Queda un tanto ampuloso el título, pero es un pretexto para volver a hablar de las perplejidades de uno ante las reformas universitarias en curso. Sin ir más lejos, hace quince o veinte años se consideraba un gran avance progresista el que se hubiera eliminado de tantos Estatutos de Universidad la obligación de que los estudiantes asistieran a clase. Parecía que así se les trataba al fin como adultos libres, capaces de saber lo que les conviene y aptos para administrar su tiempo como más rentable les parezca para preparar las pruebas de las que depende su nota. Además, disponían de una disculpa excelente para sancionar con el abandono a tanto profesor tedioso, desagradable o desinformado. Pero ahora resulta que no, que la atadura al pupitre retorna por la puerta de atrás y que el alumno universitario vuelve a la condición de público cautivo.
Díganme si no qué significan esos modos de evaluación que disponen que un tercio de la nota final será por asistencia a las clases dizque magistrales, otro por participación en seminarios y practicas y, como mucho, otro por el examen o prueba final. De lo que se desprende con meridiana claridad que no pasa el que no aguante dócilmente en clase y no haga allí las capulladas que el profesor de turno aprendió de esos cantamañanas que se forran dando cursitos sobre nuevos métodos para convertir la universidad en un parvulario de educación especial. Venga, chicos, ahora hacéis grupitos de cinco, debatís sobre esta noticia y luego elegís un portavoz y nos decís a todos qué habéis descubierto sobre la física de partículas. Tiene bemoles.
Hace unas cuantas décadas semejante reforma habría puesto al estudiantado a tirar piedras y quemar bancos de las aulas. Ahora no. Ahora cunde la idea de que el título universitario se puede obtener más fácilmente mediante la simple estabulación, levantando el dedito y poniéndole caritas al pobre diablo que explique en clase que la eme con la u mu y practicad en círculos estirando todos el morrete así p´afuera. Ahora no protesta ni el tato, por razones bien mezquinas, pero lo más gracioso es que hasta hay quien desde partidos que se dicen progresistas intentará convencernos de que ésa es la enseñanza avanzada que nos hará libres e iguales. La madre que los parió, qué cara más dura tienen.
Hace unas décadas se estimaba reaccionaria la sumisión cuasifeudal de los jóvenes profesores al respectivo cátedro de la disciplina y se quiso democratizar la universidad dando a todos su voto y su igual derecho. Había que acabar, y no sin razón, con ciertas prácticas viciosas que en algunos lugares se daban y que servían para que el joven ayudante lo mismo tuviera que pasear el perro del jefe que hacerle de negro para algún escrito que firmaba el otro. Había miedo y convenía nadar y guardar la ropa, por si acaso. Ahora los nuevos profesores siguen en precario y el miedo simplemente se desplaza, pues el señor absoluto pasa a ser, además, lejano, ignoto y embozado.
Por una parte, se obliga a todo aspirante a ascenso a humillarse recibiendo cursetes e implorando un cargo de lo que sea, por el amor de Dios, que miren que, si no, se me queda en blanco ese apartado de la aplicación informática que tengo que rellenar para crecer; o rogando que se le meta, incluso con calzador, en muchos proyectos de investigación, aunque sea con la única función de servir los cafés. Y los jóvenes no se rebelan, para nada, acatan y cumplen porque saben que, si no, el informante enmascarado al que la agencia evaluadora pedirá su docto veredicto dirá que no alcanzan los puntos porque no vale y no dio ni golpe ese candidato que sólo se ha dedicado a investigar como un poseso, a escribir artículos y monografías y a impartir una docencia que no cuenta un pimiento si no va acompañada de medios audioviduales, nuevas tecnologías y materiales superchulis en la red. Y eso, al parecer, es progresista, liberador e igualitario. Si un día de estos a alguna agencia evaluadora le da por decir que hay que lograr diez puntos haciendo el pino o retratándose las partes, los tendremos a todos con lumbago y en pelota picada para hacer méritos. Protestar, ya no protesta ni el apuntador, pues, si antes había miedo, ahora existe terror. Antes asustaba el catedrático y ahora espanta el oráculo distante.
Insisto y me repito: mientras no pasemos unos cuantos a la clandestinidad y no capemos a unas docenas de pedobobos, seguirá el abuso y la insoportable ola de insufrible incompetencia que nos invade. Tendrán los historiadores que explicarnos algún día cómo fue posible que esos torpes iletrados se hayan hecho con las riendas del poder universitario y hayan convertido su alicorto designio en ley y modelo. Y en qué cabeza cabe que, justo cuando está demostrado que sus métodos pueriles han fracasado estrepitosamente en las primaria y secundaria, se impongan sin debate ni alternativa en las universidades.
Díganme si no qué significan esos modos de evaluación que disponen que un tercio de la nota final será por asistencia a las clases dizque magistrales, otro por participación en seminarios y practicas y, como mucho, otro por el examen o prueba final. De lo que se desprende con meridiana claridad que no pasa el que no aguante dócilmente en clase y no haga allí las capulladas que el profesor de turno aprendió de esos cantamañanas que se forran dando cursitos sobre nuevos métodos para convertir la universidad en un parvulario de educación especial. Venga, chicos, ahora hacéis grupitos de cinco, debatís sobre esta noticia y luego elegís un portavoz y nos decís a todos qué habéis descubierto sobre la física de partículas. Tiene bemoles.
Hace unas cuantas décadas semejante reforma habría puesto al estudiantado a tirar piedras y quemar bancos de las aulas. Ahora no. Ahora cunde la idea de que el título universitario se puede obtener más fácilmente mediante la simple estabulación, levantando el dedito y poniéndole caritas al pobre diablo que explique en clase que la eme con la u mu y practicad en círculos estirando todos el morrete así p´afuera. Ahora no protesta ni el tato, por razones bien mezquinas, pero lo más gracioso es que hasta hay quien desde partidos que se dicen progresistas intentará convencernos de que ésa es la enseñanza avanzada que nos hará libres e iguales. La madre que los parió, qué cara más dura tienen.
Hace unas décadas se estimaba reaccionaria la sumisión cuasifeudal de los jóvenes profesores al respectivo cátedro de la disciplina y se quiso democratizar la universidad dando a todos su voto y su igual derecho. Había que acabar, y no sin razón, con ciertas prácticas viciosas que en algunos lugares se daban y que servían para que el joven ayudante lo mismo tuviera que pasear el perro del jefe que hacerle de negro para algún escrito que firmaba el otro. Había miedo y convenía nadar y guardar la ropa, por si acaso. Ahora los nuevos profesores siguen en precario y el miedo simplemente se desplaza, pues el señor absoluto pasa a ser, además, lejano, ignoto y embozado.
Por una parte, se obliga a todo aspirante a ascenso a humillarse recibiendo cursetes e implorando un cargo de lo que sea, por el amor de Dios, que miren que, si no, se me queda en blanco ese apartado de la aplicación informática que tengo que rellenar para crecer; o rogando que se le meta, incluso con calzador, en muchos proyectos de investigación, aunque sea con la única función de servir los cafés. Y los jóvenes no se rebelan, para nada, acatan y cumplen porque saben que, si no, el informante enmascarado al que la agencia evaluadora pedirá su docto veredicto dirá que no alcanzan los puntos porque no vale y no dio ni golpe ese candidato que sólo se ha dedicado a investigar como un poseso, a escribir artículos y monografías y a impartir una docencia que no cuenta un pimiento si no va acompañada de medios audioviduales, nuevas tecnologías y materiales superchulis en la red. Y eso, al parecer, es progresista, liberador e igualitario. Si un día de estos a alguna agencia evaluadora le da por decir que hay que lograr diez puntos haciendo el pino o retratándose las partes, los tendremos a todos con lumbago y en pelota picada para hacer méritos. Protestar, ya no protesta ni el apuntador, pues, si antes había miedo, ahora existe terror. Antes asustaba el catedrático y ahora espanta el oráculo distante.
Insisto y me repito: mientras no pasemos unos cuantos a la clandestinidad y no capemos a unas docenas de pedobobos, seguirá el abuso y la insoportable ola de insufrible incompetencia que nos invade. Tendrán los historiadores que explicarnos algún día cómo fue posible que esos torpes iletrados se hayan hecho con las riendas del poder universitario y hayan convertido su alicorto designio en ley y modelo. Y en qué cabeza cabe que, justo cuando está demostrado que sus métodos pueriles han fracasado estrepitosamente en las primaria y secundaria, se impongan sin debate ni alternativa en las universidades.
Propongo para todas las titulaciones una nueva asignatura transversal, de gran competencia y mucha habilidad y con muchos créditos: la emasculación de pedobobo. Verás como se nos arregla la enseñanza en un satiamén.
4 comentarios:
Y olé, profesor! Le enlazo el artículo en mi blog, si usted otorga su consentimiento.
Olé también. ¿Cuándo empezamos?
Por supuesto que consiento, cómo no. Muchas gracias un un saludo.
Para mí también es un misterio entender cómo hemos llegado a esto, pero tienes toda la razón. Lo que al parecer sucede en León ocurre de modo idéntico en otros lugares.
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