Por decenas se cuentan los cargos
públicos y aún los funcionarios que, como sombras cavilosas, vagan en estos
momentos por los pasillos de juzgados y audiencias acusados de haber incurrido
en el delito de prevaricación. Normalmente son los partidos políticos
adversarios o asociaciones de ciudadanos briosos o sindicatos de selectiva
diligencia los que activan el ejercicio de estas acciones penales.
¿En qué consiste el delito de
prevaricación? Obligado es recurrir al código penal y a su artículo 404. En él
podemos leer que "a la autoridad o funcionario público que, a sabiendas de
su injusticia, dictare una resolución arbitraria en un asunto administrativo se
le castigará con la pena de inhabilitación especial para empleo o cargo público
por tiempo de siete a diez años". La citada "inhabilitación
especial" supone la pérdida de honores, empleos y cargos que tenga el
penado (artículo 41 del código penal) lo que, unido al régimen disciplinario de
los funcionarios públicos, puede tener para los afectados consecuencias
pavorosas.
La prevaricación es una figura penal
muy cercana al mundo jurídico-administrativo porque "la resolución" a
la que alude el precepto es cabalmente el acto administrativo. De ahí que las
fronteras entre ilegalidades y vicios con sanción administrativa e ilegalidades
que convoquen a la sanción penal sean difusas. La jurisprudencia de los
tribunales se ha encargado de poner mojones en tales fronteras y por eso desde
la sala penal del Tribunal Supremo se nos ha aclarado que "no se trata de
sustituir a la jurisdicción administrativa" sino de castigar supuestos
límites caracterizados porque la actuación administrativa ha de ser no sólo
ilegal "sino además injusta y arbitraria". Es decir para poder entrar
en el círculo del delito que comentamos ha de darse, en la actuación de la
autoridad o del funcionario, una arbitrariedad caracterizada por su
contradicción grave, grosera o patente con el derecho o por faltar en la
decisión adoptada todo atisbo de fundamentación jurídica razonable.
Se exige además que tal
resolución arbitraria se dicte con dolo directo o, dicho en términos más
coloquiales, que el funcionario actúe con plena conciencia de que resuelve al
margen del ordenamiento jurídico. No en balde un viejo penalista definía el
dolo como "la mala leche".
Todas estas precisiones están muy
bien construidas y, si nos atenemos a ellas, debería ser muy difícil que
prosperara una acción penal por prevaricación. Sin embargo estamos viendo constantemente
el uso de tal temible arma para combatir no ya actuaciones sino incluso
omisiones y hasta simples informes que llevan la firma del arquitecto
municipal, de un ingeniero o de un letrado, pues también se incluyen a veces
estos actos de trámite en la expresión "resolución" del artículo 404.
El problema es que, en estos
momentos, se extiende entre los funcionarios cualificados y las autoridades
-especialmente de las administraciones locales pero también de las demás- el
miedo. Miedo a firmar un papel. Porque saben que, si se activa una querella por
prevaricación, aparecerá, con toda su carga de estigma, el titular alarmista,
lo que no ocurre cuando del ejercicio de un recurso administrativo se trata.
Dicho de otra forma: una acción penal convenientemente ventilada en un medio de
comunicación tiene morbo mientras que la acción administrativa de anulabilidad
es una sosería. La querella penal "señala", los vecinos empiezan a
murmurar acerca del querellado, a susurrar a sus espaldas y a preguntarse en qué
chanchullos andará metido ese aparente buen padre de familia con quien se
comparte el ascensor o la parada del autobús del colegio de los niños. ¿No
estamos ante algo parecido a esa calumnia que " 'é un venticello' "
según se canta en en el Barbero ... rossiniano? Con la diferencia de que, en
tales casos, no hay "vientecillo" sino un auténtico huracán que
compromete, a menudo de forma irreversible, la honorabilidad de las personas.
La pregunta es: ¿cómo evitar
estos elementos malignos de nuestro sistema judicial en el que conviven los
órdenes penal y contencioso-administrativo?
La propia Ley de Enjuiciamiento
Criminal ofrece la respuesta al regular las llamadas "cuestiones
prejudiciales", esto es, aquellas que son propias de otros ámbitos como el
civil o contencioso-administrativo y que tienen conexión con las actuaciones
que se investigan por el juez penal. La Ley parte de una regla general, a
saber, la posible extensión de la competencia de los Tribunales penales para
resolver esas cuestiones civiles o administrativas prejudiciales (art. 3). Sin
embargo, a continuación, en el siguiente precepto precisa que "si la
cuestión prejudicial fuese determinante de la culpabilidad o de la inocencia,
el Tribunal de lo criminal suspenderá el procedimiento hasta la resolución de
aquélla por quien corresponda", precisión de suma relevancia en lo que
ahora nos interesa.
Porque muchos tipos delictivos
parecen leyes penales en blanco que han de completarse con las previsiones
fijadas en las leyes administrativas. Caso palmario, el delito de
prevaricación. Y no es simple en muchas ocasiones advertir si los informes y
propuestas que realizan los funcionarios públicos o las resoluciones que firman
los responsables municipales, autonómicos o del Estado son manifiestamente
ilegales. El ordenamiento público es cada vez más complejo.
De ahí que ya el Tribunal
Constitucional subrayara hace años el deber de los tribunales penales de
plantear cuestiones prejudiciales para que no se vulnerara el derecho
fundamental a la tutela judicial efectiva. Entre las primeras sentencias, sirva
recordar la número 30/1996, de 26 de febrero, cuyo ponente fue el magistrado Vicente
Gimeno Sendra. Y asimismo la doctrina ha insistido en el deber de suscitar
tales cuestiones prejudiciales como hizo pioneramente el profesor García de
Enterría (en un trabajo de 1998 y también en su curso firmado con Tomás
Ramón Fernández Rodríguez).
En consecuencia, a nuestro
juicio, los jueces penales deben suscitar estas cuestiones prejudiciales para
garantizar que sean los jueces especialistas en el orden
contencioso-administrativo quienes analicen la legalidad o ilegalidad de la
actuación pública de funcionarios y autoridades. Pues son estos jueces -del
orden contencioso- los versados en esta tarea. Ello contribuiría, además, a
establecer un razonable filtro a denuncias abusivas que tantas amarguras
personales causan. Los jueces penales conocerían, en último término, de los
asuntos realmente relevantes, cuando existieran ya verificados indicios de
criminalidad.
Con esta reflexión queremos
contribuir a contener la catarata de querellas que inundan de sospechas las
actuaciones públicas y que están dificultando el trabajo riguroso y honrado de
funcionarios y autoridades. Preciso es luchar contra los abusos de poder,
contra la injusticia y contra la corrupción, pero sin extender una especie de
juicio universal hacia toda la función pública y la representación política.
Porque las consecuencias negativas son patentes, entre otras, nada menos que el
entorpecimiento dañoso de la gestión administrativa y la transformación de la
seriedad de la justicia penal en banal espectáculo televisivo.
Francisco Sosa Wagner y Mercedes
Fuertes son catedráticos de Derecho administrativo.
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