Liga
de fútbol, primera división. Última jornada del campeonato. Partido entre el
equipo Alfa y el equipo Beta. Alfa ya es campeón desde hace dos jornadas. Beta,
en cambio, se está jugando la permanencia en primera y unas cuantas cosas más.
Si Beta no gana este último partido, no solo desciende de categoría, sino que
seguramente desaparece el equipo. Súmense las siguientes circunstancias de los
equipos y del partido.
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Alfa es el equipo económicamente más poderoso de Europa e invierte cada año una
fortuna para contratar los jugadores más destacados del mundo.
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Alfa, como se ha dicho, ya ganó este campeonato de este año y es el décimo
consecutivo que consigue. En este partido no se juega nada, pero sus jugadores
se están exhibiendo ante su afición, ufanos y felices.
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Alfa ha sido varias veces expedientado por la Federación debido a serias
sospechas sobre oscuros manejos y corruptelas, pero nada definitivo se ha
podido probar hasta el momento. Además, tanto la directiva como el entrenador y
algunos jugadores son bastante dados a actitudes chulescas y gestos de
desprecio hacia los otros equipos.
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Beta es un equipo modesto y muy meritorio. Su afición es ejemplar y varias veces
ha obtenido galardones como la hinchada más deportiva del país. Sus jugadores
también se suelen llevar distinciones por juego limpio. El equipo se mantiene a
flote gracias a la contribución de muchos modestos accionistas y al sacrificio
de sus empleados y jugadores, que perciben salarios bien modestos.
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Beta está acosado por las deudas y se da por seguro que se disolverá si no
logra quedar en primera y conservar así lo que percibe por derechos televisivos
y como subvenciones de la Federación.
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Beta va ganando por uno a cero desde el minuto cinco. Ha jugado muchísimo mejor
todo el rato y ha tenido tan mala suerte, que hasta tres veces han dado en los
postes de la portería rival los tiros de sus delanteros. La afición de Alfa
canta y se burla de los jugadores de Beta, mientras que los aficionados de Beta
se comportan con gran corrección y singular elegancia. En el campo, los
jugadores de Alfa han cometido más de treinta faltas y los de Beta solo llevan
cinco en todo el partido.
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Han pasado los noventa minutos reglamentarios y se está en el último minuto del
tiempo complementario que el árbitro ha marcado. Un jugador de Alfa hace una
gran jugada, rebasa al portero y tira a puerta, pero la pelota es desviada por
un manotazo de un jugador de Beta. El árbitro lo ve, aunque está medio tapado
en ese momento. El penalti parece claro, pero el árbitro sabe que si no lo pita
puede jugar con la disculpa de que no lo pudo apreciar bien. Muchos lo
criticarán si no sanciona el penalti, pero nada malo le va a ocurrir por eso.
Durante
un segundo o dos el árbitro duda terriblemente. Es plena su certeza de que la
infracción es clara y de que el penalti es debido, reglamento en mano. Por ese
lado, poco hay que discutir. Él está seguro de que la infracción ha ocurrido y
sabe también que así se demostrará en cuanto las televisiones repitan la
jugada. Pero también se da cuenta de la tremenda injusticia que sucederá si
aplica la sanción y, como es de esperar, Alfa marca ese gol. Una injusticia
tremebunda en ese partido, que indiscutiblemente mereció ganar Beta, una
injusticia enorme para un equipo tan noble y esforzado como Beta, para sus humildes
accionistas y para una afición tan ejemplar.
Ahora
meditemos nosotros qué nos parece que ese árbitro podría y debería hacer, derecho
en mano. Pues el caso, no lo olvidemos, es plenamente jurídico. Para
simplificar, nada ponemos de corrupción en el caso y a tal juez le atribuimos
toda la buena fe y ningún ánimo de “prevaricar”.
Si
sostenemos que al árbitro le vincula el reglamento de fútbol y que la norma que
viene al caso no deja más que una salida en esta oportunidad, la de señalar ese
que los comentaristas suelen llamar el máximo castigo, nos portamos como
redomados iuspositivistas. Si nada más que miramos los hechos claros y el tenor
de la norma, el caso es fácil, elemental del todo, y nada más que un camino le
queda al que arbitra: aplicar la norma, señalar el penalti.
Pero
puede que quepan salidas. Son legión los iusfilósofos bienintencionados y amables
que explican y repiten que el derecho y sus jueces tienen que estar antes que
nada al servicio de la justicia y que poco o ningún derecho se hace cuando esa
servidumbre se olvida y la ciega aplicación de lo legal provoca injusticias
evidentes. Entre los más refinados y originales de tales iusmoralistas, el benemérito
Robert Alexy recalca que el razonamiento jurídico es un caso especial del
razonamiento práctico general. Viene esto a significar que quien en derecho
decide debe antes que nada mirar qué prescribe para el caso la ley (en sentido
amplio de la expresión, como norma jurídico-positiva, sea cual sea el rango:
reglamentario, legal, constitucional incluso), tomada en su letra e
interpretada, si acaso, con ayuda también de la voluntad del legislador y de
una lectura de conjunto de las normas y no de una sola y aislada, pero que si
esa aplicación de la norma no deja alternativa que no sea bien injusta y si son
abundantes y patentes las razones que de lo injusto de esa decisión den fe,
debe el derecho positivo, que para el caso manda mal, ceder ante la moral que
obliga a hacer el bien, y tendrá por tanto que ganar la justicia aunque la
decisión formalmente sea contra legem.
Pues siendo una mínima justicia contenido esencial de cualquier derecho que en
verdad lo sea y merezca tal nombre, no resultaré en puridad jurídica la decisión
injusta, y, por el contrario, será jurídica sin tacha la que inaplique la ley
para la ocasión inicua, siempre que sea la justicia verdadera la que en su
lugar triunfe. Amén.
Volvamos
a nuestro partido de fútbol y al caso trágico. Tanto el árbitro, imparcial sin
reservas, como los observadores que bien imparciales nos queramos, estamos de
acuerdo en que ese penalti será fuente de injusticia grande, por mucho que ley
en mano no queden dudas de que lo es. ¿Debería el árbitro, con conciencia
tranquila y sin complejo de obrar antijurídicamente, abstenerse de pitar ese
penalti formalmente tan claro, librándonos así de que esos que los tribunales
constitucionales más exquisitos llaman estériles formalismos den lugar a un
resultado a todas luces muy injusto? Si estamos en el campo del derecho -y lo
estamos-, si la del árbitro es una decisión jurídica que aplica derecho -y lo
es-, y si se asume que el derecho sirve por definición a la justicia y que una
decisión que sea justa es por tal razón jurídica aunque se salte para el caso
la norma positiva -para disgusto de insensibles y malhadados formalistas-,
convendremos en que no sólo es plenamente conforme al derecho que el árbitro no
marque como penalti aquella mano voluntaria del defensa en su área, sino que,
incluso, la realmente antijurídica sería la decisión de sancionar como penalti
eso que ley en mano lo es.
Estarán
algunos iusmoralistas bien agudos buscando salidas para que la ley se aplique
en esta oportunidad sin que parezca que debe el juez respetarla siempre. Cabe
por ejemplo argüir que no vale en este caso encomendarse a la justicia del puro
resultado de este partido, pues si se beneficia al equipo Beta con la decisión
para él justa, a otro equipo inocente será perjudicado, pues otro será el que
haya de bajar de categoría en lugar de Beta. Pero como el que hace los ejemplos
pone la música y la letra y hasta los baila, como bien sabía don Ronaldo
Dworkin, nos bastará imaginar que las reglas son estas: descienden a segunda
todos los equipos con menos de veinte puntos en el campeonato de liga, sean
esos equipos varios, uno o ninguno. Y resulta que antes de este partido Beta
tenía dieciocho puntos. Así que a ninguno perjudicará la resolución arbitral
que haga prevalecer la justicia sobre la fría letra del reglamento.
Quiero
preguntar ahora qué diferencias relevantes puede haber entre este caso jurídico
y de decisión jurídica y un caso ordinario de los que deciden cada día los jueces
y magistrados. Yo no encuentro diferencias relevantes para lo que nos importa.
Pensemos en los supuestos que queramos: un ciudadano ha firmado un crédito
válido que ahora no puede pagar porque le han venido muy mal dadas y le han pasado
multitud de desgracias; alguien es juzgado por un delito que cometió un día de
ofuscación, pero es una gran persona de siempre que nada más que tuvo ese fallo
que va a arruinar su vida y la de su familia; la empresa de alguien, sacada
adelante con grandísimo esfuerzo, va a quebrar seguramente porque se ha
producido un daño para un cliente sin culpa ni leve de la empresa, pero
rigiendo en ese ámbito una regla de responsabilidad puramente objetiva; uno ha
comprado una vivienda y le debe todavía al constructor mucho dinero, pero, sin culpa
de nadie y por azares de la vida, esa vivienda se ha depreciado un setenta por
ciento y, por tanto, ya no vale ni la mitad de lo que todavía por ella debe su
dueño, etc., etc., etc.
El
tema es para esos jueces el mismo que para el árbitro. Los casos son claros
(aceptemos que lo son), norma positiva en mano, la solución que resulta de
aplicar la norma positiva en lugar de saltársela deja un sentimiento de desazón
e injusticia, remedios jurídico-positivos ciertos y aplicables al caso
(atenuantes o eximentes, cláusulas específicas, etc.) no concurren; tampoco el
margen de posible interpretación permite evitar esas consecuencias
desagradables. Así que estamos como con lo del árbitro y el penalti que puede
acabar de hundir al equipo Beta, colmo de la mala suerte y la desdicha.
No
sé quién sería el sádico que pudiera decir que disfruta y se alegra con aquel
penalti o con los fallos en perjuicio de todos estos que van a padecer dolorosas
consecuencias si se les aplica la ley en lugar de hacer valer por encima de
ella la moral o la justicia. Pero la cuestión que le debe importar también y
ante todo el teórico del derecho y al ciudadano consciente es esta otra: ¿de
qué manera afectaría al fútbol el que se admitiera que las normas de su
reglamento son derrotables desde la moral y la justicia y que debe el árbitro
filtrar su aplicación para procurar que nunca una falta, un penalti, un fuera
de juego, una tarjeta amarilla o una roja perjudiquen al equipo que en modo
alguno merece ser perjudicado y perder el partido, o beneficien al que tampoco
se merece la consecuencia favorable de la aplicación del reglamento?
A
mí me parece que en el fútbol todo cambiaría entonces. Se alteraría por
completo el papel de los árbitros, que serían jueces del mérito y no
aplicadores del reglamento. Así, los partidos de fútbol pasarían a ser competición
de un tipo bien diverso, parangonables a concursos que un juez o jurado
resuelve en razón del mérito relevante: como certámenes literarios, concursos de
belleza, de destreza, etc. La naturaleza de ese deporte se trastocaría del
todo, ya que, mismamente, los goles no importarían ni serían decisivos para la
victoria o derrota, sino un elemento más a valorar por el árbitro, quien,
además, tendría que anular los legales pero que provoquen un resultado injusto
o dar por buenos los antirreglamentarios pero que ayuden a ganar al que lo
merece. Y así sucesivamente. La esencia de la competición se alteraría, porque
ya no se entrenaría ni jugaría para meter goles o evitarlos, sino para “seducir”
al árbitro y hacerle ver los variadísimos méritos de jugadores, entrenadores y
afición. No tendrían los espectadores que cantar o gritar para animar a su
equipo favorito, sino, tal vez, recitar odas a la concordia universal o textos
kantianos sobre la paz perpetua. Y así todo.
Por
supuesto, es obvio que seguiría habiendo equipos, intereses ligados a los
equipos y buenas razones de toda clase (económicas, políticas, etc.) para que
cada equipo desee vencer. Supongamos que el equipo que gana el campeonato
recibe un suculento premio económico e ingresa millones por publicidad y merchandising, una razón más, y poderosa,
por la que todos pretenden vencer. Mas si los árbitros ya no van a ser seleccionados
por su competencia técnica, su buen conocimiento del reglamento, sus condiciones
físicas apropiadas y su depurada imparcialidad acreditada año tras año, sino
por su sensibilidad moral y su gran sentido de la equidad, respóndaseme a esta
pregunta: ¿van a estar las directivas de los equipos -en especial de los
equipos más fuertes y económicamente más poderosos- más interesadas en fichar
grandes jugadores o en influir en la selección de los árbitros? ¿Será de
esperar mayor o menor corrupción en el fútbol y en cuanto al sistema arbitral?
Incluso, ¿terminaría por haber más o menos violencia en el fútbol y sobre los
árbitros?
Tengo
muy claras mis respuestas. Y también opino que exactamente lo mismo que decimos
para el fútbol y los árbitros vale para la vida social en general y para los
jueces. Si queremos hacerlos sacerdotes de la justicia y señores de las reglas
del juego a las que llamamos derecho y que, en democracia, entre todos ponemos,
el mundo no se va a acabar, ciertamente, pero estaremos jugando a otra cosa,
retornaremos a tiempos pretéritos, será más sólido el imperio de los más
fuertes y estarán o estaremos particularmente desprotegidos los que no podemos
aspirar a más defensa que las que nos brindan las reglas jurídicas que en común
tenemos y que se aplican por jueces que no miran más cosas que las que para la
norma vienen a cuento.
Por
poner otra comparación: el día que a mí, profesor universitario, me digan que
la calificación de mis estudiantes no debe venir determinada por la puntuación
lograda en el examen y en aplicación de un baremo general y conocido, sino por
factores como las circunstancias personales de cada cual (quién está contento o
quien anda deprimido, quién tiene más dinero o es más pobretón, quién es varón
o quién mujer, quién tiene éxito social y quién vive corroído por mil complejos…)
o lo que cada uno merece por motivos ajenos al estudio y el rendimiento
académico, me iré con la música a otra parte y tendré que dejar que mi puesto
lo ocupen confesores, terapeutas, trabajadores sociales y, ante todo,
tiralevitas en general. Eso mismo que para mí quiero como juez del rendimiento
de mis alumnos lo deseo para los jueces de mi Estado que en derecho hayan de
juzgar de mis conductas y las de mis vecinos. Aspiro a árbitros imparciales,
buenos reglamentos y decisiones que los apliquen no moralinas de baratillo ni
pedagogos, psicólogos sociales o economistas en los tribunales de justicia o murmurando
a la oreja de los magistrados. Tal vez estoy confundido, pero juraría que la
Constitución me da la razón.