Hoy
les voy a contar lo que pasó en Tololensville. Ni es alegoría ni tiene moraleja
ni nada de nada, la historia pasó como la relato y no hay más vueltas que
darle. Si omito detalles geográficos o evito precisiones temporales es porque,
al fin y al cabo, nada añadirían a la trama, que es lo que importa.
Tololensville
es la capital de la región de Cupboardlake, en el poniente del país. Su clima
es templado en invierno y extremamente caluroso en verano, con altos índices de
humedad debido a que el gran lago se halla nada más que a diez kilómetros de la
ciudad. En su mejor época, de la que hablaremos ahora, no llegaban al medio
millón los habitantes, muy celosos ellos de sus tradiciones y con fama de aguerridos
en las batallas y tiernos en los lances íntimos.
Durante
la dictadura que oprimió al país por largo tiempo, a Tololensville le
correspondió un raro privilegio: fue allí, en el extrarradio mismo de la urbe,
donde se ubicaron las grandes fábricas de aparatos de tortura. En efecto, y
como ya recogen los libros abundantes sobre aquel período oprobioso, bajo la
dictadura se torturó de forma masiva y sistemática. No sólo había tortura en
las cárceles, los cuarteles, los centros de detención, las comisarías y los
campos de concentración, también era poco menos que imperativo torturar en
escuelas, centros deportivos, carreteras…, y hasta en las casas torturaban
padres y madres a hijos, esposos a esposas, nietos a abuelos, etc. Cuesta
comprenderlo si lo pensamos desde nuestros días, aunque poco tiempo ha pasado
en verdad; pero así era. En los colegios se incitaba a los profesores a aplicar
castigo físico extremo a sus estudiantes más remisos y a los alumnos más
torpes, por no decir de los indisciplinados; en los gimnasios o donde quiera
que entrenaran los que se dedicaban a deportes de competición, eran torturados
los que cada semana rendían menos, unas veces por los entrenadores y a menudo
por sus propios compañeros; cuando un guardia de tráfico descubría una
infracción, el conductor era apeado de su vehículo y llevado al más cercano
centro de tortura, donde se le administraba el correspondiente tratamiento; los
niños aprendían a comportarse en la mesa o a hablar en el debido tono a base de
las torturas que sus progenitores les infligían con instrumentos adaptados a su
edad y su peso. De a qué extremos de crueldad y dolor se llegó en las prisiones
o con los meros sospechosos de delito cualquiera no hará falta que se den a
estas alturas detalles.
Lo
que para nuestra historia importa es que fue surgiendo una auténtica industria
de la tortura y que, por un ensamblaje de circunstancias que sería largo de
desentrañar y que al fin poco nos importa, acabaron las fábricas en la zona de
Tololensville. El golpear con la mano o el puño o con cualquier otra parte del
cuerpo se tenía por indigno tanto para torturador como para torturado. Por eso
se recurrió a todo tipo de herramientas, primero muy elementales y clásicas,
como palos, barras, cables, sogas o cualquier clase de útiles cortantes, y
después se fueron inventando aparatos tremendamente sutiles y de extrema
precisión, según la zona del cuerpo de la que se quisiera sacar el dolor y según
el tipo de efecto que se buscara, por ejemplo con sangre o sin sangre, con
huella perdurable o sin huella, provocando rápido desmayo o dosificando para
que la conciencia no se perdiera, con amputaciones o sin amputaciones, y así
sucesivamente. En las librerías se encontraban manuales del buen torturador y
la de diseñador de útiles de tortura se tornó profesión muy prestigiosa y bien
remunerada, hasta el punto de que hubo un título universitario de Diplomado en
Diseño para el Dolor.
Tololensville
vivió décadas de esplendor, aquellas fábricas crecían y crecían y, aun así, no
daban abasto para la altísima demanda, había pleno empleo y la ciudad se iba
extendiendo, los salarios eran altos y los negocios y comercios de la zona
hacían consecuentemente su agosto, desde bancos hasta bares o restaurantes, por
no hablar de los concesionarios de automóviles y motos de alta cilindrada o de
las joyerías y peleterías. Los mejores y más costosos colegios abrieron sedes
en Tololensville y se instalaron una universidad pública y dos privadas, para
que los hijos de los nuevos ricos hicieran sus carreras y lograran los títulos
con los que alcanzar puestos aun mejores que los de sus padres en la gran industria
local.
Todo
se vino abajo cuando el régimen político cambió. Cayó la dictadura, hubo una
nueva Constitución que vetó radicalmente toda forma de tortura ya desde su
artículo primero, se celebraron elecciones políticas que ganó un partido
moderadamente liberal, se organizaron múltiples campañas y cursos para enseñar
a los ciudadanos a convivir sin violencia, se licenció a la mayor parte de los
miembros de la policía y al mando se puso a expertos formados en el extranjero
y nada sospechosos de nostalgias del antiguo régimen y sus formas. Los días de
las fábricas de instrumentos de tortura estaban contados. No sólo se prohibió
la venta de nuevos artilugios, sino que hasta se declaró ilegal la posesión de
los de antes y tenía orden la autoridad de decomisar cuantos hallara, con
fuertes sanciones para el ciudadano que en su casa conservara alguno. La
tortura pasó a ser símbolo de un estilo para siempre dejado atrás. Los días
gloriosos de Tololensville se habían terminado.
Pero
no fue tan fácil. Al primer intento de cerrar las fábricas se respondió con fortísimas
protestas, la ciudad era una sola voz para que la producción siguiera. Si ya no
se podían vender los artilugios a torturadores privados ni públicos, que los
adquiriera el Estado para sus museos. En efecto, por esos años se abrieron
muchos museos de la memoria y el espanto, así se llamaban casi todos, pero no
tenían precisamente escasez de piezas que exhibir. Pues que se exportaran, y
con gran discreción se siguió vendiendo parte de la producción a países que
todavía torturaban, si bien hubo que cortar esa hipócrita política ante la
protesta de algunos Estados y de numerosas ONGs internacionales. Que se
construyeran grandes depósitos de útiles de tortura, bien guardados y vigilados,
por si alguna vez retornaba la tiranía y para que ya tuviera a su disposición
esos medios, pero los demócratas se horrorizaban ante el argumento y no
prosperaron más que dos o tres de esos depósitos y por poco tiempo.
Muchos
de los empleados de aquellos centros fueron prejubilados, algunos fueron
recolocados en otras industrias de fuera de la región. Y Tololensville
languidecía. Se quiso fomentar el turismo rural, pero ni los paisajes ni el
clima podían competir con los de otras partes del país. Se pretendió impulsar
el turismo cultural, pero Tololensville seguía recordando demasiado los
horrores del antiguo sistema político y atraía a bien pocos visitantes. Cuando
de las supremas instancias políticas de la nación llegó la orden de cerrar
definitivamente las fábricas y dar a los obreros el tratamiento común para los
desempleados, no quedaban más que unos tres mil de esos trabajadores. Mas desde
todas las instituciones locales hubo una unánime y muy intensa reacción de
solidaridad. Sin nuestras fábricas de aparatos de dolor Tololensville pierde su
identidad y se queda sin futuro, declaró el alcalde, mientras el presidente de
los tribunales encabezaba una campaña bajo el lema “Nos torturan sin tortura”.
El rector de la universidad pública creó un lema que tuvo gran repercusión: “Me
dejo torturar por Tololensville”. Algunos de los operarios de las citadas
industrias en crisis se echaron literalmente al monte y hubo refriegas y
tiroteos en los suburbios. Se asesinó a tres o cuatro políticos que habían sido
muy tibios en la defensa de la economía local. Tololensville y las tierras
circundantes se volvieron lugares muy inseguros y los viajeros los evitaban
cuanto podían.
Hoy
Tololensville es una ciudad muerta, casi vacía. Hace años que sus calles no se
reparan, los parques y jardines tienen aire selvático, quedan nada más que unas
cinco escuelas, en cuyos patios pedregosos saltan y gritan unos pocos niños mal
alimentados. Todo el que ha podido irse se ha ido. Del pasado esplendor da
cuenta nada más que una gran escultura de bronce que milagrosamente se ha
mantenido en el centro de la que fuera la plaza principal de la villa y en la
que se ve a un hombre de uniforme aplicándole la picana a un joven que grita y
sangra. Cuando pasan por el lugar, esos pocos habitantes que permanecen en
Tololensville apartan la vista para no llorar, para que no los venza la
nostalgia, para poder seguir resignados a su negra suerte.
Maldito país de la eterna Seseña y la estulticia insobornable...
ResponderEliminarse vende todo aquello por lo que alguien está dispuesto a pagar.
ResponderEliminarnegocio es negocio
esta fábula la tenemos con las armas.
se producen, se exportan...Si en EEUU quieren cambiar la ley de posesión de armas, los pueblos dedicados a la industria armamentística se vienen abajo luego normal hubiera cruda resistencia.