Cuando se trata de hacer un equipo de fútbol, o una selección, se busca a alguien competente y con experiencia que, como entrenador o seleccionador, haga jugar a los mejores, y los equipos se disputan secretarios técnicos (creo que se llaman así) que vean un montón de partidos de todos los equipos y en todas las categorías y traten de fichar a los jugadores más capaces. Últimamente, por ejemplo, la prensa especializada se hace lenguas de la habilidad de Monchi, en el Sevilla, para localizar perlas futbolísticas que acaban dando un gran rendimiento, al margen del relumbrón mediático y de las revistas de la víscera. Permítase esta comparación solamente para subrayar que en los más altos poderes del Estado no ocurren las cosas del mismo modo.
Legislan unos parlamentarios cuyo mérito más notable suele ser, en la mayoría de los casos, la sumisión y la disposición para bajar la testuz y votar lo que se les mande sin rechistar. Y así salen las leyes que salen y como salen, que hasta la ortografía y la sintaxis sufren últimamente en el BOE, por no hablar de la cantidad de tonterías y simplezas abochornantes que impregnan hoy en día la legislación. Pero concedamos que las leyes las hacen legítimamente los políticos y que a la política se suelen dedicar quienes no tienen aptitudes o ánimo para hacer cosa de mejor provecho o mayor brillo.
Más delicado, aún, es el caso de la judicatura. El poder judicial tiene una estructura marcadamente jerárquica. Se va ascendiendo por antigüedad, pero a partir de cierto nivel las designaciones competen al Consejo General del Poder Judicial. El Consejo General del Poder Judicial lo manejan los partidos, ya que sus miembros los nombra el Parlamento. Decimos Parlamento y suena a legitimidad elevada e interés general. Pero cuando hablamos de elegir a las más altas magistraturas judiciales lo que asoma por debajo de la puerta de las Cortes es la patita de los partidos políticos, empeñados en colocar a sus afines y en promocionar a sus leales. Do ut des. Yo te nombro y tú me sigues la corriente. Se hace realidad el viejo dicho de que más vale caer en gracia que ser gracioso. La profesionalidad queda desplazada por la politiquería de más baja estofa.
Sobre el papel, los ascensos de los jueces podrían dirimirse con estricta aplicación de los principios constitucionales de mérito y capacidad. Además de que la experiencia es un grado y algo han de contar los años de labor, bastaría que alguien con capacidad de juicio y ánimo independiente fuera viendo y cotejando los resultados de su trabajo: las sentencias. Ni más ni menos. Que cuente más el poner buenas sentencias que el hacer muchos pasillos.
Quienes tenemos el vicio de leer jurisprudencia nos hacemos cruces en muchas ocasiones al comprobar qué peregrinos razonamientos, qué escasa perspicacia, qué patadas a la lógica y al diccionario y qué lamentable rigor técnico presentan muchas sentencias. En otras ocasiones la impresión es la opuesta y, se esté de acuerdo con el fallo o se discrepe, pues la materia jurídica tiene siempre mucho de opinable, complace hallar jueces que argumentan con pericia, les dan a las leyes el trato que se merecen –que nos merecemos los ciudadanos- y demuestran una sólida formación, amén de independencia de juicio y capacidad para sobreponerse a presiones y guiños. Pero más nos escandaliza comprobar, una vez sí y otra también, que suelen progresar más rápido muchos jueces escasamente escrupulosos en su trabajo y que compensan su poco celo o su débil capacidad profesional con abundancia de relaciones públicas y complaciente gesto ante quienes mandan. Con las excepciones que vengan al caso, por supuesto.
Deberíamos reflexionar un poco sobre la perversa analogía que se ha establecido entre el ascenso de los militares al generalato y el acceso a los más altos tribunales judiciales. De entre todos los coroneles que han superado el correspondiente curso de general y cuentan en su hoja de servicios con los méritos mínimos que la ley marca, el gobierno decide a cuáles elevar a generales, con decisión que tiene mucho de decisión política, aunque, al menos idealmente, no sea meramente política. En este caso puede estar justificado, pues de los mandos supremos del ejército cabe pedir no sólo preparación profesional, sino también determinadas actitudes y ciertas lealtades al poder legítimamente establecido –que no es lo mismo que al partido de turno, dicho sea de paso; pero en fin-. Pues el ejército, en suma, no ha de ser un poder independiente, sino bien sometido al poder civil. Pero ¿y los jueces? Ahí la situación debería ser la inversa, pero es la misma. Los magistrados integrantes del Tribunal Supremo, de los Tribunales Superiores de Justicia, y hasta de las Audiencias, nada tendrían que deber a la decisión discrecional de los políticos -o de sus delegados en el CGPJ- y, sentado que en su curriculum figuren méritos bastantes y que su trayectoria no tenga obvia tacha profesional, nada más que su pura capacidad como sentenciadores solventes tendría contar para su promoción. ¿Por qué no se crea una JUANECA, pero en serio? O que se fiche a Monchi.
Pero quién le pone el cascabel el gato. La alternativa que se suele ofrecer al nombramiento descaradamente político por un Consejo General del Poder Judicial integrado por secuaces serviles de los partidos políticos es que la batuta pase a manos de las asociaciones judiciales, que son grupos de presión también politizados y que vienen a cumplir un papel similar al de los sindicatos de la función pública: apoyar a los suyos, y al interés general que le den morcilla.
Al parecer, para la elección de los más altos guardianes de nuestros derechos las únicas alternativas son que decida Drácula o que elija Frankenstein. Pues no, invéntese lo necesario para que se seleccione simplemente a los mejores. Si es posible en el fútbol, más o menos, ¿no ha de serlo en la judicatura?
Legislan unos parlamentarios cuyo mérito más notable suele ser, en la mayoría de los casos, la sumisión y la disposición para bajar la testuz y votar lo que se les mande sin rechistar. Y así salen las leyes que salen y como salen, que hasta la ortografía y la sintaxis sufren últimamente en el BOE, por no hablar de la cantidad de tonterías y simplezas abochornantes que impregnan hoy en día la legislación. Pero concedamos que las leyes las hacen legítimamente los políticos y que a la política se suelen dedicar quienes no tienen aptitudes o ánimo para hacer cosa de mejor provecho o mayor brillo.
Más delicado, aún, es el caso de la judicatura. El poder judicial tiene una estructura marcadamente jerárquica. Se va ascendiendo por antigüedad, pero a partir de cierto nivel las designaciones competen al Consejo General del Poder Judicial. El Consejo General del Poder Judicial lo manejan los partidos, ya que sus miembros los nombra el Parlamento. Decimos Parlamento y suena a legitimidad elevada e interés general. Pero cuando hablamos de elegir a las más altas magistraturas judiciales lo que asoma por debajo de la puerta de las Cortes es la patita de los partidos políticos, empeñados en colocar a sus afines y en promocionar a sus leales. Do ut des. Yo te nombro y tú me sigues la corriente. Se hace realidad el viejo dicho de que más vale caer en gracia que ser gracioso. La profesionalidad queda desplazada por la politiquería de más baja estofa.
Sobre el papel, los ascensos de los jueces podrían dirimirse con estricta aplicación de los principios constitucionales de mérito y capacidad. Además de que la experiencia es un grado y algo han de contar los años de labor, bastaría que alguien con capacidad de juicio y ánimo independiente fuera viendo y cotejando los resultados de su trabajo: las sentencias. Ni más ni menos. Que cuente más el poner buenas sentencias que el hacer muchos pasillos.
Quienes tenemos el vicio de leer jurisprudencia nos hacemos cruces en muchas ocasiones al comprobar qué peregrinos razonamientos, qué escasa perspicacia, qué patadas a la lógica y al diccionario y qué lamentable rigor técnico presentan muchas sentencias. En otras ocasiones la impresión es la opuesta y, se esté de acuerdo con el fallo o se discrepe, pues la materia jurídica tiene siempre mucho de opinable, complace hallar jueces que argumentan con pericia, les dan a las leyes el trato que se merecen –que nos merecemos los ciudadanos- y demuestran una sólida formación, amén de independencia de juicio y capacidad para sobreponerse a presiones y guiños. Pero más nos escandaliza comprobar, una vez sí y otra también, que suelen progresar más rápido muchos jueces escasamente escrupulosos en su trabajo y que compensan su poco celo o su débil capacidad profesional con abundancia de relaciones públicas y complaciente gesto ante quienes mandan. Con las excepciones que vengan al caso, por supuesto.
Deberíamos reflexionar un poco sobre la perversa analogía que se ha establecido entre el ascenso de los militares al generalato y el acceso a los más altos tribunales judiciales. De entre todos los coroneles que han superado el correspondiente curso de general y cuentan en su hoja de servicios con los méritos mínimos que la ley marca, el gobierno decide a cuáles elevar a generales, con decisión que tiene mucho de decisión política, aunque, al menos idealmente, no sea meramente política. En este caso puede estar justificado, pues de los mandos supremos del ejército cabe pedir no sólo preparación profesional, sino también determinadas actitudes y ciertas lealtades al poder legítimamente establecido –que no es lo mismo que al partido de turno, dicho sea de paso; pero en fin-. Pues el ejército, en suma, no ha de ser un poder independiente, sino bien sometido al poder civil. Pero ¿y los jueces? Ahí la situación debería ser la inversa, pero es la misma. Los magistrados integrantes del Tribunal Supremo, de los Tribunales Superiores de Justicia, y hasta de las Audiencias, nada tendrían que deber a la decisión discrecional de los políticos -o de sus delegados en el CGPJ- y, sentado que en su curriculum figuren méritos bastantes y que su trayectoria no tenga obvia tacha profesional, nada más que su pura capacidad como sentenciadores solventes tendría contar para su promoción. ¿Por qué no se crea una JUANECA, pero en serio? O que se fiche a Monchi.
Pero quién le pone el cascabel el gato. La alternativa que se suele ofrecer al nombramiento descaradamente político por un Consejo General del Poder Judicial integrado por secuaces serviles de los partidos políticos es que la batuta pase a manos de las asociaciones judiciales, que son grupos de presión también politizados y que vienen a cumplir un papel similar al de los sindicatos de la función pública: apoyar a los suyos, y al interés general que le den morcilla.
Al parecer, para la elección de los más altos guardianes de nuestros derechos las únicas alternativas son que decida Drácula o que elija Frankenstein. Pues no, invéntese lo necesario para que se seleccione simplemente a los mejores. Si es posible en el fútbol, más o menos, ¿no ha de serlo en la judicatura?
8 comentarios:
Promocionar a los mejores profesionales a los puestos superiores del aparato judicial constituiría una verdadera revolución, aunque no parece verosímil que suceda tal cosa en la partitocracia que vivimos. Hay magistrados que acreditan en sus sentencias (que es donde deben hacerlo) formación, criterio y conocimiento de los asuntos, pero también lo es que nunca los encontraremos más allá de una Audiencia Provincial, es decir, hasta donde llegan los nombramientos reglados. ¿Cómo van a permitir los partidos políticos que magistrados con criterio e independencia acaben en una sala del Supremo? Esos magistrados (los únicos dignos de tal nombre) no son de fiar: en cualquier momento les puede dar por aplicar la ley, sea quien sea el litigante.
Cuando alguien ingresa en la carrera judicial, a través de cualquiera de las variadas vías posibles, tiene ante sí la siguiente alternativa:
1) Dedicarse a su trabajo con ahínco, intentar mejorar cada día, estudiar sin descanso y servir con ello a los ciudadanos. Este camino conduce conocidamente a la pérdida de la salud psíquica y física, la frustración, la desesperanza, la melancolía y el hastío. Puede incluir, en algunos supuestos, un expediente disciplinario (no es broma).
2) Afiliarse a una asociación (imprescindible), obtener un puesto gubernativo de "letrado" en el CGPJ (es fácil: hay más de un centenar y lo dan por puro enchufe a los amigos). A partir de aquí, las reglas son sencillas: no tienes que poner sentencias, lo que te deja mucho tiempo libre para cabildear, hacer pasillos e ir dándote a conocer entre los que mandan. A la vez, por uno de esos milagros del mundo funcionarial, la ley establece que el tiempo que inviertas, tan provechosamente, en esa situación (“servicios especiales”) se computará como si estuvieras partiéndote el alma en un juzgado de instrucción.
También puedes aprovechar para conocer mundo. Algunos hay en el CGPJ que en los últimos años sólo han sido vistos, fugazmente, en la T-4, porque ¿cómo van a pasar los jueces búlgaros, v. gr., si ellos no les dan una docenita de conferencias, pontificando sobre las sentencias que nunca han dictado y los asuntos que jamás han pasado por sus manos?
Después de unos años en este plan, puedes volver a un órgano jurisdiccional, pero -eso sí- de Presidente de Sala, como mínimo. ¿Qué más da que no hayas puesto una docena de sentencias en toda tu vida? Lo importante es que eres la persona idónea, que nunca vas a fallarle a los que te han puesto ahí. En fin, mejor no seguir con esta vexata quaestio.
Para terminar, ya que me parece imposible -en las circunstancias actuales- la realización de la utopía que propone el post ("los mejores jueces al Supremo”) yo me permito reformularla de forma negativa: ya que los mejores son inexorablemtne postergados, al menos que no se nombre a los peores, como viene sucediendo. ¿Nos harán caso? Me temo que no.
Bueno, yo estudio judicatura y no os creáis que me animáis mucho con estas situaciones que comentáis; uff y en plena crisis de continuidad, pensar que es tan difícil entrar para luego tener esta alternativa de perder la cabeza o la dignidad...
Es más de lo mismo, casi todas las estructuras del pais están impregnadas de mediocridad y corrupción.
A la sociedad nos presentan una especie de escenario teatral que oculta una realidad difícil de creer y más difícil de digerir, una vez comprobada su existencia.
Quizás tendrían sentido los actuales sistemas de elección de toda la caterva de altos cargos y cargas, si los electores de éstos hubiesen pasado algún filtro más allá de reirle las gracias al patán de turno, pegar algún cartelito cada 4 años y sonreir aunque les estén dando por el culo si el que lo hace es algún "señorito".
En fin que no nos pase nada en los próximos años, creo que va a tener más faena de la cuenta el Conejo Judicial del Peder General.
Dices:
Si es posible en el fútbol, más o menos, ¿no ha de serlo en la judicatura?
Propongo:
Si es posible en el fútbol, más o menos, ¿no ha de serlo en la universidad?
Están bien las metáforas deportivas, tienen mucho gancho, aportan la vibrante y emotiva retórica del "equipo", etc. ..., ¿pero no se han pasado Vds. algún que otro pueblo, proponiendo como ejemplo ... el fútbol, de todos los deportes?
Aparte de los resultados de la selección española, que comparativamente deja el prestigio internacional de nuestra judicatura por las estrellas, ¿conocen acaso Vds. lengua más enredada con pelos del ano del poder político, mediático, económico que la de las instancias futbolísticas, federación y clubes?
Salud, y mejores metáforas,
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