Un querido amigo me invita a exponer un pequeño texto la semana próxima en Valladolid, en un debate sobre la situación de los derechos humanos en Latinoamérica. El escrito tiene que estar terminado mañana y ahí vamos, al borde del colapso. Para colmo, esta tarde partido de la selección y después cena con los amigotes.
Reproduzco aquí un framento de lo ya escrito, más que nada con el fin de ir preparando el bazo para los posibles golpes.
¿Qué derechos? El problema mayor que cada vez se oculta mejor: la miseria.
En el papel lo cuentan las cifras y las estadísticas. Al viajero lo impresiona la visión a distancia de tantos barrios míseros, de tantas aldeas donde la vida transcurre sin los más elementales medios. Millones y millones de seres humanos sumidos en la carencia más absoluta, abandonados a su suerte, sin servicios públicos que merezcan tal nombre, sin más asistencia social que la visita del político de turno en tiempo de elecciones, cargado de bocadillos o de botellas de leche. Niños descalzos jugando entre perros famélicos, regueros de orines por las calles, adultos con la mirada perdida, pandillas organizándose para una supervivencia que sólo puede ser delictiva, adolescentes embarazadas, niños aspirando bolsas con pegamento... Miseria a raudales, pobreza extrema, vidas invivibles. Son la mayoría de la población. Y, frente a ellos, minorías exquisitas que se esponjan al enseñarle al visitante sus colecciones de porcelanas, de libros, de cuadros, de joyas, de pieles, que hacen gala de sus estudios y sus títulos, todos con la firma de las universidades más rimbombantes, que empequeñecen al viajero europeo al hacerle la cuenta de las capitales visitadas en la vieja Europa, de los hoteles frecuentados, de las amistades cultivadas, de todo lo carísimo consumido y que queda fuera del alcance de ese europeo de clase media y mirada atónita.
El más elemental de los razonamientos llevaría a asumir sin duda que urge repartir la riqueza y que los Estados deben meter mano en una buena parte de los bienes de esa clase tan económicamente pudiente como, por lo general, ociosa e improductiva, y redistribuir oportunidades a base de asegurar derechos mínimos a todos y cada un de sus nacionales. Pero no. Si echamos un vistazo a publicaciones de hoy y a teorías a la moda, parece que urge más que el Estado se ocupe de otro tipo de derechos, derechos con los que ni se come ni se curan las enfermedades ni se pone al individuo en condiciones de luchar por una vida digna en esta sociedad global, pero que, al parecer, son los más importantes, pues se relacionan con la identidad de cada sujeto y su manera de ser y percibirse en el mundo: los derechos culturales colectivos. Retornan las reservas indias, pero con la mejor conciencia de los blancos capitalinos, cobran nueva legitimación los viejos resguardos. Se aplica a los grupos humanos el patrón ecológico de las especies animales o vegetales y se concluye que se debe preservar la prístina identidad de los grupos aborígenes, salvar sus lenguas, proteger sus costumbres, asegurar su perpetuación intemporal e incontaminada, allá y así. Con las tribus lejanas y pobres se extasían antropólogos nacionales con máster estadounidense y paternalismo de colonizador sin remordimientos; en favelas y poblados de miseria los teóricos del Derecho y de la Política afinan sus doctrinas sobre el pluralismo jurídico, para convencernos de que este Derecho positivo, oficial y estatal que a nosotros tan bien nos defiende, no es ni tan Derecho ni el único Derecho ni el más auténtico, puesto que nace del artificio y los procedimientos formales y no de la vida espontánea de los pobladores.
Con la misma conciencia tranquila con que antaño se repartían limosnas y se le explicaba al pobre cuán feliz era en el fondo, sin tanto negocio que atender ni tanta hacienda que administrar, se siembran ahora derechos de nuevo cuño, el derecho de cada cual a seguir cazando como sus tatarabuelos, a hablar en exclusiva la lengua con la que no se entenderá con nadie que no sea de su territorio, a practicar sus ritos, aunque a nosotros nos parezcan crueles, a usar la medicina natural que lo salvará mejor que esos hospitales públicos de medicina pervertida e inhumana y que nunca tendrá a menos de cien o quinientos kilómetros, y todo como sentido homenaje a autenticidades intocadas, a identidades cristalinas, a raíces profundas en tradiciones y mitos fundantes, a la feliz simpleza de lo primitivo; no como nosotros, que fíjese usted qué mal estamos y qué mala vida nos damos por abandonarnos al bienestar, al cosmopolitismo, al mercado y a una permanente crisis de valores que sólo nos permite disfrutar y disfrutar de bienes y ocasiones.
Retornan esquemas medievales y los derechos primeros de cada cual son los que le tocan por razón de su grupo. Sólo que ahora, al menos en primera instancia o al primer golpe de vista, ya no son derechos de casta o derechos marcados por razón de oficio; pero siguen siendo derechos por razón de nacimiento y su función continúa la misma: encasillar a cada individuo en su grupo, pues no es supremo destino de cada cual el realizar su personal autonomía por encima de raíces y tradiciones, sino el de perpetuar el ser grupal haciendo lo que nació para hacer, viviendo donde por cuna le corresponde y manteniéndose ajeno a mundos, grupos y formas de vida que no son los suyos. Vidas pobres, sí, pero dignas, se dice, con esa suprema valía de ser fieles a las raíces y saberse parte de una historia milenaria; no como nosotros, tan desarraigados, tan infelices en medio de tantísima dicha y semejantes oportunidades de gobernar nuestro destino.
Nunca fue tan superestructural la cultura, ahora en términos de derechos culturales. Con suma habilidad, el burgués bien viajado exalta las virtudes de lo autóctono, el capitalino de sofisticada cultura alaba las ventajas de la vida simple y el académico curtido en títulos, lenguas y universidades de medio mundo insiste en que no hay nada como la raíz comunitaria y su visión de las cosas, monolítica, única y sencilla. Cómo articular las convivencia entre culturas es debate que sustituye al de cómo repartir bienes tangibles y oportunidades reales para los individuos. Cómo preservar incólumes las culturas que, al parecer, encarnan las esencias nacionales que proclaman los tataranietos de los conquistadores europeos, es tema que nos ayuda a no ocuparnos de por qué siguen mandando, dominando y, ante todo, enriqueciéndose esos descendientes de las viejas oligarquías. Maniobra de despiste, hábiles artificios para que el discriminado se conforme y hasta se sienta envidiado por quienes lo oprimen, lo explotan e, incluso, lo utilizan como cobaya en supuestos trabajos de campo en traje de Coronel Tapioca y con abstract en inglés.
En Latinoamérica se seguirá haciendo escarnio de los derechos humanos mientras no existan Estados suficientemente fuertes como para expropiar de una buena parte de sus privilegios económicos a sus élites más improductivas, al tiempo que sean capaces de atraer capitales extranjeros que inviertan en los países con la misma confianza con que pueden hacerlo en Europa, por ejemplo. Estados que, al tiempo, deben estar en condiciones de poner en práctica unas políticas educativas y de información que contrapesen, entre otras muchas cosas, la fuerza alienante de esas “iglesias” de los nuevos derechos allí donde todavía no se han respetado jamás los derechos primeros.
En el papel lo cuentan las cifras y las estadísticas. Al viajero lo impresiona la visión a distancia de tantos barrios míseros, de tantas aldeas donde la vida transcurre sin los más elementales medios. Millones y millones de seres humanos sumidos en la carencia más absoluta, abandonados a su suerte, sin servicios públicos que merezcan tal nombre, sin más asistencia social que la visita del político de turno en tiempo de elecciones, cargado de bocadillos o de botellas de leche. Niños descalzos jugando entre perros famélicos, regueros de orines por las calles, adultos con la mirada perdida, pandillas organizándose para una supervivencia que sólo puede ser delictiva, adolescentes embarazadas, niños aspirando bolsas con pegamento... Miseria a raudales, pobreza extrema, vidas invivibles. Son la mayoría de la población. Y, frente a ellos, minorías exquisitas que se esponjan al enseñarle al visitante sus colecciones de porcelanas, de libros, de cuadros, de joyas, de pieles, que hacen gala de sus estudios y sus títulos, todos con la firma de las universidades más rimbombantes, que empequeñecen al viajero europeo al hacerle la cuenta de las capitales visitadas en la vieja Europa, de los hoteles frecuentados, de las amistades cultivadas, de todo lo carísimo consumido y que queda fuera del alcance de ese europeo de clase media y mirada atónita.
El más elemental de los razonamientos llevaría a asumir sin duda que urge repartir la riqueza y que los Estados deben meter mano en una buena parte de los bienes de esa clase tan económicamente pudiente como, por lo general, ociosa e improductiva, y redistribuir oportunidades a base de asegurar derechos mínimos a todos y cada un de sus nacionales. Pero no. Si echamos un vistazo a publicaciones de hoy y a teorías a la moda, parece que urge más que el Estado se ocupe de otro tipo de derechos, derechos con los que ni se come ni se curan las enfermedades ni se pone al individuo en condiciones de luchar por una vida digna en esta sociedad global, pero que, al parecer, son los más importantes, pues se relacionan con la identidad de cada sujeto y su manera de ser y percibirse en el mundo: los derechos culturales colectivos. Retornan las reservas indias, pero con la mejor conciencia de los blancos capitalinos, cobran nueva legitimación los viejos resguardos. Se aplica a los grupos humanos el patrón ecológico de las especies animales o vegetales y se concluye que se debe preservar la prístina identidad de los grupos aborígenes, salvar sus lenguas, proteger sus costumbres, asegurar su perpetuación intemporal e incontaminada, allá y así. Con las tribus lejanas y pobres se extasían antropólogos nacionales con máster estadounidense y paternalismo de colonizador sin remordimientos; en favelas y poblados de miseria los teóricos del Derecho y de la Política afinan sus doctrinas sobre el pluralismo jurídico, para convencernos de que este Derecho positivo, oficial y estatal que a nosotros tan bien nos defiende, no es ni tan Derecho ni el único Derecho ni el más auténtico, puesto que nace del artificio y los procedimientos formales y no de la vida espontánea de los pobladores.
Con la misma conciencia tranquila con que antaño se repartían limosnas y se le explicaba al pobre cuán feliz era en el fondo, sin tanto negocio que atender ni tanta hacienda que administrar, se siembran ahora derechos de nuevo cuño, el derecho de cada cual a seguir cazando como sus tatarabuelos, a hablar en exclusiva la lengua con la que no se entenderá con nadie que no sea de su territorio, a practicar sus ritos, aunque a nosotros nos parezcan crueles, a usar la medicina natural que lo salvará mejor que esos hospitales públicos de medicina pervertida e inhumana y que nunca tendrá a menos de cien o quinientos kilómetros, y todo como sentido homenaje a autenticidades intocadas, a identidades cristalinas, a raíces profundas en tradiciones y mitos fundantes, a la feliz simpleza de lo primitivo; no como nosotros, que fíjese usted qué mal estamos y qué mala vida nos damos por abandonarnos al bienestar, al cosmopolitismo, al mercado y a una permanente crisis de valores que sólo nos permite disfrutar y disfrutar de bienes y ocasiones.
Retornan esquemas medievales y los derechos primeros de cada cual son los que le tocan por razón de su grupo. Sólo que ahora, al menos en primera instancia o al primer golpe de vista, ya no son derechos de casta o derechos marcados por razón de oficio; pero siguen siendo derechos por razón de nacimiento y su función continúa la misma: encasillar a cada individuo en su grupo, pues no es supremo destino de cada cual el realizar su personal autonomía por encima de raíces y tradiciones, sino el de perpetuar el ser grupal haciendo lo que nació para hacer, viviendo donde por cuna le corresponde y manteniéndose ajeno a mundos, grupos y formas de vida que no son los suyos. Vidas pobres, sí, pero dignas, se dice, con esa suprema valía de ser fieles a las raíces y saberse parte de una historia milenaria; no como nosotros, tan desarraigados, tan infelices en medio de tantísima dicha y semejantes oportunidades de gobernar nuestro destino.
Nunca fue tan superestructural la cultura, ahora en términos de derechos culturales. Con suma habilidad, el burgués bien viajado exalta las virtudes de lo autóctono, el capitalino de sofisticada cultura alaba las ventajas de la vida simple y el académico curtido en títulos, lenguas y universidades de medio mundo insiste en que no hay nada como la raíz comunitaria y su visión de las cosas, monolítica, única y sencilla. Cómo articular las convivencia entre culturas es debate que sustituye al de cómo repartir bienes tangibles y oportunidades reales para los individuos. Cómo preservar incólumes las culturas que, al parecer, encarnan las esencias nacionales que proclaman los tataranietos de los conquistadores europeos, es tema que nos ayuda a no ocuparnos de por qué siguen mandando, dominando y, ante todo, enriqueciéndose esos descendientes de las viejas oligarquías. Maniobra de despiste, hábiles artificios para que el discriminado se conforme y hasta se sienta envidiado por quienes lo oprimen, lo explotan e, incluso, lo utilizan como cobaya en supuestos trabajos de campo en traje de Coronel Tapioca y con abstract en inglés.
En Latinoamérica se seguirá haciendo escarnio de los derechos humanos mientras no existan Estados suficientemente fuertes como para expropiar de una buena parte de sus privilegios económicos a sus élites más improductivas, al tiempo que sean capaces de atraer capitales extranjeros que inviertan en los países con la misma confianza con que pueden hacerlo en Europa, por ejemplo. Estados que, al tiempo, deben estar en condiciones de poner en práctica unas políticas educativas y de información que contrapesen, entre otras muchas cosas, la fuerza alienante de esas “iglesias” de los nuevos derechos allí donde todavía no se han respetado jamás los derechos primeros.
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