16 enero, 2016

¿Qué desigualdades son injustas?



                Hace poco me entretuve y pasé un buen rato leyendo aquel artículo de John Kekes titulado “A Question for Egalitarians”[1]. Empezaré por situar y resumir este trabajo de Kekes.
La filosofía política tiene, como es sabido, unos pocos problemas centrales y que le dan sentido. Uno es el de qué legitima el poder político y qué justifica racionalmente la obediencia de los ciudadanos; o, dicho de otra forma, por qué podemos aceptar racionalmente que es mejor y más justo que nos sometamos al poder político en lugar de vivir con plena libertad personal y campando cada uno a sus anchas. Otro gran tema es el de cómo se deben repartir entre los miembros de la sociedad los recursos existentes o los beneficios y las cargas para que se pueda decir que la sociedad es justa. Se trata del sempiterno problema de la justicia distributiva. Cuando aquí, en filosofía política, se habla de reparto o distribución justos no se está aludiendo a los mandato de la moral individual de cada quien, mandatos que le indicarán qué debe dar a los otros, qué puede reclamar de los otros o qué puede o debe quedarse él. Cuando en filosofía política nos referimos a la justicia en la distribución presuponemos un elemento coactivo, pues aludimos a cómo debe el Estado, valiéndose de su aparato jurídico y, por tanto, coactivo, distribuir entre sus ciudadanos ciertos bienes, a fin de que sea justa esa sociedad estatalmente organizada.  
                En tema de justicia distributiva las posiciones extremas vienen dadas, por una parte, por aquellos que niegan que el Estado tenga nada que distribuir, pues lo único que lo legitima es la garantía para todos de su integridad física y psíquica y de  la máxima libertad. Lo que quiere decir que lo único que el Estado distribuye, y en igualdad, es la seguridad personal. Es el planteamiento del liberalismo anarquizante, de los ultraliberales también denominados “libertaristas”, de los que Nozick sería un buen ejemplo. En esas teorías no queda prácticamente espacio para la justificación de ninguna política distributiva o redistributiva llevada a cabo por el Estado, salvo en la corta medida necesaria para mantener económicamente el mínimo aparato de seguridad que garantiza a todos la vida, la integridad, la libertad y la propiedad, que es secuela o condición de la libertad.
                En el polo contrario están las doctrinas igualitaristas radicales, las que opinan que la única distribución justa sería la perfectamente igualitaria, al menos en lo referido a los bienes básicos o esenciales para la felicidad de cada cual. El viejo ideal comunista plasmado en el lema de “a cada cual según sus necesidades, de cada cual según sus capacidades” podría traerse como ejemplo. Así como los “libertarios” absolutizan la libertad al precio de sacrificar cualquier pretensión de distribución económica por el Estado, los igualitaristas radicales pueden prescindir de la libertad en aras de la coacción que el Estado tendría que aplicar para conseguir que nadie tenga más que nadie.
                Entre esos dos extremos se muevan muchas otras teorías. La más influyente y más presente en el debate ha sido la de John Rawls, desde que se publicó en 1972 su Teoría de la Justicia. Para Ralws, las desigualdades sociales y económicas, las desigualdades en la distribución de los bienes básicos, solo son admisibles si repercuten en beneficio de los que estén peor. Es decir, si el que tiene menos suerte, el que ha venido al mundo con peores cartas está mejor en una sociedad con reparto desigual (y en la que a él le toca la peor posición) de lo que estaría en una sociedad perfectamente igualitaria. En otras palabras, solo estará justificado que haya ricos allí donde los pobres estén mejor que si no hubiera ricos. Además, las distintas posiciones sociales no pueden estar predestinadas por criterios como raza, sexo, cuna, o similares, sino que las mejores posiciones tienen que ser por igual accesibles a todos bajo condiciones de igualdad de oportunidades. Las cartas no puede estar marcadas y solo de ese modo la partida dará resultado justo. Así que, conforme a ese enfoque de Rawls, los estados tienen que poner en práctica políticas redistributivas para compensar, al menos hasta ese límite, a quienes tienen la peor de las suertes, a los más menesterosos. Que mediante la coacción estatal se limite la libertad y la propiedad y se redistribuya riqueza se justifica en nombre de esa igualdad básica que es condición racional de justicia, según Rawls.
                Más recientemente, una doctrina bautizada por Elisabeth Anderson (que la critica) como “luck egaliatarianismo” o “igualitarismo de la suerte” ha resaltado algo que ya estaba presente en Rawls: que también hay que igualar o compensar a los que están peor como consecuencia de que han tenido peor suerte, sea en la lotería natural (han nacido menos listos, menos hábiles, menos fuertes, menos voluntariosos…), sea en la lotería social (han nacido en un medio familiar y social más humilde o menos afortunado). Hay un acuerdo bastante general en que cada cual merece la suerte de la que es responsable, la que corresponde a sus elecciones propiamente tales. Por ejemplo, si yo, profesor universitario, que he tenido una formación extensa y que estoy en mis cabales, decido mes tras mes jugarme mi sueldo al bingo y me arruino y no me queda para comer, la culpa será mía y no se dirá que es injusto que pase hambre o no pueda ir al cine. Pero si soy una persona que ha nacido con muy limitadas capacidades o he tenido un accidente que ha mermado mi discernimiento, malamente se dirá que es justo que sufra las consecuencias de mis malas elecciones.
                Los igualitaristas, y en particular los “igualitaristas de la suerte”, consideran que los talentos con que cada cual nace o que cada uno tiene no son mérito suyo y que, por tanto, no merece exactamente o por completo lo que gracias a ellos consigue. Tampoco el que los tiene escasos merece la mala vida que posiblemente tendrá. Así que nada hay de injusto, sino al contrario, en compensar a estos últimos dándoles el Estado lo que detrae coactivamente de lo que los primeros consiguen. Eso sería una exigencia de la más pura y racional justicia distributiva. No tienen los desafortunados por qué vivir peor que los afortunados o, al menos, no está justificado que haya considerables diferencias entre el bienestar o los recursos de unos y de otros.
                Son las teorías igualitarias de la justicia social las atacadas por John Kekes en el artículo que antes mencioné y que paso a resumir[2].
                Según los igualitaristas, la sociedad es más injusta cuantas mayores sean las desigualdades en bienes primarios entre los individuos, y más justa cuanto más se reduzcan. Bienes primarios son los que condicionan el que se viva una buena vida, cosas tales como sueldo apropiado, atención médica, educación, seguridad física, vivienda y similares. “Todas las desigualdades importantes están injustificadas si no benefician a cada uno en esa sociedad”, según los igualitaristas, y así lo han defendido grandes autores como John Rawls o Thomas Nagel, entre tantos (658). Es esa concepción del igualitarismo la que aquí se quiere poner a prueba.
                Ese igualitarismo presupone que dichas desigualdades injustificadas requieren la redistribución de bienes primarios, tomándolos de unos para pasárselos a otros, a los que están peor. Medidas al respecto son, por ejemplo, los impuestos progresivos, la discriminación positiva y los programas de igualdad de oportunidades, así como el tratamiento preferente para ciertas minorías o para mujeres o una gran cantidad de políticas de lucha contra la pobreza (658).
                Presenta Kekes una tabla extraída de estadísticas oficiales en Estados Unidos[3], que demuestra que la perspectiva de vida de las mujeres es más alta que la de los hombres, con una diferencia de unos siete u ocho años. Es una desigualdad seria, porque la expectativa de vida es un bien primario de los más importantes. “Normalmente es mejor vivir más tiempo, pero por término medio los hombres viven un diez por ciento menos que las mujeres” (659). Es, pues, una desigualdad injustificada, porque no puede mostrarse que repercuta en beneficio de todos. Eso no beneficia ni a los varones ni a las mujeres, que también pueden sufrir y resultar gravemente perjudicadas por la muerte de ellos (659). Citando textualmente a Rawls o a Nagel, resalta Kekes que esa inmerecida desigualdad de los hombres debe ser combatida o compensada. ¿Cómo?
                Los igualitaristas tienen que responder, según nuestro autor, dando preferencia a los varones, en mera aplicación del rawlsiano principio de diferencia. Ahora bien, a la expectativa de vida no se le pueden aplicar directamente políticas de reparto, como caben, por ejemplo, con el dinero. Pero sí son posibles medidas indirectas. “Recursos disponibles que sirvan para alargar la expectativa de vida deben ser redistribuidos de las mujeres a los hombres y las inmerecidas desigualdades deben ser compensadas de alguna manera” (en esto último cita Kekes de modo literal a Rawls) (660).
                ¿Qué medidas cabrían? Habría que procurar mejor salud a los hombres que a las mujeres, equiparando las expectativas de vida a base de alargar la de ellos y de acortar la de ellas. Como en la tasa de muertes influyen también cosas tales como la peligrosidad de los trabajos o el estrés o cansancio, habría que emplear a menos hombres y más mujeres en los puestos de mayor riesgo para la vida y la salud o brindarles a ellos mayores descansos laborales que a ellas. También cabría jubilar a los varones más pronto y darles mejor tratamiento económico y sanitario cuando sean pensionistas. Si varones y damas contribuyen igual a la financiación de la sanidad pública, habrá injusticia, bajo el punto de vista del igualitarismo, pues ellos resultan discriminados y están subsidiándolas a ellas (661).
                Como la equiparación solo puede ser lenta y llegar al cabo de un tiempo largo, entretanto hay que compensar a los hombres, pues están en peor situación. Se les deberían brindar tratamientos preferentes para que su vida, más corta, sea al menos de más calidad y se compense lo uno con lo otro. Por ejemplo, con políticas públicas de mejora de su tiempo libre y su disfrute personal (662).
                Dice Kekes que todo eso suena, con razón, absurdo. Pero que lo expuesto no es más que coherente aplicación de los postulados del igualitarismo, por lo que es en esas doctrinas donde está el sinsentido, y que hay por eso que cuestionar las políticas que los igualitaristas respaldan, como las antes citadas (662).
                Según Kekes, ¿qué pueden responder los igualitaristas para librarse de esta objeción? Dos respuestas principales pueden dar.
                En primer lugar, pueden alegar que los grupos que hoy en día se benefician de esas políticas de igualación reciben sus ventajas y compensaciones porque en el pasado han sido víctimas del maltrato social y han padecido desventajas que eran evitables, como explotación, prejuicios, discriminación, etc., lo que no ha ocurrido con los hombres en relación con su menor expectativa de vida (662-663). Según Kekes, esta objeción no se sostiene. Primero, porque dentro de aquellos grupos, y también entre las mujeres, hay individuos que eran ricos y no han sufrido perjuicios, al igual que entre los grupos dominantes, como los hombres, los hubo pobres y con muy dura vida, que sufrieron fuerte injusticia. Si, según los igualitaristas, es el que se halla en una injusta inferioridad el que debe ser compensado, no se puede localizar a las víctimas meramente como miembros de un grupo -mujeres, de tal o cual raza, etc.-, pues dentro de ese grupo puede haberlos que no hayan soportado esa injusticia o que se hayan beneficiado mucho del padecimiento de los otros. Y también puede haber casos en que concretos individuos que están peor se encuentren así o por mala suerte a nadie imputable o por acciones de las que ellos mismos son responsables (663). Mas, sea como sea, los igualitaristas quieren que sea compensado el que está peor, tanto si es responsable de su propia situación como si no. Si es así, hay perfecta analogía entre la situación como desaventajados de los hombres, que tienen menor expectativa de vida, y la situación de cualesquiera de esos otros grupos que se benefician de las políticas sociales de igualación, como pobres, mujeres, minorías, etc. (664).
                El segundo argumento que, según Kekes, los igualitaristas pueden dar para evitar el absurdo de que su doctrina implique que haya que aplicar políticas redistributivas en favor de los hombres y en perjuicio de las mujeres como consecuencia de aquella diferencia en la expectativa de vida, consiste en decir que el error está en sostener que deban ser combatidas las desigualdades en bienes primarios del estilo de la expectativa de vida. Las desigualdades a superar serían las que se refieren al conjunto de bienes primarios de los que depende la vida en buenas condiciones, no la referida a tal o cual de esos bienes. Atendiendo al conjunto como tal, aunque la expectativa vida de los hombres sea más baja, está esa desventaja compensada con otras ventajas en cosas tales como empleo, educación, sueldos, etc. Es más, mirando a tal conjunto son las mujeres las que sufren desigualdad y se justifican las políticas de igualación en su favor (664).
                Si la desigualdad que importa concierne al conjunto de los bienes primarios, lo primero que se tiene que aclarar es qué ingredientes forman ese conjunto, qué cosas son bienes primarios a estos efectos (664-665). Los igualitaristas, dice el autor, no dan esa relación de tales bienes y solo presentan caracterizaciones generales de los mismos, como cuando Rawls indica que son cosas que se supone que toda persona racional quiere. Las listas que ofrecen son meras ejemplificaciones “impresionistas”, como cuando el mismo Rawls enumera cosas como derechos y libertades, poderes y oportunidades, ingresos y riqueza. Esos, según Rawls, son bienes sociales primarios. Junto a ellos están otros bienes primarios que son bienes naturales, como salud, fuerza, inteligencia o imaginación. Señala Kekes que esa lista de Rawls es, evidentemente, incompleta y puramente ejemplificativa y que un sujeto racional puede desear muchas otras cosas que hacen plena su vida, como relaciones sexuales satisfactorias, un puesto de trabajo interesante, éxito, ausencia de sufrimiento, no morir prematuramente, no ser humillado o puesto en ridículo, etc. “¿Cómo va a ser posible saber quién está peor en cuanto a los bienes primarios en su conjunto, si no se ha especificado cuáles son esos bienes que integran tal conjunto?” (665).
                Pero supóngase, dice Kekes, que se tiene esa lista de bienes primarios. El problema, entonces, sería el de calcular quién está peor o mejor respecto de ese conjunto. Da el siguiente ejemplo. Dos personas están en igualdad en todos los bienes que cuentan, menos en lo siguiente: una tiene un empleo menos satisfactorio y otra está en peor situación en cuanto a libertad de expresión. ¿Cuál de las dos está peor y debe ser igualada? Y las situaciones reales son mucho más complejas. Si lo que se toma en consideración es el conjunto de bienes primarios, las comparaciones se hacen imposibles, son cálculos inviables a ese nivel conjunto (665). Seguro que por eso las actuales políticas de igualación no se aplican atendiendo a tales conjuntos, sino por referencia a grupos sociales particulares: pobres, mujeres, minorías… Por eso, por ejemplo, cuando mujeres o minorías son objeto de un trato preferencial no se atiende a cuál es el sueldo que cada mujer o miembro de la minoría beneficiada recibe (665).
                Pueden los igualitaristas aducir que los bienes primarios que deben considerarse a efectos de distribución justa son bienes sociales (derechos, libertades, poderes, recursos económicos…), no bienes naturales, como salud o coeficiente intelectual. La expectativa de vida sería un bien natural, no un bien social y, por consiguiente, sobre eso no cabe control ni política de redistribución (666).         
                Opina Kekes que ese planteamiento no es convincente, por varias razones. Primera, porque aun cuando no es posible una distribución directa de bienes naturales, sí lo es una distribución indirecta. Así, no se puede controlar directamente la expectativa de vida, pero sí indirectamente, a través, por ejemplo, de políticas de salud, laborales, etc. (666). Segunda, porque es viable establecer compensaciones del reparto desigual de bienes primarios; por ejemplo, dando vacaciones más largas o jubilaciones más tempranas a los del grupo con menor expectativa de vida (667). Tercero, porque los igualitaristas, como Rawls, insisten en que las políticas sociales y redistributivas deben hacer que nadie sufra desigualdad por culpa de su mala suerte y de circunstancias que no están bajo su control personal, y ese es el caso de la expectativa de vida.
                Estima este autor que aunque podamos contemplar como algo moralmente lamentable que unas personas tengan peor suerte que otras, de ahí no se sigue con necesidad que la sociedad deba hacer algo para corregir o compensar. Medidas de corrección o compensación están plenamente justificadas cuando la desigualdad es evitable y se debe a cosas tales como discriminación, explotación, prejuicio o actos similares de injusticia social, en cuyo caso una sociedad justa debe organizar política para prevenirlos. Pero hay otras desigualdades que no se deben a injusticia social, sino a mala suerte personal. “Los igualitaristas han de dar razones convincentes en favor de su tesis de que en tales casos hay una exigencia moral de redistribución y compensación, especialmente cuando esas medidas suponen privar a otras personas de lo que estas han adquirido legítimamente” (668).
                En conclusión, para Kekes, si los igualitaristas perseveran en su idea de que también deben corregirse las desigualdades no debidas a prácticas sociales e institucionales, entonces deberían estar de acuerdo con esa propuesta que a tantos parecerá absurda: que la desigualdad en expectativas de vida, que perjudica a los varones, debe ser reformada o compensada tanto favoreciéndolos a ellos como dando un tratamiento más perjudicial para las mujeres, hasta que la igualdad en eso se logre.

                Ha habido más de un intento interesante para responder a ese reto de Kekes. Aquí voy a aludir nada más que al trabajo de Linda Barclay titulado “The Answer to Keke´s Question”[4]. Para esta autora, los igualitaristas no dicen sobre bienes como la expectativa de vida lo que Kekes les atribuye.
                En primer lugar, Barclay se refiere a Rawls y a su interpretación por Kekes. Para Rawls, las desigualdades pueden darse respecto de bienes primarios naturales (como la inteligencia o la salud) y bienes primarios sociales (como los ingresos económicos, la atención sanitaria, la educación…). Las desigualdades en bienes naturales primarios no son en sí injustas, solo son resultan injustas cuando afectan a la distribución de bienes sociales primarios. Únicamente entonces estamos ante desigualdades que se han de corregir mediante políticas redistributivas, a no ser que el mantenimiento de dichas desigualdades vaya en beneficio de los menos favorecidos (por comparación a cómo estarían si las desigualdades en esos bienes sociales primarios se suprimieran).
                Para Kekes la desigualdad en expectativas de vida es de ese tipo, pues afecta a un bien primario y no beneficia a los que estén peor. Olvida Kekes, según Barclay, que las desigualdades en bienes naturales primarios solo son injustas, en Rawls, si se toman como base para desigualdades en la atribución de bienes sociales primarios y esas desigualdades no benefician a los desfavorecidos. Y ese no es el caso en cuanto a la desigualdad en expectativas de vida. La desigualdad en expectativas de vida no afecta a la distribución de bienes sociales primarios. El principio de diferencia de Rawls nada más que se aplica a la distribución de bienes sociales primarios. Por eso el ejemplo que Kekes maneja no vale como objeción al igualitarismo rawlsiano ni engendra para este el absurdo que Kekes pretende.
                Me permito poner un ejemplo de mi cosecha. La desigualdad en estatura, entre altos y bajitos, es una desigualdad natural y podemos asumir que vitalmente tienen más ventajas los altos que los bajos. Pero solamente se convierte en injusta dicha igualdad si es tomada como referencia para un reparto desigual de bienes sociales, como pueda ser la riqueza o el poder o los derechos, de manera que a los altos se les atribuyan derechos que los bajos no tienen o ingresos económicos proporcionados a su altura, y siempre que eso no acabe por beneficiar más a los pequeños que si hubiera un reparto igual.
                Insiste Barclay en que aunque sea cierto que la expectativa de vida de las mujeres es más alta, eso no se refleja en un superior disfrute por las mujeres de bienes sociales primarios, no se toma como referencia para darles a ellas mayores sueldos o mejor atención sanitaria, pongamos por caso. Por consiguiente, no hay nada que un seguidor de Rawls vea como merecedor de corrección mediante políticas distributivas. De ahí que no haya lugar para considerar aquellas medidas en favor de los hombres y en perjuicio de las mujeres que Kekes proponía para mostrar el absurdo de la teoría de Rawls en la práctica. Bien al contrario, el igualitarista señalará que medidas así empeorarían la posición ya desigual y de desventaja de las mujeres en el reparto de bienes primarios sociales.
                Luego se plantea Barclay si el argumento de Kekes vale contra otros igualitaristas, aunque fracase frente a Rawls. Los hay que, como Arneson, mantienen que aunque sea igualitario el reparto de bienes sociales primarios entre dos personas, estas pueden seguir encontrándose en una desigualdad merecedora de corrección. ¿Quedan estas otras teorías igualitaristas tocadas por el ataque de Kekes?
                Kekes resaltaba que si de cuestionar las desigualdades en bienes naturales se trata, son tantísimas (estatura, inteligencia, capacidad atlética, aptitud para las matemáticas o al arte…) que es inviable hasta hacer una lista de las que se deban corregir o compensar. Pero, aclara Barclay, los igualitaristas más radicales que Rawls y que rechazan que este se fije nada más que en la desigualdad en bienes sociales no pretenden que sea injusta toda desigualdad en bienes naturales, no caen en semejante absurdo. No, esos igualitaristas toman en consideración las desigualdades naturales tan solo en los que afecten a la igualdad de oportunidades para el bienestar, según unos (como Arneson), o a la igualdad en la aplicación de sus capacidades, según otros (como Sen). Así que sí tienen esos igualitaristas un patrón de medida para ver qué desigualdades importan, por lo que sus enfoques no padecen bajo la acusación de Kekes de que no es posible hacer una lista de todas las desigualdades naturales ni tiene sentido cuestionarlas todas. Y Kekes no ha demostrado que la expectativa de vida sea uno de los elementos relevantes para esos igualitaristas de uno u otro signo, uno de los elementos condicionantes de la posibilidad de bienestar o de la posibilidad de desarrollar las capacidades individuales. Pero, aunque lo fuera, esos igualitaristas no rawlsianos no admitirían que políticas favorables a los hombres por tal razón pudieran poner a las mujeres en una situación de aun mayor desigualdad perjudicial; es decir, en todavía peores condiciones de alcanzar bienestar o desarrollo de sus capacidades. El absurdo real lo verían los igualitaristas en esas políticas distributivas que, según Kekes, son consecuencia inevitable de sus teorías.


[1] Originariamente publicado en Ethics, vol. 104, nº 4, julio 1997, pp. 658-669. La primera parte de tal artículo se recoge también en: C. Farrelli (ed.), Introduction to Contemporary Political Theory, Londres, Sage, 2004, pp. 45-50.
[2] Entre paréntesis irán las páginas de la publicación en en Ethics, vol. 104, nº 4, julio 1997, pp. 658-669.
[3] U.S. Bureau of Census, Statistical Abstract of the United States, 114th ed. (Washington, D.C., 1994), p. 87.
[4] Ethics, vol. 110, nº º (octubre de 1999), pp. 84-92.

8 comentarios:

  1. Es un placer verle de vuelta (y leer sus entradas).

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  2. Dos apuntes. Si la menor expectativa de vida de los hombres es debida en parte al desempeño de trabajos y labores más insalubres y peligrosos por parte de los varones, quizás sería interesante analizar cómo influyen los roles de género en estas cuestiones. Por otro lado, la mujer también se vería en la tesitura de disfutar una mayor expectativa de vida (un bien), con un poder adquisitvo menor (algo sobre lo que creo, hay evidencia empíica); aunque quizás esto último se podría corregir con políticas sociales. Así, aboliendo ciertos condicionantes (y sesgos) de género, las mujeres podrían entrar en ciertos mercados e igualar tanto las ratios de expectativas de vida como el poder adquisitivo. Mi argumento es, grosso modo, que tanto hombres como mujeres son víctimas de las preconcepciones de género.

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  3. Me da la impresión de que el absurdo que se presupone a lo largo de este artículo (el de algún tipo de redistribución por razón de todo aquello que la longevidad lleva consigo) no ha sido observado con mucho detenimiento, o no se ha justificado suficientemente su condición de absurdo, ni si esta condición existe por cuestión de grado o de substancia.

    No termino de comprender la resistencia de Barclay a considerar que las diferencias relativas a la longevidad, bien natural, implica de hecho diferencias en el reparto de ciertos bienes sociales (como son las pensiones y la atención sanitaria) y de las cargas que las sustentan, toda vez que aquella diferencia natural no sea tenida en cuenta en el reparto de tales cargas. Por lo que interpreto a partir de este artículo, Barclay considera que la pensión y asistencia sanitaria que una persona recibe durante un año son exactamente el mismo “bien social primario” que unas prestaciones similares recibidas por otra persona durante cincuenta años. Si el concepto de “bien social primario” es independiente a su duración, habría que convenir otro concepto que no lo fuera, porque las cargas que soportan ese bien sí dependen de su duración, y están distribuidas de distinta forma en el tiempo: y, si se trata es de hablar de equidad, yo no concibo como equitativo un sistema que solo se proponga distribuir los bienes sin contemplar la distribución de las cargas derivadas de estos.

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  4. Si la esperanza de vida de las mujeres rondase los 200 años y la de los hombres estuviese alrededor de los 50, pongamos por caso, por motivos fundamentalmente biológicos y con escasa variabilidad en ambos casos… a ninguna sociedad “equitativa” se le ocurriría establecer una jubilación “universal” a los 50 años, y colmada de prestaciones sociales a partir de esa edad, sufragada y disfrutada “de manera igualitaria” por ambos sexos.

    La mayoría de los hombres, en esas circunstancias, trabajarían como mulas hasta la muerte; las mujeres, por el contrario, trabajarían como mulas hasta alcanzar un paraíso en vida de unos 135 años de duración. ¿Qué clase de equidad deriva del hecho de que unos y otras hubieran trabajado igualmente durante un mismo número de años?

    La discriminación en la edad de jubilación, en un caso como este, estaría tan plenamente justificada como pueda estarlo un sistema de distribución de bienes y cargas. Y la pertinencia de esta discriminación no se esfuma, no se evapora, ante otro hecho que justifique cierta discriminación en sentido contrario; simplemente, ambos hechos tendrán su peso a un lado y otro de la balanza (en contra de lo que pudieran aducir, según el citado artículo, ciertos “igualitaristas”).

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  5. En el ejemplo que he propuesto, es difícil establecer cuál sería la desigual duración de las respectivas vidas laborales de ellos y ellas que trajese consigo un reparto equitativo de las cargas, por cuanto la calidad de los bienes citados (pensiones y atención sanitaria) y de otros muchos también soportados por las vidas laborales nunca tendrán, en conjunto, la misma importancia relativa en las vidas de ellos y ellas. Es por ello que la justicia distributiva no está exenta de juicios de valor, cuyo protagonismo crece con las diferencias sociales (distribuir entre personas idénticas es, desde luego, más fácil). En el caso que contemplamos, las medidas menos arbitrarias serían, quizás, de corte liberal (por ejemplo, la adopción de planes individuales de pensiones), pero no habrá justicia redistributiva si con todos los bienes y cargas imaginables se opera de ese modo. De manera que en una sociedad de muy acusadas diferencias la justicia social exige una legislación amparada en multitud de juicios de valor que, además, hay que actualizar con cada cambio. Creciendo aquellas diferencias y estos cambios llegará un punto en que tal capacidad redistributiva (la justicia social no sale gratis, la redistribución consume recursos) quedaría colapsada, derivando en un ejercicio arbitrario muy poco equitativo que podría aconsejar la adopción de un modelo más liberal, convertidos los defectos del liberalismo en un mal menor.

    Creo que las diferencias entre mi ejercicio de ficción y la realidad son de grado, pero no de substancia, y que algunas de las conclusiones que pudieran extraerse contradicen las posturas contrarias a John Kekes (y algunas del propio Kekes) expuestas en el artículo que comento.

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  6. Expongo aquí algunas de mis conclusiones:

    A mí me parece que un criterio rector de la justicia social (o de la justicia, a secas) debe ser el siguiente: Cada persona es soberana de los bienes naturales que forman parte de ella misma; y la suerte o la mala suerte en lo relativo a la escasez o abundancia de ellos (relativa, claro, respecto a otras personas o respecto a los bichos, previniendo a los “animalistas”) forma parte, al igual que los bienes mismos, de su propia identidad como persona; y a la identidad de las personas no se le puede exigir ningún tipo de compensación por razón de justicia redistributiva; de lo contrario, la sociedad no es un bien para ningún individuo o colectivo que tenga las de perder en ese reparto; y, si cuenta con la fuerza necesaria para evitarlo, hará muy bien en oponerse a una “justicia” de ese tipo, cuya aplicación exigiría la tiranía de quien la aplica (ya se trate de un tirano, ya se trate de la tiranía de “un sistema”, o de una mayoría).

    Ampliando el ejemplo que he puesto anteriormente, esto quiere decir que no habría ni una sola razón válida de “justicia social” que pudiera exigir a las mujeres un trasvase de años de vida a los hombres (supongamos que fuera posible, biológicamente; que fuera cuestión de la transfusión de unas células, o de unos genes). Da lo mismo, en este punto, que unos tengan la esperanza de vida en 50 años y otras en 60, 200 o 2000. Simplemente, el contrato social entre unas personas y otras sólo puede tener lugar “después de que” (o “en tanto que”, lo mismo da) “su” naturaleza (sus respectivas naturalezas, genes y suerte incluida) las haya constituido como tales, soberana cada cual de su respectiva identidad (o identidad natural, al menos; no entro a discutir si somos soberanos, o en qué medida, de nuestra identidad socialmente construída).

    No aceptar esto implicaría sostener la justicia de una sociedad basada en el sacrificio, que solo podría sostenerse mediante una tiranía, que le dijera al individuo: “¿Te ves en el espejo?, mírate bien; eso que ahora eres, no te pertenece; yo decidiré qué parte de eso es mía y con qué puedes quedarte tú”.

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  7. Y, en este punto, interviene otra máxima que a mi juicio debe cumplir cualquier contrato social que sea justo: todas las partes que participan en un contrato social deben salir previsible y potencialmente beneficiadas, en cómputo general, por él.
    Somos seres sociales, y es muy difícil precisar (e imposible cuantificar) el beneficio que obtenemos por razón de nuestra sumisión a las normas sociales, por cuanto es imposible determinar en qué medida “somos por los demás” o “somos por nosotros mismos”. Pero ninguna de estas dificultades invalida la máxima del beneficio potencial del contrato.

    Imaginemos una sociedad muy desigual en la que comenzamos a aplicar la justicia redistributiva: Los criterios de Rawls nos llevarían, por lo que he entendido, a seguir igualando los bienes sociales básicos hasta un punto en el que, si se exprime un poco más a quienes atesoran más beneficios, los menos favorecidos no obtienen ganancia alguna. Ese sería el punto en el que todo está ya bien repartido, dentro de lo posible, según Rawls. Pero es indudable que, si se acepta la máxima que acabo de proponer, la del “beneficio potencial del contrato”, cabe imaginar muchos casos en que el ejercicio de redistribución de los bienes se habría tenido que frenar mucho antes, tanto si nos basta con que “ambas partes salgan beneficiadas” como si aspiramos a que “ambas partes salgan igualmente beneficiadas”.

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  8. Todo esto da pie a un universo de moral-ficción… que tendrá, seguro, innumerables aplicaciones prácticas. Imagino que algunas de las ideas que acabo de exponer aquí estarán mejor desarrolladas, y refutadas por muchos autores, pero las he echado en falta al leer su artículo (que me ha resultado, por otra parte, muy interesante). Como tampoco he consultado las fuentes que cita, mis alusiones a ellas se refieren exclusivamente a lo que de ellas se ha expuesto aquí.

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