Leer
sobre el Derecho y su teoría provoca melancolía profunda en estos tiempos, como
sería para el que fue burlado por su amada entregarse a lecturas sobre el amor
romántico y las historias de enardecidos amantes, o como le pasaría al que se diera
a la literatura libertina después de haber sido por vía quirúrgica convertido
en eunuco.
Hace
un rato repasé un artículo que publica en Diario La Ley y que resume la
sentencia del Tribunal Constitucional Portugués sobre la constitucionalidad o
no de la supresión de pagas extraordinarias a los funcionarios portugueses. Que
si igualdad en el reparto de cargas, que si proporcionalidad de las medidas y
los sacrificios, que si adecuada motivación de las decisiones. Bonito, sí. Ahora
mismo he mirado los periódicos digitales como el que se observa una radiografía
fatídica y está la señora prima en más 640, la bolsa por debajo del suelo y el bono
a diez años al 7,5. Supongo que al acabar la jornada será peor, pero mucho
mejor que mañana.Tic-tac, tic-tac, tic-tac. Se acabó lo que se daba.
Los
juristas, o los presuntamente tales, tenemos que escondernos esta temporada.
Viene el habitual vecino guasón y te pide que le expliques cómo era aquello de
los derechos adquiridos o en qué ha quedado lo de la jerarquía normativa, y a
ver dónde te metes para que no se te suban los colores. Y qué decir si te sacan
la retahíla de derechos fundamentales, empezando por esos tan formales y
procedimentales que nos gustan a los positivistas. Para qué decir nada, balones
fuera y a ir preparando la huerta, con sus lechugas y unas pocas coliflores.
Dicho
sea sin afán de precisión técnica, estamos o vamos hacia una especie de estado
de alarma o excepción, según queramos mirarlo. No estoy proponiendo que
jurídicamente se declare así, ya que puede ser peor el remedio que la
enfermedad, a la vista de la sapiencia de nuestros gobernantes. Pero
fácticamente andamos en esas. Esto se nos cae, y rezar a Santa Bárbara o
confiar en que escampe el domingo ya no sirve. Algo gordo se va a consumar, aunque no
sepamos exactamente qué. Estamos metidos en una casa endeble que el vendaval
agita, a la que se aproxima un maremoto y cuyos cimientos crujen porque se
mueve violentamente el suelo. Cruzamos los dedos y seguimos dentro, pero es
cuestión de días que se nos venga encima. Algunos sobrevivirán y hasta habrá
quien haga negocio después con el solar. Pero, en general, de esta no salimos
indemnes, ni siquiera con heridas de pronóstico reservado. Nos aferramos, y el
primero el Gobierno, a que acudan los del pueblo de al lado a apuntalarnos las
paredes, malditos ricachones, pero nos dan calabaza
tras calabaza y si te vi no me acuerdo. Ellos miran por lo suyo, como nosotros
haríamos en su situación. A la esperanza le están saliendo uñas y pelajos. No
se ve escapatoria.
Si
miramos la referida sentencia del Constitucional portugués, nos sumimos en la
perplejidad. Buenas intenciones de las que llenan los infiernos. Por ejemplo,
la pretensión de varios magistrados de que sean equitativas y proporcionadas
las medidas de ahorro de dineros públicos y la duda de si es
constitucionalmente lícito que se descuente sueldo a todos los funcionarios. Habría
estado bien debatirlo aquí hace un año y ver si cabían alternativas, mas
entonces, hace tan poco, semejantes disquisiciones nos sonaban a chino y
todavía confiábamos en la Divina Providencia más que nada. Ahora ya no se trata
de recortar a capuletos o a montescos, sino que en cuatro días no va a quedar
dinero para pagar a nadie. O casi.
Las
circunstancias nos han pillado con las reflexiones sin hacer. Últimamente se
escucha por doquier a los que imploran una reforma radical del Estado, de su
organización territorial y administrativa. A buenas horas. Esas reformas o se
hacen cuando hay paz social y todavía perdura algo de seso, o después de la
catástrofe, al reconstruir para echar a andar de nuevo. En instantes como
estos, que son los del sálvese quien pueda, carecemos de base social y política
para empresas de esa envergadura. Los funcionarios nos sublevamos, las
Comunidades Autónomas se sublevan, los sindicatos se sublevan, el capital huye,
que es su manera de rebelarse, los partidos se atrincheran pensando en su
supervivencia el día después. No se hizo a tiempo el diagnóstico y ahora viene
la pataleta contra el tratamiento, y más cuando lo recetan unos matasanos con
pinta de estar más asustados que nadie y con ganas de coger ellos mismos las
de Villadiego. No hay una sociedad que como tal se avenga a tomar conciencia y
a plantear una terapia de choque, primero, y luego a reformular unas reglas de
juego mínimamente viables. El barco va a la deriva mientras la tripulación se
mesa los cabellos y el pasaje se alborota y reclama cada uno que no le toquen
el camarote y que le den un buen chaleco salvavidas. Al fondo todos y en
entrañable unión.
Tienen
razón los muy despistados magistrados lusos. Claro que importa que las
consecuencias de la hecatombe económica se paguen por la ciudadanía de modo
proporcionado y no discriminatorio. Pero no mencionan quién le pone el cascabel
a ese gato y cómo reaccionará la camada. Si hablamos nada más que de
funcionarios, la cuadratura del círculo se ve tal que así: por una parte, es
injusticia grande que a todos se les recorte el sueldo de un tajo; por otra,
hay, dicen, más de tres millones de funcionarios y debe de sobrar la tercera
parte. Dejarnos a todos como estamos y sin que se nos toque ni un pelo no
parece viable, y ahí sí que también se da discriminación de otros trabajadores.
Bajarnos el sueldo a todos de la misma manera
tiene mucho de agravio comparativo de puertas adentro y, además, también los
funcionarios podemos invocar con mucha razón que hay otros “colectivos” que se
van de rositas. Una liposucción administrativa que pusiera de patitas en la
calle unos cientos de miles provocaría un tremendo cisma y, además, no se ve
quién pueda hacerlo como se debería, combinando funcionalidad de las
instituciones con rendimiento real de los trabajadores. Están bloqueadas las
salidas y, por tanto, será el ciego azar o el destino inclemente el que dicte
sentencia para todos. Y al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga.
Aligeremos
un poco este tono apocalíptico, pero es más de lo mismo. Acabo de pasar cuatro
días en Galicia. Me gusta mucho esa tierra y me caen muy bien sus paisanos,
primos hermanos de los asturianos. Pero si uno anda con estas moscas detrás de
la oreja, no sale de la risueña perplejidad. Vamos a comer magníficamente a
“furanchos”, de muchos de los cuales te cuentan que no están declarados o que
se la dan con queso a Hacienda. En un pueblecillo muy simpático oigo que hubo
un proyecto de poner por allí un cuartel de la guardia civil, pero que eso
provocó gran indignación popular. Por qué, pregunto, y me contestan que es que
casi todo el mundo anda con los tractores ilegales por esto o por lo otro y que
menudo lío si se topan a diario con los guardias. Ya sé, ya sé, lo afirmo yo igualmente: eso no es absolutamente nada en comparación con las Bankias, las CAM y
compañía. Principio de proporcionalidad también. Si Rato fuera gallego y
humilde, pondría un furancho clandestino o llevaría el tractor remendado, y es
posible que el paisanillo de la aldea aquella se asignara un sueldo guapo si
fuera consejero o presidente de una Caja de Ahorros. La mayor injusticia la
hace el destino al no igualar nuestras oportunidades.
Habría
que replantearse el país sin prejuicios ni etiquetas, mas ya es tarde. La defensa
legítima de todo tipo de intereses gremiales, corporativos, políticos y
territoriales debería tener el contrapeso de un Estado atento al interés
general y de una sociedad capaz de pensar en sus nietos y deseosa de
construirse una casa sólida para todos, en lugar de esta barriada de garitos
selváticos. Ese Estado y esa sociedad no existen, me temo. Moriremos con las
raídas botas puestas y arreándonos dentelladas.
Yo
también espero que mi Universidad sobreviva y que a mí no me reduzcan más el
sueldo. A lo mejor, si así ocurre, no vuelvo a protestar y hasta pienso que es
proporcionada y justa la salida de la crisis, aunque a mi alrededor no vuelva a
crecer la hierba. Ándeme yo caliente y ríase la prima.
La comparación entre el paisano gallego y el ejecutivo de banca es magnífica. Cada uno defrauda en la medida de sus posibilidades, o de lo que le dejen. La catadura moral de un país no conoce clases sociales, por mucho que nos guste pensar que los de abajo o los del medio son más o menos bondadosos y los de arriba malvados.
ResponderEliminarTodo esto me recuerda a las protestas que hubo en Galicia hace ya bastante tiempo cuando se acordaron con la Unión Europea las cuotas lácteas basándose en las cantidades declaradas en los años anteriores. Las protestas provenían, fundamentalmente, de quienes habían declarado anteriormente cantidades muy inferiores a las realmente producidas y recibían, por ello, cuotas reducidas. Por no hablar de la tolerancia e incluso complicidad pasada de una parte de la sociedad gallega con el narcotráfico, hasta que empezó a sufrir sus efectos. Vaya usted a otras parte de España y descubrirá miserias parecidas.