Una de las revistas señeras de la Filosofía del Derecho española está de aniversario y los amigos que la dirigen me han pedido un articulillo en el que exprese mi opinión sobre la situación actual de nuestra iusfilosofía. Al fin, en agosto, con un pie en el mar y el otro al pie de la cama de mi hija con oportunas fiebres, voy terminando el engendro y saldrá como era de temer. Ya no está uno para paños calientes, ha aprendido que en cuestión de amigos es mejor tener pocos y firmes y, sobre todo, no duelen prendas por ningún lucro cesante, pues nada lucra más que la libertad y la independencia. Esto último deberían descubrirlo más de cuatro que se la siguen cogiendo con papel de fumar como a los veinticinco años, o más.
Adelanto el contenido de un apartado de dicho escrito, apartado que se titula "Mal de muchos...". Ahí va.
Cierto, muy cierto, que en otras disciplinas tampoco están como para lanzar cohetes. En cuanto filósofos del Derecho, participamos en aproximada igualdad de los males que aquejan tanto a la universidad española en general como a las disciplinas jurídicas en particular. Nos regimos todos por las mismas normas, padecemos idénticos gobernantes y administradores, venimos de los mismos hábitos, cultivamos idénticas mañas y nos sometemos de consuno al imperio mediocre y miope de pedagogos iletrados, psicólogos especializados en manualitos de autoayuda para cretinos e ingenuos y sociólogos que se harían matar antes de dejar de parecer “progres”, lo que no es óbice para que todos ellos vendan su averiada mercancía a tirios y a troyanos y pasen por ser el alma de una enseñanza moderna y unos métodos de investigación que al universitario honrado le provocan vergüenza ajena y ganas de echarse al monte con una escopeta. Pero las cosas son como son y en la contemporánea “guerra de las facultades” el tradicional poder de los juristas ha pasado a manos de expertos en educación y tiralevitas (discúlpeseme la redundancia). Por lo que no es de extrañar que todos, iusfilósofos y demás, andemos en los últimos años perdidos entre variadas burocracias, sumergidos entre memorias e informes y devanándonos los sesos para adivinar qué competencias, habilidades y destrezas se activan en el magín del estudiante cuando se le cuenta lo de la norma fundamental de Kelsen, lo del usufructo vidual o lo de la responsabilidad extracontractual de la Administración, pongamos por caso.
Nunca se gastaron tantas horas para labores tan estériles. Si algo hay peor que el que los profesores se pasen las jornadas en su casa y ante el televisor, es que se las pasen en sus despachos desentrañando aplicaciones informáticas para calcular el cociente de competencias partido por el índice de practicabilidad de una asignatura cuatrimestral, a fin de satisfacer con dicho cálculo a una comisión de un vicerrectorado de calidad que vela porque ningún alumno suspenda y se vaya a la privada a comprar lo que le podemos regalar aquí mismo.
Tengo datos. Por distintas razones, en los últimos años he podido acceder a los resultados de grupos de investigación jurídica constituidos en numerosas universidades españolas. Y el balance es para preocuparse: de cinco años para acá la productividad media ha descendido más de un veinticinco por ciento. Y mucho me temo que si, además de en lo cuantitativo, reparáramos en la calidad, el panorama sería aún más descorazonador. ¿A qué obedece semejante crisis? No es éste el lugar apropiado para extenderse, pero creo que resulta más que razonable la hipótesis de que el profesorado universitario actual se ve compelido a perder un tiempo abundantísimo en inútiles papeleos y en estériles burocracias. El que no está siendo evaluado para esto o lo otro está evaluando al que se evalúa, y todos, los aspirantes y los consagrados, son inducidos por el “sistema” burocrático-pedagógico a dedicar su tiempo a tonterías sin poso y a trivialidades sin más fundamento que éste, ciertamente importantísimo: en el momento en que ya nadie haga en la universidad española algo serio y de largo aliento, ya seremos todos como la mayoría de los que desde vicerrectorados y facultades de Educación nos gobiernan. Muerto el perro, se acabó la rabia; desaparecido el investigador serio y el docente con enjundia, ya seremos, ¡al fin!, todos iguales, todos buenos. Pues sabido es que de noche todos los gatos son pardos.
A la crisis indudable y terminal de las universidades se une la pausada crisis de las facultades de Derecho. A Dios o que es de Dios y al César lo suyo. Que las alternativas metodológicas que los psicopedagogos nos ofrecen no suelan pasar de majaderías para dummies y pasatiempo para ociosos vitalicios no tiene que ser razón para que no reconozcamos que a nuestras facultades ya les va haciendo falta un repasito de sus métodos, sus planes y sus esquemas. Dicen que en esta realidad tan dinámica y globalizada del presente el Derecho y sus circunstancias cambian sin tregua, pero en las facultades de Derecho no se nota y diríase que seguimos cómodamente instalados en el XIX y compartiendo la hora del café con Puchta o Cambacérès. Casi todo va quedando artificioso por desfasado, desde la división en áreas de conocimiento hasta el teoreticismo vacuo de muchas maneras de enseñar, desde los planes de estudio –¡qué nueva oportunidad acabamos de perder!- hasta los estilos de las publicaciones. No se ha sabido o podido encontrar el camino correcto entre los extremos viciosos de la teoría sin práctica de tanto docente de tiempo completo y la práctica sin teoría de tanto profesor asociado que tapa huecos o cubre bajas.
Y ahí, en esa tradición de artificiales divisiones (derecho público/derecho privado, derecho sustantivo/derecho procesal, disciplinas “formativas”/disciplinas dogmáticas...), tradición que permanece incólume pese a tanto fingimiento y tanta reforma aparente, la Filosofía del Derecho sigue en su papel y en sus trece. El Derecho es lo que es (diríase que prosaico, elemental, vulgar incluso, cosa de leguleyos y querulantes) y, en su triste elementalidad, ya lo enseñan los de las asignaturas “de derecho positivo”. Luego vienen los de Filosofía del Derecho y le dan su toque de prestancia, aunque sólo sea eso, un toque, un aroma, unos polvos, y no sirva nada más que para recordarnos que hasta los más viles menesteres tienen su honor y su justicia cuando el que los cumple se encomienda a los verdaderos dioses. Antes, y también en tiempos de Franco, había que mostrar al estudiantado que la muy gris ley positiva se tornaba humano homenaje a las más sublimes esencias en cuanto se reparaba en que no podía contravenir leyes eternas y naturales, invisibles pero presentes, inasibles pero constantes, alma bien justa de códigos pecadores y para pecadores. A día de hoy esos esquemas y tal bipartición se mantienen tal cual, sólo que ahora se llama principios a lo que antes se denominaba ley natural, se dice que son el aliento de las constituciones en lugar de la sustancia espiritual del ordenamiento entero y, tercera diferencia, se confirma la grociana hipótesis del etiam si daremus, pues se puede ser ateo y hasta socialdemócrata sin dejar de pensar que la ley que no case con la verdad no es ley sino corrupción de ley y que frente al humano descarrío siempre nos quedará la posibilidad de implantar sobre la tierra la justicia si atendemos la llamada de la trascendencia. Amén.
Y ahí tenemos, una vez más, al penalista que explica su código y al civilista que expone el suyo o al administrativista que da cuenta del tratado de García de Enterría, al tiempo que el iusfilósofo les convence a todos de que todo es maculatura si no lo empapa la gracia de los valores y no se inspira en la bienaventuranza de los supremos principios, esos que son principios constitucionales tanto si la constitución positiva los nombra como si no, igual que mi ser tiene alma y no únicamente cuerpo por mucho que yo me engolfe y me empeñe en darle gusto al último y no quiera ver cuánto le debo a la primera y que es la primera. Y como la ley contraria a los principios que el iusfilósofo descubre en la constitución para mayor gloria del constitucionalista -que ahora es neoconstitucionalista y no lo sabía- no es Derecho verdadero aunque vaya con todos los parabienes formales y no ofenda ni a la lógica ni a la semántica de las normas positivas superiores, cualquier norma jurídica regirá para el caso que se le ofrezca solamente si la justicia no demanda una excepción o si no hay un principio que pese más. Pues el Derecho hoy se aplica con balanza, pero no aquella que manejaba la antigua diosa con los ojos tapados, sino que la de ahora, que sirve para ponderar principios de los que por doquier concurren, es balanza de tendero y el que la lleva tiene los ojos bien abiertos por si el amo desea alguna cosa o al señorito se le ofrece un capricho o busca un alivio. Y por eso nunca fue tan disputado el nombramiento de los más altos jueces ni hubo tanta polémica para que cada territorio tenga magistrados propios que sepan sopesar los principios e inaplicar las reglas según convenga a los caciques respectivos. Porque no es que los jueces se hayan corrompido, sino que es la Justicia misma la que se hace venal y frívola, por mucho que sus sacerdotes digan desde las iusfilosóficas cátedras que no es vicio sino sacramento lo que de esa guisa se cuece.
Y volvemos los del gremio a dar gato por liebre. Íbamos a hacer en serio y al fin una teoría de las normas, y nos quedamos a medias, pues a mitad de camino descubrimos que las que son más importantes son de otra pasta y que en lugar de decir pesan, y en lugar de procurar certeza al ciudadano aseguran gabelas al oráculo y dan para unos cursos de verano junto con teólogos y quiromantes. Parecía que retomábamos la teoría del sistema jurídico, y nos atascamos en los Diez Mandamientos y sus cabalísticas interrelaciones como partes esenciales de cualquier sistema jurídico con empaque moderno. Empezamos a cultivar con gran esmero la teoría de la argumentación como forma de evitar el abuso, la sinrazón y la arbitrariedad, y la hicimos al final una herramienta para que los iluminados averigüen caso por caso el contenido de los verdaderos principios, esos que son Alfa y Omega de todo Derecho posible y que han sido revelados a los poderes constituyentes de poco para acá, y para que esos mismos sacerdotes de la verdad jurídica eterna detecten falacias en el ojo ajeno, en el ojo del positivista, del relativista, del escéptico o del que sigue pensando que el rey está desnudo o que el legislador hace la ley y el iusfilósofo la trampa. Quisimos emparentarnos con los profesores de Ética y acabamos proclamando lo mismo que nuestras abuelas, esto es, que hay que ser buenos y amar al prójimo, sólo que nosotros lo ponemos con notas a pie de página. Quisimos quedarnos con la Filosofía Política y nos aplicamos a justificar la democracia, aun cuando su producto señero, la ley parlamentaria, la queramos aplicable nada más que cuando no choque con la justicia ni ofenda nuestros principios, que no en vano, amén de nuestros, están grabados a fuego en cualquier constitución de primera.
Nunca se gastaron tantas horas para labores tan estériles. Si algo hay peor que el que los profesores se pasen las jornadas en su casa y ante el televisor, es que se las pasen en sus despachos desentrañando aplicaciones informáticas para calcular el cociente de competencias partido por el índice de practicabilidad de una asignatura cuatrimestral, a fin de satisfacer con dicho cálculo a una comisión de un vicerrectorado de calidad que vela porque ningún alumno suspenda y se vaya a la privada a comprar lo que le podemos regalar aquí mismo.
Tengo datos. Por distintas razones, en los últimos años he podido acceder a los resultados de grupos de investigación jurídica constituidos en numerosas universidades españolas. Y el balance es para preocuparse: de cinco años para acá la productividad media ha descendido más de un veinticinco por ciento. Y mucho me temo que si, además de en lo cuantitativo, reparáramos en la calidad, el panorama sería aún más descorazonador. ¿A qué obedece semejante crisis? No es éste el lugar apropiado para extenderse, pero creo que resulta más que razonable la hipótesis de que el profesorado universitario actual se ve compelido a perder un tiempo abundantísimo en inútiles papeleos y en estériles burocracias. El que no está siendo evaluado para esto o lo otro está evaluando al que se evalúa, y todos, los aspirantes y los consagrados, son inducidos por el “sistema” burocrático-pedagógico a dedicar su tiempo a tonterías sin poso y a trivialidades sin más fundamento que éste, ciertamente importantísimo: en el momento en que ya nadie haga en la universidad española algo serio y de largo aliento, ya seremos todos como la mayoría de los que desde vicerrectorados y facultades de Educación nos gobiernan. Muerto el perro, se acabó la rabia; desaparecido el investigador serio y el docente con enjundia, ya seremos, ¡al fin!, todos iguales, todos buenos. Pues sabido es que de noche todos los gatos son pardos.
A la crisis indudable y terminal de las universidades se une la pausada crisis de las facultades de Derecho. A Dios o que es de Dios y al César lo suyo. Que las alternativas metodológicas que los psicopedagogos nos ofrecen no suelan pasar de majaderías para dummies y pasatiempo para ociosos vitalicios no tiene que ser razón para que no reconozcamos que a nuestras facultades ya les va haciendo falta un repasito de sus métodos, sus planes y sus esquemas. Dicen que en esta realidad tan dinámica y globalizada del presente el Derecho y sus circunstancias cambian sin tregua, pero en las facultades de Derecho no se nota y diríase que seguimos cómodamente instalados en el XIX y compartiendo la hora del café con Puchta o Cambacérès. Casi todo va quedando artificioso por desfasado, desde la división en áreas de conocimiento hasta el teoreticismo vacuo de muchas maneras de enseñar, desde los planes de estudio –¡qué nueva oportunidad acabamos de perder!- hasta los estilos de las publicaciones. No se ha sabido o podido encontrar el camino correcto entre los extremos viciosos de la teoría sin práctica de tanto docente de tiempo completo y la práctica sin teoría de tanto profesor asociado que tapa huecos o cubre bajas.
Y ahí, en esa tradición de artificiales divisiones (derecho público/derecho privado, derecho sustantivo/derecho procesal, disciplinas “formativas”/disciplinas dogmáticas...), tradición que permanece incólume pese a tanto fingimiento y tanta reforma aparente, la Filosofía del Derecho sigue en su papel y en sus trece. El Derecho es lo que es (diríase que prosaico, elemental, vulgar incluso, cosa de leguleyos y querulantes) y, en su triste elementalidad, ya lo enseñan los de las asignaturas “de derecho positivo”. Luego vienen los de Filosofía del Derecho y le dan su toque de prestancia, aunque sólo sea eso, un toque, un aroma, unos polvos, y no sirva nada más que para recordarnos que hasta los más viles menesteres tienen su honor y su justicia cuando el que los cumple se encomienda a los verdaderos dioses. Antes, y también en tiempos de Franco, había que mostrar al estudiantado que la muy gris ley positiva se tornaba humano homenaje a las más sublimes esencias en cuanto se reparaba en que no podía contravenir leyes eternas y naturales, invisibles pero presentes, inasibles pero constantes, alma bien justa de códigos pecadores y para pecadores. A día de hoy esos esquemas y tal bipartición se mantienen tal cual, sólo que ahora se llama principios a lo que antes se denominaba ley natural, se dice que son el aliento de las constituciones en lugar de la sustancia espiritual del ordenamiento entero y, tercera diferencia, se confirma la grociana hipótesis del etiam si daremus, pues se puede ser ateo y hasta socialdemócrata sin dejar de pensar que la ley que no case con la verdad no es ley sino corrupción de ley y que frente al humano descarrío siempre nos quedará la posibilidad de implantar sobre la tierra la justicia si atendemos la llamada de la trascendencia. Amén.
Y ahí tenemos, una vez más, al penalista que explica su código y al civilista que expone el suyo o al administrativista que da cuenta del tratado de García de Enterría, al tiempo que el iusfilósofo les convence a todos de que todo es maculatura si no lo empapa la gracia de los valores y no se inspira en la bienaventuranza de los supremos principios, esos que son principios constitucionales tanto si la constitución positiva los nombra como si no, igual que mi ser tiene alma y no únicamente cuerpo por mucho que yo me engolfe y me empeñe en darle gusto al último y no quiera ver cuánto le debo a la primera y que es la primera. Y como la ley contraria a los principios que el iusfilósofo descubre en la constitución para mayor gloria del constitucionalista -que ahora es neoconstitucionalista y no lo sabía- no es Derecho verdadero aunque vaya con todos los parabienes formales y no ofenda ni a la lógica ni a la semántica de las normas positivas superiores, cualquier norma jurídica regirá para el caso que se le ofrezca solamente si la justicia no demanda una excepción o si no hay un principio que pese más. Pues el Derecho hoy se aplica con balanza, pero no aquella que manejaba la antigua diosa con los ojos tapados, sino que la de ahora, que sirve para ponderar principios de los que por doquier concurren, es balanza de tendero y el que la lleva tiene los ojos bien abiertos por si el amo desea alguna cosa o al señorito se le ofrece un capricho o busca un alivio. Y por eso nunca fue tan disputado el nombramiento de los más altos jueces ni hubo tanta polémica para que cada territorio tenga magistrados propios que sepan sopesar los principios e inaplicar las reglas según convenga a los caciques respectivos. Porque no es que los jueces se hayan corrompido, sino que es la Justicia misma la que se hace venal y frívola, por mucho que sus sacerdotes digan desde las iusfilosóficas cátedras que no es vicio sino sacramento lo que de esa guisa se cuece.
Y volvemos los del gremio a dar gato por liebre. Íbamos a hacer en serio y al fin una teoría de las normas, y nos quedamos a medias, pues a mitad de camino descubrimos que las que son más importantes son de otra pasta y que en lugar de decir pesan, y en lugar de procurar certeza al ciudadano aseguran gabelas al oráculo y dan para unos cursos de verano junto con teólogos y quiromantes. Parecía que retomábamos la teoría del sistema jurídico, y nos atascamos en los Diez Mandamientos y sus cabalísticas interrelaciones como partes esenciales de cualquier sistema jurídico con empaque moderno. Empezamos a cultivar con gran esmero la teoría de la argumentación como forma de evitar el abuso, la sinrazón y la arbitrariedad, y la hicimos al final una herramienta para que los iluminados averigüen caso por caso el contenido de los verdaderos principios, esos que son Alfa y Omega de todo Derecho posible y que han sido revelados a los poderes constituyentes de poco para acá, y para que esos mismos sacerdotes de la verdad jurídica eterna detecten falacias en el ojo ajeno, en el ojo del positivista, del relativista, del escéptico o del que sigue pensando que el rey está desnudo o que el legislador hace la ley y el iusfilósofo la trampa. Quisimos emparentarnos con los profesores de Ética y acabamos proclamando lo mismo que nuestras abuelas, esto es, que hay que ser buenos y amar al prójimo, sólo que nosotros lo ponemos con notas a pie de página. Quisimos quedarnos con la Filosofía Política y nos aplicamos a justificar la democracia, aun cuando su producto señero, la ley parlamentaria, la queramos aplicable nada más que cuando no choque con la justicia ni ofenda nuestros principios, que no en vano, amén de nuestros, están grabados a fuego en cualquier constitución de primera.
Completamente de acuerdo con el profesor García Amado.
ResponderEliminarCon el neoconstitucionalismo, el Derecho existe solo hasta que choca con la "moral" del juez (o con lo que el juez "interpreta" que es la moral de la sociedad).
O sea que el Derecho, objetivamente, no existe.
El problema es más grave en mi patria, Ecuador, donde, por lo general, la moral de los jueces tampoco existe.
Héctor Yépez