Hubo un tiempo en que, al menos entre
nosotros, el tatuaje fue marca propia de los condenados a largas penas de
prisión y se veía como lógico pues estos desdichados entretenían sus ocios
carcelarios dejándose pintar la piel por otro recluso que no habiendo podido
pintar la familia de Carlos IV porque llegaba tarde, pintaba en un brazo una
sirena u otro ser quimérico o un diablo monstruoso, recursos estos frecuentes
pues el encierro enferma la imaginación y propende a dirigirla hacia
extravagancias. También era propio el tatuaje entre las gentes de mar
acostumbradas a ver pasar las aves por el cielo en ardores de hoguera, y pasear
los puertos rudos y visitar los prostíbulos amarillentos de orines.
El tatuaje ha estado ligado entre nosotros a
las gentes del bronce, es decir, a gentes despachadas y prontas a la pendencia.
Aunque es verdad que tatuajes y por tanto
tatuados ha habido muchos a lo largo de la historia de la Humanidad y en
algunas civilizaciones han tenido una función mágica pues se le atribuían
efectos protectores frente al infortunio o eran considerados como rito de paso
entre la niñez y la pubertad. Se sabe que en determinados ambientes, en cuanto
el nene cumplía doce años, se le regalaba un rifle para cazar y se le pintaba
en un muslo una gacela herida. A veces el lugar elegido era un miembro al que
se suele dar un uso más íntimo.
Pensando en este grave asunto de los
tatuajes, me doy en imaginar, en islas remotas de cielos paralizados, a bellas
muchachas tatuadas. Chicas hermosas de la Polinesia, las que pintaba Paul
Gauguin con el falo, esas criaturitas estoy seguro que llevaban tatuajes
enrevesados y soñadores en su piel tersa, que era - al menos así lo creo- piel
de sacramento recién administrado, piel tibia en la que se habían desposado la
excitación y el temple. Serían tatuajes en relieve, mórbidos, terapéuticos:
¡cómo galopan mis sentidos imaginando a estas hechuras tatuadas!
Pero, ay, vuelvo a la realidad y pienso en
los tatuajes que los nazis marcaban a los prisioneros de los campos de
concentración para eternizar en ellos la condena y dejarles en la piel un
número con calambres de humillación. Esos tatuajes son ominosos y nos traen
recuerdos a los huevos podridos que deja el ave ponzoñosa de la
intolerancia.
En la sociedad actual el tatuaje ya no es
propio de las gentes del bronce que antes evocaba ni de los marineros o los
sentenciados por estupro sino de los banqueros, de los empleados de las
agencias de rating, de las nadadoras
olímpicas, de los brokers (que no sé lo que son pero me suenan a oficio
pavoroso unido al mundo sórdido de las bolsas) y hasta estoy por pensar que los
notarios y los profesores de instituto llevan un tatuaje pintado en salva sea
la parte. Tampoco el tatuaje es hoy eterno sino superficial de manera que quien
hoy se pinta un dragón comiéndose a un niño, mañana lo cambia por un velero
llegando a las costas de Sicilia.
Y así el tatuaje se convierte en una suerte
de metáfora propia de nuestros tiempos que son frívolos, aéreos, pasajeros,
adolescentes ... En la piel ya no queda nada escrito de forma indeleble sino
que es asunto de juego, de perfumes fugitivos, de indiferencia, de yerba
siempre infantil ...
Quizás todavía habemos algunas personas a las que hacerse un tatuaje significó una afirmación de su personalidad, y lo llevaremos con orgullo hasta el último de nuestros días...
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