Hay oficios que viven fuera del mundo, de sus
absurdas prisas y velocidades, más allá de las inquietudes necias que a tantos
nos agostan. Dos son los señeros, encerrados como están en un mundo sereno y
generoso: los editores y los libreros de viejo.
El editor es un caballero andante de la cultura
perseguido, no por encantandores fabulosos, sino por enemigos de carne y hueso
declarados, que se muestran en la sociedad con el rostro de la molicie del
intelecto. El editor, obligado a salir a campo abierto a cazar ocurrencias, no
busca, como lo hace don Quijote, los agasajos del mundo sino sus asperezas, es
decir, el camino “por donde los buenos suben al asiento de la inmortalidad”. Y
como la criatura cervantina “ha de ser casto en los pensamientos, honesto en
las palabras, generoso en las obras, valiente en los hechos, sufrido en los
trabajos, caritativo con los menesterosos y, en fin, mantenedor de la verdad
...”.
¿Hay mejor retrato de los afanes de un editor? Le
falta a esa pintura subrayar la condición de héroe pero no de ese héroe que,
con sus desmesuras, acaba de estatua en una plaza rodeado de chiquillos
chillones y de palomas sucias sino del héroe callado, de ese héroe que no trae
el calor propio del campo de batalla ni su olor a cuerpos despanzurrados sino
del héroe que se asemeja al monje con su túnica, su sayuela gastada, su cayado
con el que impone respeto y al tiempo espanta pelmazos ... Es ese siervo de la
ilustración que se alimenta de la parva colación de unos poemas bien aderezados
o de un relato que mastica como si fuera el fruto perdurable de un árbol
universal e inextinguible.
Pues ¿qué decir del librero de viejo? En una
sociedad como la nuestra en la que ser “viejo” es un estigma pues todos hacemos
lo indecible por no parecerlo aunque los años se nos echen encima como un toro
pleno de lutos, pues en esa sociedad -sostengo- ser librero es ya un título
sagrado y cargado de honores pero librero de viejo es directamente un título
nobiliario ante el que palidecen los antiguos y desprestigiados de conde o
marqués, ruinas degradadas de un pasado cuyas luces titilan tan solo con
espaciadas intermitencias. “El culturalismo es un cristianismo sin Dios” dejó
escrito Ortega, de donde se llega a la conclusión de que el librero de viejo es
también un sacerdote pero que tiene el mérito de anunciar su fe a cuerpo
limpio, sin referencias ni ofertas de vidas eternas, sino iluminando su paso
gozoso y confiado tan solo con la antorcha de una utopía que cada uno ha de
fabricar a su gusto.
Y lo bueno es que ese librero de viejo al que
podemos imaginar depósito de polillas, un ser demodé plantado en un cruce de caminos polvoriento por la esencia
básica de su mercancía, resulta que, en la actualidad, se ha entregado a la
moda de hacer ejercicio físico, dispuesto a quedar inundado por los aires
soleados de las más atrevidas innovaciones técnicas. Y, en este esfuerzo que le
hace joven y atlético, ha conquistado Internet creando una red (Iberlibro)
donde es difícil que el más exigente de los lectores no encuentre forma de
aplacar su sed de letras.
Cuando todo alrededor hace presagiar un tiempo
tormentoso y cargado de derrumbamientos,
ahí están el editor y el librero de viejo, hilando en la rueca de sus oficios
viejos, enseñándonos el valor jovial de la cultura.
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