10 junio, 2012

La compañía IBERIA y el ketchup. Por Francisco Sosa Wagner


No hace mucho me refería al honor de la patata frita y hoy me veo obligado a volver sobre esta filigrana del quehacer humano pues el cerco que se cierne sobre ella es cada vez más estrecho.

Como se sabe, cuando a la patata frita se le añaden unos huevos, aceite y sal (a veces también cebolla) sale la tortilla de patata, suprema creación de los fogones y verdadera seña de identidad de la cocina española. Nunca he entendido cómo los italianos han conseguido colocar su pizza en el mundo entero y ahora los turcos su kebab y nosotros no lo hemos logrado (o ni siquiera lo hemos intentado) con nuestra tortilla de patatas. O con nuestras empanadas a las que algún día será necesario dedicar una sosería de lujo.

Debería crearse una Orden específica consagrada a la gloria de la tortilla de patata y organizar romerías y peregrinaciones a los lugares de culto a la tortilla. Adviértase que esta tortilla se llama “española” desde hace varios siglos y compárese con la que lleva el adjetivo “francesa” desde hace también mucho tiempo. No hay color entre ellas: la francesa es escueta, le falta imaginación y altura de miras; la española es heroica, lleva consigo el alma del alboroto que ha producido en la cocina, y acumula secretos y delicias. No hay dos familias españolas que la hagan igual y eso es ya una muestra innegable de su genialidad porque esta cualidad se predica precisamente de lo irrepetible. Se puede estar comiendo tortilla de patatas todos los días pero, si se hace en casas distintas, el sabor, la textura, la mixtura de sus elementos, la color misma, todo será distinto como distintas son las olas que se acogen a la orilla o al acantilado por más que vengan engendradas por las mismas alcobas del mar y el mismo viento.

La tortilla admite cientos de miradas y también miles de exigencias. La tortilla de patatas tiene algo de eucaristía, de sacramento pues ¿qué es sino un signo de la gracia a través del cual se accede a una vida que, por él, cobra mayor plenitud?

Si pienso todo esto y soy capaz de teorizarlo, se comprenderá la cara que puse cuando, viajando recientemente en avión, me ofrecieron -¡y encima previo pago!- un bocadillo de tortilla de patatas con ketchup. Alguien me dirá: “bah, sería en alguna compañía aérea extranjera o incluso protestante”. Pues no, en la mismísima IBERIA, la que lleva los colores de la bandera de España en sus aviones, la que pasea la españolidad por los cinco continentes, esa empresa, que tan bien nos trata en otras ocasiones, se permite mancillar el honor de la españolísima tortilla de patatas mezclándola con el ketchup.

Entiendo que las personas más sensibles desconocerán qué es el ketchup. Les explicaré que se trata de una salsa de tomate de origen americano condimentada con vinagre, azúcar, sal y algunas especias. El resultado es algo vulgar, propio para mezclarlo con alimentos apócrifos, con productos de una imaginación culinaria degradada y sin músculo.

Nunca ¡con la tortilla de patatas! Esto es una indecencia y solo por eso merecería la compañía IBERIA ser llevada ante los tribunales de justicia, ante los servicios de la competencia y ante los confesonarios más puntillosos. No se puede ofender a la tortilla de patatas de esta manera tan agresiva y, además, tan gratuita. ¿A qué viene esta mezcla ignominiosa? ¿Es una burla, un insulto, una afrenta inspirada por alguien que quiere contribuir a arruinar el prestigio de España? ¿Es la vuelta a la leyenda negra solo que ahora pintada de ese abominable color rojizo?

Mediten los facedores de este entuerto el atropello que han cometido y reparen el daño causado rindiendo un homenaje a la tortilla de patatas española e invocando al demonio para que se lleva a las entrañas de su imperio esa bastarda combinación que han tenido el tupé de ofrecer a sus indefensos viajeros.

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