Hay
que inventar algún aparato, no va a quedar otra salida. Digo, algo que puedas
conectar cuando te entran así y que reproduzca como una imagen tuya asintiendo,
diciendo que sí a todo y que vale y vaya bien y claro que sí y mi amol. Un
chisme con autonomía para dos o tres horas, por lo menos, y fácilmente
recargable. Mientras dejas así trabada con el interlocutor tu estela, tu
holograma, tu cuarto y mitad de ying y yang o lo que sea, te cambias de cuarto
y sigues trabajando, o aprovechas para tomar un café o echar la loto.
Hay
demasiado paracaidista sin avión, mucho atún coleando en agua dulce,
desesperantes desesperados. Sí, bien está la humana compasión, la caridad
aunque sea a costa de uno, el hacer cada tanto de puchingball para que te castiguen a ti con lo que no cuentan en
casa o lo que no le dicen al jefe o lo que no resuelve cada cual donde le
cuelga el cocido o en lo que le compete, donde a lo mejor alguna cosa tenía
arreglo o en el lugar en el que el desahogo venía al caso. Seamos solidarios,
compadezcámonos de la humana incontinencia desenfocada, pero que no nos peguen
por aguantarlos.
Ando
en plan confesión casera y a lo mejor hago yo lo mismo en este ámbito virtual,
pero allá va. Llevo un mes enloquecido de tanto trabajo y tanto trabajar y así
seguiré justo hasta fin de año, me obsesiona, me atosiga y me absorbe algo bien
complicado que me he comprometido a escribir sobre asunto jurídico complejo.
Encantado de la vida, sarna con gusto no pica y hasta me siento rejuvenecer con
este renovado ímpetu investigador. Así que ni me reprocho a mí mismo ni me
quejo del mundo, en el fondo me divierto y disfruto y hasta vivo la grata
sensación de ganarme los cuartos dedicándome a lo que debo. Pero está uno a
merced de los elementos, y qué elementos.
Un
par de ejemplos solo y ambos de hace dos días. Me quedaban solamente veinte
minutos para sacar ciertos papeles y solucionar un par de líos burocráticos,
pacientemente asumidos. Pienso que me alcanza ese tiempo y que ya me libero y
vuelvo a lo mío. Entonces aparece en mi despacho un señor muy amable al que
había visto en mi vida una vez o dos. Me saluda cortés, y cortésmente le
explico que no le puedo dedicar más de cinco minutos. Que no me preocupe, que
no se va a alargar. Y entonces se pone a narrarme su divorcio y que está
escribiendo una especie de libro sobre su pasada vida amorosa y matrimonial. En
otro momento me habría divertido, pero ahora siento picores en medio cuerpo y
percibo que se me está deteriorando la piel del cutis. Mientras me rasco y voy
cambiando de postura en mi asiento, el otro sigue y dale con su teoría del amor
sexual y la sensibilidad emotiva y el coño de la Bernarda. Mis gestos de apuro
no los percibe, pues está en un profundísimo trance metafísico y las palabras
salen de su boca como el aire de un globo, furia chirriante, verborrea
despendolada. Me levanto y le tiendo la mano y lo saco hasta la puerta,
mientras dice que sí que ya se va pero que solo esto último, que si no me
parece a mí que el humano es un sentimental sentiente y un sentidor sensible.
Me cisco internamente en el existencialismo serbo-croata y consigo cerrar la
puerta y quedarme solo, las últimas palabras que le oigo dan cuenta de que ha
sido un placer conversar conmigo y que ya vuelve otro día para que rematemos
tan apasionantes dilemas. Miro el reloj y ya tengo que irme, quedó pendiente lo
mío. Diráse que me falta carácter, pero sin una de cañones recortados es
imposible frenar asalto así.
Al
cabo rescato una hora y me creo que la tengo libre y que me pongo con lo mío
aunque se acabe el mundo. No se acaba, pero suena el teléfono y, maldición, lo
cojo sin pensar y por si acaso. Otro fallo gravísimo, lo sé. Es un viejo
conocido que, según dice, me llama para una parrafada y porque hace tiempo que
no sabe de mí. Se lo agradezco y sin interrupción le hago ver que estoy en
apuros y atareado a más no poder. Replica que claro que sí y que no me
entretiene, lo que, traducido, viene a significar que ya puedo darme por jodido
y que allá va con lo suyo. Le he puesto en bandeja el proemio, pues arranca con
que qué raro que siendo yo profesor universitario me sienta laboralmente
cargado, dado que, según a él le consta con pruebas irrefutables, los de la
universidad no damos palo al agua, jamás y ninguno. Según su tesis, morosamente
expuesta, todos mis colegas de oficio y yo mismo somos culpables de la crisis
del país, del descrédito de la ciencia patria, de la creciente tasa de paro,
del vertiginoso aumento de las alergias alimentarias y de que Gibraltar siga en
manos británicas. De todo, y ante todo porque ninguno trabajamos un pimiento y
nos pasamos el día en el despacho mirando tías en bolas (o tíos) en el
ordenador.
Bien,
también yo me tengo por crítico, pero se me dispara la angustia mientras el
teléfono me grita que a los de la universidad habría que colgarnos por las
partes íntimas y que si a él lo dejaran nos castraba a todos y luego echaba
nuestras partes a los cerdos y que yo soy buena gente pero que salvar, lo que
se dice salvar, no nos salvamos ni uno ni lo hay que merezca compasión ni
respeto. Mis intentos de meter baza para decirle que felices pascuas y que
hasta otro día y recuerdos a la familia son vanos, no me escucha o, peor, al
notar mi carraspeo recuerda que está hablando conmigo y vuelve a la carga: torturarnos
sería poco, habría que soltarnos en un desierto sin agua y empalarnos el
atardecer. Me sobresalto, no sé ya por qué, y tropiezo con una alta pila de
libros colocada sobre mi mesa y se me vienen abajo, al suelo. Poso el teléfono,
sin colgar, y los recojo y reordeno y, al cabo de un minuto o así, retomo el
aparato y llego a tiempo para captar que ahora ha cambiado de idea y que mejor
sería meter una bomba a la universidad cuando todos estuviéramos dentro, porque
nunca ni uno de nosotros ha hecho por el planeta cosa útil, ni siquiera yo, al
que tiene por buena gente, y bien me lo repite antes de extasiarse con nuevas
imágenes de mi cuerpo descuartizado y devorado por alimañas; y si ni siquiera
yo, imagínate Fulano y Mengano, que son unos mierdas y unos corruptos y unos
tiquismiquis y unos flojos. En ese punto pasa de lo general a lo particular y
va analizando uno por uno a tanto culpable infame, a tanto demonio doctorado.
Palabra
de honor, en serio, que me estaba haciendo falta ordenar un poco mis aposentos
y que, con el teléfono a media asta, fui tirando a la papelera papeles inútiles
y folletos inservibles, hasta que la llené. Tenía curiosidad por si el lejano
vociferante notaría que yo me había evadido, por hacer algo y para sentirme
humano y útil, pero creo que no captó. Justo cuando volví a la comunicación,
pues había llegado la hora de comer y de recoger a Elsa en el colegio y pensaba
yo, torpemente, despedirme sin contemplaciones, me espetó él que bueno, que
adiós y que felices fiestas y que otro día me llamaba más rato porque le
complacía mucho que estuviéramos tan de acuerdo en todo. Un servidor no había
pronunciado más que tres o cuatro palabras durante esos cincuenta minutos: “hola”,
“no sé” y “bueno”. Ni una más.
Me
preocupan bastante estas ganas de matar que me vienen, esta sed de sangre que
en mí pecho percibo, este deseo de llamar a cualquier incauto y cantarle las
cuarenta largamente. A ver a quién pillo en casa esta tarde. Se va a enterar.
¡¡¡Joder, que me troncho por Dios!!! Ostiás
ResponderEliminarCasi no lo he podido leer. a ratos adivinaba y completaba las frases por entre las lágrimas que se me andaban cayendo, allá entre los hinchados carrillos.
ResponderEliminarLadrones de tiempo, robavidas, la memorable caída librera con el teléfono a media asta...
Gracias por poner una sonrisa en un día que usted desconocía gris.
No me canso.
Saludos.