha sido uno de los más atroces de la historia de la humanidad. Sus matanzas no pueden compararse, ni en cantidad ni en calidad, a las añejas barbaridades.
La gigantesca nube de horror del Novecientos tiene, además, una característica peculiar. A diferencia de los tiempos antiguos, en el siglo XX se expande y domina una fuerza de choque ideológica que desde el caso Dreyfus se denomina "la intelectualidad", la cual se encarga de justificar todas las salvajadas pretendidamente izquierdistas. De ahí el "olvido" y la buena conciencia.
A comienzos de siglo, tras la primera guerra mundial y la revolución rusa, la parte mayor y mejor de esa intelectualidad europea apoyó lo que se solían llamar "posiciones de izquierda". Y entonces lo eran.
El drama es que a medida que el siglo avanzaba, las "posiciones de izquierda" iban dejando de ser de izquierda y se convertían en mero usufructo de intereses de partido, cuando no económicos y de privilegio. La derecha nunca ha tenido necesidad de justificar sus infamias, no trabaja sobre ideas sino sobre prácticas, pero se suponíaque la izquierda era lo opuesto. En la nueva centuria ya no hay diferencia.
Quienes nos hicimos adultos en la segunda mitad del siglo XX y nos creímos parte integrante de esa izquierda que, según nuestro interesado juicio, recogía lo mejor de cada país, no sólo estábamos siendo conservadores y acomodaticios al no movernos de ahí a lo largo de las décadas, sino que fuimos deshonestos. Eso no quiere decir que no hubiera en la izquierda gente honrada y dispuesta a sacrificarse, muchos hubo y algunos murieron en las cárceles de Franco, pero no eran escritores, ni periodistas, no eran, vaya, "intelectuales".
Y lo que es más curioso, aquellos escritores que en verdad eran de izquierdas tuvieron que soportar los feroces ataques de los "intelectuales de izquierdas" oficiales que entonces, como ahora, apoltronados en sus privilegios, eran enemigos feroces de la verdad. Tal fue el caso de Camus, de Orwell, de Serge, de Koestler, de Kolakowski, que se atrevieron a ir en contra de las órdenes del Partido y de la corrección política. Las calumnias que sobre ellos volcó la izquierda aposentada, descritas por Tony Judt, son nauseabundas.
De ellos habla su libro, pero podría haber hablado de otros cien porque cualquiera que osara ir en contra de la confortable izquierda oficial para denunciar las carnicerías que se estaban produciendo en nombre de la izquierda, era inmediatamente masacrado por los tribunos de la plebe.
Tachados de fascistas, de agentes de la CIA, de criptonazis o de delincuentes comunes, hubieron de soportar casi indefensos los embustes de los ganapanes. Luego los calumniadores se tomaban unas vacaciones en Rumania y regresaban entusiasmados con Ceausescu. En las hemerotecas constan nuestros turistas entusiastas. Lo mismo, en Cuba. Fueron muchos.
La deshonestidad no afectó tan sólo a los crímenes estalinistas, maoístas o castristas. En un capítulo emocionante explica Tony Judt las dificultades que tuvo Primo Levi para que la izquierda italiana tomara en consideración sus libros sobre Auschwitz, comenzando por el arrogante Einaudi. Y cómo hasta los años sesenta, más de 20 años después de escritos sus primeros testimonios sobre el Holocausto, no comenzaron a horrorizarse los izquierdistas. ¡Veinte años en la inopia, la progresía!
La impotencia de tres generaciones de izquierdoides para defender la verdad se acompañó del triunfo de los héroes de la mentira, desde el Sartre envilecido de los últimos años, hasta el chiflado Althusser cuyos delirios devorábamos los monaguillos de la revolución maoísta. Todavía hoy un valedor de la dictadura como Badiou fascina a los periodistas con un libro sobre "el amor romántico", cuando es el sentimentalismo tipo Disney justamente lo propio del kitsch estalinista y nazi, su producto supremo.
Sigue siendo uno de los más dañinos errores de la izquierda no aceptar que entre un nazi negacionista y un estalinista actual no hay diferencia moral, por mucho que el segundo pertenezca al círculo de la tradición cristiana (y haya tanto sacristán comunista) y el primero al de la pagana (y por eso ahí abunda el fanático de la Madre Patria).
Ya es un tópico irritante ese quejido sobre el galimatías de la izquierda, su falta de ideas, su desconcierto. ¿Cómo no va a estar desnortada, o aún mejor, pasmada, si todavía es incapaz de admitir honestamente su propia historia? ¿Si sólo entiende la memoria histórica en forma de publicidad comercial sobre la grandeza moral de sus actuales jefes?
Aún hay gente que dice amar la dictadura cubana "por progresismo" y el actual presidente del Gobierno (uno de los más frívolos que ha ocupado el cargo) se ufana de ello. ¿Saben acaso el daño que producen en quienes todavía ponen ilusión, quizás equivocada, pero idealista, en la palabra "izquierda"? ¿Y cómo puede un partido que alardea de progresista pactar hasta fundirse con castas tan obviamente reaccionarias como las que defienden el soberanismo de los ricos?
Dentro de un lustro no quedará nadie por debajo de los 60 años que se crea una sola palabra de un socialismo fundado sobre tamaña deshonestidad. No es que la izquierda ande desnortada o carente de ideas, es que no existe. Su lugar, el hueco dejado por el difunto, ha sido ocupado por una empresa que compró el logo a bajo precio y ahora vende que para ser de izquierdas basta con decir pestes del PP. ¡Notable abnegación la de estos héroes del progreso! ¡Cómo arriesgan su patrimonio! ¡Qué ejemplo para los jóvenes aplastados por la partitocracia farisaica!
El resultado, como se vio en Francia, es el descrédito de los barones, marqueses y princesas del socialismo. Su inevitable expulsión del poder. Y la destructiva ausencia de ideas en un país que ya soporta el analfabetismo funcional mayor de Europa. Una herencia que enlaza con la eterna tradición española de sumisión al poder llevada con gesto chulo por los sirvientes. Esta vez bajo el disfraz del progreso.
Y mira que sería sencillo que la izquierda recuperara su capacidad para armar las conciencias, inspirar entusiasmo y ofrecer esperanza en una vida más digna que su actual caricatura. Bastaría con decir la verdad y enfrentarse a las consecuencias. ¡Ah, pero son relativistas culturales! Y por lo tanto para ellos la verdad es un efecto mediático.

21 febrero, 2010

La soberanía, esa antigualla. Por Francisco Sosa Wagner

(Publicado en El Mundo el pasado 18 de febrero)
EN EL POBRE debate político español se ha acuñado la palabra soberanismo para resumir las apetencias secesionistas de algunos territorios. No admitido por la Real Academia, el extraño neologismo entronca obviamente con la noción de soberanía que ha sido la viga maestra de la construcción del Estado moderno.
Como se sabe, pero no está de más recordar, su formulador más agudo fue Bodino, quien publicó su obra Six Livres de la République en el último tercio del siglo XVI (1576). Signo distintivo de la soberanía era -para este pensador- el hecho de que su titular carecía de superior hallándose tan solo sometido a las leyes fundamentales que no podía infringir. El fin del Estado será justamente el ejercicio del poder soberano orientado por el Derecho. Una idea revolucionaria pues, en su inocente apariencia, estaba liquidando la concepción medieval según la cual el poder servía para ejecutar los designios de Dios.
Este poder, indivisible y eterno, explicarían más tarde Hobbes y Rousseau, se fundamenta en el contrato social, en un acuerdo a favor de «una persona o una asamblea de personas» trabado entre individuos libres e iguales que confían el Gobierno a sus representantes, reflexión ésta de gran calado porque supone la neutralización de los estamentos y de la Iglesia. El humus que permitiría llegar nada menos que a las revoluciones americana y francesa está formándose lentamente.
La polémica acerca de si el titular de esa soberanía era el príncipe o el pueblo fue tan viva que cavó las trincheras desde las que se estuvieron disparando tiros durante buena parte del siglo XIX. No es extraño que, cansados de tanta sangre, algunos juristas aplicaran el bálsamo de sus sutilezas para desactivar tanto dramatismo. Uno de los más ilustres, Georg Jellinek, rebajó los humos de la tradicional soberanía para reducirla a una categoría histórica: el poder del Estado -aseguraba- se manifiesta en el hecho de estar sometido a sus propias leyes y no a las de ningún poder extraño, así como por disponer de órganos para determinar su voluntad. La polémica se enriquecería con copia de opinantes (Preuss, Hermann Heller, etc, antes Laband) y es nada menos que Kelsen quien, irreverente ante el hechizo del concepto, lo disuelve en el contexto de su teoría acerca de la validez del ordenamiento y de su configuración del derecho internacional que restringe la soberanía de los Estados podando unos excesos peligrosos que conducen al desarrollo del imperialismo y, con él, a la destrucción de amplias esferas de libertad.
Han pasado muchos años desde estas formulaciones y los acontecimientos no han hecho sino confirmar en Europa una tendencia que fuerza a explicar la soberanía de otra manera, porque hoy no puede ligarse sin más al Estado sino a una combinación que incluiría a éste y a la supranacionalidad europea. Lo que nos obliga a abandonar la idea tradicional para abrazar la de soberanía conjunta o compartida, apta para garantizar la diversidad de los niveles de Gobierno con la unidad de la acción política y de su medio de expresión más solemne que es la producción jurídica. Utz Schliesky ha desmenuzado en un denso estudio esta idea. El actual ejercicio de los poderes soberanos se ha desplazado así desde la individualidad de esos Estados a su actuación como miembros de una comunidad, razón por la cual se ha esfumado el poder único e indivisible para emerger otro de rasgos renovados basado en la existencia de un orden jurídico complejo e irisado pero dotado de los suficientes elementos para ser reconocido como un todo unitario, trabado por el Derecho y cimentado por el principio de lealtad de la Unión con los Estados y viceversa.
Me atrevería a utilizar la expresión de soberanía diluida para describir esta nueva situación jurídico-constitucional.
Convengamos, pues, en que la soberanía, entendida al modo tradicional, ha devenido una pieza herrumbrosa en el mundo europeo y global que se está construyendo. Enormemente reaccionaria por añadidura.
Porque es, por ejemplo, la culpable del fracaso de la Cumbre de Copenhague, que, si contra algo se ha estrellado, ha sido justamente contra la insolidaridad de las naciones dotadas de soberanía. Hoy, nadie que se halle en pleno uso de sus facultades mentales duda de la necesidad de contener los desvaríos que se cometen en este planeta desbocado, por lo que las políticas ambientales se han convertido en un objetivo esencial de toda sociedad civilizada. Y ello más allá o incluso al margen de la polémica sobre el cambio climático y de si están bien o mal fundadas las afirmaciones de tal o cual climatólogo: sencillamente porque nuestro despilfarro debe acabar, ya que miles de millones de habitantes del planeta no tienen por qué soportar el egoísmo que cultivamos con injurioso descaro las sociedades ricas. Todas ellas envueltas en la bandera desflecada de la soberanía.
Si miramos a Europa, la desintegración del mercado interior y la imposibilidad de articular una política económica común se deben asimismo al nacionalismo soberano de algunos Gobiernos.
Sería difícil explicar a un marciano -como ha notado Paul Kennedy- las razones por las cuales andamos los 7.000 millones de habitantes del planeta encuadrados en 192 Estados, muchos de ellos fallidos o simplemente desintegrados. Un mapa ridículo de naciones separadas, grandes o pequeñas, ricas o pobres, pacíficas o belicosas, cada una de ellas estimulando a sus ciudadanos a cantar, trémulas las gargantas, sus himnos, a enarbolar sus banderas añosas y a formar ejércitos bien nutridos de funcionarios. Lo estamos viendo estos días con la magna desgracia ocurrida en Haití. Causan estupor los miramientos con los que está desembarcando allí la ayuda norteamericana (la señora Clinton se ha deshecho en excusas al bajar del avión) y las acusaciones de imperialismo que he oído desde los bancos de una izquierda ridículamente antiamericana en el hemiciclo del Parlamento Europeo. Procede hablar con claridad: defender hoy la soberanía de Haití no es defender a una nación, es defender sin más las trapacerías y la ladronería que sus dirigentes llevan practicando allí impunemente desde hace años.
UN LIBRO reciente, el de Caroline Fourest (La dernière utopie. Menaces sur l'universalisme, Grasset, 2009), ha puesto de manifiesto, además, cómo son precisamente circunstancias nacionales las que sirven para limitar aquí o allá la libertad religiosa o la de expresión convirtiéndose «la soberanía en la excusa permanente para practicar una visión restrictiva de los derechos del hombre». Una moda peligrosa -sigue explicando la señora Fourest- que se completa con la exaltación de la diversidad y esas diferencias que nos enriquecen cuando en realidad son coartadas para sacralizar desigualdades entre las personas y presentar como verdades inconcusas lo que no es sino un montón deforme de prejuicios. Pues una cosa es utilizar la diversidad para luchar contra la tentación de reducir el hombre de la Declaración universal al macho, blanco y heterosexual y otra bien distinta utilizarla para insistir en aquello que nos diferencia en lugar de hacerlo para subrayar lo que nos une.
Sólo en un país como España, en el que se desvaría recio y en el que se hallan extraviadas nociones elementales de la Teoría del Estado, ha podido acuñarse una palabra como el soberanismo para reivindicar experimentos políticos que ignoran el hecho de que la Historia, según dejó escrito Ortega, tiene de río el no saber andar hacia atrás. Lo extravagante es que quienes por tal senda caminan son tenidos en ambientes muy selectos por progresistas.

18 febrero, 2010

Hasta el domingo o el lunes

Hago un alto de tres o cuatro días en la alimentación de este blog. El tiempo y las circunstancias no dan para más.
Hoy, jueves, debo hacer viaje relámpago a la capital del Reino, para hablar de las universidades y su futuro. Por hablar que no quede. El viernes, a preparar materiales y maletas, pues el sábado tomo el avión para El Salvador, donde pasaré la próxima semana en un curso de la Escuela de Capacitación Judicial.
Iré contando lo que haya de nuevo por aquellas lejanas tierras que no visito desde hace cinco o seis años.
Así que hasta pronto.

17 febrero, 2010

La mujer como objeto (de investigación)

Ya se organizó de nuevo la guasa. Varios medios de comunicación dan cuenta hoy de la noticia, por ejemplo con este titular: “Aído destina 26.000 euros a un mapa de excitación del clítoris”. Algo de sensacionalismo hay, seguro. ¿De qué se trata en realidad? Pues de que el BOE se ha convertido en una mina de noticias más o menos chuscas o escandalosas. Esta vez se trata de la siguiente disposición que venía en el de ayer, 16 de febrero: “Resolución... del Instituto de la Mujer por la que se publican las subvenciones concedidas destinadas a la realización de investigaciones relacionadas con estudios feministas, de las mujeres y del género, para el año 2009”. La cantidad total destinada a esos peculiares proyectos de investigación es de 845.803 euros. El total de proyectos subvencionados es de veintidós, de los que los mejor dotados se llevan 50.000 y los que menos 15.000.
Lo que llama la atención de algún periódico es sobre todo que uno de esos estudios financiados versa sobre “Elaboración de un Mapa de Inervación y Excitación Sexual del Clítoris y Labios Menores; aplicación en Genitoplastia”. Me he puesto a buscar en la red qué es la genitoplastia y he encontrado que tiene relación con cirugías de la vulva y que es definida en algún lugar como “procedimiento médico utilizado para diagnósticos tales como: micropene, insensibilidad androgénica y hiperplasia suprarrenal congénita”. Así que, ante la duda, no me voy a sumar en esta ocasión a las bromas y me permitiré hacer consideraciones más generales sobre este tipo de políticas.
Vaya por delante que conozco personalmente a unas cuantas de las investigadoras (sólo hay un hombre) que han triunfado con sus proyectos y que, al menos en algunos casos, se trata de personas que me merecen todos los respetos, expertas en estudios de género y profesionales competentes en ese campo.
Dicho esto, y antes de entrar en el fondo, sí comentaré que me produce particular extrañeza otro proyecto, el que tiene como investigadora principal a Amelia Valcárcel Bernaldo de Quirós y que se titula “Ética, religión y normativa de género: el papel de los principios en las sociedades tradicionales y en las democracias complejas”, subvencionado con cincuenta mil euros. Resulta que doña Amelia Valcárcel es catedrática de Ética de la UNED y, desde 2006, Consejera Electiva del Consejo de Estado. En mi ignorancia, doy por sentado que no hay incompatibilidad de ningún tipo entre ser Consejero de Estado y disfrutar de este tipo de subvenciones para proyectos de investigación. También asumo que un estudio con ese título, y más llevando en él la palabra “género”, encaja de lleno en la categoría de “estudios feministas, de las mujeres y del género”. Lo mismo doy por supuesto, aún con mayor fe, en el estudio rotulado “Trastornos de la conducta alimentaria, veinte años después. Estudio de estado psicopatológico y físico y su relación con el funcionamiento general”. Habrá que entender que las mujeres están más trastornadas por ese lado, y que por eso.
Puestos a imaginar proyectos realmente importantes que versen sobre problemas muy serios de las mujeres, echo en falta en la lista algún estudio sobre cáncer de mama o de útero, por ejemplo, o sobre alguna otra enfermedad propia de las mujeres o que a ellas afecte en mayor medida. Deduzco que no se habrán recibido propuestas al respecto, vaya usted a saber por qué, y que por tal razón en lugar de esos temas figuran otros, como el de “La construcción cultural del tiempo desde la perspectiva de género: de la conciliación a la corresponsabilidad” (50.000 euros), o el de “Topografías domésticas en el imaginario femenino. Una visión comparativa, transnacional y hemisférica” (15.107 euros). Dicho sea de paso, a mí me encanta la visión hemisférica.
Podríamos hacernos los ingenuos y preguntarnos por qué existe un Instituto de la Mujer y no un Instituto del Varón en un ministerio que se llama Ministerio de Igualdad. Sí, ya sé, es ministerio de la igualdad de la mujer porque es la mujer la discriminada por razón de género, no el hombre. Vale. Pero entonces no se debería hablar, como en el título de la disposición que comentamos, de “investigaciones relacionadas con...el género”, sino relacionadas con el género femenino. En realidad, repárese de nuevo en ese rótulo que aparece en el BOE y que ya se citó: “subvenciones concedidas destinadas a la realización de investigaciones relacionadas con estudios feministas, de las mujeres y del género”. Parece que se alude a tres tipos de investigaciones:
a) Investigaciones relacionadas con estudios feministas. Tomado al pie de la letra, un análisis crítico de los estudios feministas al uso y cuestionador del feminismo entraría en esa categoría de “investigaciones relacionadas con estudios feministas”. ¿Colaría?
b) Investigaciones relacionadas con estudios de las mujeres. ¿Qué quiere decir “estudios de las mujeres”? ¿Se refiere a estudios que tengan por objeto a las mujeres o a estudios hechos por mujeres? Y si fuera un estudio que analizara qué tipo de traseros o de senos de mujeres gustan más a los varones españoles y lo firmara una mujer, ¿tendría posibilidades? ¿Y uno sobre qué culos de paisano prefieren las mujeres?
c) Investigaciones relacionadas con estudios del género. ¿Del cuál género? ¿Sólo hay uno? ¿Una investigación sobre el cáncer de próstata o sobre topografías domésticas del imaginario masculino es un estudio de género?
Qué cosas más raras se le ocurren a uno, ¿verdad?
Puedo entender perfectísimamente que asuntos atinentes a las mujeres puedan ser objeto de investigación científica de cualquier tipo, igual que pueden serlo los referidos a los varones, los patos, los gusanos de seda, los judiones de La Granja o el vino de Cariñena. Lo que se me escapa un poco, sin duda obnubilado por mi género, es por qué ha de existir un programa específico de subvenciones para estudios feministas dependiente de un Ministerio. Se me dirá, no sin algo de razón, que se pretende promocionar investigaciones cuyos resultados sirvan de algún modo para superar la discriminación femenina. De acuerdo, pero ¿seguro que esos veintidós proyectos aportan algo a ese objetivo y se justifican por él?
Dejémonos de líos de hombres y mujeres y pasemos a otro asunto, más de fondo aún: el gasto en investigación. Ochocientos mil euros no son moco de pavo en estos momentos de recorte del dinero destinado a investigación científica. En lo que voy a decir a continuación tiro piedras a mi propio tejado, pero hay que decirlo: es necesario establecer prioridades. Si los cuartos abundaran y alcanzaran para todo, estaría muy bien gastar unos miles en estudios sobre el género de las mujeres o financiar aquella fundación de los cocineros vascos que mencionábamos el otro día aquí. Pero no es el caso. Y vuelvo a repetir lo mismo: que se haya suprimido el programa Consolider y que se mantengan estas cosas no tiene presentación. Al bienestar, el futuro o la salud de una mujer de mi pueblo no le aportará absolutamente nada lo que se concluya en los veintidós estudios para los que pone dinero el Instituto de la Mujer. En cambio, puede que el buen desarrollo de la investigación sobre el cáncer sí. ¿Que estoy cayendo en la demagogia y el populismo? Tal vez. Como mínimo, desconcertado sí que ando, lo confieso.
La política de investigación no debería fragmentarse en distintos ministerios, consejerías autonómicas, diputaciones, etc., sino obedecer a un programa único y centrado en lo que hay que centrarlo. Y tampoco debería estar a merced de modas intelectuales y etiquetas frívolas. El otro día, en conversación con unos queridos colegas, hablábamos de proyectos de investigación y me decían que es muy difícil acceder hoy en día a subvenciones, al menos en ciencias sociales, jurídicas y humanidades, si en el título no se colocan términos como “igualdad”, “género” o “multicultural”. Es así en buena medida, y mi experiencia de ocasional evaluador me indica que más de la mitad de los proyectos que se presentan emplean esa estrategia. Pues no es serio, es una tomadura de pelo. Quieren que la investigación científica española sea sobre todo del género tonto, que es el más común y no tiene ni sexo ni seso.

16 febrero, 2010

Más sobre funcionarios inamovibles y funcionarios inmóviles

La entrada de ayer, "Funcionarios", ha dado lugar a dos comentarios que merecen ser leídos aquí, en primera plana. No llevan más firma que la de "anónimo", por lo que los separaremos como Anónimo 1 y Anónimo 2.
Ahí van.
Anónimo 1 escribía esto:
Desde el punto de vista estructural, las noticias –recurrentes- sobre el “exceso de funcionarios” y sobre su baja productividad pertenecen al mismo género que las referidas a la cadena perpetua o a la rebaja del arancel notarial. Siempre encuentran un público receptivo, que no ha dedicado treinta segundos a pensar sobre el tema, ni está dispuesto a hacerlo. Las cosas, sin embargo, distan de ser tan sencillas.
1. ¿Hay demasiados funcionarios en España? No es fácil dar una respuesta concluyente, si tenemos en cuenta que la amplia categoría de “empleados públicos” incluye a más de tres millones de personas, con tareas tan disímiles como las de médico, bombero, profesor o arquitecto. No creo que sobren médicos en España, tampoco funcionarios en la administración de justicia ni en muchos sectores de lo que queda de la administración del Estado. La mayor parte de los cuerpos generales apenas reponen efectivos en los últimos años. ¿De dónde salen entonces todas esas nuevas “hornadas”? Bien sencillo: una parte, numerosa, está constituida por el llamado personal “eventual o de confianza” (vulgo, “enchufados”), que la ley permite nombrar a los políticos SIN LIMITE ALGUNO, y otra, no menos numerosa, por personal contratado en régimen laboral, eludiendo sabiamente los procedimientos selectivos generales.
2. ¿Trabajan poco los funcionarios? Ídem del lienzo: los hay que trabajan muchísimo, v. gr., los de la Seguridad Social, con unos métodos de control y medición del trabajo que parecen sacados del Chaplin de “Modern Times”. Es verdad que existe una desmotivación generalizada y letal para el funcionamiento del servicio, pero ¿qué clase de motivación va a tener un trabajador que sabe que su carrera futura no guarda ninguna relación con la cantidad y calidad del trabajo que realice? A los cinco minutos de tomar posesión en una dependencia administrativa, hasta el más tonto se da cuenta de que los ascensos y los puestos con complemento específico se dan a los amigos y a los conmilitones políticos, porque en nuestro país, desde hace décadas, el grueso de la Administración –no sólo sus niveles superiores- está infiltrado por la política y eso es lo que la ha convertido en un artefacto inoperante. Los políticos en ningún caso se fían de los funcionarios técnicamente capaces, y por ello han puesto en marcha toda una serie de técnicas de “desgobierno”, que permiten, p. ej., encargar informes y dictámenes a personas de confianza, normalmente sin mayores conocimientos del tema, pero absolutamente de fiar, a los que –si hace falta- se les puede encargar hasta una reforma del Código Penal, para la cual jamás se contará con los verdaderos expertos, no sea que digan lo que no queremos oír.
3. En cuanto a los sistemas de medición del trabajo, (“evaluación del desempeño” es la expresión legal vigente), invito a echar un vistazo al “modelo” de evaluación que se pretende poner en práctica en Asturias, y que –si llega a prosperar- ocupará a cada funcionario durante horas para rellenar tan prolijos y desconcertantes formularios. Otro ejemplo: el modelo de “módulos de trabajo”, aplicado a los jueces hasta que el Tribunal Supremo declaró su nulidad, que condujo a cuantas aberraciones procesales cabe imaginarse (vid. Doménech Pascual, Gabriel, “La perniciosa influencia de las retribuciones variables de los jueces sobre el sentido de sus decisiones”, en InDret, julio 2008).
No sobran funcionarios: faltan “funcionarios” en sentido estricto, esto es, personas con capacitación técnica y unas expectativas de carrera profesional independientes de la política. Eso es lo que se ha extinguido concienzuda y deliberadamente en España, para reemplazarlo por una administración “amateur”, integrada por cohortes de estómagos agradecidos. Así nos va a ir.
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Y esto nos cuenta Anónimo 2:
Hay funcionarios vagos, pero no más que cuando la economía iba bien, y creo haber leído en la noticia de "el país" que los índices de absentismo no son mayores que los de una gran empresa.
El revuelo que nos están vendiendo al respecto ahora no se debe sino a que se está aprovechando el tirón de la crisis para meterse con los trabajadores públicos en busca de algún beneficio. Eso también es otra clase de especulación de esa de la que Zapatero dice que sufre España cuando El Financial Times se mete con él. Los funcionarios públicos deberían (¿a través de los sindicatos? juas!) decir públicamente lo mismo de ese tipo de desinformación que se pública en los medios.
Esa especulación viene de dos bandos. Por un lado el sector político que ve la oportunidad tanto de flexibilizar la inamovilidad de los funcionarios para así disponer a su antojo del Estado (les encantaría volver al sistema de cesantías), como de enfrentar a la sociedad (divide y vencerás) despistándola de lo que realmente ocurre, que no es más que una inoperancia total por su parte para solucionar problemas cuando surgen; los políticos sacarían tajada por doble partida. Por otro lado está el sector empresarial del país, que ve en el sector público una tajada del mercado por explotar y donde hacer negocio. Al respecto me hicieron gracia las declaraciones de Esperanza Aguirre diciendo que los funcionarios boicoteaban la Ley de Dependencia, motivo por el cuál no funcionaba..., lo que no pasaría según ella si se gestionara por empresas privadas (las suyas, las de su familia y sus amigos, se entiende).
La inamovilidad no creo que sea una opción, es una necesidad. La Administración no se rige por los mismos criterios de beneficio que la empresa privada (parece que los políticos se acuerdan de ello solo cuando en épocas de bonanza se sube el sueldo por debajo del IPC) sino por criterios de servicio a los ciudadanos y también de legalidad, y eso es independiente de como le vayan las cosas a la economía nacional. Ahora bien, el caballo de batalla y que debería ser objeto de discusión ahora que hay crisis y cuando no la hay también es, como bien dice el Profesor García Amado, la impunidad, pues en verdad el Reglamento disciplinario, que no es muy distinto del de cualquier empresa privada con sanciones desde el apercibimiento, pasando por la suspensión de empleo y sueldo, hasta la separación del servicio, se aplica de manera laxa y estoy seguro que casi siempre interesada. Cabe mencionar también que el ERE también está dispuesto en cierto modo en la legislación para los funcionarios, sino ya se me dirá como se le llama al hecho de que te puedan mandar para casa en excedencia forzosa por necesidades del servicio. Todo esto es desde la perspectiva formal claro...mucho papel pero nada de aplicación (como en otros temas, vaya).
Rebajar el gasto en trabajadores públicos es fácil, reduciendo las nuevas plazas que se ofertan, lo que ya se hace y de manera brutal (1 nuevo por cada 10 que se van) y cuando no se pueda esperar a la Oferta de Empleo Público, reajustar la plantilla sin inamovilidad, los interinos, pero a estos no se les menta, que muchísimos (con excepciones) deben el puesto de trabajo a alguien.
Que no traten de vendernos la moto, y que se empiece a ver soluciones con resultados para ese sector de la sociedad que reclama qué comer, pero que no les den para ello carnaza de este tipo.

15 febrero, 2010

Funcionarios

Algo se está moviendo y ya veremos si para bien o para mal. Hace un par de días, en El País venía un reportaje bajo este título: “Fijo para siempre, pero ¿inamovible?” Y en los subtítulos se mezclaban variadas cuestiones: “El empleo público, altamente protegido, sigue en expansión - Ser más o menos productivo no tiene consecuencias - El reto es evaluar al funcionario”. Hace falta debatir, ciertamente, pero aclarando más de una cuestión.
Una cosa es el estatuto jurídico de los funcionarios, otra distinta la de cuántos hacen falta y para qué, y una más la de a qué controles han de estar sometidos y hasta dónde deben llegar sus derechos.
En el Estado moderno se da una combinación entre el gobierno, en manos de políticos democráticamente elegidos, y Administración, a cargo de profesionales con estatuto estable y no a merced del capricho o los intereses personales y partidistas de los gobernantes, seleccionados por su competencia y capacidad de gestión. Los políticos han de aplicar los programas de gobierno encomendados por los electores; los funcionarios y demás trabajadores del Estado tienen su cometido en la aplicación de los medios técnicos para aquellos propósitos. Un Estado sin cabeza política carecería de guía o estaría al albur de otro tipo de poderes; un Estado sin cuerpo técnico capaz y permanente podría sumirse en la incompetencia o la inoperancia.
El político tiene que mandar más que el servidor profesional del Estado, pero éste está justificado por su saber y su peculiar capacidad. El político pasa, pero el funcionario queda, pues sus prestaciones no son políticas y su misión no es de gobierno, sino de salvaguarda de las estructuras y las labores del Estado, en cualquiera de sus esferas. Sustituir a los funcionarios por puros y fieles servidores de los partidos políticos equivale a suplantación del Estado. Bien se ven las consecuencias en algunos países con estructura funcionarial muy débil y en los que cada nuevo gobernante coloca a sus leales y somete el interés público a sus puros antojos. De ahí la justificación y la necesidad de la inamovilidad funcionarial. También cabe el defecto inverso, el de la hiperburocratización del poder y la política, cuando los funcionarios, convertidos en casta, usan su posición y sus recursos para labrarse privilegios, sabotear a los gobernantes y sustraerse a controles y exigencias.
Ante esos dos extremos viciosos, ¿cómo es la situación en España? Posiblemente de tensión, tensión que no sirve precisamente para acercarnos a un término medio que pudiera parecer virtuoso. Por una parte, es clara la tendencia de los partidos dominantes a hacer de los funcionarios un séquito de lacayos, sobre todo a través de procesos de selección poco transparentes y orientados a favorecer a compañeros de partido, amigos y parientes. Por otra, los cuerpos de funcionarios, que no paran de crecer, tienden a enquistarse y hacerse fuertes en la defensa de sus ventajas, sin consideración a cualquier otro interés colectivo.
La lealtad al Estado ha de presuponerse y exigirse a políticos y funcionarios. Desleales son los unos y los otros cuando de sus miras desaparece el interés general. Desleal con el Estado es el gobernante que sólo se guía por el propósito de ganar elecciones, sin más objetivo real que mantenerse en el sillón y tener bien atendidos a los suyos. Desleal con el Estado es también el proceder del funcionario entregado al escaqueo y convencido de que lo suyo es más un seguro de vida que un trabajo que haya de rendirse con esfuerzo y rigor. Naturalmente, como en España el Estado es visto con recochineo y tomado a chufla constantemente, las deslealtades de estos y aquellos se multiplican al grito de tonto el último y el que la pille, “pa él”. Ancha es Castilla.
¿Cabe arreglo? Difícil. De los políticos ya hablamos otras veces y sabemos lo que hay y que de nosotros dependen. Apechuguemos con las consecuencias de nuestros votos. Así que debatamos hoy sobre funcionarios.
Las alternativas que suelen invocarse son igualmente falaces o desaconsejables: privatización de la Administración pública, un auténtico oxímoron, versus mantenimiento de statu quo. Lo primero supone entregar el Estado y su Administración a la rapacidad de empresas y contubernios político-económicos; lo segundo ha de parecer inaceptable para quien sepa del bajo rendimiento y el descaro del funcionariado que tenemos, como promedio y salvadas las excepciones que haya que salvar.
Las soluciones que empiezan a apuntarse dan mucha risa. Parece que la situación se va a arreglar evaluando a los funcionarios e impartiéndoles muchos cursitos sobre equilibrio personal en el puesto de trabajo, ética pública o realización laboral, o haciéndoles rellenar formularios y aplicaciones en las que detallen cuántos papeles movieron el año pasado o a cuántas reuniones asistieron. Zarandajas. Más burocracia y pasto para descarados consultores, expertos en curvitas y powerpoints. Deben de estar los psicopedagogos y demás artistas y sableadores frotándose las manos.
Estudios serios hacen falta, sin duda, pero para otras cosas. Por ejemplo, para determinar el número de funcionarios que realmente se necesita en cada departamento o negociado. Lo que no es de recibo es que el número de funcionarios aumente sin tasa ni control. Estudios serios se requieren también para establecer el rendimiento mínimo, el volumen de trabajo correspondiente a cada puesto. Y, correlativamente, tiene que exigirse ese rendimiento. Con eso llegamos ya a uno de los núcleos del problema, a los famosos derechos adquiridos.
Un señor o señora (pongan el ejemplo de un catedrático, si lo desean) se hace con un puesto de un determinado nivel, acto seguido decide que no vuelve a dar palo al agua y el problema no lo tiene él, que se queda más ancho que largo, sino la Administración y el servicio correspondiente. No lo mueve ni El Tato y no lo toca ni el apuntador. ¿Que algún jefe intenta ponerlo firme y hacerlo producir? La solución tradicional es la baja por depresión o cualquier otra enfermedad imaginaria. En tiempos recientes esa salida se combina con la tentación de acusar do mobbing al osado superior. O sea, y en términos prácticos: ni regañarlo ni ponerlo a hacer fotocopias ni echarle un chorreo ni meterle una presión laboral que le pueda producir angustia, pérdida de apetito, disfunción sexual o alteraciones del sueño.
Los que somos funcionarios y hemos tratado con muchos funcionarios hemos conocido de todo. Naturalmente que los hay cumplidores y laboriosos. El problema se plantea con dos tipos de funcionarios-lacra. Unos son los capaces, pero firmemente decididos a echarse a la bartola. La tentación es muy fuerte y el cuerpo (no el cuerpo administrativo, sino el físico) se queda muy bien el comprobar que por muy pillo que se sea y muy zángano que uno se vuelva, no pasa absolutamente nada y nadie le tose. Los otros son los inútiles integrales, los incompetentes absolutos. De éstos también he visto alguno en mis años en universidades. Son, por ejemplo, los que a día de hoy, siguen siendo incapaces de manejar el más simple programa informático o de ordenar alfabéticamente una lista con más de diez nombres. Vegetan dejados de la mano de Dios y del hombre, puesto que nadie pierde el tiempo en pedirles nada, ante la evidencia de que nada son capaces de hacer. En ocasiones, esos dos caracteres, el de caradura y el de inimputable, se dan en el mismo sujeto, y es cuando nos surge la inquietud más angustiosa: puesto que no se les puede mover, mi molestar siquiera, ¿no debería estar permitido su fusilamiento sin juicio ni nada? O, como mínimo, mandarlos a casa para siempre con una buena pensión, y que no estorben.
Ya tenemos dos conceptos en juego y hemos de ver cómo se combinan: inamovilidad e intocabilidad. El primero tiene honra raigambre doctrinal; el segundo es una manera de hablar para andar por casa, pero nos entendemos. Quedamos en que el primero debe defenderse, por las razones antes apuntadas; el segundo merece algunos matices.
Sobre el papel o en la justificación de fondo, el funcionario es inamovible porque la burocracia profesional forma parte del armazón permanente que el Estado necesita para funcionar, es lo estable en el contexto de lo que cambia. Cambian los gobernantes, pero se mantiene el personal técnico que el Estado precisa. Pero no se puede perder de vista que es ese carácter profesional y técnico el que fundamenta la exigencia de extremo rigor en la selección de los funcionarios. Éstos han de serlo por razones independientes de cualquier interés parcial o partidista y, además, han de serlo sobre la base del mérito y la capacidad, acreditados y, por qué no, mantenidos. Por consiguiente, pierde buena parte de su razón de ser la inamovilidad si los modos de selección del funcionariado están viciados y condicionados por la corrupción o el clientelismo.
Ahora vamos con la intocabilidad o intangibilidad de los funcionarios. Que, en cuanto trabajadores que son, aunque de las Administraciones públicas y no de la empresa privada, cuenten con la garantía de la inamovilidad no tiene por qué implicar que puedan vivir su profesión en régimen de perfecta impunidad. Que el Estado no pueda deshacerse de ellos ni arbitrariamente ni por algunas de las razones por las que podrían ser válidamente despedidos si se tratara de una empresa privada no es razón para que en su rendimiento y modo de trabajar puedan hacer de su capa un sayo e instalarse en el privilegio perfecto. El régimen de sanciones debe aplicarse y, si es necesario, reformarse, para que sea efectivo. La exigencia y la disciplina no tienen por qué ser menores que en la empresa privada. La productividad puede y debe hacerse valer, y no sólo incentivando al que más y mejor rinda, sino también penalizando al vago y al incapaz. No es admisible que el bajo rendimiento de muchos funcionarios sea excusa nada más que para crear más plazas de funcionario, a ver si entre muchos que hacen poco se da salida a la labor que podrían cumplir unos pocos que hicieran lo debido.
¿Quién le pone el cascabel al gato?

14 febrero, 2010

Teoría del cóctel.Por Francisco Sosa Wagner

Probablemente no sea una sorpresa para el ciudadano pero lo cierto es que la dedicación a la política es pecado a los ojos de los dioses. Como son muchas las tropelías que se pueden cometer desde el poder es lógico que el gobernante se deslice por el terraplén de los desmanes y al final incurra en la violación de un montón de preceptos morales. ¿Puede extrañar que ello desencadene la ira de quienes todo lo ven desde el más allá?
Creo que no. El político pues peca. Pero como no lo hace contra el Espíritu Santo, que es lo imperdonable según los textos más sagrados, puede impetrar la absolución por medio de la penitencia. Esto ha sido siempre así y no hay más que ver los libros penitenciales antiguos para advertir las que se imponían a los monjes en casos de pecados sonados: por ejemplo, la práctica de la sodomía se castigaba imponiendo un ayuno de diez años; la fornicación, si era una vez, tres años; la misma fornicación, cuando era repetida y disfrutada, hasta siete años y así seguido...
En el mundo de la política se ha impuesto una penitencia más sutil pero no por ello menos cruel: el cóctel. Los políticos que pecan, y somos todos, estamos condenados a depurar nuestra conciencia acudiendo a un cóctel que, a su vez, conoce modalidades diferenciadas: el cóctel sin discurso es la más benigna, a ella le sigue el cóctel con discurso de una, dos, tres o más personalidades en función de la gravedad de la infracción cometida. Yo puedo aducir mi propio ejemplo: la última semana en Bruselas he acudido a tres cócteles y he oído catorce discursos. No dudo de mi comportamiento censurable ni de que había pecado de forma recia pero tampoco dudo de que he quedado limpio cual patena tras la consagración.
Porque ha de saberse que el cóctel es ese lugar donde se coleccionan tonterías de una forma entonada y continua. La pregunta que hará el afortunado que no ha de asistir a cócteles es ¿son tontos quienes acuden a un cóctel? Mi experiencia me dice que no necesariamente. Ocurre sin embargo que en el cóctel se está de pie y esta posición erguida mantenida durante un par de horas desequilibra las lumbares, las cervicales y las articulaciones más sufridas que puedan existir en la humana corpulencia, lo que contribuye a que el sufridor se entregue a la formulación de los más manoseados lugares comunes cuando no sencillamente al desvarío mental.
Hay otro aspecto a considerar no menos relevante. Y es que esa misma posición despierta el apetito como ocurre con una excursión al monte o a la playa. Como quiera que en los cócteles se reparten canapés y montaditos de ibérico, es comprensible que el asistente busque en ellos el consuelo que no puede encontrar en la conversación con sus semejantes. Pero, al ser escasa la oferta y exigente la demanda, se produce el fenómeno que los economistas explican con tanto garbo y desenvoltura. Conclusión: no es fácil atrapar algo bueno y misericordioso para “la bucólica” (como diría don Miguel de Cervantes) y eso lleva al desánimo intelectual y a la pereza argumentativa. Es decir, a la sandez, a proferir vaciedades sin recato alguno.
Véase pues el cóctel como la penitencia aplicada a los políticos por sus atropellos. Quien no lo sea debe abstenerse de acudir a estos ágapes y su penitencia habrá de cumplirla en otros escenarios.
“Padre, me acuso de haber escrito un decreto y de haber presentado dos enmiendas en la Comisión de Presupuestos”. No te preocupes, hijo, asiste a siete cócteles, escucha diez discursos y cómete doce croquetas. Y yo te absuelvo de tus pecados en nombre del Padre...

13 febrero, 2010

Nº 4 de FANECA

La FANECA sigue su marcha por aguas turbias. Estos son los contenidos de su número 4, de hoy mismo:
- ¿Cómo se debe evaluar al profesorado universitario? Por Juan Antonio García Amado.
- Proceso a la enseñanza del Derecho. Por Mariano Yzquierdo Tolsada.
- La actitud de los profesores. Por Ángel Velasco Gómez.
- Ignorancia a la boloñesa. Por José Luis Pardo (enlace a Revista de Libros).
- ¿Cambiará el gobierno de las universidades? (Enlace a Campus).

12 febrero, 2010

Puto país de piratas

Me llevan los demonios. Hoy toca desahogo de cabreo. Lo siento.
Esta mañana llegué a la Facultad, que es donde se supone que debería estar, a las tantas, después de gastar el tiempo con lo que enseguida contaré. El teléfono estaba sonando. Era un muy prestigioso profesor de ciencias, de los más notables de mi Universidad, que quería pegar fuego a algo después de leer en el periódico mi columna -aquí la transcribí el otro día- sobre los siete mil millones de euros regalados por el Ministerio de Ciencia e Innovación a la fundación de los cocineros vascos. Comprensible. Le dije que me avisara cuando él y sus colegas vayan a salir a la calle, aunque no sea más que a quemar unos contenedores. Cuelgo y vuelve a sonar. Un querido colega de la Facultad se despacha sobre mil y un problemas burocráticos y mil pegas que le ponen para la tramitación de gastos de su proyecto de investigación. Volvimos a juramentarnos para jugar juntos a la loto, a ver si un día damos el gran corte de mangas al mundo académico-caciquil.
Y yo que ya llegaba caliente. Permítanme que suelte bilis relatando mis penas, aunque esta vez no tengan que ver con la universidad, sino con este maldito país de inútiles y ladrones.
Hace un año compré una caldera de calefacción, pues la que el constructor -otro que tal- había puesto en mi casa era una calamidad completa. Casi tres mil euros de nada. Los de la tienda me la instalaron, la pusieron a funcionar, me dijeron que estaba perfecta y que ya pasarían los de “la casa” a echarle el último vistazo. Pregunté si tenía yo que ocuparme de algo y me contestaron que no. Nunca aparecieron los de “la casa”.
Este invierno ha comenzado a dar problemas la dichosa caldera. Como tengo el suministro de gas contratado con Endesa y pago un contrato de mantenimiento, llamé al teléfono correspondiente. Naturalmente, la caldera había dejado de funcionar durante los días más fríos de este invierno. Después del consabido pulse uno, pulse dos, tóquese el escroto, escuche esta musiquita de puticlub, aguarde a que esté libre un operador, espere que le paso al departamento de averías, aguarde, que le pongo con el servicio técnico -quince minutos, más o menos-, toman nota y dicen que acudirá el manitas. Transcurren tres días y no llega nadie. Vuelvo a telefonear y paso por los mismos trámites de teclas, tocamientos y remisiones. Al fin, una señora me aclara que aún estamos en plazo y que el contrato habla de cuarenta y ocho horas. Es que van tres días, le replico. Respuesta: sí, pero son cuarenta y ocho horas laborables y hoy es domingo. Juro en arameo y sigo esperando. Cinco días más. Llamo. Contestación: que busque un reparador por mi cuenta, lo pague y pase la factura a Endesa. A todo esto, yo ya había recurrido al famoso sistema de dar unos golpes al aparato y había vuelto a funcionar, evitando así la congelación irreversible de una familia entera. Pero los “endesos” no lo sabían.
Al cabo de unas jornadas más y de quince días desde mi primera solicitud de asistencia, llegan el técnico. Echa un vistazo y dice que lo que tiene que ver con el servicio del gas está bien y que la caldera no puede tocarla porque está en garantía. Vale. A todo esto, vuelve a averiarse. Consulto con la empresa que me la vendió y me dan el número del servicio técnico de la marca, a quien corresponde la reparación durante la garantía. El señor que me atiende se pone a especular sobre si les corresponderá o no a ellos el arreglo o si no tendrán que ser los propios de la tienda que me la instalaron. Hago comparecer por mi boca a unos cuantos santos y se aviene a hacerse cargo, añadiendo incluso que, de paso, me sellan el papelajo de la garantía. Por suerte, conservo en perfecto estado la factura de compra.
Con día y medio de retraso sobre lo comprometido, aparece esta mañana el chapuzas del servicio técnico. No doy crédito a lo que veo y oigo. Le quita la tapa a la caldera, coge su móvil y se pone a pedir instrucciones a alguien que estaba al otro lado. Que si busca un cable rojo y desconéctalo, que si da tres vueltas a una tuerca pequeña que está detrás del contador de no sé qué, que si ahora aprieta el tornillo verde. Palabra. Cuarenta minutos así. Y el cacharro que no arranca. Le pregunto que cómo es ese sistema de arreglo telefónico y se confiesa: es que yo -dice- de calderas de gas no sé nada, yo sólo entiendo de calderas de gasóleo. Tócate los cataplines. Y sigue llamando a distintos compañeros, que le van aconsejando que apriete aquí o afloje allá.
Al fin parece que da con la clave y aquello vuelve a chutar. Mientras, le cuento lo de mis largas esperas y me dice que ellos tienen un servicio de asistencia inmediata la mar de bueno, que resuelve cualquier avería en el día y que sólo vale ciento y no sé cuántos euros al año. No sé pierda de vista que pago a Endesa unos cien por la asistencia técnica. Le replico que para qué voy yo a contratar tal servicio mientras la caldera esté en garantía, y ahí se arma la marimorena, pues, tan campante, me espeta: “ah, pero yo la mano de obra y el desplazamiento se los tengo que cobrar”. ¿Cómo? ¿Entonces qué cubre la garantía? Las piezas, me contesta, pero no he tenido que cambiar ninguna. A todo esto, él ya había rellenado y firmado el impreso de la garantía, previa comprobación de mi factura, y ese impreso estaba en mi mano.
Voy y consulto a mi mujer, que es de Civil y sabe de esas cosas de consumo. Confirma lo que hasta yo conocía: que me estaban tomando el pelo y me querían estafar como lo que son, chorizos profesionales. Así que digo al operario que me dé el teléfono de su jefe.
Al jefe de las pelotas le explico, muy educadamente, que están en un error. Comienza a alborotarse. Le digo que tranquilo y que en mi casa de esas cosas de derechos de los consumidores y garantías postventa sabemos algo y que le voy a contar lo que prescribe la ley. Se pone a gritar que nosotros seremos profesionales del Derecho, pero que él es ingeniero técnico superior y que a él no le da lecciones ni Dios. Tal cual. Así que, como corresponde a mis orígenes plebeyos, me cago literalmente en su santa madre -que no tendrá culpa, la mujer, pero conviene hacer homenaje a las tradiciones locales y autonómicas, como dice el pensamiento al uso-, lo mando a la mierda y cuelgo.
Ahora le toca al operario que estaba en mi presencia y que parecía una mosquita muerta. Que le tengo que firmar el parte de trabajo. Le digo que a ver. Lo rellena, lo miro y sólo constaba lo que había hecho en el cacharro, en el consabido lenguaje incomprensible y creo que con alguna falta de ortografía. Como uno es tonto y, además, muy respetuoso con los derechos de los trabajadores, y pensando y diciéndole que contra él nada había, hago ademán de ir a firmar. En ese momento coge el papel y dice que tiene que añadir algo que se le olvidaba: pone los precios de sus labores y del desplazamiento, más de cien euros. Con el inevitable mosqueo, le respondo que muy bien, pero que no firmo. Réplica del mozalbete: entonces devuélvame la garantía que le rellené, que me la llevo. ¿Que le devuelva qué? Le casco unas palabritas y se larga de casa despotricando por lo bajo, supongo que sobre mis muertos y sus circunstancias pre y postdefunción.
Y digo yo: ¿a cuántos ciudadanos ingenuos o mal informados dan el palo así estos cabrones? Y digo más: si el artículo 248.1 de Código Penal dice que “cometen estafa los que, con ánimo de lucro, utilizaren engaño bastante para producir error en otro, induciéndolo a realizar un acto de disposición en perjuicio propio o ajeno”, ¿he sido o no víctima de un intento de estafa? Que me lo expliquen los amigos penalistas. Además, el artículo 250.7 estipula pena agravada para la estafa cuando “el defraudador... aproveche... su credibilidad empresarial o profesional”. ¿No es ése el caso? Ya sé, me vendrán los queridos penalistas diciendo que en esta ocasión faltaba el dolo pirindolo o el animus calefactandi. Al tiempo. Tendré que alegar que al patán le asomaba del bolsillo una foto de un niño en pelotas o que es medio novio de una prima mía y que le dio un empujón el otro día. Verán como lo enchironan en un satiamén.
¿Que quiebran muchas empresas por la crisis? Mecagoentó, y más que tendrían que quebrar. Voy a empezar a descorchar un buen Rioja cada vez que me entere de una más que se fue al carajo. Ya sé, ya sé, no es justo y hay de todo, como en botica. Pero es que uno, parroquiano de lo más común, últimamente sólo se topa con atracadores disfrazados de pequeña, mediana y gran empresa. A la puñetera hoguera y viva el escarmiento. Leña al chivo, aunque sea chivo expiatorio. Al fin y al cabo, también uno es un ciudadano honrado en todo lo que puede y ninguno de estos empresarios de pega lo trata como corresponde. Si no queda más capitalismo posible que el capitalismo salvaje, yo me pido una lanza o un cañón sin retroceso. Qué cojones.

11 febrero, 2010

¿Acción o destino? Zapatero y el orden cósmico

Quién nos lo iba a decir, a lo mejor resulta que nuestro inefable Zapatero puede servir de botón de muestra para poner sobre la mesa alguna cuestión con enjundia filosófica y no sólo enigmas psico-sociológicos sobre la inteligencia de los pueblos o la atracción que el abismo ejerce sobre las masas atontadas.
La pregunta podría plantearse tal que así: la marcha de la economía de una nación o los altibajos de su bienestar ¿se relacionan con la acción de los gobiernos o están determinados por avatares estructurales que para nada dependen de las políticas concretas, al menos en ausencia de revoluciones o golpes de Estado?
Nuestra cultura está llena de contradicciones al respecto. En lo que tiene que ver con el destino de los individuos, la mentalidad moderna ha dejado en nosotros la convicción de que cada uno es dueño de su vida y la gobierna, de tal forma que el ideal de sujeto es el ser humano hecho a sí mismo a base de esfuerzo en el cultivo de su vocación y constancia en el manejo de sus dones, todo ello bajo la guía de una conciencia estrictamente personal. Pero, al tiempo, quedan abundantísimas secuelas de los esquemas antiguos, según los cuales nuestro sino individual y colectivo está dirigido por fuerzas que nos trascienden y de las que somos poco más que juguetes o marionetas. También se puede contemplar todo ello como tensión entre pensamiento secular y pensamiento religioso. Si mi vida es nada más que mía, mi suerte depende de mí y yo me hago responsable de cuanto derive del manejo de mi libertad. Si estoy en manos de un dios o de cualquier tipo de mecánica cósmica, hasta mi libertad es espejismo y todo lo que me suceda está fuera de mi control, determinado, preescrito y prescrito en las estrellas o en el hacer divino. Nuestras madres solían despedirnos, cuando salíamos de viaje, con el consejo de que nos abrigáramos para no coger un resfriado, pero se quedaban rezando a su Dios para que velara por nuestra salud. Los entusiastas de algún equipo de fútbol desean que éste cuente con los jugadores más competentes y el mejor entrenador, pero durante los partidos se ponen a rezar para que el gol de la victoria lo meta algún santo.
Dentro del cristianismo se reprodujo esa antítesis. Mientras el catolicismo explica que la salvación depende de nuestras obras e insiste en que serán los justos los que, por sus buenas acciones, consigan su parcelita en el Paraíso, Lutero lo fiaba casi todo a la predestinación y no reservaba la dicha eterna para el que se la ganara con sus obras. Más aún, insistía Lutero en que la fe era compatible con el pecado y que la confianza en Dios y la esperanza de que nos haya asignado fichas blancas no debe decaer aunque nos veamos débiles y poco enteros en esta vida.
¿Y Zapatero qué pinta en todo esto? Pues pinta que podemos contemplarlo como ejemplo de esa mentalidad religiosa de tintes premodernos. Los críticos se le echan encima porque no toma medidas para atajar la crisis económica, porque se queda a verlas venir y se empecina en el puro gesto, en la confianza idiotizada en que las cosas se arreglaran cuando toque, en los mohínes mediante los que revela que no puede asumir que no venga la Providencia a sacarnos del arroyo, a nosotros y a él, que tanto confiamos en el destino de los virtuosos y que tan buena suerte hemos gozado hasta hace poco. Unos insisten en que está poseído por una nueva enfermedad mental llamada buenismo; otros solemos insistir en que simplemente es tonto de remate y tiene menos luces que un topo. De todo habrá, pero puede que no sea ociosa la hipótesis de que ese pobre diablo tiene algo de una mentalidad que es trasunto del viejo cristianismo, con cierto predominio de su versión protestante. Cree que para el progreso de una nación bastan las intenciones puras del que la rija y que a la postre se salvarán los que se atengan a los mandamientos, aunque los suyos ya no sean los de la Ley de Dios, sino los del progresismo de baratillo. Y, adicionalmente, piensa que lo que haya de ser será y que poco vale la acción del hombre, ni siquiera la del político con mando, si en el orden del mundo está previsto que nos toque ahora bailar con la más fea. Hay que confiar hasta el fin, no perder la fe, interpretar los signos del modo más favorable y poner el esfuerzo mejor no en el trabajo o en la brega contra los inconvenientes, sino en la esperanza, aunque caigan chuzos de punta.
La suya es una esperanza sostenible y contrafáctica, como cuando al enfermo grave que no sabe si operarse a vida o muerte se le aconseja que lo mejor es rezar y se le persuade que será lo que Dios quiera y que más hace Dios que cualquier cirujano. Confianza es la palabra que más emplea, mientras se queda quieto y aguarda a que la tormenta pase o las fiebres bajen solas, repite que lo peor ya pasó porque necesita agarrarse a un clavo ardiendo y no acepta que la fortuna le dé la espalda, toma los desastres como prueba para su fe y la nuestra, se rodea de quienes como él prefieren la letanía a la consciencia o el puñetazo sobre la mesa. Y tampoco se olvida de que el demonio hace de las suyas y conspira contra los que se entregan a la santidad, aunque unas veces ve a Belcebú encarnado en los empresarios o en el capital financiero, al día siguiente en la prensa económica internacional y casi siempre en la oposición. Porque, con sus esquemas mochos, si él y los suyos son los justos y los elegidos, qué pueden ser los que se le opongan sino encarnación de las fuerzas del Averno. Mientras, su grey entona salmos y enciende hogueras, elabora índices de ideas prohibidas, reprime en lo que puede a los herejes y manda callar a los heterodoxos. ¿Diálogo, pactos, colaboración con todos? En qué cabeza cabe que se hayan de hacer concesiones a los réprobos o dar pábulo a los malvados. Antes muertos todos, en gloriosa expiación y para que los dioses aprecien la grandeza del sacrificio.
No digo que él sea ni medio consciente de todo esto, pobrecillo mío. Sólo afirmo que se parece mucho más a nuestras abuelas -y que me perdonen las abuelas- o a los curas que no le gustan, que a un gobernante de esta época.
Pero a lo mejor tiene razón, y el tiempo lo dirá. Si salimos de ésta con él cantando al timón y bajo la lluvia, será indicio de que algo hay. Seguramente no de que el Más Allá controle la deuda pública, el paro o el PIB, pero tal vez sí de que el mundo se autorregula a su aire, azarosamente, y que da igual que el poder político esté en manos de un genio o del más simple de los mortales, como es el caso. Al fin y al cabo, se dice que bienaventurados los pobres de espíritu y que de ellos será el Reino de los Cielos. Y en este Reino nuestro, de pobres de espíritu y tontos de capirote vamos bien servidos. Así que a esperar y a seguir rezando.