Hoy El País viene con un editorial sobre los tremendos datos de la delincuencia en México: homicidios, secuestros, robos... Una locura continua. Después de mi estancia en Ciudad Juárez hace pocos meses, sigo consultando a menudo una página web que da información local (www.lapolaka.com). Cada día matan más gente allá, sube la media mes a mes. Pero es difícil algunas veces dar con los datos, pues las noticias de los asesinatos se pierden entre los ecos de sociedad y otros asuntos de un día a día que pareciera normal y sin mayor novedad.
Si no aciertan los poderes públicos a contener rápidamente al monstruo, el país se les irá de las manos por mucho tiempo. Pero no parece fácil. Posiblemente tendrán que comenzar por limpiar la casa por dentro y a ver cómo se mete mano el Estado a sí mismo. Recuerdo, de aquella visita reciente a Ciudad Juárez, que lo que me contaban mis estudiantes, todos profesionales del Derecho con altas responsabilidades, no coincidía para nada con las versiones oficiales y las de los periódicos. En dicha ciudad todo el mundo está convencido de que el Estado anda implicado hasta los tuétanos en las matanzas, y nadie se cree que sea una mera guerra entre mafias rivales por el dominio de la droga. La gente teme casi tanto a la policía y al ejército como a los sicarios.
También El País cuenta hoy el caso emocionante y ejemplar de esa madre mexicana que no paró a hasta detener, por su cuenta y nada más que con su esfuerzo, a los secuestradores y asesinos de su hijo. En dos días ya tenía localizado el piso donde vivían los cabecillas. Durante seis meses la policía no le hizo ningún caso ni movió un dedo, sólo le pusieron obstáculos. Esa mujer ha sufrido un atentado hace pocos días.
Me acordé de otra historia que me narró hace un par de semanas, allá en la capital mexicana, un buen amigo de otra ciudad, arquitecto de profesión. Le robaron su valioso coche, un Volvo, si no recuerdo mal. Fue a la policía y se entrevistó con su comandante. Mi amigo sabía que para que la policía comience a investigar en un caso así el ciudadano debe pagar a sus mandos. Pero le dijo al jefe policial: mire, no les voy a pagar ahora, pero si ustedes dan con mi coche, le entregaré a usted personalmente tantos miles de pesos. A la semana el policía lo llamó y le dijo que el vehículo había aparecido. Pero no era el mismo. No importa, le indicó el agente a mi sorprendido amigo, cámbiele el número del bastidor y listo. No aceptó y le reiteró que sólo pagaría por la recuperación de su coche. Al cabo, éste apareció en un Estado lejano, cerca de la frontera norteamericana. Mi amigo cumplió su parte del trato.
Nunca pierde vigencia aquella vieja cuestión de San Agustín: en qué se diferencia un Estado legítimo de una banda de ladrones. Deberíamos volver a darle unas vueltas al asunto.
PD.- Sentado lo anterior, me apresuro a hacer explícito lo obvio: que en México, como en cualquier otro lugar, también habrá muchísima gente honesta, políticos idealistas, funcionarios impecables y esmeradísimos servidores del orden público. Dicho queda y por si las moscas, no me vaya a pasar como en aquel otro país y se dé por aludido algún chiquilicuatre que trate de echarme encima las hordas académicas y las otras.
Si no aciertan los poderes públicos a contener rápidamente al monstruo, el país se les irá de las manos por mucho tiempo. Pero no parece fácil. Posiblemente tendrán que comenzar por limpiar la casa por dentro y a ver cómo se mete mano el Estado a sí mismo. Recuerdo, de aquella visita reciente a Ciudad Juárez, que lo que me contaban mis estudiantes, todos profesionales del Derecho con altas responsabilidades, no coincidía para nada con las versiones oficiales y las de los periódicos. En dicha ciudad todo el mundo está convencido de que el Estado anda implicado hasta los tuétanos en las matanzas, y nadie se cree que sea una mera guerra entre mafias rivales por el dominio de la droga. La gente teme casi tanto a la policía y al ejército como a los sicarios.
También El País cuenta hoy el caso emocionante y ejemplar de esa madre mexicana que no paró a hasta detener, por su cuenta y nada más que con su esfuerzo, a los secuestradores y asesinos de su hijo. En dos días ya tenía localizado el piso donde vivían los cabecillas. Durante seis meses la policía no le hizo ningún caso ni movió un dedo, sólo le pusieron obstáculos. Esa mujer ha sufrido un atentado hace pocos días.
Me acordé de otra historia que me narró hace un par de semanas, allá en la capital mexicana, un buen amigo de otra ciudad, arquitecto de profesión. Le robaron su valioso coche, un Volvo, si no recuerdo mal. Fue a la policía y se entrevistó con su comandante. Mi amigo sabía que para que la policía comience a investigar en un caso así el ciudadano debe pagar a sus mandos. Pero le dijo al jefe policial: mire, no les voy a pagar ahora, pero si ustedes dan con mi coche, le entregaré a usted personalmente tantos miles de pesos. A la semana el policía lo llamó y le dijo que el vehículo había aparecido. Pero no era el mismo. No importa, le indicó el agente a mi sorprendido amigo, cámbiele el número del bastidor y listo. No aceptó y le reiteró que sólo pagaría por la recuperación de su coche. Al cabo, éste apareció en un Estado lejano, cerca de la frontera norteamericana. Mi amigo cumplió su parte del trato.
Nunca pierde vigencia aquella vieja cuestión de San Agustín: en qué se diferencia un Estado legítimo de una banda de ladrones. Deberíamos volver a darle unas vueltas al asunto.
PD.- Sentado lo anterior, me apresuro a hacer explícito lo obvio: que en México, como en cualquier otro lugar, también habrá muchísima gente honesta, políticos idealistas, funcionarios impecables y esmeradísimos servidores del orden público. Dicho queda y por si las moscas, no me vaya a pasar como en aquel otro país y se dé por aludido algún chiquilicuatre que trate de echarme encima las hordas académicas y las otras.