Estaba un servidor el pasado domingo con su familia real en el modesto jardín casero. Franciscano que es uno, había echado en el césped unos trocillos de pan para que se alimentaran los alegres gorriones y las muy académicas urracas. Mas como andábamos tomando un poco de este tardío sol de septiembre, no osaba acercarse bicho alguno. Al menos, hasta que llamó nuestra atención un animalillo que se presentó brincando. Era pequeño, negro grisáceo y de orejillas atentas y levemente parabólicas, y se puso a comer de un trozo de pan con la misma tranquilidad con que un concejal se merienda dietas. Y ahí comenzó el debate doctrinal entre mi esposa y éste que les escribe. Ella que era un topillo; yo que no, que un vulgar ratón campestre, aunque con cierto estilo y don de gentes, eso sí.
Como de zoología sabemos nosotros lo mismo que Zapatero de ética de principios o política internacional, nuestros argumentos no dieron para mucho y hubimos de concedernos tablas rápidamente, con las dudas sin resolver, pero habiéndonos tomado la precaución de sacarle una foto a la confiada criatura. Así que ayer mismo me acerqué a la Facultad de Veterinaria, prestigiosa entre las que más y repleta de expertos que llevan la cabeza tan alta que pareciera que andan todo el rato investigando el vuelo de las águilas. Aquí nos sacarán de dudas en un santiamén, pensé, ingenuo y poseído por esa fe contrafáctica en los conocimientos y habilidades de cualesquiera colegas con sexenios y proyectos de investigación bien financiados.
Me fui primero a ver a X, a quien conozco sólo superficialmente, pero de cuya fama en todo lo animal se hacen lenguas en la entera Comunidad Autónoma y hasta en alguna de las vecinas. Le conté la anécdota sin pararme en detalles intrascendentes, pues lo vi con cara de tener que rellenar varias probetas, y le describí al roedor pequeñín que habitaba mi jardín humilde. “Yo sólo sé de roedores de más de un kilo”, me dijo. Y añadió: “Precisamente ando ahora embarcado en una investigación, muy bien financiada por la Unión Europea, sobre la mixomatosis del conejo berciano”. Y, claro, me narró con lujo de detalles el apasionante estudio y cómo los ayuntamientos de El Bierzo estaban que se comían las uñas, a la espera de los importantísimos resultados que se auguraban, y que la asociación de cazadores “León caza solo” quería invitarlo a dar una conferencia el próximo fin de semana en Cacabelos. Y así una horita de nada, él olvidado de laboratorios y disecciones y ajeno a prisas, y yo intentando vanamente terciar cada tanto con alusiones a mi ratoncillo sin denominación de origen. Lo único que conseguí, ya en la puerta y mientras me daba unas amistosas palmadas en el hombro y me repetía que ya tenía ganas él de conocer a un profesor de Derecho Romano tan famoso como yo, fue que me recomendara una visita a su colega Y, a quien se refirió llamándolo “analista de bichucos de poca monta y pelotas oficial del Rectorado”.
Encontré a Y con la consabida bata blanca y sentado ante su ordenador. Se levantó, amable, para recibirme y me saludó efusivo, pero debió de olvidarse de cerrar algún programa informático de I+D+i, pues de los altavoces seguía saliendo un “fiu, fiu, fiu” que sonaba más a disparo de cazamarcianos que a aplicación para el análisis del aparato digestivo de los coleópteros. Por abreviar y no volver a correr riesgos, le enseñé la foto del pequeño roedor sin apenas preámbulos y sin más que preguntarle qué creía él que era eso. La tomó en sus manos, la miró, le dio unas vueltas, se cambió de gafas, volvió a mirarla y me la devolvió con una sonrisa algo forzada. “Por la pinta no lo saco- me dijo-, pero si me traes una muestra de su hígado te indico exactamente el género, la especie, el tipo de alimentación que llevaba y si su padre era negro o blanco”. Temiéndome lo peor, comencé a levantarme del sillón al que atentamente me había invitado, al tiempo que le iba recitando que no importaba, que tranquilo, que era una simple apuesta y que en el fondo qué más nos da que sea un ratón o una cucaracha, con los problemas que hay en el mundo. Pero no llegué a incorporarme del todo ni a acabar propiamente mi larga frase, pues me puso la mano en el hombro y me obligó a sentarme otra vez, mientras me contaba con minucia el artículo que acaba de publicar sobre enfermedades hepáticas en el gerbillo adolescente. Al parecer, semejante avance de la ciencia natural había exigido el sacrificio de unos mil gerbos nacidos para la gloria y la experimentación, pero rápidamente puntualizó Y que él no había tocado ninguno, pues para eso están “los becarios ésos”, que no tienen mejor cosa que hacer. Y ahí se animó a contarme lo mal que vienen hoy en día los becarios de investigación y lo tontamente que protestan cuando les mandas pinchar a cien bichos un domingo a las diez de la noche, que la gente ya ni tiene vocación ni nada y encima se dejan malear por los sindicatos.
Menos mal que, oh fortuna, me sonó el móvil en ese instante y pude despedirme moviendo la mano, encogiendo los hombros y poniendo un muy fingido gesto de contrariedad y ya nos vemos otro día. Antes de que llegara yo a cerrar la puerta del todo ya estaba él sentado otra vez ante su pantalla y moviendo el ratón –inalámbrico- con furia asesina.
A la porra el ratón de casa, pensé, y me encaminé hacia la salida de aquel templo del saber zoológico y sanitario, pero me topé con Z, dicharachera profesora que de joven debió de encender más de una pasión animal y que aún ahora se conserva como para un par de experimentos en cómodo animalario. Habíamos coincidido en tiempos en alguna comisión, vaya usted a saber de qué, tal vez de bioética o de fiestas patronales, y me saludó efusiva y escotada, preguntándome qué me llevaba por allí, con cara de estar convencida de que andaba justamente tras sus pasos, como todo el mundo macho. Como pude saqué a relucir el ratón, el de mi jardín, y en su cara se pintó un mohín, no sé si debido a que esperaba de mí comentario más elevado o empresa más atrevida, o a que les tiene algún tipo de fobia a los pobres ratoncitos. “Habla con B, que es becario mío”, me dijo, ya alejándose de mí como si me hubiera descubierto cara de violador del ascensor- Creo que él hizo su tesina sobre poblaciones invernales de ratas en Tierra de Campos”.
Dudé, lo confieso, pero la curiosidad me pudo y eché a andar hacia el Departamento en el que para el tal becario y que no recuerdo ya si es el de “Sanidad Animal I” o “Sanidad Animal II”, pues los de letras somos un poco torpes para el matiz científico-natural. Allí me recibieron, amables y desenfadados, un grupo de titulares y titularas apiñados/as alrededor de una máquina de café y con las batas desabrochadas. Cuando les pregunté por B, el becario, su expresión se nubló un tanto y me indicaron que tal vez estaría de vuelta en una hora, pues en este momento se hallaba fregando el establo de los burros y luego tenía que sacar el estiércol de las frisonas del segundo piso. Salí pitando mientras balbuceaba que no tenía importancia y que ya llamaría a B por teléfono. No se interesaron por saber quién era yo, tal vez convencidos de que se trataba de algún viajante de Vim Limpiacuadras.
Y así termina la historia. Veré si esta tarde aparece el ratón o topillo y le preguntaré su opinión a un vecino que tengo, que hizo la mili en Ceuta y sabe de todo.
Si quieren, y para descargo de veterinarios de despacho despechados, en otra ocasión les cuento qué pasó un día que vino uno de ellos a consultar a un catedrático de Derecho cómo se podía conseguir el desahucio de un inquilino moroso. Fue de mucha risa también.
9 comentarios:
¡Queremos ver la foto! (del to-ratón-pillo, no de otra fauna universitaria). Y que sigan disfrutando de esas apacibles tardes.
Sí, eso, la foto, a ver si asi y entre todos...
Muy bueno profesor, no sé como no se le ocurrio diseccionar al animalillo y llevar el higado a sus vecinos de facultad. Poca delicadeza la suya.
Un saludo.
¡Buenas noticias!, en León se han reunido los fiscals especializados en siniestralidad laboral y han considerado necesarísimo que se dicte una Ley Integral para cortar la masacre.
A ver si es verdad.
¡Queremos ver el bicho!
En ocasiones da igual el tipo de animal que sea con tal de detectarlo.
Así la distinción entre ser humano y alimaña la podemos encontrar en el libro de poemas de Charles Baudelaire "Las flores del Mal" en la edición de Javier de Prado, el poeta nos describe en LXXXIV : Lo irremediable, como en ocasiones un hombre puede sentirse infinitamente culpable e intentar escapar del mal : "Una Idea, una Forma, un Ser..." Y en CVI : El vino del asesino , nos muestra la degradación o extinción de la naturaleza humana y la perversión de la alimaña.
Aquí está la imagen del bicho. Lo he colgado en esta dirección:
http://www.visitingargentina.com/images/raton%20perez.jpg
Ando sorprendido por la cantidad de gente que se ha creído que la historia era real. Sólo era verdad lo del primer párrafo, el debate entre mi mujer y yo sobre la identidad del animalillo invasor. Lo demás, cuento, aunque muy verosímil, por lo que veo. Que me disculpen los colegas de Veterinaria.
Ahora bien, debería hacernos reflexionar el hecho de que una historia así resulte tan absolutamente creíble. Tiene mucho que ver con la fama que nos gastamos y las poses que lucimos.
¿Pero quién se ha creído que era una historia real? Si eran colegas suyos, aplíqueles a ellos lo de los veterinarios, y deje a los veterinarios en paz.
que cachondo el señor profesor, ya me parecia a mi mucho eso de usar la universidad para aprender, aunque fuera de alimañas...
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