No hace mucho me refería al honor de la
patata frita y hoy me veo obligado a volver sobre esta filigrana del quehacer
humano pues el cerco que se cierne sobre ella es cada vez más estrecho.
Como se sabe, cuando a la patata frita se le
añaden unos huevos, aceite y sal (a veces también cebolla) sale la tortilla de
patata, suprema creación de los fogones y verdadera seña de identidad de la
cocina española. Nunca he entendido cómo los italianos han conseguido colocar
su pizza en el mundo entero y ahora los turcos su kebab y nosotros no lo hemos logrado (o ni siquiera lo hemos
intentado) con nuestra tortilla de patatas. O con nuestras empanadas a las que
algún día será necesario dedicar una sosería de lujo.
Debería crearse una Orden específica
consagrada a la gloria de la tortilla de patata y organizar romerías y
peregrinaciones a los lugares de culto a la tortilla. Adviértase que esta
tortilla se llama “española” desde hace varios siglos y compárese con la que
lleva el adjetivo “francesa” desde hace también mucho tiempo. No hay color
entre ellas: la francesa es escueta, le falta imaginación y altura de miras; la
española es heroica, lleva consigo el alma del alboroto que ha producido en la
cocina, y acumula secretos y delicias. No hay dos familias españolas que la
hagan igual y eso es ya una muestra innegable de su genialidad porque esta
cualidad se predica precisamente de lo irrepetible. Se puede estar comiendo
tortilla de patatas todos los días pero, si se hace en casas distintas, el
sabor, la textura, la mixtura de sus elementos, la color misma, todo será
distinto como distintas son las olas que se acogen a la orilla o al acantilado
por más que vengan engendradas por las mismas alcobas del mar y el mismo
viento.
La tortilla admite cientos de miradas y
también miles de exigencias. La tortilla de patatas tiene algo de eucaristía,
de sacramento pues ¿qué es sino un signo de la gracia a través del cual se
accede a una vida que, por él, cobra mayor plenitud?
Si pienso todo esto y soy capaz de
teorizarlo, se comprenderá la cara que puse cuando, viajando recientemente en
avión, me ofrecieron -¡y encima previo pago!- un bocadillo de tortilla de
patatas con ketchup. Alguien me dirá:
“bah, sería en alguna compañía aérea extranjera o incluso protestante”. Pues
no, en la mismísima IBERIA, la que lleva los colores de la bandera de España en
sus aviones, la que pasea la españolidad por los cinco continentes, esa
empresa, que tan bien nos trata en otras ocasiones, se permite mancillar el
honor de la españolísima tortilla de patatas mezclándola con el ketchup.
Entiendo que las personas más sensibles
desconocerán qué es el ketchup. Les
explicaré que se trata de una salsa de tomate de origen americano condimentada
con vinagre, azúcar, sal y algunas especias. El resultado es algo vulgar,
propio para mezclarlo con alimentos apócrifos, con productos de una imaginación
culinaria degradada y sin músculo.
Nunca ¡con la tortilla de patatas! Esto es
una indecencia y solo por eso merecería la compañía IBERIA ser llevada ante los
tribunales de justicia, ante los servicios de la competencia y ante los
confesonarios más puntillosos. No se puede ofender a la tortilla de patatas de
esta manera tan agresiva y, además, tan gratuita. ¿A qué viene esta mezcla
ignominiosa? ¿Es una burla, un insulto, una afrenta inspirada por alguien que
quiere contribuir a arruinar el prestigio de España? ¿Es la vuelta a la leyenda
negra solo que ahora pintada de ese abominable color rojizo?
Mediten los facedores de este entuerto el
atropello que han cometido y reparen el daño causado rindiendo un homenaje a la
tortilla de patatas española e invocando al demonio para que se lleva a las
entrañas de su imperio esa bastarda combinación que han tenido el tupé de
ofrecer a sus indefensos viajeros.
Yo como tortilla con ketchup. hay algún problema?
ResponderEliminar