Si
comparamos las vidas de los que andamos hoy entre los cuarenta y cinco y los
sesenta y tantos años y las de nuestros hijos entre veinte y treinta y pocos, vemos
algo así como figuras invertidas, un orden inverso o una paradoja sorprendente
e inquietante. Toda la suerte que a nosotros nos acompañó falta a los de ahora;
todo el esfuerzo que nosotros hicimos, pues también lo hubo, es agotamiento de
esta juventud; cuantas ilusiones tuvimos, y hasta cumplimos, es desilusión juvenil
en estos tiempos.
Me
crie en un pueblo pequeño y no sé de nadie de allí que no estuviera trabajando
al cumplir los veinticinco años. En realidad, en aquella tierra no conocí a
ninguno que no trabajara desde crío. Yo mismo me recuerdo, desde bien pequeño,
aplicado a las faenas del campo que estaban al alcance de mis pocos años. Mis
veranos adolescentes los pasaba recogiendo el heno y ayudando a cosechar
alubias, patatas, maíz… Y pastoreando las vacas, días enteros por los prados,
sin más compañía que las vacas y mi perro. En las vacaciones escolares me tenía
que levantar a las seis o las siete de la mañana, día tras día. Todavía no
había oído hablar de que existía algo llamado ocio. Mis padres no gastaban de
eso.
Después
de la universidad, no hubo ningún compañero que no encontrara trabajo enseguida.
Durante la carrera estudiábamos mucho, mucho. Lo primero que hice en cuanto tuve
algo de dinerillo fue irme por el mundo a aprender idiomas. Luego logré una beca
para ampliar estudios en Alemania. Me acuerdo de que, a la vuelta, daba los
últimos toques a mi tesis doctoral con mi hijo David en brazos. Me acostaba
tarde porque leía mucho, soñaba con los enigmas de mis investigaciones,
madrugaba y no me cansaba. Mis compañeros eran del mismo estilo.
Un
propósito nos era común a todos, queríamos ser rápidamente dueños de nuestras
vidas, independientes, libres, autónomos. A los treinta todos lo habían
conseguido, unos quemándose las cejas para hacerse jueces o notarios, otros
laborando de sol a sol en la industria o la labranza. Ahora, empezamos a
avistar la jubilación en lontananza y sabemos que las pensiones serán escasas,
si es que algo queda y no se completó la ruina en pocos años.
Nuestros
hijos fueron llegando cuando ya habíamos conquistado un buen nivel y mientras
rebosábamos optimismo. Desde que nacieron, no les faltó de nada. Si nosotros
nos montamos en avión por primera vez a los treinta, nuestra prole ya veraneaba
en playas lejanas antes de dejar los pañales. Si para nosotros la alternativa
al estudio era la fábrica o el andamio, ellos siempre han podido elegir entre
el trabajo y la holganza, entre el esfuerzo y el relax. Disfrutaron bien pronto
lo que nosotros todavía ni soñábamos de bien adultos. Y, ahora, ya crecidos
ellos, se les va cerrando el futuro. Muchos vivirán a nuestra costa mientras a
nosotros nos alcance. Luego, quién sabe. Entre nosotros los habrá que hasta el
último aliento se esfuercen para que sus niños, ya cuarentones, no tengan que
esmerarse nada. Los más capaces emigrarán, los más laboriosos se harán
camareros y trabajarán en los veranos de Mallorca. Muchos se irán haciendo
viejos en las casas nuestras que heredaron y porfiarán por los quinientos euros
de una pensión no contributiva, si es que existen todavía.
Un
par de días a la semana salgo a trotar un rato por el monte cercano a la
urbanización en la que vivo. Me cruzo con unos cuantos vecinos de mi generación
o de las cercanas. No me topo con jóvenes, salvo alguno que pasea tranquilo con
su perro. Caigo en la cuenta de que hace siglos que no veo a un chaval sudar.
En mi vecindario juegan a veces partidillos de fútbol y yo los observo. Nunca
sudan, jamás oí que alguno se haya lesionado, su estilo es pausado, descansado,
amable. Los mayores comentamos cada poco que las perspectivas son oscuras y que
se avecinan tiempos aun más grises. Ellos sonríen y se van un rato a reposar en
el sofá o cazan unos pokemones con su móvil de última generación.
En
algo hemos metido la pata sus mayores. Algo están haciendo muy mal los de
ahora. Nosotros arrancamos en la escasez y acabamos en la comodidad o en cierta
holgura, aunque cabe temer que no sea brillante nuestro tiempo de pensionistas,
si a él llegamos. Los hijos nuestros disfrutan una juventud dorada, placentera.
Pero empiezan a intuir lo que duelen las privaciones. Quién sabe qué les
esperará cuando se hagan viejos. Razones para el optimismo apenas quedan.
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