(Como este fin de semana me temo que no tendré tiempo para escibir esta tecla es mía -me toca saltar de país otra vez, ahora a Ecuador-, meto aquí este articulo que hace dos o tres meses escribí por encargo y que al final no apareció por causa de la crisis económica del medio en cuestión. Es un poco largo, pero como tarea en plan Bolonia y para todo el fin de semana, puede servir. Me hacen un resumen, me ponen sus comentarios, lo discuten con sus compañeros y el lunes les paso un test).
CORRUPCIÓN Y FINANCIACIÓN DE LOS PARTIDOS POLÍTICOS.
En estos tiempos el Derecho penal está sirviendo de tapadera, de excusa moral que obstruye un juicio social y político más abarcador y con fundamentos generales. Ciertos problemas estructurales de nuestro sistema político quedan ocultos bajo la perspectiva jurídico-penal, que ocupa casi todo el espacio de la discusión. En el campo de la política, por el hecho de que una acción no sea jurídicamente ilícita se estima que ya goza de toda justificación y que ningún otro reproche cabe. Cuando un proceso penal termina en absolución, aunque sea por razones formales, como la falta de pruebas concluyentes, la obtención ilegal de las pruebas disponibles o algún defecto en la instrucción, los grupos y partidos salen de inmediato a la palestra para proclamar la total falta de mácula de los acusados y su virtuosa condición personal y política.
Esa reducción de todo juicio a los términos de la decisión jurídico-penal oculta que el no merecimiento de condena penal no equivale a irreprochabilidad en cualquier sentido, a justicia incuestionable de las acciones y a su plena justificación desde cualesquiera puntos de vista. En materia política lo legal se tiene por perfectamente moral, con el complemento de que a menudo se buscan excusas morales como espurio atenuante o eximente de la responsabilidad penal. Cuántas veces se nos insinúa que el ilícito cometido por razón de Estado o de supuesto interés general, o ejecutado por puro afecto a la causa ideológica, no merece sanción jurídica ni de otro tipo. En estos tiempos de auge de los derechos colectivos en detrimento de los individuales, se suele estimar que el delito perpetrado en beneficio de un ente grupal, y no para la satisfacción o el enriquecimiento particular, es digno de mayor comprensión y de sanción menor. El reverso de tal manera de pensar se halla en la consideración de la víctima, y se cree que cuando el daño lo padece el erario público debe ser más suave el reproche que cuando se afecta a bienes privados. Estamos ante una de tantas manifestaciones contemporáneas de la ley del embudo. En cuestiones de honestidad política hemos logrado la inversión del dicho tradicional y aquí se afirma que la mujer del César es honesta con sólo parecerlo o con que lo dictaminen un fiscal resignado o un juez de manos atadas.
Curiosamente, los mismos partidos que propagan esa interesada visión de las relaciones entre Derecho penal, moral y política se ensañan con ciertos delitos considerados como expresión de la suprema inmoralidad personal y social, para los que continuamente piden e imponen condenas cada vez más duras sin atender a más razón que el ánimo puramente vengativo y el punitivismo electoralista. Tal ocurre con ciertos delitos sexuales o relacionados con el “género”. Si los mismos grupos políticos que alimentan la saña social contra delincuentes sexuales y maltratadores aplicaran ese celo para limpiar sus filas de corruptos, otro gallo cantaría en ministerios, consejerías, diputaciones y ayuntamientos. Pero ninguno quiere aplicar el “derecho penal del enemigo” a sus propios amigos y es mejor buscar chivos expiatorios para que los árboles no dejen ver el bosque.
Al hablar de la relación entre corrupción y financiación de los partidos políticos debemos comenzar por establecer algunas distinciones bien claras. Al concepto de corrupción hemos de darle un alcance más amplio que el meramente penal. Como escribió Alejandro Nieto en 1997, en su libro Corrupción en la España democrática, “la ausencia de infracción legal no elimina por sí sola la corrupción política”. Es más, importa subrayar que ciertas prácticas formalmente legales pueden y suelen ser el paso hacia la corrupción ilegal. Del mismo modo que tantas veces se insiste en que la legislación urbanística da pie a la corrupción al permitir a los ayuntamientos financiarse mediante recalificaciones que en sí mismas no son ilegales, sino potestad de los mismos, cabe que nos preguntemos si no es la legislación electoral y sobre financiación de los partidos políticos la que abre las puertas al abuso. No en vano apuntaba hace años Perfecto Andrés Ibáñez que la financiación ilegal de los partidos es “la madre de todas las corrupciones”.
También interesa observar esta cuestión del sistema legal de financiación de los partidos planteándose si, en su estado actual, no provoca otro tipo de decadencia o perniciosa alteración de las reglas del juego: la corrupción de los fundamentos mismos del sistema democrático.
Legislando sobre asuntos propios.
Qué se podría esperar si cualquier grupo humano dispusiera de la facultad de legislar sobre sus propios intereses, y/o sobre sus fuentes de ingresos y su régimen financiero. Imaginemos que tal pudieran hacer los padres separados en materia de pensiones o de custodia de los hijos, o los empresarios de la construcción sobre el régimen jurídico y fiscal de sus inmuebles y sus transacciones, por poner un par de ejemplos bien diversos. Quienes elaboran las leyes sobre financiación de los partidos políticos son los partidos mismos y con arreglo a la fuerza derivada de su respectiva presencia parlamentaria. No puede ser de otro modo, pero esa peculiar circunstancia debería haber llevado, cuando hubo ocasión, a la imposición de límites férreos por el Tribunal Constitucional, tal como en su momento se hizo en Alemania, donde su Tribunal Constitucional decidió en 1992 que las aportaciones a cada partido con cargo al erario público no pueden rebasar el importe de las contribuciones privadas.
En España rige actualmente en esta materia la Ley Orgánica 8/2007, de 4 de julio, sobre financiación de los partidos políticos, que reemplaza a la Ley Orgánica 3/1987. El contexto de la reforma lo ponía, por un lado, la inquietud de la opinión pública con motivo de los muy conocidos escándalos de financiación ilegal de los partidos, o de financiación legal escasísimamente transparente, como la derivada de que estuvieran permitidas las donaciones anónimas; por otro lado, los sucesivos informes de fiscalización de la contabilidad de los partidos por el Tribunal de Cuentas venían insistiendo en la urgencia de reformas que corrigieran subterfugios contables y vías oscuras, pero no ilegales, de obtención de ingresos. La nueva ley prohíbe las donaciones anónimas, pone límites de cuantía a las donaciones de cada particular o cada persona jurídica a un partido (cien mil euros anuales), obliga a una detallada contabilidad de los partidos y a toda una serie de garantías y controles formales, pero, al tiempo, deja abiertas numerosas vías de escape para que no sean ilegales ciertos ingresos más que discutibles o a los que se aplica un control más laxo. Así, no se limita el valor de las donaciones de inmuebles por personas físicas o jurídicas, se ponen topes más altos (ciento cincuenta mil euros) para las donaciones a fundaciones orgánicamente ligadas a los partidos, se permite que las realizadas por personas jurídicas a tales fundaciones y por un importe inferior a ciento veinte mil euros no se formalicen en documento público y, muy destacadamente, se dice -con curiosa técnica legislativa- en la disposición transitoria segunda, que “Los partidos políticos podrán llegar a acuerdos respecto de las condiciones de la deuda que mantengan con entidades de crédito. Dichos acuerdos serán admitidos según los usos y costumbres del tráfico mercantil habitual entre las partes” y no estarán sujetos a límite de cantidad. ¡Como si fuera usual que los bancos nos perdonen las deudas!
También llama la atención que mientras la Ley prescribe, en su artículo 4, que los partidos “no podrán aceptar o recibir, directa o indirectamente, donaciones de empresas privadas que, mediante contrato vigente, presten servicios o realicen obras para las Administraciones Públicas, organismos públicos o empresas de capital mayoritariamente público”, dicha restricción, además de aplicarse sólo para las empresas con contrato “vigente” en el momento de la donación -no a empresas que tuvieron contratos, ya finalizados, o que los vayan a tener en el futuro-, sí pueden esas empresas con contrato vigente donar dinero, inmuebles o en especie a “las Fundaciones y Asociaciones vinculadas orgánicamente a partidos políticos con representación en las Cortes Generales”, si bien se impone también para este caso la fiscalización por el Tribunal de Cuentas.
Algunas llamativas peculiaridades se nos muestran si necesidad de gran reflexión. Así, sin ir más lejos, el muy sorprendente trato distinto que se otorga a lo que una entidad privada con ánimo de lucro regala a un partido y a lo que la misma renuncia a cobrar de lo que un partido le debe. Es como si a usted su banco no pudiera regalarle altruistamente más que cien mil euros al año, que serían ciento cincuenta mil si a usted estuviera ligada “orgánicamente” una fundación, pero, en cambio, puede el mismo banco perdonarle a usted todo o parte de las deudas que con él tenga. ¿Con qué límite en este caso? Sin límite. Si la donación directa no se consiente porque se hace sospechosa de servir a la compra de voluntades o a otros afanes manipuladores, ¿por qué se permite que los bancos condonen deudas o intereses? O, ya puestos, ¿por qué no se admite que también otras empresas puedan perdonarles sus deudas a los partidos? ¿Acaso se supone mayor virtud y moral intachable de los bancos? Ahí tenemos un excelente ejemplo de lo que antes afirmábamos, de que una conducta puede ser conforme a la ley y, sin embargo, estar muy cerca del más elemental concepto de corrupción.
Ciertas cifras hablan por sí solas de la situación. Según el Informe del Tribunal de Cuentas sobre Contabilidad de los Partidos Políticos en el ejercicio 2005, emitido en abril de 2008, los partidos con representación en las Cortes Generales recibieron en ese ejercicio una financiación pública de 184,7 millones de euros y 25,7 más con ocasión de los procesos electorales, mientras que esos mismos partidos mantenían a esa fecha una deuda de 144,8 millones de euros con las entidades de crédito. Por tanto, es casi equivalente lo que los partidos reciben del Estado (a lo que hay que sumar lo que perciben de Comunidades Autónomas y Ayuntamientos) y lo que deben a los bancos y cajas de ahorros, pese a las continuas y poco explicadas condonaciones.
Si, pese a las apariencias, quedan expeditas tantas vías “legales” para que los partidos logren dineros y bienes de bancos y todo tipo de empresas, ¿por qué no desaparece la financiación ilegal y sigue presente la corrupción antijurídica como fuente de ingresos? Para la respuesta seguramente han de tomarse en consideración diversos factores: el gasto desbocado de los partidos en un marketing electoral profundamente tergiversador del sentido de una democracia que se quiera deliberativa y madura, la conversión de la política de partido en profesión para tantos dirigentes que buscan beneficio sin tener o estar capacitados para otro oficio, la transformación de los partidos en maquinarias burocráticas hinchadas de personal afín y puesto a dedo y, muy destacadamente también, la posibilidad que las prácticas corruptas ocultas brindan a sus gestores de procurarse un beneficio personal adicional, sobre la base de auténticos pactos mafiosos con el respectivo partido: tanto para el partido y tanto para el peculio particular del que negocia coimas y comisiones.
¿Por qué los ciudadanos hemos de financiar a los partidos con nuestros impuestos?
Éste es otro debate, que posiblemente nos aleja de la noción más estricta de corrupción, pero que guarda relación estrecha con los desajustes y perversiones de nuestro sistema político. No se pierda de vista que con ocasión de la citada reforma de 2007 se amplió un veinte por ciento el montante del dinero público del Estado destinado a la financiación de los partidos, al parecer para compensar la prohibición de donaciones anónimas, al tiempo que la misma Ley deja vía libre y no fija topes para la financiación también por Comunidades Autónomas y Ayuntamientos.
En su momento el Tribunal Constitucional dio por buena la financiación pública de los partidos con base en las funciones que les asigna el artículo 6 de la Constitución como expresión del pluralismo político, medio para la formación y manifestación de la voluntad popular e instrumento fundamental para la participación política (STC 3/1981). La referida Ley Orgánica 8/2007, tras definir en su Exposición de Motivos los partidos como “asociaciones privadas que cumplen una función pública trascendental en nuestro sistema democrático al ser instrumentos de representación política y de formación de la voluntad popular”, mantiene un sistema de subvenciones anuales con cargo a los Presupuestos Generales del Estado y un criterio de distribución en función del número de escaños y votos obtenidos por cada partido con representación en el Congreso de los Diputados en las últimas elecciones a dicha Cámara. Del dinero total destinado en los Presupuestos para tales subvenciones (al que hay que sumar la partida destinada a sufragar gastos de seguridad de los partidos), que ascendía para el ejercicio 2008 a algo más 78 millones de euros (y 4 millones más para gastos de seguridad), el reparto se realiza del siguiente modo (art. 3): “se dividirá la correspondiente consignación presupuestaria en tres cantidades iguales. Una de ellas se distribuirá en proporción al número de escaños obtenidos por cada partido (...) y las dos restantes proporcionalmente a todos los votos obtenidos por cada partido” en las últimas elecciones al Congreso.
El resultado es palmario: el Estado pone los medios económicos para que los partidos dominantes sigan siéndolo, y los nuevos partidos o los partidos ajenos al bipartidismo estatalmente dominante o que por no ser nacionalistas carecen de fuerte implantación en una Comunidad Autónoma que los subvencione con parejo criterio, se topan con gravísimas dificultades para incorporarse al proceso político ordinario o para mantenerse en él. Hace años que expertos constitucionalistas, como Roberto Blanco Valdés y Miguel Presno Linera, vienen insistiendo en el atentado que este sistema supone contra la igualdad de oportunidades entre los partidos parlamentarios y extraparlamentarios, por un lado, y entre partidos parlamentarios mayoritarios y minoritarios, por otro.
Si a esa estrategia de financiación se une la regulación con parecida pauta del uso de espacios electorales en los medios públicos de comunicación, la política de los medios informativos privados, en manos de grupos empresariales con fuertes vínculos con los partidos imperantes o dependientes de las políticas de éstos, y el criterio selectivo con que la banca concede créditos a los grandes partidos, a sabiendas de que no van a reembolsarlos, y los niega a partidos de nuevo cuño con el argumento de que no ofrecen garantías de solvencia (se ve que los partidos mayoritarios, igualmente insolventes, aportan garantías de otro género), tenemos un sistema político supuestamente democrático en el que unos pocos partidos, dos, más algunos grupos nacionalistas, se reparten el poder en régimen de perfecto oligopolio, con tácitos acuerdos para alternarse sin otras alternativas y utilizando los medios estatales y paraestatales para el boicot de toda competencia posible. Prácticas y modos de funcionar que serían ilegales y tenidos por ilegítimos si se tratara de empresas privadas operando en el mercado económico, se consideran perfectamente lícitas en el mercado de la política y de la economía de la política, seguramente porque no existe en ese ámbito un equivalente funcional del Tribunal de Defensa de la Competencia y porque los órganos del Estado que hubieran podido jugar y debieran haber jugado ese papel, empezando por el Tribunal Constitucional, son también rehenes de los mismos grupos políticos y sirven en el fondo a la misma lógica oligopolística.
¿Qué soluciona el Derecho penal?
Cuando se trata de castigar penalmente la corrupción relacionada con la financiación ilegal de los partidos, volvemos a darnos de bruces con el hecho de que, como ha escrito Adán Nieto Martín, “el legislador se encuentra ante un serio conflicto de intereses. Tiene que penalizar comportamientos de los que resulta ser el sujeto activo principal. En este contexto no es de extrañar que se establezca un auténtico "cartel político", todos los miembros de los órganos legislativos con independencia de su asignación política tienen intereses personales comunes en crear un espacio libre de derecho penal”. El mismo autor destaca además que, cuando al fin se echa mano del Derecho penal para este asunto, las penas resultan llamativamente benignas y se suele optar por mecanismos alternativos de castigo.
La primera consecuencia es que, a diferencia de lo que por ejemplo ocurre en Italia desde 1974, la financiación irregular de los partidos como tal no es delito. Con la legislación aquí vigente a día de hoy, para que el Derecho penal pueda intervenir ha de haber algo más, han de darse los supuestos de algún otro delito, como cohecho, prevaricación, tráfico de influencias, malversación de caudales públicos, asociación ilícita, delito fiscal o maquinación para alterar el precio de las cosas. Es decir, el hecho de que una persona física o jurídica done a un partido y éste acepte una cantidad de dinero que supere los límites legalmente marcados no da pie a castigo penal, sino, todo lo más, a una sanción administrativa pecuniaria, como luego veremos. En otros términos, los dirigentes o autoridades de los partidos no comenten delitos “de partido”, sino delitos ordinarios que se juzgan como si no hubiera partido o el partido no tuviera nada que ver. Que, por ejemplo, un concejal que cobra comisiones ilegales pase una parte del botín al partido ni quita ni pone, ley vigente en mano, para el delito de ese concejal ni para la impunidad consustancial del partido y sus responsables.
Así pues, en términos penales un partido como tal no delinque por corrupción; con la excepción que pronto veremos, un partido político siempre es penalmente inocente. Entre las justificaciones habituales de esta situación se suele mencionar la de que no cabe o es muy discutible la responsabilidad penal de personas jurídicas. Sin embargo, ello no impide que exista un supuesto en el que se hace responder penalmente por cierta corrupción a las personas que gestionan fondos de un partido. Es el caso del delito electoral contemplado en los artículos 149 y 150 de la Ley Orgánica 5/1985 del Régimen Electoral General. El 149 dispone pena de prisión menor y multa para “Los administradores generales y de las candidaturas de los partidos, federaciones, coaliciones y agrupaciones de electores que falseen las cuentas, reflejando u omitiendo indebidamente en las mismas aportaciones o gastos o usando de cualquier artificio que suponga aumento o disminución de las partidas contables”, y el 150 prevé idéntica pena para “Los administradores generales y de las candidaturas, así como las personas autorizadas a disponer de las cuentas electorales, que se apropien o detraigan fondos para fines distintos de los contemplados en esta Ley”. La pregunta que queda en el aire parece bien obvia: si en lo que tiene que ver con el manejo de los fondos electorales cabe esa responsabilidad penal de las personas físicas a cargo de la administración y contabilidad de dichos fondos, por qué no ha de ser viable o por qué no se quiere que exista una responsabilidad penal similar de quienes se encargan de las finanzas generales de los partidos e incurren en ilícitos semejantes.
Como también apunta la mejor doctrina, en materia de partidos la legislación penal es reactiva, al igual que sucede con la legislación referida a ciertos delitos sexuales. Quiere decirse que cuando estalla una ola de escándalos se propone de inmediato una reforma que endurezca las penas. Así acaba de ocurrir, pues el pasado 13 de noviembre el Gobierno anunció un nuevo proyecto de reforma del Código Penal, destinado a agravar los castigos para delitos de corrupción, abusos sexuales a menores y terrorismo, todo en el mismo cajón y como perfecta síntesis del Derecho penal simbólico y propagandístico que es plaga de nuestro tiempo. Y la casa sin barrer, al menos en materia de corrupción política, pues parece que los partidos y sus responsables seguirán yéndose de rositas. En efecto, el incremento de las penas se prevé para casos de cohecho o prevaricación, esto es, para aquellos supuestos en que delinquen los funcionarios o las autoridades en tanto que individuos, no en tanto que responsables de la gestión económica de un partido. En otras palabras, que si un alcalde cobra comisiones por recalificaciones de suelo o por licencias de obra y da todo o parte de su importe a su partido, quien en el partido y para el partido recibe ese dinero seguirá impune, aunque al otro le toque pegar el pato, sufrir la pena. Queda por ver, de todos modos, en qué se traduce la intención de que en esa misma reforma se establezcan tipos penales de corrupción entre particulares y supuestos de responsabilidad de las personas jurídicas.
La Ley Orgánica 8/2007 sobre financiación de los partidos políticos sí ha previsto que el Tribunal de Cuentas pueda aplicar sanciones pecuniarias: “Cuando un partido político obtenga donaciones que contravengan las limitaciones y requisitos establecidos en esta Ley, el Tribunal de Cuentas podrá proponer la imposición de una multa de cuantía equivalente al doble de la aportación ilegalmente percibida, que será deducida del siguiente libramiento de la subvención anual para sus gastos de funcionamiento” (art. 17). Dichas sanciones son recurribles ante la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo. Se habría podido sentar también que de los hechos se diera cuenta a la Fiscalía, tal vez a la Fiscalía Anticorrupción, para que se averiguase si esos dineros irregulares tenían alguna relación con contratos administrativos, concesiones, autorizaciones, recalificaciones, licencias y cosas similares, pero no se ha tomado tal opción, como era de esperar.
Sentido común y ecuanimidad antes que nada.
La eficacia sancionatoria del Derecho en ámbitos como éste no sólo está legalmente limitada, sino que es en sí misma más que dudosa, por lo que probablemente tampoco serviría de gran cosa la tipificación delictiva de la financiación ilegal. No conviene engañarse en este punto y bien deberíamos saber ya lo poco que las penas disuaden a ciertos tipos de malhechores. Prever castigos para los responsables de la economía de los partidos tendría, eso sí, el valor simbólico de evitar agravios comparativos y de desterrar, el menos sobre el papel, esos reductos del impunidad que para sí mismos se procuran los grupos políticos. Pero mucho mejor y más práctico, amén de más justo y acorde con los fundamentos de la democracia, sería prevenir las ocasiones de pecar, cortando de raíz esa ecuación de que a más gasto de un partido, mayor ventaja electoral y, consiguientemente, mejores resultados en las urnas.
Si suponemos, como hay que suponer, que en una democracia madura y liberada de populismo barato y paternalismo complaciente el voto de los ciudadanos es -o se ha de procurar que sea- el resultado de la reflexión sobre ideas y del debate racional sobre programas alternativos, sobran mítines, viajes, carteles con fotos retocadas, pasquines con consignas demagógicas y anuncios publicitarios basados en las mismas técnicas de publicidad que se emplean para vender coches, detergentes o yogures con bífidus. Es decir, forzar legalmente a la reducción de los gastos sería la mejor manera de evitar la búsqueda desenfrenada de ingresos, legales o ilegales, el endeudamiento crónico, los oscuros pactos con bancos que condonan créditos o intereses -habrá que pensar que por su convicción del papel esencial de los partidos como vehículo de la soberanía popular- y hasta el descaro con que los partidos se atribuyen dineros provenientes del erario público para su financiación, que es en buena parte la financiación de un aparato opaco, improductivo y basado en lealtades puramente personales. Con los medios actuales de distribución de la información están de más las ostentaciones y el vocerío con que se arman las campañas electorales, preelectorales y permanentes. A todo elector se le debe presuponer maduro y capaz para dirimir por sí entre ideas y programas, por lo que están completamente de más y constituyen poco menos que un insulto a la dignidad del ciudadano prácticas como el buzoneo con papeletas electorales o el empapelamiento de las ciudades con efigies sonrientes de líderes de los que no se conoce más opinión que una retahíla de tópicos de poca monta, o de candidatos que acaban de aterrizar en las correspondiente circunscripción y jamás retornarán a ella después de llevársela al huerto.
Cabe que el Estado colabore para el sostenimiento de ciertos gastos ordinarios, pero con severos controles y nunca en proporción mayor que afiliados y simpatizantes, además de con respeto a la igualdad de oportunidades entre los partidos. Se pueden permitir las donaciones, pero con conocimiento público, límites bien marcados y sin subterfugios. Y, desde luego, que la ley fuerce a vigilar estrechamente los “regalos” que desde los gobiernos y los parlamentos hacen los partidos a quienes los favorecen, y no sólo con dinero contante y sonante, sino también con editoriales, crónicas o campañas de apoyo. Bien está que nadie deje de opinar por miedo a represalias desde el poder, pero se requiere del mismo modo asegurarse de que nadie opina para ganar el favor tangible o la recompensa y lo consigue. Porque la corrupción política es una hidra de muchas cabezas y los partidos no sólo se corrompen cuando reciben indebidamente, sino también cuando dan sin atender al interés general y para corresponder así a lo de cualquier modo recibido.