Este título no es original. Un colega de Geografía me puso en la pista de una página web sobre un interesante sistema de debates que geógrafos de París organizan en cafés y en la web. Voy a mirar y me topo con un debate sobre este asunto precisamente, los lugares del sexo. En francés. Olalá. Echa uno un vistazo y se queda pensando.
Basta andar cerca de la cincuentena para darse cuenta de que sí han cambiado los lugares de la vida sexual. Allá en mi adolescencia aldeana había una muchacha de mi pueblo que tenía la fantasía del “avellaneru”, el bosque de avellanos. Caramba, poesía sí había ahí, y toda una mitología. El “avellaneru” era un lugar mental, seguramente más poblado de lúbricos trasgos que de seres de carne y hueso con ganas atrasadas. Los otros lugares eran la tenada, lugar donde se almacenaba el heno para el invierno, el monte, las esquinas más discretas de los prados, tal vez a la sombra de un castaño cómplice. También los caminos, en las noches estrechas en que los mozos y las mozas volvían de la romería, cargados de música los cuerpos y retozona el alma. No ha de extrañar, pues, que a alguno le quede con los años ese resabio de echarse al monte, aunque la vida sedentaria haya hecho de cada cual una pacífica amalgama de comodidad y lumbagos mentales.
Basta andar cerca de la cincuentena para darse cuenta de que sí han cambiado los lugares de la vida sexual. Allá en mi adolescencia aldeana había una muchacha de mi pueblo que tenía la fantasía del “avellaneru”, el bosque de avellanos. Caramba, poesía sí había ahí, y toda una mitología. El “avellaneru” era un lugar mental, seguramente más poblado de lúbricos trasgos que de seres de carne y hueso con ganas atrasadas. Los otros lugares eran la tenada, lugar donde se almacenaba el heno para el invierno, el monte, las esquinas más discretas de los prados, tal vez a la sombra de un castaño cómplice. También los caminos, en las noches estrechas en que los mozos y las mozas volvían de la romería, cargados de música los cuerpos y retozona el alma. No ha de extrañar, pues, que a alguno le quede con los años ese resabio de echarse al monte, aunque la vida sedentaria haya hecho de cada cual una pacífica amalgama de comodidad y lumbagos mentales.
De todos modos, en alguna parte deben de quedar retazos de esa sexualidad ecológica. No hace tanto que uno de mi pueblo y de mi quinta, que sigue viviendo de la labranza, me contaba sus andanzas campestres recientes, cuando se fue a cazar y se topó con una fémina que tomaba el sol en un valle nemoroso. Pero lo tomaba en top-less, y en ese dato se contiene ya un discutible elemento de contaminación cultural. Parece que su hallazgo acabó en húmedo ayuntamiento, para solaz de grillos, pájaros y puede que alguna prudente vaca perpleja. Por allá todavía son nación.
Luego llegó la sexualidad en coche, origen de catarros sin cuento y fuente de uno de los primeros y más sanos sentimientos de solidaridad. En las afueras de cada ciudad había refugios en los que al caer la tarde se iban apelotonando vehículos, generalmente modestos, que se batían cual si fueran asaltados por repentinos ataques de tos. Era un sentirse protegido y protector entre iguales, sabedores todos de que cualquiera que osara perturbar con malas artes el ejercicio amatorio de conductores y conducidas tendría que sufrir las iras de aquel ejército de automovilistas de calzón descapotable. Era cuando los nuevos modelos de coche se anunciaban con ostentación de sus asientos abatibles. Esos asientos supusieron una revolución de le geografía amatoria, ya que llevaron a la liberación del asiento trasero y a una convivencia más que problemática con la palanca de cambios y el freno de mano. Si hubiéramos sido más románticos los de entonces, muchos hijos deberían llamarse Simca o Seat, en lugar de Pedro o María.
Tampoco es descabellado que muchas crisis ulteriores de esas parejas nacieran del acceso legal a la cama, cuando la relación estuvo bendecida por la Iglesia y el Código Civil, pues seguro que más de uno y de una echaron de menos sin remisión aquellas torsiones, aquellos cristales empañados y la luz de la luna, que era la de los poetas del cuerpo motorizado.
Tengo entendido que hoy las cosas son bien distintas. A ver, si no, cómo se explica esta eclosión de hoteles en las afueras de cualquier ciudad o villorrio. No puede haber tanto representante de comercio, sin duda, ni tanto turista que evite la proximidad de los monumentos propiamente dichos. Por no hablar de la carga semántica tan particular que lleva ese concepto hotelero de habitación individual de doble uso, que expresa el doble uso individual que se hacen esos amantes más o menos ocasionales, solitarios amores compartidos. Esos hoteles tienen espíritu extraterritorial, vocación de paréntesis, celo de alcahueta, complicidad de vieja yaya chocha.
Los hoteles han significado la democratización del amorío, el sexo popular con talonario de diez noches. Otra ventaja, si lo es, del Estado del bienestar. En aquel entonces una cama de hotel era pura ensoñación de enamorados sin posibles, utópico lecho ignoto, al alcance sólo de jefes de oficina con secretaria consentidora y esposa miope. Hoy las relaciones sexuales más esquivas se refugian en los moteles, esas construcciones con nombres de exóticos lugares caribeños, donde el amor se hace anónimo y ciego y donde el coche aguarda a buen recaudo y nostálgico, mientras su dueño o dueña se pierde en trámites de Visa y mandos imposibles del jacuzzi.
También estamos en época de deslocalización del sexo y de trabajo a domicilio. En la alcoba de muchos la herramienta sexual es el ordenador, con su webcam de reglamento para que una persona se haga el amor a sí misma con la vista puesta en otra que también se lo hace a mil kilómetros, atentas la una y la otra a que no se despierten los niños o no se levante a mear la pareja legal, que sueña plácidamente con un ascenso laboral o un golpe de suerte en la bonoloto.
La geografía sexual es contradictoria y casquivana, esquizofrénica incluso, pues es común que los amantes cómodamente instalados en su nido habitual viajen mentalmente a sitios lejanos y a parajes equívocos, mientras transitan el cuerpo suyo de cada día según el uso y la costumbre del lugar común. Los lugares de la fantasía suplen con solvencia el hastío de los espacios sabidos y se pueblan de susurros, presencias, guiños y variadas luces. No suelen los amantes estar donde se encuentran y algún día se deberá hacer el catálogo de esos imaginarios lugares y el índice de sus habitantes recurrentes. Se encontrarían allí espontáneamente y entre risas y sorpresas muchos que ni se hablan ni se saben copropietarios de semejantes ubicaciones imaginadas.
Quién no ha visto de pronto, en los ojos tendidos de su pareja, un reflejo de mares, una oscuridad de noches lejanas, una multitudinaria presencia de amigos y conocidos. Quién no se ha preguntado qué obra se representa al otro lado del telón cuando los párpados caen y apunta una sonrisa en lontananza y las manos que acarician se ponen a jugar con el aire. Comunicación difícil la de las parejas, pues, de haberla, habrían de conversar al final del revolcón sobre dónde estuvo cada uno, adónde había volado el alma de cada cual mientras al otro le prestaba el cuerpo con pacto de devolución. Porque el espíritu de los amantes es etéreo, huidizo, inestable y caprichoso, siempre viajero, explorador, atrevido y desvergonzado. Luego, tras narrar el viaje y sus peripecias, los amantes civilizados tendrían darle las gracias a esa geografía secreta que acaba en la feliz quietud del estar allí sin propósito de irse propiamente. De momento, o salvo que un día, al fin, quepa viajar juntos, aunque sea en vuelos baratos y con bancotel.
Luego llegó la sexualidad en coche, origen de catarros sin cuento y fuente de uno de los primeros y más sanos sentimientos de solidaridad. En las afueras de cada ciudad había refugios en los que al caer la tarde se iban apelotonando vehículos, generalmente modestos, que se batían cual si fueran asaltados por repentinos ataques de tos. Era un sentirse protegido y protector entre iguales, sabedores todos de que cualquiera que osara perturbar con malas artes el ejercicio amatorio de conductores y conducidas tendría que sufrir las iras de aquel ejército de automovilistas de calzón descapotable. Era cuando los nuevos modelos de coche se anunciaban con ostentación de sus asientos abatibles. Esos asientos supusieron una revolución de le geografía amatoria, ya que llevaron a la liberación del asiento trasero y a una convivencia más que problemática con la palanca de cambios y el freno de mano. Si hubiéramos sido más románticos los de entonces, muchos hijos deberían llamarse Simca o Seat, en lugar de Pedro o María.
Tampoco es descabellado que muchas crisis ulteriores de esas parejas nacieran del acceso legal a la cama, cuando la relación estuvo bendecida por la Iglesia y el Código Civil, pues seguro que más de uno y de una echaron de menos sin remisión aquellas torsiones, aquellos cristales empañados y la luz de la luna, que era la de los poetas del cuerpo motorizado.
Tengo entendido que hoy las cosas son bien distintas. A ver, si no, cómo se explica esta eclosión de hoteles en las afueras de cualquier ciudad o villorrio. No puede haber tanto representante de comercio, sin duda, ni tanto turista que evite la proximidad de los monumentos propiamente dichos. Por no hablar de la carga semántica tan particular que lleva ese concepto hotelero de habitación individual de doble uso, que expresa el doble uso individual que se hacen esos amantes más o menos ocasionales, solitarios amores compartidos. Esos hoteles tienen espíritu extraterritorial, vocación de paréntesis, celo de alcahueta, complicidad de vieja yaya chocha.
Los hoteles han significado la democratización del amorío, el sexo popular con talonario de diez noches. Otra ventaja, si lo es, del Estado del bienestar. En aquel entonces una cama de hotel era pura ensoñación de enamorados sin posibles, utópico lecho ignoto, al alcance sólo de jefes de oficina con secretaria consentidora y esposa miope. Hoy las relaciones sexuales más esquivas se refugian en los moteles, esas construcciones con nombres de exóticos lugares caribeños, donde el amor se hace anónimo y ciego y donde el coche aguarda a buen recaudo y nostálgico, mientras su dueño o dueña se pierde en trámites de Visa y mandos imposibles del jacuzzi.
También estamos en época de deslocalización del sexo y de trabajo a domicilio. En la alcoba de muchos la herramienta sexual es el ordenador, con su webcam de reglamento para que una persona se haga el amor a sí misma con la vista puesta en otra que también se lo hace a mil kilómetros, atentas la una y la otra a que no se despierten los niños o no se levante a mear la pareja legal, que sueña plácidamente con un ascenso laboral o un golpe de suerte en la bonoloto.
La geografía sexual es contradictoria y casquivana, esquizofrénica incluso, pues es común que los amantes cómodamente instalados en su nido habitual viajen mentalmente a sitios lejanos y a parajes equívocos, mientras transitan el cuerpo suyo de cada día según el uso y la costumbre del lugar común. Los lugares de la fantasía suplen con solvencia el hastío de los espacios sabidos y se pueblan de susurros, presencias, guiños y variadas luces. No suelen los amantes estar donde se encuentran y algún día se deberá hacer el catálogo de esos imaginarios lugares y el índice de sus habitantes recurrentes. Se encontrarían allí espontáneamente y entre risas y sorpresas muchos que ni se hablan ni se saben copropietarios de semejantes ubicaciones imaginadas.
Quién no ha visto de pronto, en los ojos tendidos de su pareja, un reflejo de mares, una oscuridad de noches lejanas, una multitudinaria presencia de amigos y conocidos. Quién no se ha preguntado qué obra se representa al otro lado del telón cuando los párpados caen y apunta una sonrisa en lontananza y las manos que acarician se ponen a jugar con el aire. Comunicación difícil la de las parejas, pues, de haberla, habrían de conversar al final del revolcón sobre dónde estuvo cada uno, adónde había volado el alma de cada cual mientras al otro le prestaba el cuerpo con pacto de devolución. Porque el espíritu de los amantes es etéreo, huidizo, inestable y caprichoso, siempre viajero, explorador, atrevido y desvergonzado. Luego, tras narrar el viaje y sus peripecias, los amantes civilizados tendrían darle las gracias a esa geografía secreta que acaba en la feliz quietud del estar allí sin propósito de irse propiamente. De momento, o salvo que un día, al fin, quepa viajar juntos, aunque sea en vuelos baratos y con bancotel.
4 comentarios:
Así, con romanticismo, con ternura, esperando algo del otro alma cultivada que está a tu lado. Pero ayer, me tocó , después del sexo, aguantar a mi amiga Ana su charla y el humo de su cigarro:
A mí, lo que me frustra con cojones Roland es que no me chive mi marido todos los días cuando está en León, me pone enferma que vaya a meterle mano y me diga que le duele la cabeza o que no se le levanta y no se como explicarle que me gustan los juegos sexuales... Yo creo que muchas veces los hombres no atendéis los deseos carnales que tiene la mujer, os gusta picotear de aquí y de allí pero no sois capaces de tener relaciones seguidas un mes dos veces al día, si podéis si es un día con una y otro con otra. Os engañáis a vosotros mismos diciendo que sois unos fenómenos, pero sólo para un ratín, pero no para tener contenta a la parienta por eso buscáis otros chochos y os engañáis a vosotros mismos, no os dais cuenta que no es meter sólo, lo mejor son los juegos, el precalentamiento, el mordisquín en la oreja una lametada en el cuello un roce con el pecho en la espalda, un susurro en el oído, joder en cualquier sitio, la mayoría os asustais de una jamba como yo que se muestra como es, es que ponéis a una de kilona rápido y yo sólo deseo amar y amar y por eso mi marido se me asusta ... el otro día casi lo murdo y me dice : no me muerdas, si estuviese excitado de verdad no se preocuparía de eso y me sentí frustrada de no poder ser yo misma...Y es que nunca he encontrado un tío que me atienda bien, yo a un tío que me atienda bien me lo follo 3 o 4 veces todos los días, para vosotros el primer polvo con una tía es la ostia y luego pasa que si no sigues dando esa marcha la mujer se va a echar el polvo por ahí.
Y es que hasta las analfabetas y burras nos lo llevamos a veces, yo no se nada, no se explicarme y digo cuatro bobadas, me jode cuando tengo que decir en las oficinas que no tengo el graduado, pero después se más que muchas, nunca me han venido así para salir tíos de nivel de estudios, médicos y cosas de esas, nunca he sido "fisna".
Los del barrio somos los mejores Ana, pero nos falta romanticismo de ese, Ooooooyyy Roland ,que ya sabemos, no hagas más con los romanticismos, ¿no me digas que te vas a marchar ya?, pues sí Ana ,tengo que madrugar chacha, UUUyyyyy ¿ya te reventaste?, si es que no me aguanta nadie el ritmo...¿repetimos otro día Roland, cómo dice el anuncio de las natilals esas?, sí , otro día me paso, Roland ¿qué? , si no te pasas, por lo menos regálame una pija de esas que vibre pa Reyes.
Perdóneme Prof. García Amado pero no me resisto a llamar su atención sobre un artículo que ha publicado hoy en El Mundo (Andalucía) Javier Caraballo.
referencia correcta
El sexo es un lugar, los lugares del sexo son accesorios.
Bonito escrito, tan cierto.
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